Una llave me despierta: el extremo de una corbata, los dientes metálicos de Sergio y Javier, el calambre de un portazo. Al rato un bolso caótico, otra vez olvidaste las gafas. Luego el calor de una luz diagonal, me atraviesa, estalla contra la puerta de un ascensor que, cada mediodía, anuncia el mismo bolso pero distinta corbata.
La infidelidad es rutina pero también miedo, el temblor al abrirme, el estiramiento del pestillo, la trabilla en lo alto. De nuevo el ascensor, de nuevo la corbata matutina. Una llave me asfixia con rabia pero la puerta apenas avanza. Suena un timbre de queda, pasa un mundo y los tres personajes aparecen por fin en escena. Como ante un agente de aduana, se miran entre ellos. Sus estómagos soplan, en los labios que no veo, silencio.
Hoy, de los goznes, me dolerá la espalda, pero ahora, en el saloncito de clase media, empieza una tragedia palaciega.