Un camión lleno de máscaras

En el capítulo «DU CHIC ET DU PONCIF» («DE LO ELEGANTE Y LO BANAL») de su libro Salon de 1846, Baudelaire define la elegancia como el abuso de la memoria: una repetición de formas anteriores que es fidedigna e incluso loable, pero también convencional. Las manos de un escritor que, con velocidad y audacia, describen la cabeza de Cristo o el sombrero de un emperador, son manos elegantes, manos chics, pero están llenas de banalidad. Siglo y medio más tarde, en diciembre de 1963, Alejandra Pizarnik anota en su diario una idea próxima: «En general, los que escriben plagian, aun los mejores. Esto no está mal ni bien». Cabría preguntarse si, porque plagian, son los mejores. O si lo que premia el canon es la repetición de lo elegante, que es pasado, frente al vértigo de la novedad.

Baudelaire denuncia un mundo dominado por la elegancia y la banalidad, binomio que aplica a objetos y personas porque su existencia, sea material o humana, tiene una naturaleza convencional. Todo aquello que sigue la convención se torna elegante y banal, como titula Baudelaire su capítulo, y apunta dos situaciones: la del cantante que, tocándose el pecho, defiende la eternidad del amor, o un puño que, cerrado, anuncia una infamia. Se podrían dar ejemplos contrarios, como cuando Gombrowicz, en una novela de ambiente gótico titulada Opętani (Los hechizados), introduce salones de baile y pistas de tenis como escenarios de la acción.

En El ruido de una época, Ariana Harwicz se pregunta cómo funciona un mundo gobernado por el poncif, el cliché de lo banal. ¿Hace calor y nos abanicamos o, por el contrario, porque queremos advertir del calor, y hacerlo visible, que movemos el abanico? El gesto repetido puede ser la respuesta a un escenario que también se repite o, por el contrario, el código que activa un hecho. ¿Es el calor y después el abanico, o es el abanico para que exista el calor? La duda conduce, como señala Harwicz, a la singularidad de la vida y sus límites: «¿Los cafés acumulados en una espera están tan cristalizados que uno no siente que ha sido plantado si no se tomó mínimo tres. ¿Y en el amor romántico, en la ansiedad amorosa frente a la ausencia de un llamado, se sufre distinto si no se realizan los gestos de chequear una y otra vez que no hay mensajes ni llamadas perdidas?».

La duda de Harwicz apunta al peso de las tradiciones, de aquello que uno se resiste a realizar de forma distinta a lo que se aguarda de él. ¿Hasta dónde queremos vivir de manera espontánea, evitando que los días y las noches sean una actuación? Cuesta eludir lo elegante en un mundo capitalista donde lo convencional produce dinero si repetimos conductas pautadas; un mundo de totalitarismo tecnocrático que nos obliga a vivir —como apuntaba Theodore Roszak en 1968— «existencias ajenas a todo lo que, alguna vez, hizo de la vida del hombre una aventura cautivadora».

Eludir lo banal no conduce a un mundo paralelo y fantástico, sino a vivir realmente el lugar y el tiempo que nos corresponde, pero bajo otras coordenadas. Gombrowicz, definiéndose como un escritor tenazmente realista, consideraba su raison d´être (razón de ser) la forja de un camino que, por medio de las palabras, condujera de lo irreal a lo real. Su obra debía hacer distancia de la forma y la cultura, esas herencias persistentes parecidas al pecho y al puño de los que escribía Baudelaire. Añade Gombrowicz que realidad y franqueza no son sinónimos, pues la franqueza, en la literatura, es un callejón sin salida. Lo real para Gombrowicz es lo imaginado, esas pistas de tenis y salones de baile dentro de una novela sobre castillos en ruinas, príncipes terribles, tesoros ocultos y habitaciones embrujadas; lo real es sinónimo de inesperado, de moderno y, como señala Baudelaire, reside en lo transitorio y fugitivo; llegar allí nos obliga a que, elegantemente, cesemos de actuar. O hacerlo, como decía Peter Berg a principios de la década de 1960, según el rol de nuestras propias vidas y eludiendo los medios de comunicación —otra banalidad— en nuestro camino hacia la utopía, materializada en un teatro libre de herencias. Subidos a sus tablas, se cumpliría el sueño de Pizarnik durante una noche de Año Nuevo de 1964, hace ahora medio siglo: «Sueño: un camión lleno de máscaras, de caretas. La gente sentada encima».