-¿Conoce la anécdota del viaje en globo de Alexandre Charles?
Jean-Pierre Blanchard trataba de aliviar la tensión con el doctor John Jeffries, su compañero de góndola. El doctor lo respondió dándolo la espalda: tal vez no conocía la historia ni quería conocerla; tal vez seguía de mal humor porque Blanchard se había negado a subir al globo ningún aparato científico, salvo un barómetro y una brújula.
– El doctor Alexandre sobrevolaba la arboleda que rodea las Tullerías -Blanchard inició el relato por su cuenta-. Desde la puerta de su carruaje Benjamin Franklin, embajador americano en París, seguía la ascensión del globo con la ayuda de un telescopio. Su cochero, impaciente por continuar, lo preguntó para qué servía viajar en globo. ¿Acaso alguien se pregunta para qué sirve un bebé recién nacido? fue la respuesta del embajador.
El viaje de Alexandre que narraba Blanchard había tenido lugar a finales de 1783. Medio millón de personas se congregaron para verlo partir: la mayor aglomeración en la historia de París antes de la Revolución Francesa. Blanchard, animado por sus propias palabras, imaginó esa misma multitud moteando el acantilado de Dover hoy, 7 de enero de 1785, donde un francés y un inglés malhumorado desafiaban en globo el canal de la Mancha. Pero la única despedida era la mirada perpleja de algunas gaviotas que, anidadas al borde del acantilado, graznaban al cruzarles la sombra de su viaje.
Blanchard se sumó al silencio de su compañero Jeffries. El globo ascendía y las afiladas lanzas de caliza del acantilado inglés eran las señales geológicas de la ruta a seguir hacia Francia. El mar parecía las estrías de un animal obeso. Blanchard, repentinamente animado, abrió la botella de brandy: vista a través de su fondo, la cara de Jeffries se combó y pareció por fin dibujar una sonrisa.
– Financié este proyecto con todo el dinero de mis bolsillos -el silencio de Jeffries se rompió contra las solapas de la casaca de Blanchard-. Y lo que descubro hoy en tus bolsillos son pesas de plomo para que el globo no pudiera despegar conmigo, y te llevaras así toda la gloria -la botella de brandy cayó al suelo y la bebida coloreó de jarabe los zapatos de Blanchard-. Si eso no era suficiente, enrabietado como un niño, te niegas a que al globo suba ningún aparato científico, salvo el barómetro y la brújula. Blanchard: seremos dos quienes pasemos a la historia -hubo un chasquido, el gas hizo un amago de apagarse, se estremeció el mimbre de la cesta y el globo comenzó a descender-. O tal vez ninguno.
La costa francesa era todavía una gasa sucia en el horizonte y el globo perdía altura con rapidez. El mar zumbaba en sus oídos cada vez más próximo, Jeffries respondía al zumbido lanzando objetos al agua y Blanchard agitaba las manos como un delirio de marioneta. Cayeron al mar cuatro sacos de arena, dos cuerdas de doce metros, una trompeta, el barómetro, la brújula, la botella de brandy, pero el globo seguía descendiendo por peldaños invisibles.
No había nada más que pudiera aligerar el peso salvo el de uno mismo. A Jeffries le hubiera gustado lanzar al francés por la borda, pero decidió primero arrancarse un colgante del cuello, luego el reloj de oro, un anillo, la chaqueta, los pantalones. Blanchard, avergonzado y en silencio después de la reprimenda, siguió a su compañero y lanzó al mar su reloj y dos colgantes. Los barcos, muy próximos a la costa, hacían sonar alarmados las campanas mientras echaban anclas. El acantilado francés crecía a medida que menguaba la altura del globo. Su pared de piedra multiplicada escondía los rayos del sol.
Casi desnudos Jeffries y Blanchard se abrazaron en el centro de la cesta. Vestían solo su ropa interior y dos chaquetas de alcornoque que les permitirían flotar si sobrevivían al impacto. El aliento de Blanchard olía a brandy. Quería pedir perdón a su compañero pero le temblaban los labios de miedo. Jeffries lo abrazaba pensando que se iba a morir agarrado a las carnes de un francés impostor.
Fue entonces cuando el globo dejó de perder altura: separaron los brazos y miraron al mar, del que milagrosamente comenzaban a alejarse de nuevo:
– ¡La corriente de aire de la costa! ¡Nos hemos salvado! -gritó Jeffries.
El globo trazó un arco y salvó los acantilados de Calais, donde una multitud ociosa agitaba las manos. Volvían a coger altura y los campesinos franceses se reducían a puntos diminutos. Algunos de esos puntos seguían su trayecto a caballo. Blanchard se tumbó en el suelo y al levantarse enseñó una saca con folletos publicitarios.
– La tenía escondida -su voz temblaba mientras valoraba la ira de Jeffries.
Pero Jeffries estaba tan aliviado como para enojarse aún más con el francés. Abrieron la saca y lanzaron los folletos.
– ¡El primer correo aéreo de la historia! -chilló rabioso Blanchard, mientras Jeffries contaba en alto los segundos que tardaron en llegar al suelo los papeles, uno, dos, tres, hasta trescientos justos: cinco minutos.
Nuevamente el globo comenzó a perder altura, ahora de forma aún más rápida que sobre el mar. Jeffries no sabía cómo reducir el peso de la estructura, y decidió orinar en el interior de la chaqueta de alcornoque y lanzarla luego. Blanchard hizo lo mismo. A continuación el miedo reciente removió los intestinos del francés y arrojó sus propias heces fuera de la cesta.
La góndola los zarandeó antes de frenare con brusquedad contra la copa de unos árboles. Después fue cayendo hacia al suelo a medida que la ramas se iban rompiendo por su peso. La tela del globo se enredó con los árboles y amortiguó la caída de la cesta. Jeffries y Blanchard quedaron ridículamente suspendidos a poca distancia del suelo. Conmocionados y ateridos de frío, no eran conscientes de la gesta realizada
– ¿Para qué servía un bebé recién nacido? ¿Esas eran las palabras de Benjamin Franklin a su chofer, verdad? -dijo Jeffries-. Nosotros ahora parecemos esos bebés: estamos casi desnudos y acabamos de nacer.
Al poco rato apareció una multitud jubilosa que los bajó a terra firme y llevó como héroes hasta Calais. Blanchard y Jeffries pasaron la noche en una taberna junto a la plaza del mercado. La gente bailaba y bebía y los felicitaba mientras ellos, aún próximos a la tragedia, no daban crédito a estar vivos.
La euforia los llevó luego hasta París. Fueron recibidos por el Rey Luis XVI. Escucharon aplausos en la Ópera y en la Academia de las Ciencias, se abrieron los salones de muchas fiestas parisinas y las mujeres de la alta sociedad deseaban su compañía. Jeffries encontró tiempo para escribir un informe detallado del viaje, que concluía lamentando no poder enviarlo a Londres a través de un globo.
Blanchard se despidió de Jeffries en París el primer lunes de febrero de 1785. Bajo un cielo de sol se abrazaron con tristeza: ambos sabían que nunca en sus vidas ocurriría una experiencia idéntica. En su buhardilla de la rue de Saint-Honoré a Blanchard le costaba dormir. Con los párpados cerrados veía un galimatías de estrellas, las escamas de tejados, ventanas iluminadas. En la calle le llegaba el gemido de carruajes agotados. La noche ladraba y Blanchard pensaba en Jeffries, rumbo al norte, camino del mar que ellos sobrevolaron.
Se levantó, volvió a la cama y se durmió sin saber qué sería de él, y él sería un famoso empresario en Inglaterra, país al que volvería al poco tiempo para fundar una exitosa academia de viajes en globo en Vauxhall, y cobrando además una generosa pensión de su país. Sin saber tampoco qué sería de su compañero Jeffries, que no alcanzaría la celebridad de Blanchard y agradecería por siempre a Dios haberlos salvado de la muerte. Sin saber tampoco ninguno que el Rey Luis XVI, a cuyo anillo se habían postrado, sería guillotinado ocho años después, en enero de 1793. Blanchard iba quedándose dormido en su cama de París lleno de cuestiones por responder, pero sobre todas ellas no saber cuál sería su próximo vuelo, no saber cuál sería su próximo, no saber cuál sería, no saber.
no esta bueno lo que voy a decir, perooooooooo, grandes avances en la historia de la humanidad se debieron al arrojo y la imprudencia de muchos inconscientes
¡Desde luego que sí! Menos mal que hay gente inconsciente por el mundo. ¡Y menos mal también que hay gente que luego disfrutamos imaginando en libros sus aventuras! Muchas gracias por entrar y leerme. Un saludo.