Diálogos

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Si Platón viviera posiblemente no leería este blog. Ni este blog ni ningún otro, pues desconfiaba de los discursos escritos, privados de la interlocución, la tolerancia y reflexión ante la opinión ajena. Para Platón el diálogo era el medio para llegar a la verdad. Y diálogo parece que no ha faltado en los medios de comunicación ante la polémica del premio Jerusalem para Antonio Muñoz Molina, el primer escritor español que lo recibe en la historia del galardón; pero todo ese diálogo a raíz de la noticia no ha servido para llegar a las inspiradoras aguas de la fuente de las ninfas, sino más bien para que unos y otros tecleen con rabia acusaciones y desprecios, disparos a quemarropa camuflados de tolerancia y verdad y que, apenas escritos, se desvanecen en humo.

Si algo se aprende con el paso del tiempo es que nadie es totalmente inocente ni nadie totalmente culpable, y este axioma se puede aplicar a tantísimas situaciones problemáticas (en la familia, trabajo, en una relación que se acaba, en un país dividido) que al final uno cae sin quererlo en el foso del relativismo moral, un lugar humanamente inhabitable pues a todo parece que se le encuentra justificación, las bombas merecidas como un castigo del cielo, la privación intencionada de los derechos humanos, la ocupación y división de territorios y ciudades y barrios, grifos de donde no sale agua por una decisión política, y detrás de cada privación la orden de un mando superior y omnipotente frente al que no cabe discusión, réplica o, siguiendo a Platón, diálogo.

Esa cadena de órdenes que lleva a un relativismo donde se diluye todo entendimiento fue puesto de relieve en el famoso experimento Pilgrim: un profesor debía aplicar descargas eléctricas de voltaje creciente cada vez que el alumno errara en la respuesta de las preguntas a las que le iba a ir sometiendo. Acierto, nueva pregunta. Error, descarga. El director del experimento apremiaba al profesor para que éste no parara de hacer al alumno las preguntas y, en su caso, aplicar las descarga, sin saber que el alumno no era sino un actor que fingía sufrimiento, aullando y gritando y golpeando el vidrio sometido a descargas que, afortunadamente, no tenían lugar. Del experimento se extrajeron unos resultados inquietantes: casi tres de cada cuatro profesores administraron el voltaje máximo a los supuestos alumnos, y solo uno de cada cuatro tuvo el coraje de levantarse y decir al director del experimento que lo parara: el resto siguieron el imperativo del investigador.

De Pilgrim se deduce que a veces en nuestra toma de decisiones influye ese director de experimento instigador, en forma de hombrecillo que habita en nosotros y que, como en un acceso de fiebre, nos domina el pensamiento, lo estrangula y nos hace escupir al resto en forma de monólogo iracundo. El anonimato tantas veces cobarde de las redes sociales, la urgencia de la notoriedad y la contundencia de un dato escrito y que no puede ser contrastado son expresiones de esa rabia interior, una rabia que se vuelca sobre el teclado también en forma de descargas crecientes, y muchas veces se proyectan hacia el resto opiniones peyorativas donde no cabe el diálogo platónico, descargas que parecen buscar respuestas igualmente abruptas, como una sucesión de imágenes atroces que a veces se cruzan en la cabeza durante los sueños. Existe una llanura infinita donde se puede debatir entre los abismos de la categorización y el relativismo moral, pero algunos desprecian ese ágora y prefieren asaltarte con su ego por los desfiladeros.

Uno lee con preocupación las palabras del escritor británico Ian McEwan, galardonado con el mismo premio en el año 2011: «diría como regla general que, cuando la política ha invadido cualquier lugar de nuestra existencia, algo ha ido realmente mal». La mala gestión política no solo nubla el horizonte de expectativas de toda una población, sino que multiplica esos hombrecillos enrabietados que, muchas veces de forma justificada, escupen su malestar contra cualquier tema que se les cruce, sea el premio Jerusalem a Muñoz Molina, el último caso de corrupción en España o un gol en posición dudosa. Qué importante dotar entonces a ese otro gran experimento que es la vida de herramientas para el diálogo, mesas de debate que hagan innecesario el insulto, la manifestación o la condena. Refutar con éxito una injusticia, aparte de ser algo muchas veces milagroso, tiene una recompensa breve, pues el daño se produjo y existirá para siempre: el hombrecillo actuó y  la existencia ya está contaminada, tal y como señala el escritor británico. Todos tenemos episodios donde desearíamos descargar esa corriente eléctrica hacia el entorno que no nos satisface, pero debemos recordar que nuestro entorno son personas reales y no actores, personas que están dotadas de esa misma capacidad de daño y que posiblemente arrastran un sufrimiento o malestar parecidos al nuestro. Unos y otros debemos bajar antes de que todo ocurra a la plaza pública y hablar hasta el agotamiento.

El diálogo siempre debe conducirnos al discurso de los sabios que buscaban Sócrates y Fedro: leamos, hablemos, adquiramos datos, incluso cuando unos con otros se disocien como contrarios, y con toda esa especulación del conocimiento busquemos siempre nuestra propia riqueza. Formarse una opinión única sobre las cosas es tan peligroso como el relativismo moral del todo vale, del que cumple órdenes sin cuestionarlas, de la inocente pero nociva desinformación. Decía Savater que aquel que se vanagloria de pensar igual de joven que de adulto revela que posiblemente no ha pensado nunca, ni de joven ni de adulto. De ahí la importancia del conocimiento como arma contras las verdades generales, pero también el vaivén de ese conocimiento en forma de diálogos, incluso aunque le hagan llegar a uno a opiniones opuestas: lejos de ser incoherencias muestran una frescura intelectual, espontánea, frescura como la de esas fuentes imaginarias de agua de las ninfas.

E incluso aunque crea uno alcanzar merecidas cimas del saber, cumbres firmes y sólidas desde las cuales el horizonte es un lugar ordenado, hay que recordar siempre las palabras de Karl R. Popper, para quien el rasgo que definía la teorización científica era su refutabilidad, es decir, la búsqueda de datos o argumentos que permitieran demostrar la falsedad de un argumento. Para alcanzar esa cima didáctica sin olvidar nunca su naturaleza transitoria evitemos el insulto, la generalización grosera, el radicalismo: abramos la mente y escuchemos la dialéctica de todos los sonidos de la llanura, sus flujos de razonamiento y emoción.

Mientras reviso y termino de escribir estas líneas concluye también el concierto de piano número 23 de Mozart, un tren de pentagramas que se acerca ya a la doble barra final, y pienso que la buena música tiene también el beneficio de un diálogo puro, un tiempo que trasciende el humano y en donde no existen descargas eléctricas ni almas contaminadas: un lugar de tiempo en el cual las almas, como hilos de guirnaldas (de Mozart a la orquesta y de la orquesta, a través de youtube, hasta mi casa), dialogan, ríen, se ponen tristes, saltan juntas bajo una catenaria de corcheas, cantan.

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