Aye

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Dejamos a la espalda la terminal del aeropuerto y el taxi comienza su descenso hacia Santa Cruz de Tenerife. Ha estado lloviendo en los días previos a mi llegada y la vegetación muestra unos colores intensos. El taxi enfila una larga recta de la autopista que parece no tiene otro final que el mar. Petroleros y barcos de carga siestean con calma en el horizonte. El perfil de la isla de las Palmas se difumina entre algunas gasas desgarradas de niebla, como recuerdos marinos de un fumador. Es el océano pero el agua, vista desde el coche, tiene la quietud de una piscina al amanecer, con algunas manchas oscuras junto a la costa, como grandes lunares, y más lejos su caminos arados por estrías simétricas.

Me cuenta el taxista que los puertos marítimos tuvieron generalmente un origen defensivo. El de la bahía de Santa Cruz nació con ese fin, cuando los actos de saqueo y pillaje venían por el mar. Ahora que los ultrajes se concentran tierra adentro por banqueros y políticos, en moquetas y edificios de cristal, ¡de cristal! recalca el conductor, el puerto es un estorbo para quien trata de acercarse al mar, y así que Santa Cruz, como otras ciudades marítimas, sufre de un espanto visual de losetas y rocas de muelle bañando su litoral, una inoportuna barrera entre la ciudad y el mar, definitivamente alejadas.

Tal vez me habla de la ciudad como si fuera un turista que no la conozco: rápidamente ha reconocido que mi acento no es el de aquí pero él no sabe que, mientras me sigue hablando y el coche se detiene en el primer semáforo de entrada a la ciudad, yo ya no le escucho sino que contemplo y me recuerdo en una piscina junto a la autopista, en cuyas aguas aprendí a nadar de pequeño, mis padres nerviosos en la grada, sobrepasando en su hijo un miedo que ninguno de ellos superó; treinta años antes me lancé a la piscina honda que ahora nuevamente observo, y mis pies aleteaban en el agua y no tocaban el embaldosado del fondo, unos segundos infinitos donde todo era nuevo y en la superficie, lejana, inalcanzable, el sol refulgiendo, y mi cuerpo desde el fondo impulsado solo hacia la vida, y al instante siguiente el aplauso de Alexis, mi instructor de pie en el borde de la piscina, y detrás el fondo de chimeneas de la refinería de petroleo, y en la grada la ausencia de mi padre, fumando con angustia en el bar bajo la grada.

Desde la rambla la vista de la montaña a la izquierda encaja con la de mi memoria, y lo hace con la perfección de dos piezas de un puzle: primero las hileras de casas de colores alrededor de la plaza de toros y del dedo de la iglesia, y luego una franja amplia de villas, con más espacio entre las viviendas y la vegetación tropical asomándose vanidosa sobre los muros, y arriba del todo, escondiendo la cima de la montaña, el barrio de los Campitos, moles de pisos y casuchas desorganizadas que, como barcas a punto de caer por una cascada, se asoman con algo de envidia a las vidas de los otros, vidas que tienen que cruzar y observar para llegar al centro de la ciudad. Aunque oculta tras un enjambre de antenas de televisión puedo ubicar la casa de mis abuelos allá arriba, en la frontera entre los grandes chalets y el comienzo de ese barrio alto y humilde cuyas fachadas, a modo de eco, registran todos los ruidos de la ciudad: el tráfico de coches agotados al final de las cuestas, el cacareo angustioso de las gallinas, un claxon, el aullido de los perros, música tropical de las ventanas abiertas y el alarido interminable de las bocinas en el muelle.

Me apeo del taxi y camino hacia el hotel. Un termómetro dice que hacen diecisiete grados. El tiempo es cálido en las avenidas arboladas del parque Sanabria, pero tibio o incluso frío en la sombra de los edificios. Dejó la maleta y de nuevo otro taxi rumbo a la residencia, un viejo Mercedes con matrícula L que sube fatigado, casi al borde del síncope. Observo un segundo un gran nube oscura, acurrucada sobre el horizonte, y camino lento hacia el edificio verde.

Dentro de la residencia no giran las manecillas del reloj. Huele a orines y hay una pesadumbre estática. En una sala amplia, con ventanales mirando al Atlántico, se dispersan ancianos de párpados caídos, que te miran si acaso un instante para volver luego a su inanición; todos tienen la misma quietud que los contenedores marítimos que no observan, una comunidad de volúmenes inertes esperando que algún brazo hidráulico o humano les mueva. La residencia tiene una cualidad funcional: cualquier objeto es esencial y nada es accesorio, salvo tal vez yo, intruso y posiblemente innecesario, mi silueta reflejada en el cristal y al mismo tiempo cruzada por los contenedores que, como fichas de Lego, duermen sobre las losetas del muelle.

Nadie elige el lugar donde muere, y mi abuela lo hace en una habitación con vistas a la piedra de la montaña, en un edificio invertido, pues el tejado es aparcamiento y a la vez puerta de acceso. A la planta menos dos se llega a través de un ascensor con llave: es el único nivel del edificio con seguridad. No sé si el mundo real que cierra esa llave es el que dejo atrás, el conocido y a ratos lleno de vida, o el nuevo en el que ahora me adentro, ese mundo práctico sin fruslerías, cuando a mi abuela le gustaba tanto rodearse de personas y de cosas, una abundancia desordenada de afectos, de comidas familiares, de tardes en el sofá. Pero ahora todo ella es silencio sin luz y solo las palabras de algún otro enfermo de pasillo, tan débiles que apenas pronunciadas caen sin peso sobre las baldosas, palabras que nadie escucha y desaparecen, solo esas palabras y el sonido del carrito de la merienda, una puerta que se abre y una luz de tristeza que parece arrastrarse por el pasillo, adelgazándose en diagonal hacia el ascensor, una luz que busca también escapar.

Ella es una miniatura bajos las sábanas. Su boca está abierta en un gesto que transmite dolor; los ojos parecen vibrar bajo los párpados, acorralados por el tiempo que se esfuma. El pelo un puñado de hilos blancos, sin más gobierno que el cariño ajeno que los arracima (los dedos de mi hermana o de mi madre un rato antes) . Qué pensará en estos momentos, tan calladita, toda ella suprimida. Qué fue lo último que me dijo, en lo alto de la escalera del chalet agitando el brazo, mi piel aún húmeda de un beso interminable, su brazo en vaivén cuando ya he doblado en coche la curva y he dejado de verla, y luego mi conducción triste que me ha llevado a tantos lugares que ella no verá ya, y yo ahora mismo junto a ese brazo quieto, como un mecanismo roto. Y qué misterio también el mío, saber lo que pienso junto a alguien que no es ella aunque se parezca, y en la memoria rebuscando el ser del pasado, el que era ella con energía y plena en otro tiempo, la persona que sostenía a su alrededor tantos afectos y deseos y que ahora no reconozco, y tengo que mirarme hacia dentro para encontrarla donde ahora es ausencia, y reconocer la impostura de un frangollo que ceno de postre en la Laguna pero sabe mucho peor que el suyo, la mentira también de un jardín que ocupa el mismo lugar que ella vivió, y ahora sin embargo asilvestrado, rodeado por la odiosa permanencia de los objetos, la maceta y la manguera y los bancos donde se sentaba; hurgarme, recordarla, y advertir la desprotección diaria de no escuchar ya sus consejos, su puesto de vigilancia vacío en la azotea, las baldosas doradas de sol sin sombra, donde ya no está ella y ya no está su brazo, siempre su brazo, agitado desde lo alto hacia la panza de un avión que va rumbo a la Península, el brazo agitado y la otra mano haciendo de visera y buscando nuestros ojos en la hilera de luces del avión.

De nuevo en la recepción la puerta se cierra mi espalda y el tiempo se actualiza: la noche se ha tumbado sobre los Campitos, sobre la ladera que baja casi hasta el mar, sobre los contenedores perezosos. He querido escribir mar y el subconsciente ha tecleado amor. Mientras espero al taxi me acodo en la barandilla y miro al perfil de grúas y ganchos ciegos en la distancia. El taxi viene y circula a velocidad humana, como en señal de duelo anticipado, y aprovecho para observar las fachadas de las casas con la seguridad de que será la última que las vea antes de que la vida de mi abuela acabe. En mi memoria ella será siempre esa persona en lo alto de la escalera, un tránsito de saludos y despedidas, una puerta de embarque que uno cruza y donde escucha a su espalda el último consejo, y ahora que embarco en el aeropuerto de los Rodeos rumbo a Madrid y no hay nadie a mi espalda recuerdo su silencio bajo las sábanas; siempre la echaré de menos, su brazo estático hoy y mañana y el resto de mi vida, su brazo como un código completo de consejos que descubro ahora que los necesito.

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