La UVI de la (micro)literatura

En el cine matinal, un sábado. A punto de apagar el móvil, se ilumina su pantalla, luego mi cara: he sido finalista del IV concurso de literatura instantánea. Lo organiza EPRIZES. Al día siguiente, domingo, a las once de la mañana, se entregarán los premios en el pabellón Bankia de la Feria del Libro de Madrid. En ese lugar y hora llego con una puntualidad que me resulta extraña. Tan extraña como sentirme leído y premiado. Tengo sueño: a las casetas también les cuesta levantar los párpados. Un camión barredor limpia el suelo de silencio. En el aire se anuncia una promesa de sol y de ventas.

El acto es breve. Cada premiado lee su texto. Pienso que la oralidad es una derrota. Una cuerda de funambulista de la que nos caemos con facilidad, porque nuestra atención brinca, corre, se escapa por las ventanas, hacia los árboles y la distancia. En los microrrelatos, donde todo avanza de perfil, sin un principio y un final, y cuya brevedad exige de concentración, su ausencia es una rotonda sin señales.

Por su voluntad mínima, por su naturaleza parcial, siento que mi texto termina sin haberlo empezado. En cada aplauso quiero pedir disculpas. Contar con detalle y tiempo lo que quise decir y no pude o supe, abreviado por el límite impuesto. Para precisar el efecto en un lector —y de correcciones trata mi texto— debería extenderme. En esa multiplicación de palabras habría un salto de género, si es que alguna vez se puede cambiar de género, si es que alguna vez no paramos sino de contar historias.

Que cada palabra importa. Que el texto sea imaginativo. Que suceda un giro final. Abundan los consejos sobre la escritura de microrrelatos. Como cualquier manual de instrucciones, se pueden ignorar. Sin embargo, a mí me divierte leer las reglas sobre su construcción, aunque en la práctica no ayuden de nada. Estos consejos hablan antes de su dificultad constructiva que de la manera como levantarlos. Son más bien el reflejo de los errores de otros, de sus lecciones aprendidas, pero que uno mismo debe alcanzar sin la ayuda de nadie, por el puro goce de la equivocación. De la equivocación luego subsanada.  Por mi experiencia, piesno que un buen microrrelato —no digo que el mío lo sea— debe empezar a pie cambiado. In medias res. Que la descolocación sea súbita. No decir que un personaje va a hablar: que el personaje hable. No anunciar un recuerdo: que el recuerdo salte. Este consejo es aplicable a cualquier ficción y, por supuesto, puede y seguramente debe ser ignorado.

En esa imperfección estructural del microrrelato consuela pensar que, si el texto funciona, quedará completado en cada lector: un crucigrama resuelto. Dentro de su cabeza, como una levadura hecha de palabras, el microrrelato se ensanchará o no, se guardará o quedará borrado, arrasado por cualquier distracción, será un destello, la pista que conduzca a una revelación, o apenas un chispazo, nada más.

Mantengo esa duda mientras regreso al coche, arrastrando el misterio de todo aquello que no dije y, del brazo, una bolsa grande de cartón con la promesa premiada de futuras lecturas. El sol calienta ya las casetas. Los autores comercian un mundo tan necesario como imperfecto, llenos también de palabras que torcieron su tiro, de ideas que buscaron un objetivo y alcanzaron otro. Todos juntos, vistos desde lejos, anulan sus imperfecciones y construyen una realidad coherente. Una constante de plásticos prefabricados, de construcciones temporales, pero que arrastran, en su conjunto, una ley sólida, matemática: la necesidad de seguir confundiéndonos, de avanzar siempre de perfil y, entre todos, de contarnos ese lado que no vemos, narrarnos historias y escucharnos.

Gracias a EPRIZES y en especial a Norma Dragoevich por toda la gestión del concurso. Cuando algo sale bien se borran las huellas del esfuerzo. Pueden leerse los textos en este enlace. El mío no fue titulado, y por eso que guardó como título su primera frase. Lo cual no es desencaminado de lo que sigue.

http://eprizes.es/poesias-y-micros-premiados-eprizesflm18/

Es la UVI de la literatura. Mi correctora me sigue la broma, dice: Daniel, hemos subido tu novela a planta. Como si la corrección tuviera un final; como si no fuera esa la naturaleza misma de un libro. Su existencia, y por lo tanto su dolor. Un enfermo con recaídas.

En ello pensaba cuando sonó mi nombre, un número y el título de un libro que aún no había terminado. Una broma. Una broma sin gracia. Conocía al organizador de la feria, pero. Pero no, no era posible. El miedo me fue desplazando. Hojeé libros, leí contraportadas, no recuerdo nada. Pensé que era un juego de luz y de nubes. No: eran mis manos, que temblaban.

Llegué hasta la caseta. Me presenté a mí mismo. Sostuve el libro. Era el mío, o tal vez no, o tal vez no del todo. Me pedí mi propia firma. Me pregunté mi nombre. Dudé, me corregí. Luego me pregunté para quién iba dedicado. La duda sostuvo el bolígrafo, o al revés. El editor me miró extrañado.

De nuevo la megafonía, mi nombre, otra editorial.

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