«In a certain sense… we are all made of words;… our most essential being consists in language. It is the element in which we think and dream and act, in which we live our daily lives» (De alguna manera… estamos hechos de palabras;… nuestro elemento más natural es el lenguaje. Aquel en el que pensamos y soñamos y actuamos, en el que vivimos nuestras vidas corrientes).
N. Scott Momaday escribió esta frase en su colección de artículos de no ficción titulada The Man Made of Words (1997). Las palabras enriquecen la existencia. Abren espacios: el giro eterno del rodillo en una máquina de escribir. Las palabras bautizan sentimientos, tal vez inexistentes si no pudieran ser nombrados. En ausencia de las palabras, el mundo se convierte en un pasmo de ignorancia; sus moradores responden a la realidad en un constante alzar de hombros, como marionetas mudas. Las palabras nos hacen vivir otras vidas que, alivio, no son la nuestra.
Las palabras no pesan, pero acompañan: para que viajen, basta salir en su búsqueda. Están ocultas en bosques sombríos, pero vienen a ti si son pronunciadas. Al recogerlas encienden la luz, construyen espacio. El firmamento es promocionado: lo empuja una máquina de escribir gigante. No todo es favorable: hay palabras que son una carga —tareas, revisiones, informes, diagnósticos, desazón, tedio—, palabras que no son luz y que no deberían ser nunca nombradas. Pero en el bosque son tantas los reclamos —me vienen a la cabeza, porque las escuché o las leí: yerbatal, marmolillo, sugestión, sensibilidad, fantasía, botánica, misterio, sabiduría, encantamiento, agrado, bóveda, existencia—, que la felicidad gobierna, viene suspendida entre las ramas, detrás de los arbustos, lugares remotos donde nuestras voces invocan ese misterio contenido en las palabras. Una vez mordidas —regaliz negro—, nombramos al mundo, y al nombrarlo hacemos del mundo un lugar más amplio, alegre y habitable.
P.D. Las razones de este artículo fueron tres palabras: tortilla, regalo y mamá. La Santísima Trinidad de la infancia.