Los extremos de una jaula

La cocina era mi despertador. El estrépito de unos platos, un timbre, dos, mi madre al teléfono con alguien, o tal vez con mi almohada, el silbido ferroviario de una olla, un furioso brazo de cocina removiendo un color, la ansiedad naranja de una picadora eléctrica, en el transistor la voz alta de Iñaki Gabilondo. A modo de bocina, todo ese sonido se agrandaba por el pasillo, luego se encogía y plegaba por debajo de mi puerta, subía hasta la cama como un aviso incómodo de actividad. ¡Que ya es de día!, era el ejercicio matinal de mi abuelo, tocando el piano sobre mi puerta, y tenía razón porque la mañana se tumbaba ya sobre las sábanas, una orilla de luz curva y atigrada de sol.

Dudaba si levantarme o seguir tumbado. Me preguntaba en qué momento unos nudillos tocarían mi pereza. O cuándo mi pereza, cansada de sí misma, decidiría levantarse. También pensaba si, tumbado en la cama, ajeno al mundo de las noticias y la responsabilidad, estaba siendo yo mismo, intrínsecamente libre, o tal vez me estaban dejando en libertad; si el mundo era un horizonte que siempre avanza y se escapa o si, por el contrario, yo era un animal pequeño y alegre que desconocía aún los extremos de su jaula.

Aunque ya no escucho la voz de Iñaki Gabilondo ni la acción de los calderos ni la voz de mi madre, aunque todo ello se ha borrado y, como una secuela de ese brazo de cocina, el ruido es ahora un zumbido perpetuo, cada mañana se repite esa misma duda, y me pregunto cuánto de mí hay de libertad y cuánto de unos nudillos invisibles que, ¡toc, toc!, llaman a la puerta y me exigen actividad.

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