Los deseos nos cambian de posición: el atrevimiento de una distancia que se consume, de unos labios desenfocados a punto de que algo suceda. Pero otras veces el movimiento no se produce, y entonces los deseos multiplican la presión en ese émbolo de miedos, de prejuicios, de cobardía, donde habitamos.
Los deseos son cortinas que se desplazan por rieles frágiles. A veces el viento los agita sin uno quererlo, pero otras veces ocurre lo contrario: uno querría ver volar la tela hacia el exterior, dejando atrás las ventanas amarillas, pero el paño de tela cae con las tristeza estática de una residencia de ancianos. Nos cuesta entenderlo: que los deseos se conduzcan por mecanismos que no siempre se controlan, y así que bastan cuatro palabras para que las bielas del día se desajusten. Basta un voy con mi chico —verso feo de cinco sílabas declamado de improviso— y la raya de luz en el horizonte se apaga, como quien desenchufa el porvenir. Uno se queda con una carita infantil de pasmo, con la promesa de una cita que jamás llegará, de un sueño que empezó con el apurado último de la barba, la colonia tiznando de granitos rojos el cuello, que siguió con los neones de las fachadas señalando el camino hacia ti, como una liturgia de luces, la espera al autobús y en la marquesina por 14,90 euros al mes la posibilidad de estar conectado con la gente que más quieres —qué fácil se puede pagar todo—, y sin embargo uno de vuelta, caminando con el magisterio del fracaso, la realidad alterada a cada paso que es cada vez más rápido, más rápido que el anterior, soñando que una varita mágica actúe, y entonces la persona nazca en Espoz y Mina con Sol, el lugar donde la imaginé en la excavación bajo las sábanas, pero el ilusionismo se pierde cuando alcanzo ese enclave, su imagen borrada y un estanco de lotería cerrado, y de regreso, en las escaleras mecánicas del metro, rozo con mis pestañas la coleta de una mujer del peldaño superior. Eso es lo más cerca que estaré de alguien esta noche. Si sonara un blues, Chamartín vía tres, sería la persona más triste de la Tierra.
Y sin embargo ocurre que, en el rapto de un mismo día, la balanza se equilibra, y unos caracteres le cambian a uno el ánimo: let´s plan a trip together for 2013, me dice un amigo holandés a través del Facebook, y aunque hacen seis grados y hay cuchillos de frío cortando la ciudad, y aunque la gente camina como si sufriera lumbalgia, pese a todo bastan seis palabras y una fecha para que, de golpe, la primavera se insinué en la pantalla del ordenador, y la alegría brota de una forma sencilla y natural; subo el volumen y cambio Strauss por Arcade Fire, luego el chasquido de una lata de cerveza, y por si fuera poco al bajar la basura, en el buzón de la casa, encuentro una postal entre ofertas de comida china, una postal navideña de alguien que se acuerda de mí, me desea felices fiestas y me pide que sigamos en contacto, una promesa que es una permanencia y donde no hay 14,90 euros que pagar.
Cuando regreso al sofá tengo gases: deben ser los efectos de toda la combustión del día. Me lanzo algún pedo, abro la ventana y el aire de la noche, aunque frío, me reafirma en el placer cálido de los dos mensajes que acabo de leer; asomado a Madrid, la noche forma en la calle una constelación de pantallas de móvil. Me masturbo sustituyendo a zarpazos, como una venganza, la imagen de la última semana; ceno una ensalada de tomate y queso y un yogur, me pongo el pijama, meo y finalmente me acuesto, convencido de no conceder espacio a cualquier tipo de lástima. Abreviado de ideas bajo las sábanas, y sin encontrar palabras con las que resumir el día, siento un dolor en el cuello: hoy las emociones, en su vaivén por las vías de esta atracción de feria que es la existencia, tuvieron movimiento.
Llegará el día en que los castillos permanecerán en el aire, y, con la misma carita de pasmo, acertarás a decir algo así como «sí, sí, el viernes perfecto…»
Mandame entonces un link del relato post-coital