La alegría

En el Auditorio de Música de Madrid, escuchando la Novena de Beethoven, me dio por acercar la mirada hacia el atril de una flauta, con esa curiosidad, o quizás osadía, de quien pretende leer una partitura que, ya de lejos, se adivina como un bosque de obstáculos, de silencios y de fusas, de páginas que esperan, con la esquinita inferior doblada, su fugacidad, y al detener la mirada frente a la partitura que, zas, la traspasé, encontrándome por sorpresa en un sitio nuevo, aunque el fenómeno no lo era, porque esa misma partitura, abierta en otros tantos atriles, escenarios, salas de concierto y épocas, operaba desde siempre el prodigio de su trascendencia.

Y así que, tras la partitura, vi calles de adoquines, faroles de gas, calesas llegando tarde a palacios con sus ventanas iluminadas. Vi chimeneas donde siempre arde la palabra no, vi salones de baile y desde sus paredes me miraron, con rigidez, reyes y astrónomos. Vi y escuché cubiletes en los que tintineaba la pobreza, y esos mismos cubiletes, tumbados entre jarras de alcohol, repartieron duelos y fortunas, y por supuesto que vi la noche, siempre la noche, su garganta de niebla y un cuchillo paciente dentro de un pantalón, y también vi o imaginé —es lo mismo— un estruendo alegre, y es que la partitura hacía eclipse en el atril, y la mirada pestañeó de vuelta a un mundo de abrigos arrebujados, de toses y de vítores, de teléfonos que despiertan, de gente que se pone en pie y camina con lentitud, como azorados, como si la experiencia les hubiera dejado sin ganas de nada, incluso de salir de allí, y de coches y autobuses que deshacen lo que fue una efímera hermandad.

La Novena sinfonía es el latido de la Tierra; un latido que funciona con la misma regularidad que el giro de las estaciones y los cultivos y las mareas. Su música reside en nosotros, pero solo se la escucha si prestamos atención. Entonces nos levanta de esa carrera de relevos llamada humanidad y, con los pies suspendidos, observamos la inmensidad del paisaje y del tiempo, y en sus coordenadas, allá abajo, nosotros, infinitesimalmente nosotros. Frente al hechizo de esta música pierden importancia los finales de mes, las tareas pendientes y los análisis médicos, porque lo que vemos desde lo alto es un espacio luminoso, solidario y colectivo donde resuena, con la fuerza de una fanfarria, esa música que expande alegría.

Un nuevo giro de Mahler

La temporada 2017/2018 de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE) se inició el viernes 15 de septiembre. A nadie sorprendió el éxito de la convocatoria: la presencia de su director principal, David Afkham, dos obras de repertorio en atriles —el Concierto para piano y orquesta en la menor; opus 54, de Schumann, la Sinfonía número 5 de Mahler— y Javier Perianes al piano, eran suficientes razones para que la velada fuera viento en popa. En el público que abarrotó la sala, antes incluso de sonar la primera nota, habitaba esa sensación feliz de éxito anticipado, pero también de regalo inmerecido por acudir a una formación que, cada año, suena mejor, y a precios siempre ajustados. Había también las ganas acumuladas de volver a escuchar música después del verano, pero, con todo, no hay que olvidar el efecto favorable que ha tenido para la OCNE la diáspora de la Orquesta de Radio Televisión Española, y que ha supuesto la llegada natural de nuevos abonados. Bienvenidos sean, aunque por motivos que no tienen nada de positivo.

En las notas al programa señala Gonzalo Lahoz la importancia que tuvieron las mujeres en los dos compositores escuchados. Clara Wieck fue el amor de la vida de Schumann, y también la solista que estrenó el concierto un 4 de diciembre de 1845, cuando Schumann tenía treinta y cinco años. Dos siglos más tarde, en una calurosa tarde de Madrid, las manos de Perianes (Huelva, 1978) regresaban a la partitura, y pocas veces he sentido como espectador, desde mi butaca en los bancos del coro, que el estilo de un intérprete y la obra encajen con tanta perfección. Parecía como si Schumann hubiera escrito la obra para ese fraseo lírico de Perianes, humilde, de falsa sencillez, siempre volcado hacia lo romántico. Parecía también como si Perianes hubiera nacido sólo para hacer sonar esas páginas tan emotivas, delicadas, y en las que flota un ambiente de jardín privado, de aparente improvisación. Si hacer fácil lo complicado es la señal de un virtuoso, Perianes lo es. Cabe la duda de escucharle frente a obras que exijan de un aire menos romántico y más enérgico. Duda que no resolvió el bis, donde tocó una pieza lánguida de Grieg.

La segunda mujer del programa, detrás del segundo compositor, era Alma Schindler. Una mujer clave en la historia de la música, pues a ella dedicó Mahler su Adagietto para cuerda y arpa, que Visconti llevó al cine en su película Muerte en Venecia, adaptación de la novela de Thomas Mann. Si la novela, en manos de Visconti, es la liberación filmada de un deseo reprimido, en Britten, y gracias a su ópera de idéntico título, será el epítome del final de una época, tanto personal como histórica; una deriva a todos los niveles, más profunda que la represión del deseo homoerótico, y que se aproxima más a la idea literaria de Mann. Uno y otro, Visconti y Britten, también Mann, comparten con Mahler el amor como medio para asomarse al abismo, y no caer.

La Orquesta Nacional de España sonó firme y contundente en la Quinta, pero escuchando a Mahler uno no puede dejar de lamentar toda la otra música que resta en silencio, invadida por la obsesión reciente hacia el compositor austríaco. Si no fuera una tarea cansada, tan extenuante como a veces su música, me gustaría calcular el número de horas que se han programado de Gustav Mahler en las temporadas recientes, tanto de este ciclo de la OCNE como de otros promotores. Mi malestar no es tanto por su música —no voy a negarlo: me emociona y conmueve en muchos momentos— sino más bien porque, en la miopía de las modas, se relega al silencio todo lo que hay alrededor de una obsesión. Lo olvidado mengua su interés y sólo la fuerza decidida de directores valientes puede cambiar la situación. En Mahler hay mucho de admiración reciente pero también de olvido general. Lo admito: recelo siempre de los fenómenos mayoritarios, donde hay tanto de adhesión justificada como de religión fanática, tanto de valor como de dogma sometido a la tiranía del instante. De ahí que volver a escuchar a Mahler, otra vez más, me haga pensar en todas esas voces silenciosas, en partituras dos plantas más abajo, llenándose de polvo, pero también en la esperanza dulce de un mesías que, con su luz, se atreva a cambiar la dirección y nos oriente y asome hacia nuevos abismos. Muchos, tan silenciosos como esas mismas voces, lo aguardamos.

Bruch, Dvoràk y la revolución que viene

revoluciones

Revoluciones es el nombre que define la temporada 2014/2015 de la Orquesta Nacional de España. Su estreno tuvo lugar en el Auditorio Nacional de Madrid el viernes 26 de Septiembre. La Sinfonía «del Nuevo Mundo» de Antonín Dvoràk y el Primer Concierto para violín y orquesta de Max Bruch formaron el programa. Dos obras de repertorio, y que por lo tanto carecen hoy de cualquier aspiración revolucionaria o de vanguardia. En ese sentido, fue mucho más audaz el arranque de la temporada anterior, con esa partitura inmensa que es el War Requiem de Britten.

Miguel Harth-Bedoya dirigió un concierto que comenzó con el estreno en Madrid de Bach in Himmel (Bach en el cielo), obra del compositor Bernat Vivancos (1973). Apoyado en el Preludio en Do Mayor del primer libro del Clave Bien temperado de Bach (BWW 946), Vivancos construye un desarrollo orquestal. Para el mismo dispone sobre el escenario dos pianos equidistantes, situados bajo los aleros de la grada, y entre ellos, comprimidos, una orquesta amplia. La duración incomprensible (casi treinta minutos) de la obra, así como lo previsible y repetitivo de la misma, malogran el interés despertado en su inicio. Bach en el cielo muestra una música sin capacidad de sorpresa. Música que se la oye llegar, y que tal vez tenga eficacia en el mundo cinematográfico, como acompañamiento a unas imágenes. Sin ellas, la partitura aburre. Su pretensión de melodía infinita está lejos de ser Wagner, y por eso que a los diez minutos la broma cansa, a los veinte seguimos en un crescendo que no acaba nunca, salvo con mi templanza, y a los treinta el castigo termina con el piano inicial, como no podía ser de otra manera en una escritura previsible. El público, sin embargo, pareció de otra opinión, y aplaudió encantado. Halagado por la recepción de su obra y por el gran honor de abrir toda una temporada, Vivancos regresó en dos ocasiones para recoger largos aplausos.

A continuación entró en escena Anna-Sophie Muter para tocar el Primer Concierto para violín y orquesta de Max Bruch. Obra técnicamente menor, fue estrenada en el año 1866 en Coblenza (Alemania) bajo la batuta del propio Bruch. Su autor contaba entonces con veintiocho años, pero ya había escrito su obra más inmortal. En la línea romántica de Schumann y Mendelssohn, la partitura de Bruch está lejos de la ruptura (esta sí que revolucionaria) que Brahms llevaba a cabo en esos mismos años. Se trata de un breve concierto melódico, de gran hermosura y que, aunque escrito fuera de las coordenadas de su tiempo, se ha hecho inmortal gracias a su belleza.

Carecería de todo fundamento que cuestionara la valía de Anna-Sophie Mutter, violinista que nos lleva maravillando durante casi cuatro décadas. Debo admitir sin embargo que no disfruté con su manera de tocar el Adagio, movimiento donde considero que abusó de los vibratos, tanto en cantidad como en tiempo. El exceso de oscilaciones sonoras, en una búsqueda de la expresividad, produjo, por su reiteración, el efecto contrario. Me quedo antes con la forma de tocarlo de Janine Jansen (http://www.youtube.com/watch?v=UxZbVwrGOrc), mucho más sobria y contenida, como un sentimiento que no puede expresarse. Fue en el Allegro energico final donde Anna-Sophie Muter, sin embargo, me dejó deslumbrado; y aún fue mayor mi sorpresa en la propina, una obra de Bach tocada a la velocidad de la luz, pero con un sonido puro, limpio, donde, pese a su fugacidad, las notas podían casi separarse, como la luz que se fragmenta al pasar por un prisma. Anna-Sophie Mutter fue merecidamente ovacionada por un público que llenó el auditorio, y mientras aplaudía soñé con verla tocar algún día piezas con más ardor, como un Paganini. Me informó mi padre que en el mismo concierto del sábado la violinista dio una propina triple. Una pena entonces haberla disfrutado el día anterior.

Después del descanso llegó la Sinfonía «del Nuevo Mundo» de Dvoràk. A diferencia de Bruch, Dvoràk logró el favor y amistad de Brahms, sentimiento que es raro de observar en el mundo de la música. Fue gracias a Brahms que el compositor checo recibió un estipendio con el que componer sus Duetos moravos, obra que le dio a Dvoràk fama internacional. En 1892 Dvorák aceptó una invitación para el National Conservatory of Music de Nueva York. Pudo así componer un año después su Sinfonía «del Nuevo Mundo».

Como en el caso de Bruch, Dvorák utiliza motivos de la melodía folclórica como fuente de inspiración. Su estancia americana le permitió conocer melodías indígenas y cantos espirituales negros, elementos que mezcló con su carácter eslavo. La sinfonía es una obra absorbente, la Orquesta Nacional de España la ejecutó con energía, y uno no sabe con qué movimiento quedarse, pues el goce fue completo. El Adagio-Allegro molto nos enseña una bella melodía popular en la voz de una flauta, luego repetida por los instrumentos de cuerda. El Largo es la parte más popular de la obra, y sin querer ser frívolo uno no puede sino recordar aquel bonito anuncio de papel higiénico que fue dirigido por Pilar Miró, y gracias al cual descubrió esta composición. Tal y como señala Stefano Russomanno en sus notas al programa, tan solo en este movimiento existe una referencia a un tema americano, el espiritual Swing Low (http://www.youtube.com/watch?v=Thz1zDAytzU). Movimiento por lo tanto de una fuerte religiosidad, solemne, oscuro, y donde se produce un grandísimo diálogo con los temas del Adagio. El Scherzo supone un salto hacia otra idea melódica. Es un movimiento alegre, y que recupera en su final elementos de temas anteriores. Para terminar, el Finale. Allegro con fuoco, y donde la Orquesta Nacional volvió a sacar pecho a través de su sección de metales y percusión, que a veces parece vivir en un fortísimo permanente. El tema fue cerrado con vigor y rapidez, y los merecidos aplausos llenaron el auditorio.

Bajando hacia el vestíbulo el público despertó de golpe a la realidad: era de noche y había una cerveza o una cena para ser disfrutada. Ya volviendo a casa pensé que la obra de Dvorák no tendría mejor preludio que Hanacpachap cussicuinin (http://www.youtube.com/watch?v=nCdTOdcBkNU), obra polifónica anónima datada a primeros del siglo XVII, y que está considerada la primera escritura musical compuesta y publicada en el Nuevo Mundo. Se trata de un himno procesional en honor de la Virgen María, y que bien podría servir de arco poético a la sinfonía de Dvorák. La búsqueda del folclore americano en el compositor checo, y el testimonio de la primera obra del Nuevo Mundo que se conserva registrada.

Y ya en la preparación de esta reseña al estupendo concierto, pensé en las direcciones que marca el tiempo, muchas veces arbitrarias y opuestas a la voluntad humana. Dvoràk siempre consideró sus óperas como las cimas de su producción. Éstas, sin embargo, son raramente programadas. Bruch vivió ochenta y dos años y compuso más de cien obras (sinfonías, música de cámara, otros ocho conciertos de violín, cuatro de cello, canciones, y música coral). Sin embargo entró en la historia de la música con una obra publicada antes de cumplir los treinta años. Del resto, como de las óperas de Dvoràk, apenas escuchamos hoy en día nada.

Pentagramas en silencio, apiñados en cartones con polvo o en archivos digitales. Música sin volumen. Pese a este imagen sombría, no hay rastro de tristeza en mis palabras. Ha comenzado el goce de una nueva temporada, y los pentagramas esperan la luz amarillenta sobre los atriles. Quinta temporada consecutiva con esa rutina feliz de los conciertos cada sábado, y en la que espero escuchar nuevas obras, y aprender cada día algo más sobre el mundo de la música. Al igual que cualquier mundo en el que uno se introduce, la música nunca tiene final, como si alguien le diera patadas al horizonte, que es una doble barra. Quinta temporada y el deseo idéntico de que la música me siga emocionando y, tocado por ella, poder luego transmitir a las teclas de un ordenador su placer inexplicable. La Orquesta y la programación confeccionada son aliados seguros para prolongar este sentimiento.