La magdalena de Proust

El segundo ejercicio de escritura propuesto por Jorge de Cascante consistía en escribir «400-500 palabras empleando como frase inicial la frase final de cualquiera de los textos que hemos leído y comentado hoy». En mi caso, y aunque pululaba por ahí un texto de Juan José Saer, elegí uno de Patrick Modiano e intenté, no sé si de manera acertada, imitar el tipo de historia habitual en las novelas de Modiano. Nuevamente os recomiendo la participación en este taller; podéis contactar con Jorge a través de esta dirección: xcascantex@gmail.com

El parecido de esa cara con la de mi madre era tan llamativo que creí que era ella. A continuación, el lector podría saber que mi madre murió hace tres años, convirtiendo esta página en la evocación quejosa de un espejismo; una suerte de magdalena de Proust, pero de aroma artificial, tanto como que mi madre horneó esa mañana una de limón y que, aún caliente, guardé en mi mochila junto al estuche, los libros de texto y el álbum de cromos. Al lector, acaso feliz con este giro de la historia, le compartiría un secreto que, de haberme puesto en pie y recorrido el vagón entre rostros, chaquetones, cansancio y axilas, se hubiera revelado, como también el castigo materno por no acudir al colegio. El misterio de una madre y un hijo en un mismo vagón, sin saber el uno del otro, me pareció una buena forma de seguir la intriga, como así hice en un nuevo párrafo.

Y para seguir la intriga, no había otra posibilidad salvo la de apearnos en la misma estación. Resultaría útil que el lector advirtiera lo inusual de un hijo que sigue a una madre, aunque sin alcanzarla, viéndonos aéreos mientras atravesábamos la plaza de  la República, subiendo los bulevares, deteniéndonos próximos, peligrosamente próximos, en el semáforo eterno frente a la estación y alcanzando, por fin, una calle silenciosa, sombría y arbolada donde nunca había estado.

El relato demandaría un punto y aparte último, una pausa y un espacio que anunciaran al lector su solución inminente. La pausa sería la de mi madre, detenida frente a un portal; el espacio, la distancia entre ella y yo, y también entre ella y tú, lector, atendiendo desde nuestro escondite, por primera vez, al brillo azul de una radiografía que asomaba de su chaqueta, y entonces en mi mente, clic, el mundo sería un enigma resuelto, porque al silencio familiar, nuevo y raro, de puertas y mandíbulas, lo explicaría ese borde azul que anunciaba un diagnóstico: mi madre estaba enferma, mi madre iba a morir y a morir pronto, pero lo que sucedería antes y yo aún no sabía, ni tampoco tú, lector, lo que iba suceder y sucedía ya era otro clic, el de una puerta que gruñe y después un hombre que no era papá besando a una mujer que sí era mamá, y el lector, incapaz de seguirme calle abajo, pensaría en la magdalena de limón, brincando en la oscuridad de la mochila entre el estuche, los libros y el álbum de cromos, y cuyo aroma, al morderla en algún parque futuro, yo sentiría artificial.

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