¿Cómo se llamaba la ciudad? ¡Mira que dijimos de acordarnos! Nada. Sólo el recuerdo de un sonido: el de una cisterna que, sin embargo, nunca llegué a escuchar. ¿Y el nombre del bar? Joder. Nada. Sólo la imagen de un desagüe que nunca llegué a observar. Qué rara es la memoria: cómo inventa.
En la plaza sonríes al cielo sin nubes de Sicilia. A tu espalda, una ausencia en espiral. Brincas de alegría, liberada ya de todo aquello que es innecesario. ¿No es esa la metáfora de los mejores viajes?
Tu rostro tiene forma de victoria. De ansiedad superada. Atraviesas la puerta, levantas los brazos: medalla de sol en la plaza de adoquines. Yo me levanto del marmolillo, yo te sonrío: sólo yo entiendo el gesto. Te abrazo, toco la línea de tus vértebras, e imagino una tubería. Un túnel que cruza bajo las mesas donde la gente almuerza; un túnel que avanza hasta el centro de la plaza (me besas), y se abraza allí con otros tantos canales subterráneos. Una red invisible, ramificada, necesaria. El intestino urbano. En ese viaje se escapa todo lo que has disfrutado, masticado y retenido desde Madrid, un día y otro, hoy tampoco, y otro, hoy tampoco, y otro, hoy tampoco, y otro, hoy sí.
Hoy sí. ¡Hoy sí!
Un limpiabotas sin clientes no comprende la fotografía. Dos lumbalgias se frenan ante tu señal de victoria. Nadie ignora la felicidad física de un alivio, pero es difícil explicarlo en palabras. Por eso que saco la foto, y en la foto una uve, la que dibujan tus dedos al cielo sin nubes de Sicilia. ¿Cómo se llamaba el bar? ¿Y la plaza? ¿Y la ciudad? ¡Mira que dijimos de acordarnos! Sólo el recuerdo de una tubería que nunca llegue a observar. Sólo el recuerdo un sonido que no llegué a escuchar: el de la cisterna salvadora, vaciándote de pasado. Una ausencia en espiral. Tú de pie, subiéndote el pantalón, a punto de llegar a la plaza, cruzar la meta, etcétera. Tú de pie, ajustándote la ropa, y a tu espalda la ausencia de lo que tu cuerpo retuvo; de lo que, con placer, se ha liberado. ¿No es esa la metáfora de los mejores viajes?