Se llama Liborio y es de Badajoz. Conduce un taxi que es un memorativo de Héroes del Silencio. Hay pegatinas del logotipo de la banda en el volante, el salpicadero, las ventanas. Un pequeño pin brilla con la bandera de España, y en el reproductor suena Maldito duende.
– Tengo cincuenta discos con música de Héroes del Silencio -me dice al abrirse el semáforo de Plaza de Cataluña, y mientras pienso lo exagerado del número continúa: mi madre me pregunta si no me aburro de escuchar la misma canción toda la vida, y yo le digo que no, como tampoco te aburres de la persona enamorada, si de verdad hay amor.
Habla mezclando frases propias con fragmentos de letras de la banda. Le confirmo que la calle Buganvilla es la continuación de Bambú, me responde enojado por la manía de cambiar el nombre a calles en Madrid que son línea recta, y a continuación, como si su cerebro fuera un espacio diáfano, dice: esto es un viaje a través de Asia, cruzando los Himalayas, entre la India y Nepal.
A la ventana baja la luz del neón del Alcampo de Pío XII, aunque para mí el supermercado será siempre Jumbo, pues los lugares de la memoria solo guardan su primer registro, la primera vez que fueron nombrados, y nos es imposible llamarlos de otra manera, como si en ellos el presente entorpeciera al recuerdo. A Liborio le ocurre algo parecido: admite que no sabe nada de la realidad, no lee los periódicos ni ve los telediarios. Él se enganchó a Héroes del Silencio de adolescente, y desde entonces solo ellos le acompañan.
Cualquier taxista suele explicar por qué llegó a esa profesión, como si su trabajo fuera el extravío de un ideal. Liborio vino a Madrid para ser maestro. Era de letras, me dice desde el retrovisor, y por esa expresión antigua parece haber pasado más tiempo que por su perfil, el de una persona joven, con patillas bien recortadas y pelo corto. Era de letras, me dice, y no pude con la estadística en la asignatura de psicología de la educación. Ni una ni dos. Tres. Tres asignaturas de psicología de la educación. El calvario de los números dejó su carrera a medio terminar, luego su vida una garita de vigilante nocturno, ahora el taxi. Y acompañándole siempre, Héroes del Silencio.
– Tenía que haber estudiado traducción e interpretación. De pequeño me gustaba la historia y la literatura. Se me daban mal las matemáticas -vuelve a confirmarme con fastidio-. Pero en este trabajo soy feliz, lo hago lo mejor que sé, hablo con los clientes, incluso con alguno en inglés, cuando cargo extranjeros en el aeropuerto. Intento hacer bien mi trabajo porque eso da sentido a tu vida, como estar enamorado.
Le respondo que me parece admirable su filosofía de vida, esa fortaleza del deber, aunque tal vez puede que no me habla él sino Bunbury. Y entonces se gira hacia mí y me dice que es fuerte porque lo ha pasado muy mal. Su cara ahora completa se agrieta de golpe, como una torrentera sin lluvia, es un óvalo lleno de misterio, y tengo la certeza de que es él quien realmente me habla.
Casi estamos llegando a mi calle. Le cuento que vengo del auditorio, de escuchar a la Orquesta Nacional de España, y luego de tomar algo en un bar con uno de sus músicos. ¿Tú también tocas?, me pregunta. Y como justamente vengo de escuchar a la orquesta le respondo con humildad sincera que no, que solo soy un aficionado, pero que ojalá la vida de uno fuera la que se va soñando en las calles, o por noches como esta, en un taxi donde Bunbury le dice a una sirena que vuelva al mar, que no quede varada por la realidad. Y pienso en esa idea y advierto que ahora soy yo también el que mezcla las frases del grupo con mis pensamientos, una confusión feliz mientras pago ocho euros y medio, y justo al salir del taxi Liborio me da la mano y me dice:
– Me alegra mucho que te guste la música.
El portal se cierra a mi espalda y no sé si se refiere a Bunbury o a la música en general, la que él no escucha atrapado en un amor infinito.