Revoluciones es el nombre que define la temporada 2014/2015 de la Orquesta Nacional de España. Su estreno tuvo lugar en el Auditorio Nacional de Madrid el viernes 26 de Septiembre. La Sinfonía «del Nuevo Mundo» de Antonín Dvoràk y el Primer Concierto para violín y orquesta de Max Bruch formaron el programa. Dos obras de repertorio, y que por lo tanto carecen hoy de cualquier aspiración revolucionaria o de vanguardia. En ese sentido, fue mucho más audaz el arranque de la temporada anterior, con esa partitura inmensa que es el War Requiem de Britten.
Miguel Harth-Bedoya dirigió un concierto que comenzó con el estreno en Madrid de Bach in Himmel (Bach en el cielo), obra del compositor Bernat Vivancos (1973). Apoyado en el Preludio en Do Mayor del primer libro del Clave Bien temperado de Bach (BWW 946), Vivancos construye un desarrollo orquestal. Para el mismo dispone sobre el escenario dos pianos equidistantes, situados bajo los aleros de la grada, y entre ellos, comprimidos, una orquesta amplia. La duración incomprensible (casi treinta minutos) de la obra, así como lo previsible y repetitivo de la misma, malogran el interés despertado en su inicio. Bach en el cielo muestra una música sin capacidad de sorpresa. Música que se la oye llegar, y que tal vez tenga eficacia en el mundo cinematográfico, como acompañamiento a unas imágenes. Sin ellas, la partitura aburre. Su pretensión de melodía infinita está lejos de ser Wagner, y por eso que a los diez minutos la broma cansa, a los veinte seguimos en un crescendo que no acaba nunca, salvo con mi templanza, y a los treinta el castigo termina con el piano inicial, como no podía ser de otra manera en una escritura previsible. El público, sin embargo, pareció de otra opinión, y aplaudió encantado. Halagado por la recepción de su obra y por el gran honor de abrir toda una temporada, Vivancos regresó en dos ocasiones para recoger largos aplausos.
A continuación entró en escena Anna-Sophie Muter para tocar el Primer Concierto para violín y orquesta de Max Bruch. Obra técnicamente menor, fue estrenada en el año 1866 en Coblenza (Alemania) bajo la batuta del propio Bruch. Su autor contaba entonces con veintiocho años, pero ya había escrito su obra más inmortal. En la línea romántica de Schumann y Mendelssohn, la partitura de Bruch está lejos de la ruptura (esta sí que revolucionaria) que Brahms llevaba a cabo en esos mismos años. Se trata de un breve concierto melódico, de gran hermosura y que, aunque escrito fuera de las coordenadas de su tiempo, se ha hecho inmortal gracias a su belleza.
Carecería de todo fundamento que cuestionara la valía de Anna-Sophie Mutter, violinista que nos lleva maravillando durante casi cuatro décadas. Debo admitir sin embargo que no disfruté con su manera de tocar el Adagio, movimiento donde considero que abusó de los vibratos, tanto en cantidad como en tiempo. El exceso de oscilaciones sonoras, en una búsqueda de la expresividad, produjo, por su reiteración, el efecto contrario. Me quedo antes con la forma de tocarlo de Janine Jansen (http://www.youtube.com/watch?v=UxZbVwrGOrc), mucho más sobria y contenida, como un sentimiento que no puede expresarse. Fue en el Allegro energico final donde Anna-Sophie Muter, sin embargo, me dejó deslumbrado; y aún fue mayor mi sorpresa en la propina, una obra de Bach tocada a la velocidad de la luz, pero con un sonido puro, limpio, donde, pese a su fugacidad, las notas podían casi separarse, como la luz que se fragmenta al pasar por un prisma. Anna-Sophie Mutter fue merecidamente ovacionada por un público que llenó el auditorio, y mientras aplaudía soñé con verla tocar algún día piezas con más ardor, como un Paganini. Me informó mi padre que en el mismo concierto del sábado la violinista dio una propina triple. Una pena entonces haberla disfrutado el día anterior.
Después del descanso llegó la Sinfonía «del Nuevo Mundo» de Dvoràk. A diferencia de Bruch, Dvoràk logró el favor y amistad de Brahms, sentimiento que es raro de observar en el mundo de la música. Fue gracias a Brahms que el compositor checo recibió un estipendio con el que componer sus Duetos moravos, obra que le dio a Dvoràk fama internacional. En 1892 Dvorák aceptó una invitación para el National Conservatory of Music de Nueva York. Pudo así componer un año después su Sinfonía «del Nuevo Mundo».
Como en el caso de Bruch, Dvorák utiliza motivos de la melodía folclórica como fuente de inspiración. Su estancia americana le permitió conocer melodías indígenas y cantos espirituales negros, elementos que mezcló con su carácter eslavo. La sinfonía es una obra absorbente, la Orquesta Nacional de España la ejecutó con energía, y uno no sabe con qué movimiento quedarse, pues el goce fue completo. El Adagio-Allegro molto nos enseña una bella melodía popular en la voz de una flauta, luego repetida por los instrumentos de cuerda. El Largo es la parte más popular de la obra, y sin querer ser frívolo uno no puede sino recordar aquel bonito anuncio de papel higiénico que fue dirigido por Pilar Miró, y gracias al cual descubrió esta composición. Tal y como señala Stefano Russomanno en sus notas al programa, tan solo en este movimiento existe una referencia a un tema americano, el espiritual Swing Low (http://www.youtube.com/watch?v=Thz1zDAytzU). Movimiento por lo tanto de una fuerte religiosidad, solemne, oscuro, y donde se produce un grandísimo diálogo con los temas del Adagio. El Scherzo supone un salto hacia otra idea melódica. Es un movimiento alegre, y que recupera en su final elementos de temas anteriores. Para terminar, el Finale. Allegro con fuoco, y donde la Orquesta Nacional volvió a sacar pecho a través de su sección de metales y percusión, que a veces parece vivir en un fortísimo permanente. El tema fue cerrado con vigor y rapidez, y los merecidos aplausos llenaron el auditorio.
Bajando hacia el vestíbulo el público despertó de golpe a la realidad: era de noche y había una cerveza o una cena para ser disfrutada. Ya volviendo a casa pensé que la obra de Dvorák no tendría mejor preludio que Hanacpachap cussicuinin (http://www.youtube.com/watch?v=nCdTOdcBkNU), obra polifónica anónima datada a primeros del siglo XVII, y que está considerada la primera escritura musical compuesta y publicada en el Nuevo Mundo. Se trata de un himno procesional en honor de la Virgen María, y que bien podría servir de arco poético a la sinfonía de Dvorák. La búsqueda del folclore americano en el compositor checo, y el testimonio de la primera obra del Nuevo Mundo que se conserva registrada.
Y ya en la preparación de esta reseña al estupendo concierto, pensé en las direcciones que marca el tiempo, muchas veces arbitrarias y opuestas a la voluntad humana. Dvoràk siempre consideró sus óperas como las cimas de su producción. Éstas, sin embargo, son raramente programadas. Bruch vivió ochenta y dos años y compuso más de cien obras (sinfonías, música de cámara, otros ocho conciertos de violín, cuatro de cello, canciones, y música coral). Sin embargo entró en la historia de la música con una obra publicada antes de cumplir los treinta años. Del resto, como de las óperas de Dvoràk, apenas escuchamos hoy en día nada.
Pentagramas en silencio, apiñados en cartones con polvo o en archivos digitales. Música sin volumen. Pese a este imagen sombría, no hay rastro de tristeza en mis palabras. Ha comenzado el goce de una nueva temporada, y los pentagramas esperan la luz amarillenta sobre los atriles. Quinta temporada consecutiva con esa rutina feliz de los conciertos cada sábado, y en la que espero escuchar nuevas obras, y aprender cada día algo más sobre el mundo de la música. Al igual que cualquier mundo en el que uno se introduce, la música nunca tiene final, como si alguien le diera patadas al horizonte, que es una doble barra. Quinta temporada y el deseo idéntico de que la música me siga emocionando y, tocado por ella, poder luego transmitir a las teclas de un ordenador su placer inexplicable. La Orquesta y la programación confeccionada son aliados seguros para prolongar este sentimiento.