Por la mañana el salón seguía igual de vacío que la noche anterior, salvo un padre y su hijo vestidos de chándal, desayunando en silencio. Había soñado que el hostelero tenía una hija joven. Su hija traía cada noche al hostal a un hombre del pueblo y hacían el amor en alguna de las muchas habitaciones vacías. En el sueño la hija se acostaba con quien fuera no por placer o por amor, sino para ayudar económicamente a su padre, quien por la mañana miraba a un lado pero cobraba la estancia, y servía a la hija y a su acompañante el mismo desayuno que ahora yo tenía delante, y compuesto, como parecía ser la norma en la región, de pan, embutido, queso, mantequilla, mermelada, una cafetera humeante y un zumo.
Pagué la habitación, dejé la maleta en el coche, y con todo el tiempo por delante me dispuse a dar un paseo. Andernach amaneció bajo un cielo bajo de nubes. En la plaza del pueblo había un mercado de frutas y flores, pero chispeaba y los puestos estaban cubiertos de plásticos, privándolo de cualquier atractivo. Paseé por las calles, estrechas y sin apenas actividad, entre casas de fachada blanca y piedra, saltando algunos charcos y protegiéndome del viento frío que venía del Rhin, mientras sonaba en mis oídos las canciones tristes de Nacho Vegas, y que parecían una banda sonora ideal para el lugar y el clima. Las hojas de los árboles se doblaban por las gotas de lluvia, que resplandecían como gotas de mercurio.
A mi espalda llegó entonces el estruendo metálico de un tren que se detenía en la estación, y pensé en el significado que para la gente del pueblo tendría ese sonido, audible desde cualquier rincón, probablemente repetido a una hora idéntica todos los días, y dotando así de contenido a esa constante sonora: el momento de salir por fin de la cama, donde uno lleva ya un rato despierto, escuchando los ruidos de la casa pero sin ganas de abandonar el abrigo de la sábana y la manta, y regresar al mundo real, la luz del día filtrada por las cicatrices de la persiana. O bien una advertencia de que uno lleva un rato demasiado largo tomando un café y leyendo el periódico, y la señal de que hay obligaciones que atender. Cómo necesitamos de señales acústicas para gobernar y organizar el tiempo: balizas sonoras, despertadores, megáfonos, silbatos, metrónomos, cornetines. El silencio, en contraposición, parece un refugio para una idea vaga de libertad. Silencio era lo que buscaba yo cuando pensé en visitar esta zona rural de Alemania, y desde mi casa en Madrid lo había imaginado en un sendero hacia el interior de un bosque, sin más compañía que mi sombra. Hasta ahora sí había encontrado silencio pero no me había adentrado aún en ninguno de los bosques que, de golpe, se asomaban y luego desaparecían súbitamente en algún lado de la carretera, como si el hombre hubiera marcado con firmeza sus límites.
Entré en una iglesia protestante, en cuyo altar se derramaba la luz débil que accedía desde unos altos ventanales sin adornos, cruzando un cristal ausente de cualquier ornamento. Dejando atrás las murallas de la ciudad me acerqué hasta el río. Una banda joven de músicos tocaba en el hermoso paseo que abría su vista al Rhin, frente a la puerta de un museo dedicado al géiser de la ciudad. Regresé al interior de la misma, y en una calle bulliciosa y peatonal entré en una tienda de discos y compré el Aqualung de Jethro Tull y un recopilatorio doble de música clásica fúnebre, titulado In Memory of, con obras de Chopin, Beethoven, Greig o Rachmaninov, entre otros.
Sin mucho más que hacer volví al coche, y me dirigí hacia Bonn. Fui dejando atrás el campo, el mundo rural y bucólico de una naturaleza ordenada, de montañas suaves vendimiadas y rutas en bicicleta junto a ríos, y me fui aproximando a una gran ciudad, rodeada por cinturones desordenados de polígonos industriales, intersecciones con carreteras cada vez más amplias, ciudades de extrarradio y zonas de servicio y carteles luminosos ofreciendo comida rápida, concesionarios de coches de segunda mano y, como podría suponerse, atascos, como el que me recibió en una gran avenida a la entrada de Bonn, y que me reveló una ciudad horizontal, de avenidas diáfanas, edificios gubernamentales, tranvías y museos.
Aparqué el coche al este del centro de la ciudad, y con el sosiego que da el tiempo libre y la falta de preocupaciones me tomé un café y un pretzel caliente en una panadería cercana. Después crucé un puente largo sobre el Rhin: el río se ensanchaba a la entrada de la ciudad, como queriendo demostrar su importancia. En la barandilla se cerraban candados de colores con las iniciales marcadas, sus llaves lanzadas al agua en el mismo instante que los enamorados se dan un beso, metáfora de eternidad del amor, y flotando ahora esas mismas llaves muy lejos de allí, frenadas tal vez en algún dique en Rotterdam o bien zarandeadas por el oleaje del Mar del Norte.
Me dirigí a la casa natal de Beethoven, un edificio de tres plantas y buhardilla con fachada color salmón, y situada en una bulliciosa calle comercial. Donde hay comercio existe pluralismo, y Beethoven nació y se crío en el centro de una ciudad donde la Revolución Francesa se veía con gran simpatía. La visita a su casa se iniciaba en un pequeño jardín con un busto del compositor. Desde el jardín se accedía a la vivienda. Un grupo de ruidosos turistas chinos abigarraban la escalera de acceso a la planta superior y cada una de las estancias, así que decidí aguardar un rato en el exterior y poder disfrutar con tranquilidad de la visita. Visita que comenzaba con una minúscula habitación donde nació, y después por sucesivas estancias donde las vitrinas exhibían algunos objetos personales, su violín, un mechón de pelo, partituras y abundante correspondencia. Su caligrafía resultaba incomprensible, como si la música o las ideas fueran mucho más rápidas que la escritura de las mismas.
Sentí tristeza al observar las trompetillas de Mälzel con las que inútilmente trató de luchar contra su sordera progresiva, y que dieron lugar a sus famosos Cuadernos de conversaciones. Los años de sordera de Beethoven coincidieron con una época de desbordante creatividad y recordé, con la nariz pegada a la vitrina, la historia de un admirador del compositor que le preguntó el secreto de su música: Beethoven le contestó que él escribía en una hoja de papel pautado la música que tenía pensada en su cabeza, y después pasaba a la habitación contigua y solo entonces tocaba lo compuesto. Para Beethoven iniciar el proceso a través de un cuaderno significaba dejar hablar al alma. La música así compuesta gozaba de una mayor libertad. Qué capacidad para tener interiorizados los sonidos, saber cómo dirigir la emoción en cada instante. Y qué consciencia la suya de ser artista, de ser el «propietario del talento», como satíricamente se nombró frente a su hermano, a quien los temas económicos le iban mucho mejor que al compositor. En uno de sus últimos cuadernos de conversación, cuando alguien le escribe para informarle que uno de sus cuartetos no ha despertado ningún interés, Beethoven escribe: «ya les gustará algún día, ¡yo sé que soy un artista!».
La visita terminaba, cómo no, en la clásica tienda de recuerdos, donde había productos en venta que uno dudosamente los relacionaría con Beethoven, como mermeladas o corbatas. Salí a la calle, sobre cuyos adoquines brillaba el sol, y en mi cabeza sonaba cada nota del piano del concierto para piano número cinco o Emperador, y pensé que yo también podría coger un cuaderno y, sin saber escribir música, garabatear con líneas hacia arriba y abajo el sonido de la obra, y de ahí justamente su inmortalidad: la continuidad de que, en un diario escrito más de doscientos años después de que Beethoven escribiera el suyo, alguien, yo, pero también tantos otros, siguiéramos movidos por la magia romántica de su papel pautado. La certeza de que, si hay algo que decir, incluso aunque ello sea tarea compleja, pues la música es una expresión inefable, con una única vida nunca es suficiente, y los sonidos continúan su movimiento, como las aguas constantes del Rhin hacia el Mar del Norte.
En la calle la gente paseaba o bebía cerveza en las terrazas. Era la tarde del sábado y se respiraba un ambiente festivo. Las tiendas estaban abiertas y a lo lejos sonaba un tranvía. Visité la magnífica catedral católica de San Martín, dando un paseo por el claustro. En una plaza cercana había un mercado al aire libre con puestos donde servían comida y bebida. Pedí una ración de lacón, cortado en el instante de una pata que se mantenía caliente gracias a dos luces halógenas. De beber tomé dos vinos de la región del Mosela, primero uno seco, y luego uno dulce. Aproveché para enviarme una postal a mi propia dirección, pues en la misma plaza estaba un máquina expendedora de sellos y un buzón, a la manera de Shostakóvich, quien se enviaba regularmente cartas a sí mismo para probar cómo estaba funcionando el correo postal. Después dudé un momento si acercarme a visitar los museos que había cruzado en coche a la entrada de la ciudad, pero me apetecía volver al campo, así que regresé al coche y me dirigí hasta Remagen, a unos veinte kilómetros al sureste de Bonn.
Remagen resultó ser una pequeña ciudad en el lado oeste del Rhin, famosa por la historia de los puentes que habían cruzado el río y que, como en Bonn, tenía en este lugar una anchura marítima o de río ruso. En época romana César aguardó tres semanas para poder cruzar el río. Una vez fue construido un puente y cruzadas las tropas, éstas lo destrozaron para evitar incursiones germánicas en el Imperio Romano. En la Segunda Guerra Mundial fueron las tropas americanas, dirigidas por el General Eisenhower, quienes cruzaron el puente de Ludendorff el 7 de marzo de 1945. Hitler, furioso de conceder esta facilidad al enemigo, sentenció a muerte a cinco de sus oficiales. El puente se derrumbó pocos días después. Actualmente no existe ningún puente para cruzar el río en ese lugar, y un pequeño ferry permite cruzar de una orilla a la otra.
Recordé entonces una divertida anécdota que me contó la tía de mi amiga Alicia. Estando en Francia, a la salida de misa de domingo, se celebraba en el pueblo un aperitivo en recuerdo de las víctimas de la Gran Guerra. Se había instalado una carpa, bajo la cual se apiñaban unas mesas con cervezas y algo de comida. Aparte de la reducida feligresía había acudido, entre otros, el alcalde de la zona. El organizador, quizás inconsciente de lo que en esa celebración se recordaba, e imbuido de un inapropiado espíritu festivo, instaló unos altavoces y puso una música atronadora. Fue imposible para los allí reunidos apenas dirigirse la palabra, recordar los familiares perdidos o alguna triste anécdota del pasado, pues la música de la conga, absolutamente inapropiada, les impedía escucharse, y mientras los presentes se llevaban las manos a los oídos e intentaban hablar unos con los otros acercándose a la oreja del vecino, en un vano intento de ser escuchados, en la carpa la música pedía al público, unidos en un antiguo dolor común, para que se juntaran en filas e hicieran un baile colectivo, el cual, evidentemente, no se produjo.
Por dos euros y cuarenta céntimos el ferry me cruzó al otro lado del río, donde se situaba el pueblo de Linz am Rhein. Nuevamente me deslumbró una arquitectura homogénea, de casas de dos alturas rematadas en tejados panzudos de pizarra, con fachadas de colores claros y vigas de madera vistas. Era un pueblo tan cuidado que parecía estar condenado a que los turistas hicieran fotos a sus calles y fachadas, como si estuviéramos de visita por los decorados de un plató de cine. Se hacía de noche y del río llegaba un viento frío, así que volví al coche y me dirigí hacia Boppard, ciudad situada sesenta kilómetros al sur, y donde iba a dormir.
Llegué muy tarde al hotel L´Europe de Boppard. Oscurecía, la carretera era sinuosa, y me costó encontrar la ubicación del mismo, en el extremo más alejado del pueblo. Me ayudó un joven motorista a encontrar el establecimiento, sobre todo al verme parado en el arcén con el portátil encendido y tecleando en Google Earth mi ubicación. Aparqué el coche y llegué cansado al vestíbulo. En la recepción me atendió un hombre mayor y su mujer, dueños del establecimiento, y que se rieron al advertir de lo barato que me había salido el alojamiento, que además incluía el desayuno en un comedor con vistas al río. El hotel, cercano a Lorelei, databa de 1901 y había sido edificado originalmente como almacén de maderas por Karl Baedeker, famoso editor de guías turísticas en el XIX.
La habitación 308 era un cuartucho estrecho y alargado al final del pasillo: el precio no era tan barato visto el lugar. Desde la ventana se veía el río a oscuras y la silueta de una colina boscosa. Dejé las maletas y cargué la batería del móvil y de la cámara de fotos. Yo también necesitaba algo de energía, así que me tumbé en la cama un buen rato y di cuenta de una caja con moras mientras leía a Anne Michaels. Aún cansado, pero demasiado pronto como para acostarme, decidí dar un paseo por el pueblo, en cuyas calles no había un alma. Un viento frío se colaba desde los callejones que desembocaban en la orilla del río, como las ranuras de una puerta mal cerrada. Un ligero escalofrío cada vez que me cruzaban con alguien por las calles solitarias, apenas iluminadas. Pensaba que seguramente el miedo también ocurría en el lugareño, aunque tal vez la sombra que por un segundo se chocaba con la mía fuera la de un forastero como yo, y entonces por un segundo sus ojos observarían mi pantalón corto, la sudadera y la capucha puesta, en los auriculares una canción de Nacho Vegas y la mirada siempre al suelo, como buscando un objeto perdido.
De nuevo en el hotel, la luz apagada, mi cuerpo tratando de acomodarse a un colchón demasiado blando y estrecho, como estrecha era también la habitación, pensé en la visita a la casa de Beethoven en Bonn, la ciudad donde nació pero en la que nunca fue feliz ni quiso vivir. En su correspondencia Beethoven ponía de manifiesto el temor a que la sordera pusiera fin a su carrera como compositor, por miedo a que esta deficiencia física le impidiera recibir encargos y el tan necesario mecenazgo, y cómo al principio de su proceso de sordera se había apartado de la sociedad, asustado de que alguien, y sobre todo sus enemigos, descubrieran este problema; escribía Beethoven que le resultaba imposible decir a la gente: soy sordo. Y cómo igualmente pasó por su cabeza la idea del suicidio, posibilidad que descartó por su convicción de que era un artista y que por lo tanto tenía algo que demostrar al mundo. En una de sus cartas, Beethoven decía que solamente la virtud y el arte habían logrado que su vida no acabara en suicidio. La virtud, remarcaba, era la única manera de lograr la felicidad. Me acordé de las cartas y pentagramas que había observado protegidos en vitrinas. Esa caligrafía defectuosa, apresurada, que uno suele observar en las recetas de los médicos, pero que en general se atribuye a los genios, el acto físico de la escritura siempre más lento que el flujo de las ideas o de los sonidos. Sonidos que Beethoven no podía escuchar, por más que ocupara inútilmente la primera fila de los teatros. ¿Hubiera sido aún más grande su obra de no haber acabado su vida absolutamente sordo? ¿O tal vez la sordera le condenó a una forzosa soledad, y de ella una forma nueva y prodigiosa para transmitir los sentimientos? En el silencio puro de la habitación 308 advertí, antes de dormirme, que mis oídos zumbaban ligeramente. A Beethoven los acúfenos le desaparecieron en 1816, cuando quedó, definitivamente, sordo.