Otras vidas (RIP Peter Berling)

peter-berlingHablando ayer con Esperanza me decía que la admiración hacia un periodo histórico nos viene porque, tal vez, nosotros somos reencarnaciones de personas que vivieron en esos momentos que nos apasionan. Ella no tiene ninguna razón para estar enamorada de Egipto -ni familia, ni amigos, y cuando fue allí de vacaciones era el resultado de una pasión, no su causa-, pero resulta que es así, que ama la historia de Egipto, su arquitectura, sus ritos funerarios, sus confusas y peligrosas redes de poder. Yo tampoco tengo ningún motivo para estar enganchado a la Edad Media, pero lo cierto es que, con diez años, en el colegio, cuando un profesor nos pidió redactar a qué época viajaríamos con una máquina del tiempo, elegí sin dudarlo esa ensoñación de castillos, asedios, Templarios, pócimas mágicas, bosques, dragones, banquetes y cortejos.

Muchos años después sigo obstinado en el mismo sueño. Por eso que disfruto de la literatura de caballerías -con una calidad de supermercado en muchos casos-, de las películas de esta época, de la visita a museos y castillos. Por eso que me ha dado tristeza saber de la muerte de Peter Berling, a quien le debo -así son los grandes artistas- tantas páginas de goce en esa saga alocada del Grial, una tetralogía que nadie pudo terminar y donde cabía el mundo entero, un maremágnum de fechas y personajes que me sigue acompañando, muchos años después, hasta hoy incluso, con una mezcla de felicidad pasada y de compromiso presente -la obligación impuesta, pero siempre demorada, de su relectura. Sus libros me sirvieron de catapulta a otras lecturas, al amor por los paisajes del sur de Francia -los Pirineos, Foix, Montségur-, a indagar en la historia de la época -de la Orden del Temple, de la herejía cátara y albigense-, a los juegos de mesa de idéntica temática -Siege, Cry Havoc, aún los guardo en el maletero, también pensado que algún día volverán a rodar los dados- e incluso abarcando en la obsesión al mundo de la ópera -Wagner compartía una fijación similar por el Medievo y las leyendas artúricas.

Los libros de Peter Berling, tal y como los recuerdo -y por lo tanto tal vez no son así ya, pues todo cambia- eran tomos inmensos con descripciones agotadoras, extenuantes, que te avasallaban por su precisión y su viveza, donde las batallas y la diplomacia y los juegos de poder y la suntuosidad gastronómica parecía salir del libro hasta mi cuarto en Madrid, y, no sé por qué razón, siempre asocio estas novelas al verano, a la ventana abierta, al sonido del último autobús subiendo la calle.  Obras bíblicas donde el lector y los personajes y el propio autor acabábamos todos aturdidos, desorientados en la búsqueda feliz y perseverante de algo que, por agotamiento o confusión, acababa por carecer de motivo, salvo tal vez la propia búsqueda. Todo lo que ocurría en esas novelas no era cierto, pero -es la virtud de la literatura- parecía verdad, y nos acompañaba.

Me hubiera gustado decirle en vida lo mucho que disfruté con sus novelas. Aunque, si tiene razón Esperanza y su teoría del amor hacia las épocas que un día vivimos, quién sabe si no nos volveremos a ver alguna vez.

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