La película The Grand Budapest Hotel cuenta una peripecia menor. Lo que importa y le da valor es el decorado: una Europa intelectual y elitista que está a punto de desaparecer. La aristocracia vive sus últimos días alojada en un hotel asomado a lo alto de una montaña. Un lugar de cuento al que se accede con la ayuda de un teleférico y donde el tiempo parece un espacio sin límites, como el de los veranos de la infancia. En el Grand Budapest los huéspedes se dedican a no hacer nada, a contemplar la naturaleza, a comer y beber y conversar o a darse largos baños de aguas termales. Los días son la nostalgia de un presente que se acaba, pero allá arriba, en salones refractarios, nadie sabe o quiere saber que sus vidas serán asaltadas en el tren de vuelta a casa, el tiempo entonces roto por un control de pasaportes, por dedos extranjeros buscando la traición de una fotografía, de una mirada que de golpe es falsa porque en los ojos ya solo habita el espanto, los mismos ojos que ahora contemplan tropas combadas erizando el horizonte, moviendo con su paso miedos y fronteras.
El acierto de la película es ese equilibrio raro entre un mundo que ama el lujo y la vida, idealista y algo extravagante, con el de un conflicto que se advierte cada vez más cercano, como si los presagios y las fronteras subieran por el funicular. Allá arriba Ralph Fiennes lucha por mantener un mundo que se extingue, o que tal vez hace tiempo acabó y él no quiera admitirlo, como esos pueblos remotos que tardan en descubrir que hubo un armisticio y la guerra ya terminó. Para dibujar ese hotel fuera del mundo y del tiempo, el director Wes Anderson dice haberse inspirado en las obras de Stefan Zweig, escritor austriaco que huyó de Europa tras la llegada de los nazis. Zweig se quitó la vida en Brasil en 1942, y en su nota al suicidio dejó escrito un deseo: «vivan para ver el amanecer tras esta larga noche». A modo de repetidor en la cumbre, el hotel funciona como recuerdo de todo lo que Zweig soñó y perdió, y la película es el reflector de esa luz antigua e imaginada. Un reflector también ficticio, y en la pantalla el goce de una luz doblemente soñada.
Genial la peli, Dani, y mejor aún tu comentario.
Gracias a ti por tu comentario… ¡la he ido a ver dos veces! La banda sonora también es muy buena. ¡Un saludo Santi!