La alegría

En el Auditorio de Música de Madrid, escuchando la Novena de Beethoven, me dio por acercar la mirada hacia el atril de una flauta, con esa curiosidad, o quizás osadía, de quien pretende leer una partitura que, ya de lejos, se adivina como un bosque de obstáculos, de silencios y de fusas, de páginas que esperan, con la esquinita inferior doblada, su fugacidad, y al detener la mirada frente a la partitura que, zas, la traspasé, encontrándome por sorpresa en un sitio nuevo, aunque el fenómeno no lo era, porque esa misma partitura, abierta en otros tantos atriles, escenarios, salas de concierto y épocas, operaba desde siempre el prodigio de su trascendencia.

Y así que, tras la partitura, vi calles de adoquines, faroles de gas, calesas llegando tarde a palacios con sus ventanas iluminadas. Vi chimeneas donde siempre arde la palabra no, vi salones de baile y desde sus paredes me miraron, con rigidez, reyes y astrónomos. Vi y escuché cubiletes en los que tintineaba la pobreza, y esos mismos cubiletes, tumbados entre jarras de alcohol, repartieron duelos y fortunas, y por supuesto que vi la noche, siempre la noche, su garganta de niebla y un cuchillo paciente dentro de un pantalón, y también vi o imaginé —es lo mismo— un estruendo alegre, y es que la partitura hacía eclipse en el atril, y la mirada pestañeó de vuelta a un mundo de abrigos arrebujados, de toses y de vítores, de teléfonos que despiertan, de gente que se pone en pie y camina con lentitud, como azorados, como si la experiencia les hubiera dejado sin ganas de nada, incluso de salir de allí, y de coches y autobuses que deshacen lo que fue una efímera hermandad.

La Novena sinfonía es el latido de la Tierra; un latido que funciona con la misma regularidad que el giro de las estaciones y los cultivos y las mareas. Su música reside en nosotros, pero solo se la escucha si prestamos atención. Entonces nos levanta de esa carrera de relevos llamada humanidad y, con los pies suspendidos, observamos la inmensidad del paisaje y del tiempo, y en sus coordenadas, allá abajo, nosotros, infinitesimalmente nosotros. Frente al hechizo de esta música pierden importancia los finales de mes, las tareas pendientes y los análisis médicos, porque lo que vemos desde lo alto es un espacio luminoso, solidario y colectivo donde resuena, con la fuerza de una fanfarria, esa música que expande alegría.

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