El camino wifi de Jonathan Franzen a Eduardo Galeano

Como si de vasos comunicantes se tratara, me tropecé este domingo con una entrevista en El País a Jonathan Franzen, y que parece seguir el pensamiento de Ian McEwan en mi entrada anterior. Dice ahora el escritor americano que “la novela nació junto al concepto de la individualidad (…). Y la novela sobrevivirá mientras haya individuos. Parte de la obsesión con la pregunta sobre la muerte de la novela tiene que ver con la cuestión de si la individualidad se ha quedado obsoleta. El sentido de la novela es el mismo del sentido de la vida. Creo que la gente lee novelas contra la falta de sentido. Habrá novelas mientras haya individuos”.

Habrá novelas mientras haya individuos, me repito a mí mismo. Y parece que la individualidad se ha quedado obsoleta. ¿Qué demonios es la individualidad?, me pregunto. La RAE dice que es la cualidad de alguien por la cual se da a conocer singularmente. ¿Y por qué se cuestiona el autor sobre su obsolescencia? Retrocedo algunos párrafos y me encuentro que Jonathan Franzen habla de su temor a Twitter e Internet, como océanos democráticos donde se estanca información defectuosa y efímera. Para Jonathan Franzen el avance de las redes sociales no va a hacer de este mundo “un lugar maravilloso”. Y en ese avance la individualidad de la que hablábamos queda arrollada.

No hay un momento para la reflexión: siguiendo el ejemplo de Ian McEwan, solo hay tiempo para informar sobre si el leopardo aparece o no a la vista, con la misma constancia que un semáforo cambia de color, pero también con su misma vacía profundidad. Los contenidos viajan con un límite de caracteres, y el pensamiento parece que también está encorsetado. Dejamos de ser singulares, y desaparece entonces la individualidad. El mensaje está multiplicado, copiado unos de otros, y apenas hay brillantez. Esta plaga de contenidos vacíos afecta también a la crítica cultural, a la que Franzen ve muerta “a manos de las reseñas de los consumidores”.

Vuelvo a casa pensando en esta y otras trivialidades. Tal vez no son trivialidades, quién sabe. Decido un pequeño experimento: en cada cruce me detendré a mirar alrededor, buscando si al menos una persona utiliza en ese instante cualquier dispositivo portátil. El resultado no solo es peligrosamente afirmativo, sino que, para haber encontrado casos negativos, tendría que haber estado en una calle desierta o bien haber planteado de forma contraria mi experimento: ver al menos a una persona sin estar enganchada a una realidad distinta a la inmediata, la realidad tal vez aburrida pero real, la formada por una parada del autobús, la sucursal bancaria, el neón de la farmacia, los pasos por la acera, el mendigo en el suelo, el sol alto y el ruido del tráfico.

Estoy tentado de sacar el móvil subrepticiamente, como engañándome a mí mismo, pero me contengo. En la acera de Padre Damián un niño de pelo rubio lleva un balón de fútbol atrapado bajo su brazo, y no puedo sino recordar los días felices de infancia, la compañía de los amigos y el deporte como el mejor regalo del mundo. Le envidio y al adelantarle descubro que del bolsillo también saca un móvil y, con sus manos manchadas, teclea un mensaje a velocidad imposible. Me despierta la curiosidad saber qué tiene que decir ese renacuajo a alguien, y entonces vibra mi pantalón, deslizo el dedo por la pantalla y leo: y yo más, y esa cadena de seis caracteres me descubre una sonrisa también de seis dientes.

Ahora siento la potencia afectiva de lo que había considerado un enjambre de conexiones huecas; puede que gracias a mi silencio de centinela, contagiado al de las personas con quienes me comunico, haya brotado esa poesía alegre en mi pantalla. Qué vacío entonces el de toda comunicación si no viene madurada tras una reflexión privada, donde el individuo desarrolle su conciencia, se construya como adulto, con un sistema de valores y de afectos, y también de contradicciones, pero que con más tiempo, tiempo también de silencio, se irán resolviendo.

No podemos convertirnos en semáforos de advertencia, todo el día comunicando un duelo cromático: debemos enriquecer el mensaje, hacerlo madurar, guardarlo un tiempo incluso a sabiendas y sorprender luego con él, como un prestidigitador. Tal vez ese y yo más lleva un rato en el horno de los afectos. Y toda esta elaboración del mensaje no es sino el juego de espejos del lenguaje, que es la materia de la que surgen las posibilidades fantásticas de la novela, y que bien utilizadas dan sentido, como dice Franzen, a la vida, que es pura ficción.

Casi llegando a mi casa cruzo por delante de un bar y escucho un tumulto alcohólico de voces gritando a pleno pulmón Un beso y una flor. Me contagian su alegría juvenil y, tatareando la misma canción, abro la puerta de mi portal y busco las siguientes líneas de Eduardo Galeano:

«En la pared de una fonda de Madrid hay un cartel que dice: Prohibido el cante.

En la pared del aeropuerto de Río de Janeiro, hay un cartel que dice: Prohibido jugar con los carritos porta-valijas.

O sea: todavía hay gente que canta, todavía hay gente que juega».

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