Comienza Lohengrin en el umbral a un mundo desconocido. En una calle hacia el interior de un barrio que nunca hemos habitado. De la fascinación antigua hacia ese pasillo musical, Franz Listz dijo: «la obertura es una especie de fórmula mágica que, como una iniciación misteriosa, prepara nuestras almas para la contemplación de cosas inesperadas y de un sentido más elevado que los de la vida terrenal, revelando un elemento místico siempre presente y siempre escondido en la obra».
Termina Lohengrin cuando Elsa decide preguntar el nombre y origen de Lohengrin. Elsa, que vive en la felicidad de un mundo mágico, aquel que brotó cuando Lohengrin entró en su vida, teme que ese amor tenga la misma fugacidad que un truco de magia, y que su vida sea un fondo de engaño. Vive dentro de un sueño, pero necesita que el sueño tenga peso, realidad. Incapaz de mantener su promesa de silencio, pregunta a Lohengrin de dónde viene, y Lohengrin le responde:
«En una lejana tierra, inaccesible a vuestros pasos, existe un castillo llamado Montsalvat. En su interior se levanta un luminoso templo, hermoso como ningún otro en la tierra. Dentro del templo hay un cáliz bendito, de naturaleza maravillosa, y que se conserva como una reliquia sagrada. Para que solo hombres puros lo custodiaran, un ejército de ángeles lo trajo hasta ese lugar. Cada año una paloma baja del cielo, redoblando así la fuerza de este poder maravilloso: su nombre es el Grial, y la fe más pura y más bendita la concede a la Hermandad de los Caballeros. Aquel que es elegido para servir al Grial recibe un poder divino. Ni las flechas del demonio le hacen daño. Ni la sombra de la muerte se atreve a acercarse. Aquel que, como yo, es enviado a una tierra lejana como defensor de la virtud, no se verá privado de su santo poder, a menos que sea descubierta su condición de Caballero. La bendición del Grial es tan maravillosa que, cuando se revela, rehuye a los no iniciados. Por ello que nadie debe dudar nunca del Caballero. Si es reconocido, tendrá que abandonarlos«.
Mientras escuchaba en el Teatro Real estas palabras de Lohengrin, ya muy cerca del final de la obra, hubo un momento en que la pantalla de subtítulos pareció quedar en blanco, aunque su color fuera más bien el contrario. De golpe quedé abstraído, y advertí entonces que la respuesta de Lohengrin era una definición buscada de otro misterio: el de la poesía. Esa virtud mística hecha de palabras que solo algunos poseen, que vence a la muerte y que nadie es capaz de explicar: de hacerlo, se rompe el sortilegio.