Me di cuenta el domingo por la tarde: el segundero del reloj automático daba brincos hacia adelante y hacia detrás, igual que un sismógrafo. Recordé a mi sobrina jugando con mi reloj durante la comida. Identifiqué la culpa, me declaré culpable. Seguro de que la historia iba a terminar como ahora sigue, hoy llamé al servicio técnico. Localicé el modelo, describí el problema, confirmé que la garantía había superado los veinticuatro meses, recibí un juicio rápido: el reloj no tenía arreglo. Haciendo autopsia mi mano, el reloj me pareció, con el segundero aleteando, un blando pájaro triste de largas alas perforadas. Era el juguete de un niño que entró en la adolescencia, era un número de magia por todos visto, era un circo y la atención fuera de la carpa. La mía tardó en volver a la línea, en escuchar que ya no era el dueño de un objeto moribundo sino un cliente, y que el fabricante ofrecía a sus clientes un descuento del cuarenta por ciento si compraban un nuevo reloj de, al menos, el importe de mi pequeño animal. No, no había otra alternativa. Los relojes de esta empresa suiza entraban en pérdida a los dos años: breve fragmento para un producto que se debía alimentar, precisamente, de tiempo. De tiempo ajeno. Y para que el tiempo siguiera avanzando, la única opción era comprar. Antes de escribir estas palabras guardé mi reloj en una gaveta del mueble de la entrada. La gaveta se cerró con un sonido egipcio de túmulo. La volví a abrir: el segundero seguía temblando, inercia última de un brazo que ya nunca lo movería. Cerré de nuevo el cajón, vencí las ganas de volver a abrirlo, volví a abrirlo, me llevé la correa —bigote de cuero— hasta la nariz. Olí mi sudor y me pregunté cuánto tiempo seguiría allí registrado.
Archivo del Autor: danieldilla
Haiku #47
Se vende piso.
Abstenerse agencias. Ya
somos agencia.
Existencias paralelas
Subimos a la cabina. Al primer balanceo caí dormido: duermevela de metal suizo bajo el cielo de Madrid. Sin motivo, abrí un ojo: estabas en la cabina opuesta, muy cerca y muy lejos a la vez. No me mirabas. Así habían sido nuestras vidas, siempre en paralelo, siempre suspendidas, siempre aguardando a que alguien tirara de ellas. Lamenté que, para avanzar uno, ello significara alejarse del otro. Luego lamenté haberlo lamentado. Sé que después volvió el sueño. No recuerdo por qué desperté. Sí recuerdo buscarte a través del mismo ojo, la misma ventana, el mismo lugar, y en ese lugar un fondo de bosque y colinas, el azul de un lago, una noria en la hora de la siesta. Tu codo: advertí que estabas a mi lado, que íbamos a llegar, que debía ayudarte a cargar con la nevera portátil y la sombrilla y las mochilas para el picnic. Buscamos una sombra donde almorzar. Sobre nuestras cabezas iba y venía el ruido de las góndolas. Me preguntaste qué pensaba: en las existencias paralelas, en el otro a un tiempo próximo y a la vez alejado. Comprendí que sólo lograría avanzar llenándote de distancia. Mordí la tortilla, todavía caliente y con el huevo poco cuajado, como sé que sabías que me gustaba. Te respondí por fin que en nada, que no pensaba en nada. Di un trago a la cerveza y nos besamos.
Texto escrito en junio de 2019 para el V concurso de microrrelatos organizado por la EMT (Empresa Municipal de Transportes) de Madrid por el 50 aniversario de su fantástico teleférico.
Requisitos para la formalización de una hipoteca ante notario.
Olvidé el DNI en el coche. Eso es lo que dije antes de levantarme. Mi cuerpo se hizo aire, el aire movió las hojas del préstamo hipotecario. En la ventana, detrás de las rejas, un martes. A mis palabras el despacho respondió con asombro. Salí despacio por el pasillo, bajé a zancadas las escaleras, atravesé rápido el portal. En la calle corrí sobre mi huida, me trastabillé, golpeé y fui golpeado, rebasé mi vehículo, crucé la avenida, entré en el parque, me senté, por fin, en la base del tobogán.
Mi corazón inmaduro jadeaba adulto. Advertí que el suelo de arena, en el punto de caída del tobogán, anunciaba un cráter infantil. Imaginé desde allí un túnel hasta la notaría. Luego, sin motivo, giré la mirada: en la plataforma superior aguardaba, silencioso, un niño. El niño y yo nos miramos. Parecíamos conocernos. El niño se levantó, palpó sus bolsillos, encontró en el derecho su cartera, en la cartera dos monedas, dos canicas, una púa verde de guitarra, también su DNI. En el izquierdo descubrió su móvil, y en el móvil doce, trece llamadas perdidas. Lo dejé lanzarse y caímos por el agujero que había observado.
Haiku #46
El niño cerró
la puerta y entró en la
adolescencia.
En secreto
Se apagan las voces de la ciudad. La ciudad, su frontera, es un arco de vidrios rotos, de proyectos de urbanización, de telefonías que se debilitan. Un perro sin coordenadas ladra al miedo. Me coges de la mano, yo giro la cabeza: a la espalda el barrio es un brochazo sucio de luz, un objeto deformado tras el fondo de un vaso.
Vamos pisando, cayendo, avanzando, de nuevo pisando, cayendo, avanzando. Somos el ruido de una urgencia, un sonido prohibido que hace cómplice a la tierra. Nos detenemos en acorde. Estorban los brazos, los cuerpos, los cabellos. Las ropas se apiadan y desaparecen: cementerio textil. Cada uno, despojado de sí mismo, se convierte en el otro que desconoce. No lo sabemos pero, afanada entre las piedras, una lagartija nos observa. En el cielo, sobre la línea de tu brazo, interrumpe mi deseo las luces de un avión. Tal vez en él viajas tú.
Avanzar
En el año 1971 mi amigo Pablo tenía 14 años. A partir de esa edad su colegio ya no disponía de servicio de rutas escolares. Los alumnos debían entonces acudir a clase a pie o en transporte público.
Sus padres le enseñaron que, si en el metro alguien le preguntaba por el nombre de la estación, podía ser por dos razones: que la persona sufriera alguna limitación visual o, con más probabilidad, que fuera analfabeta. En un caso u otro, era obligado resolver la duda. Decir: Cuatro Caminos, Sol.
El analfabetismo parece un suceso en blanco y negro, un lejano abismo educativo, y sin embargo ocurrió hace bien poco, se marchó apenas a la vuelta de la esquina, y de él fue testigo quien hoy lo recuerda. Como tantos fenómenos en la vida de uno, parece que estuvieron siempre allí hasta que sucedió lo contrario, cuando un día se dieron la vuelta, desaparecieron, y sólo invocados por la memoria se advierte que ocurrieron hasta no hace tanto, que en el espacio de una sola existencia uno conoció gente que no sabía leer y escribir, pero también fumadores en el interior de los bares, y en su suelo nubes de serrín, que los niños viajaban sin cinturón de seguridad, que la economía se medía en pesetas y Europa era un sueño y el mundo y sus relaciones se regían sin pantallas.
Me pregunto qué fenómenos también un día, de improviso, se irán por una calle lateral, cuándo advertiré su ausencia y con qué palabras los convocaré, no tanto para restituirlos o por añoranza, sino más bien para certificar que una vez ocurrieron, que existieron en nosotros, que ellos ya no están pero nosotros sí. La vida siempre avanza a fuerza de reemplazos, sobre una superposición de llegadas y ausencias. Sobre esa voz que preguntaba el nombre de una estación y que yo, ahora, escucho de nuevo hecha recuerdo, pero que, subido al lomo alto de las letras, tengo la suerte de que no es sólo sonido, sino también palabra. Yo escribo su carencia. Por eso que siento lástima por esa voz subterránea, pero también defiendo el orgullo educativo de poder, hoy, narrarla, y siento por fin la responsabilidad futura de las palabras que esa voz no pudo pronunciar, palabras siempre pidiendo ser escritas, escuchadas, siempre queriendo unas sustituir a las otras, porque son también vida, y así avanzar.
La importancia de la ficción
Puede que el niño a quien lees una historia te pregunte: ¿es verdadera? Si le respondes que no, exigirá entonces una real. No mantengamos esa actitud infantil hacia el libro que leemos.
Vladimir Nabokov: Littératures.
Y para suavizar cualquier postura:
No soy siempre de mi opinión.
Alfred DE VIGNY.
Haiku #44
Como las deudas
eran heredables, el
ladrón se arruinó.
Tiempos islados
Hay días que anuncian su propio recuerdo. Se disfrutan y se extrañan a la vez. El tiempo no es lineal, lo sabemos, pero algunos días, los más luminosos, insisten en recordárnoslo. Todo en ellos es presente y, al mismo tiempo, memoria. Horizonte y hemeroteca. Azotea y bodega. Infinito y fugacidad.
Fue en Menorca, el último fin de semana de septiembre, junto a Andrés Neuman. El lugar una casa que era una interrupción de la naturaleza, nacida, literalmente, de la Tierra, dos plantas de una arquitectura que a veces me parecía colonial, como imponiendo una distancia, y a veces lo contrario, arquitectura festiva, invitando a ser habitada. En su interior fuimos catorce los asombros abiertos al talento de Andrés.
Junto a Neuman el tiempo es un asterisco. Una expansión que salta en todas las direcciones, en aviones que despegan hacia lecturas futuras, en cuartillas abarrotadas de ideas valiosas, en la compañía inesperada de otros tantos ojos atónitos. Junto a Neuman giran los relojes. Nadie los atiende. Manecillas ignoradas y entonces los brazos son libres, ríen, mueven las páginas de un libro, bracean en una playa tan irreal como un anuncio de cerveza, brazos que beben café, que escriben notas en un cuaderno, que espantan la curiosidad de las moscas.
La cocina fue epicentro de esa expansión. Un cuarto de máquinas que recordaba a esas cocinas inmensas de algunas películas y donde ocurren muchas cosas a la vez, una confusión alegre de voces y aspavientos, una cocina donde las paredes son un vodevil de puertas por las que no dejan de entrar y salir proyectos y personas. En la cocina se hablaba con esa confianza inmediata que se da entre desconocidos y que, sin embargo, sienten que comparten una experiencia en común. Todos allí éramos líneas paralelas que el taller aproximó, hizo discurso, como si, juntos, viviéramos en la panza de un acordeón, y sonáramos en acorde, feliz conjunto.
En la memoria queda la amistad de un tiempo compartido. La revelación de personas excelentes, alumnos y organizadores. Todavía saboreo una comida que fue color y textura. Guardo en un cajón, junto al pijama, el silencio nocturno de Menorca. Tengo vuestras caras, vuestros nombres, vuestros gestos. Cuando cruzo la cortina de lunares me ducho de nuevo en bañeras que sólo había visto antes en revistas de decoración y que, confieso, inundé a su alrededor como nunca he visto en revistas de decoración. Soy capaz de apagar la luz de la mesilla y que regresan, como hologramas invitados, las paredes de un dormitorio donde sólo pasé dos noches de mi vida. ¿Y las sillas del jardín? Me pregunto si las sillas de tela verde siguen dispuestas allí donde las dejamos, guardando la conversación de nuestras ausencias.
Si todo sucedió bien fue porque todo estaba dentro de un plan, y el plan era un misterio. Un plan que decía buenos días, que nos seguía hasta la playa, también de regreso, con el sol pegado a la espalda, un plan que nos daba de comer y que nos invitaba a comenzar, cada tarde, el taller. Todo sucedió en apenas tres días pero la memoria lo repite como si viviéramos dentro de un probador, espejos enfrentados.
Lo bien hecho esconde los esfuerzos, así que debo dar las gracias a Mariona y Josep por la escritura invisible de esta historia. En próximos aislamientos, y para que todo se vuelva a aislar, para que el tiempo sea azotea y se guarde en bodega, será crucial, de nuevo, los alumnos y el maestro. Espero estar entre los primeros. Os dejo a vosotros, de nuevo, volver a ser nuestros maestros.
Haiku #43
Oscilan los
móviles al vaivén del
botafumeiro.
Haiku #42
Abrazada
a su temblor, se enrosca
de sueño mi galga.
Los extremos de una jaula
La cocina era mi despertador. El estrépito de unos platos, un timbre, dos, mi madre al teléfono con alguien, o tal vez con mi almohada, el silbido ferroviario de una olla, un furioso brazo de cocina removiendo un color, la ansiedad naranja de una picadora eléctrica, en el transistor la voz alta de Iñaki Gabilondo. A modo de bocina, todo ese sonido se agrandaba por el pasillo, luego se encogía y plegaba por debajo de mi puerta, subía hasta la cama como un aviso incómodo de actividad. ¡Que ya es de día!, era el ejercicio matinal de mi abuelo, tocando el piano sobre mi puerta, y tenía razón porque la mañana se tumbaba ya sobre las sábanas, una orilla de luz curva y atigrada de sol.
Dudaba si levantarme o seguir tumbado. Me preguntaba en qué momento unos nudillos tocarían mi pereza. O cuándo mi pereza, cansada de sí misma, decidiría levantarse. También pensaba si, tumbado en la cama, ajeno al mundo de las noticias y la responsabilidad, estaba siendo yo mismo, intrínsecamente libre, o tal vez me estaban dejando en libertad; si el mundo era un horizonte que siempre avanza y se escapa o si, por el contrario, yo era un animal pequeño y alegre que desconocía aún los extremos de su jaula.
Aunque ya no escucho la voz de Iñaki Gabilondo ni la acción de los calderos ni la voz de mi madre, aunque todo ello se ha borrado y, como una secuela de ese brazo de cocina, el ruido es ahora un zumbido perpetuo, cada mañana se repite esa misma duda, y me pregunto cuánto de mí hay de libertad y cuánto de unos nudillos invisibles que, ¡toc, toc!, llaman a la puerta y me exigen actividad.
Sí y no
El no ya lo tienes,
dicen los propietarios
del sí.
Haiku #40
Un buen día te
das cuenta de que esto
es sólo un rato.
Mano adormecida
Mano adormecida,
estría de la agenda:
última reunión.
Noche intermitente.
Bosteza un garaje.
En el retrovisor, un lunar.
Por el pasillo avanza
una generación en zapatillas:
frente a verduras y plasma
el padre quiere ser niño
la madre quiere ser niño
y el niño que lo dejen en paz.
Si los afectos fueran transitivos
el mundo sería un jardín de infancia.
Mano adormecida, se aburre un pulgar.
El gol no debió subir al marcador
y el cupón tocó en otra puerta.
La noche son filos rojos en el salón,
duermevela electrónica y en el pasillo
el regreso a regiones remotas
de habitaciones próximas.
Mano adormecida
que acaricia con desánimo,
que besa por rutina,
que apaga esta luz.
Haiku #37
El giro de la
peonza anuncia
nuestro porvenir.
Haiku #36
El seudónimo
es una forma de
redundancia.
RECUERDOS DEL DOCTOR WATSON (Juan José Saer)
Vimos con Holmes la lluvia desde el carruaje
en la hermosa avenida Brixton, yendo hacia Andley´s
Court.
Esta tarde en el Concert Hall oiremos cantar a Norman
Neruda.
Ráfagas mudas de agua lenta golpeaban contra los vidrios,
férrea
realidad nos rodeaba y nos movíamos en ella, nítidos.
Puedo,
si quiero, evocar el preciso rumor de las ruedas sobre las
piedras mojadas.
y el resoplar de los caballos atravesando la ciudad familiar.
Ladrillos rojos chorreando agua, hombres borrosos en la
lluvia:
la luz de gas manchaba la oscuridad matinal. Siento otra
vez, con noble
fruición, el peso cálido y el vaho de nuestros abrigos,
la mirada de un muerto en honda persecución
golpeando contra el revés de mi mente. Hombres del
porvenir, plagados
de irrealidad, para ustedes no habrá nunca este collar
de sólidos minutos, este edificio de horas de piedra. La
niebla
carcomerá las paredes de Londres y el corazón de nuestra
descendencia
yacerá débil o muerto, ciego de humo amarillo. Honda
es nuestra propia vida en comparación, y benditos
nuestro violín, nuestra fiebre de Afganistán, nuestra
deliberada morfina.
Juan José Saer: Recuerdos del Doctor Watson. El arte de narrar. Poemas (1960-1987). Colección Visor de Poesía (Madrid, 2000).
Haiku #35
Los autobuses
duermen. Estuve a punto
de llamarte.
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(Pulso 91*******).
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Siente que para Movistar él es ahora menos un cliente y más un paciente. Su problema tiene una cualidad hospitalaria. Y su paciencia además se acaba. Sabe que detrás de ese incremento hay una publicidad engañosa. Perdonen por la redundancia. Toda publicidad tiene algo de miopía: lo importante sucede en letras pequeñas. Mientras los canales deportivos se ofrecían gratuitos, un texto tan rápido como el balón, rozando por la base de la pantalla, decía lo contrario.
Se considera un hombre bueno hasta que llama a un servicio de atención al cliente. Entonces se inflama y llena de ira, muta en un ser agresivo, desconocido de sí mismo, un tipo que le repugna mientras marca el 1004 por tercera vez y se pregunta si ese número no tendrá algo que ver con las veces que deberá llamar.
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Por favor díganos brevemente el motivo de su llamada.
(Cabrones. Cabrones. Cabrones).
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(Pulso 91*******).
Por favor díganos brevemente el motivo de su llamada.
(Alta de canales Movistar Fusión Porno y Caza y Pesca, dice mientras piensa que esos canales, aleatoriamente elegidos, mantienen sin embargo una coherencia temática).
Le va a atender un comercial.
(El cliente sonríe adelantando su triunfo).
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(El cliente esconde sus dientes y luego los aprieta).
Escenario 5. Cliente que paga 90€ al mes y llamó para aclarar el importe de una factura anormal de 125€. Pensó que, guardando silencio, alguien se apiadaría de él, atendería su queja. No fue así. Sintió entonces que para Movistar era menos un cliente y más paciente. Y que a Movistar ni le importaban los vivos ni los enfermos. Su paciencia como enfermo ya se agotó.
Sabe que la publicidad es miopía. Lo importante discurre al margen, en minúsculas letras. Qué sorpresa. Se considera un hombre bueno hasta que llama a un servicio de atención al cliente. Entonces se inflama y llena de ira, muta en un ser agresivo, desconocido de sí mismo, un tipo que le repugna como cuando marcó el 1004 y lanzó una nube blanda de insultos que, ay, no sirvieron de nada, un hombre que fue cliente y paciente e impaciente y que pensó que era una buena decisión disfrazar su ira, un desafío utilizando las mismas reglas de la multinacional, escondiendo su queja bajo una falsa solicitud de nuevos servicios y, camuflado en ese deseo perpetuo de más megas y más canales y por supuesto más facturación, atacar a un enemigo con las defensas bajas y la codicia alta, pero esa estrategia tampoco sirvió de nada, podría estar triste y sin embargo le mueve la excitación de un descubrimiento, una clave, la clave, la clave es ese número 1 que marca siempre al principio de su llamada y que le conduce a un laberinto sin salida, y que bastará esquivarlo para aclarar por fin su duda.
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(No pulso nada).
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(No pulso nada).
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Por favor, diga o marque el número sobre el que desea realizar la gestión.
(Ese por favor me debilita, me hunde, cometo el error: marco 91*******).
Por favor, díganos brevemente el motivo de su llamada.
(No digo nada).
Disculpe, pero no le hemos oído bien. Por favor, díganos el motivo de su llamada.
(No digo nada).
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Escenario 6. Cliente que paga 90€ al mes y llama para aclarar una factura de 125€. Nadie le atendió en su primera llamada. Luego pensó que, guardando silencio, alguien se apiadaría de él, atendería su queja. No fue así. Siente que ahora no es ni cliente ni es nada para Movistar. Debería ser paciente, pero su paciencia hace tiempo que se agotó.
Sabe que la publicidad es miopía. Lo importante es aquello que escapa de nuestra atención. Qué sorpresa. Se considera un hombre bueno hasta que llama a un servicio de atención al cliente. Entonces se inflama y llena de ira, muta en un ser agresivo, desconocido de sí mismo, un tipo que le repugna como cuando marcó el 1004 y lanzó una nube blanda de insultos que, ay, no sirvieron de nada, un hombre que fue cliente y paciente e impaciente y que pensó que era una buena decisión disfrazar su ira, esconder su queja bajo una falsa solicitud de nuevos servicios y así, camuflado en el deseo perpetuo de más megas y más canales y por supuesto más facturación, atacar a un enemigo con las defensas bajas y la codicia alta, pero esa estrategia tampoco le sirvió de nada, luego creyó que había descubierto la clave, ese número 1 que marcaba siempre al principio para confirmar la información de los servicios de Movistar pero que sin embargo le conducía siempre a un laberinto sin salida, y creyendo que bastaría esquivarlo no lo pulsó y no obstante el resultado fue el mismo, y sólo entonces decidió una acción última, un intento desesperado motivado por el puro desconcierto de no saber cómo actuar.
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(No pulso 1).
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(Pulso 91*******).
Por favor, díganos brevemente el motivo de su llamada.
(No ignoren mis llamadas).
Su línea no dispone del servicio identificación de llamadas. Con este servicio podrá conocer en cada momento quién le está llamando por una cuota mensual de 2€ IVA incluido, impuestos en Península y Baleares, IVA 21%, Ceuta IPSI 10%, Melilla IPSI 8%, Canarias IGIC 7%. Si desea contratar el servicio, diga contratar.
(Cabrones).
Disculpe pero no le hemos oído bien. Su línea no dispone del servicio identificación de llamadas. Con este servicio podrá conocer en cada momento quién le está llamando por una cuota mensual de 2€ IVA incluido, impuestos en Península y Baleares, IVA 21%, Ceuta IPSI 10%, Melilla IPSI 8%, Canarias IGIC 7%. Si desea contratar el servicio, diga contratar.
(Cabrones).
Gracias por confiar en Movistar.
Escenario 7. Cliente que paga 90€ al mes y ya no sabe muy bien si llamó para aclarar una factura anormal de 125€ o fue otro el motivo. Un cliente ingenuo porque pensó que, guardando silencio, alguien se apiadaría de él, atendería su queja. No fue así. Sintió luego que era menos un cliente y más un paciente para Movistar. Su paciencia ya se había agotado del todo. Un cliente que también sabía que la publicidad es miopía, porque lo importante es aquello que escapa de nuestra atención. Atención: que se lo digan al 1004. Ja. Un cliente que se definiría como un hombre bueno hasta que llama a un servicio de atención al cliente, porque entonces se inflama y llena de ira, muta en un ser agresivo, desconocido de sí mismo, un tipo que le repugna como cuando marcó el 1004 y lanzó una nube blanda de insultos que, ay, no sirvieron de nada, un hombre que fue cliente y paciente e impaciente y que pensó que era una buena decisión disfrazar su ira, tapar su queja bajo una falsa solicitud de nuevos servicios y así, camuflado tras un deseo perpetuo de más megas y más canales y por supuesto más facturación, atacar a un enemigo con las defensas bajas y la codicia alta, pero esa estrategia tampoco le sirvió de nada, luego creyó que había descubierto la clave, ese número 1 que marcaba al principio confirmando su deseo de información sobre los servicios de Movistar, pero que sin embargo le conducía a un laberinto sin salida, y creyendo que bastaría esquivarlo no lo pulsó y no obstante el resultado fue el mismo, y entonces decidió una acción motivada por el puro desconcierto de no saber qué hacer, y en esta rendición última descubrió no sólo que no podría aclarar nunca la factura, entender por qué le cobraban el fútbol si a él no le gustaba el fútbol y sólo lo había contratado porque era gratuito, o eso creía él o eso decían las letras grandes mientras la vida sucedía en las minúsculas, y que no sólo nunca podría darse de baja del servicio sino que además, por algún error de la alocución, el guion se había dado la vuelta, los papeles cambiados, y era ahora Movistar quien pasaba al ataque ofreciéndole el servicio identificación de llamadas, otro servicio que él tampoco necesitaba, o más bien sí, sí que necesitaba ese servicio pero en destino, necesitaba que Movistar identificara su llamada, SU LLAMADA, y por una locura de tiempo y cansancio y confusión acabó sabiendo que en Melilla y en Ceuta había un impuesto llamado IPSI, que le sonó a hipo, y en Canarias el IGIC, unas siglas que recordaba tumbadas en el precio de algunas revistas de cuando era pequeño, y que por fin, en un último rapto de lucidez, comprendió que lo que Movistar quería era que alguien escribiera su embrollo, lo verbalizara, y por eso que este cliente redactó las anteriores páginas y decidió enviarlas a un correo con descripción de imperativo llamado escríbenos@telefonica.es.
EPÍLOGO: El correo vino devuelto por exceso de espacio. No aclaraba si del remitente, o del destinatario.
Haiku #34
Nunca alcanzaré
aquello que no sé qué
quiero alcanzar.
La felicidad amnésica de un niño en el cuerpo de un adulto
Tú ahora disfruta, hijo, disfruta, me decías con una firmeza llena de cataratas, pero bien visto tu consejo era un callejón sin salida, primero tú no eras mi padre y yo era tu nieto, segundo porque, lejos de disfrutar, las palabras despertaban un temor, que el tiempo de la felicidad era limitado, que en algún instante la vida se pondría cuesta abajo, y me angustiaba esa certeza tanto como ignorar en qué esquina sucedería, en qué calendario los puzles y balones se convertirían en hipotecas y peajes, y resulta que mientras llegara ese día debía disfrutar, hijo, disfrutar, ja, y en ello sigo, abuelo, lo intento, siempre lo intento, pero también continua esa zozobra que habitaba en ti, una cuenta atrás que te quitaste de encima, que me entregaste antes de su estallido, que un día, como tú, cómo yo, debe acabar, aunque sea pasándosela a otro.
Libros posibles – I
La Tierra, vista desde el cielo, parece un cuaderno en blanco. El repositorio de historias contadas desde las ventanillas de un avión. Se podría escribir un libro juntando los pensamientos volcados por los viajeros que solicitan ventana. Un libro para que lo leyeran luego los pasajeros de pasillo, como si el avión hubiera dado un bandazo, y todas las historias convergieran en una única espina central. Sería un libro con la naturaleza de un globo aerostático, porque sólo funcionaría con aire; un libro que se cerraría a medida que el avión descendiera, y su sombra manchara el cuaderno en blanco, y al tocar suelo lo aplastara de realidad.
Las salas de espera (versión 2.0)
Cuando abrió la caja registradora se le cerraron los párpados. Tardó un instante en volver en sí, recordar que su verdadero nombre era Adèle Zimmermann y no Adèle Farine, Adèle Farine era el que figuraba en una plaquita dorada sobre su pecho izquierdo, el cambio había sido idea de su jefe, Zimmerman era impronunciable y Farine encajaba con el oficio, vender sándwiches y bocadillos y pastelería en un establecimiento llamado Eric Kayser situado en la terminal Oeste de Orly, de espaldas a las puertas 40 A B C D, y la falsa Adèle no protestó por el cambio aunque pensó qué estupidez, abandonar su apellido, de origen alemán, en una empresa cuyo dueño se apellidaba Kayser, aunque no lo conocía, claro, habría una cadena larguísima de cargos entre ella y él, y quizás ni siquiera existiera sino en la mente de un publicista, quién sabe, lo cierto es que Adèle pensó qué estupidez pero no protestó, en el fondo disfrutaba con la modificación, ostentar otro apellido le hacía soñar que no era ella quien estaba allí, no era ella quien se levantaba a las cinco y veinticinco de la mañana, primer metro hasta Bastille, en Bastille el amanecer curvo sobre la estación abierta, luego de Bastille hasta Chatelet por pasillos con olor a noche y pis, desde Chatelet hasta Antony más cansancio de estaciones y por último un tren no tripulado que la dejaba agotada en la terminal Oeste de Orly, el día a punto de comenzar y ella ya agotada, los controles de seguridad y los saludos llenos de sueño, la taquilla, cambiarse la ropa, en la ropa la plaquita con su apellido falso, y aunque pensó qué estupidez no protestó porque además ello le alejaba de cualquier vinculación con su padre, cuyas últimas noticias eran que vagabundeaba en Hamburgo, desorientado por los vestíbulos de estaciones de tren, escondiendo su mendicidad con un traje azul, limpio, bien planchado, cualidades inverosímiles para alguien que vivía entre cartones, bajo un puente de la rampa de la autopista de Hamburgo a Colonia, también inverosímiles para alguien que había demostrado ser capaz de romper con todo lo que rodeaba su vida, y en aquella apariencia de dignidad que se le acercaban a su padre viajeros despistados, incógnitas que le preguntaban por el andén para el tren rápido a Düsseldorf o Frankfurt, y comenzaba entonces su mejor momento del día, el instante que reproduciría esa misma noche entre carcajadas a sus compañeros bajo el puente, un momento que se iniciaba cuando su padre tomaba el codo en duda del viajero, un gesto de camaradería que a veces lo delataba, porque la ausencia de higiene se revelaba en la proximidad, y acompañaba al viajero desorientado hasta un andén incorrecto, a una dirección contraria a la deseada, e incluso, si se trataba de alguien mayor, lo ayudaba a subir las maletas y se las colocaba con suavidad sobre la rejilla portaequipajes, y de todo ello supo por su madre, pues aunque llevaban años sin hablarse las actividades de su padre le habían causado problemas con el personal de seguridad de las estaciones, gente llena de fuerza y autoridad y ganas de mostrar tales atributos, pero que ante anomalías como su padre quedaban sin argumentos, y por eso que un día, por pura derrota, llamaron al familiar o amigo o conocido más próximo, y de la indagación policial resultó que esa persona era su exmujer, que también se levantaba a las cinco y veinticinco de la mañana, que preparaba el café y fumaba un cigarrillo mirando el amanecer pobre desde el balcón, lo fumaba con parsimonia porque ella, aunque trabajaba en la misma terminal y en el mismo establecimiento que su hija, entraba una hora más tarde, y aún recuerda la llamada porque estaba en el rellano, casi entrando en al ascensor, y regresó de un brinco a la vivienda temiendo que le hubiera ocurrido algo a su hija, que era todo pero además lo único que le quedaba en su vida, y cuando escuchó a un policía alemán hablándole en francés sobre su exmarido sintió alivio e indiferencia, y con el auricular en la mano recordó las palabras que su exmarido solía decir para justificar su mala suerte, algo así como que no hay espacio para que todos triunfemos en la vida, no hay espacio, no, eso solía decir y esas mismas palabras las recordaba muchas veces su hija cuando se le caían los párpados y derramaba el café y el zumo de naranja goteaba entre los dedos como un verano que acabó, y su hija pensaba que, incluso en la distancia, su padre mantenía intacta esa capacidad destructiva, romper con todo lo que orbitaba a su alrededor, que incluso aunque se hubieran alejado y hubieran su madre y ella empezado de nuevo sus vidas ello, en realidad, no era posible, eso sólo ocurría en la películas y sólo en algunas películas, y que ambas sirvieran cafés somnolientos cada mañana en una terminal era una prueba de que él seguía existiendo, él continuaba influyendo en su destrucción, y al menos a su hija le consolaba pensar que, próximo al puesto de Eric Kayser, una gran pantalla iluminada informaba con exactitud de horarios de salida de vuelos, de retrasos, de las distintas zonas de la terminal Oeste y de sus respectivas puertas de embarque, y su consuelo era que al menos en ese recinto nadie podría extraviarse, nadie partir hacia un destino incorrecto siguiendo órdenes mal dadas, y había días, no muchos, es cierto, había días que algún cliente le preguntaba por la puerta de embarque para un destino, asustado de que su destino aún no apareciera en los monitores, y movido tal vez por el hecho de que trabajar allí le daba un magisterio sobre puertas y países, y lo cierto es que era así, generalmente a los mismos destinos se llegaba por las mismas puertas, y cuando su hija respondía hablaba con suavidad y precaución, mirando a los ojos y sonriendo un bostezo, e informaba de que Madrid saldría por la puerta 40A, Bayonne por la 40N, solía ser de esa manera todos los días, y en un papelito junto a la caja registradora, en un espacio de mármol entre la caja registradora y el bote metálico de las propinas que apuntaba lo informado, Madrid 40ª, Bayonne 40N, y cuando al rato, en algún descanso entre clientes, salía a recoger las bandejitas de plástico y limpiar las mesas, le gustaba mirar de reojo a los monitores, de reojo y de lejos porque tenían prohibido salir de la zona del establecimiento, y así podía comprobar que, efectivamente, había informado de ellos con exactitud, y aunque fuera un paliativo débil, pálido, le gustaba imaginar estelas de espuma avanzando seguras hacia Madrid o Bayonne y poder decirse para sí, como un premio de consolación: jódete, papá, y con un empuje de felicidad continuaba sirviendo la fórmula de cafés y croissants a 3,70€ de Eric Kayser, y miraba el reloj grande de la pared deseando que llegara la hora de quitarse su apellido falso, volver a casa y contarle a su madre lo sucedido.
Atocha
A posteriori todo es fácil. Fácil de ver. De escribir. Bastó un minuto. Un minuto para asumir que nunca vendrías. El reloj de Atocha era testigo. Una pareja recién casada se fotografiaba en el jardín tropical. Mi ánimo suspiró, se adelgazó, trepó por la palmera. Desde lo alto observó el panel luminoso. Los destinos brincaban en verde. Huidas perfectas. Entonces un roce en el hombro, un sueño inverso, sin paracaídas, tú. En qué estás pensando, dijiste. En huir, y corrimos hacia el andén.
Haiku #31
Lo natural es
inexplicable: sobra
la ciencia ficción.
La UVI de la (micro)literatura
En el cine matinal, un sábado. A punto de apagar el móvil, se ilumina su pantalla, luego mi cara: he sido finalista del IV concurso de literatura instantánea. Lo organiza EPRIZES. Al día siguiente, domingo, a las once de la mañana, se entregarán los premios en el pabellón Bankia de la Feria del Libro de Madrid. En ese lugar y hora llego con una puntualidad que me resulta extraña. Tan extraña como sentirme leído y premiado. Tengo sueño: a las casetas también les cuesta levantar los párpados. Un camión barredor limpia el suelo de silencio. En el aire se anuncia una promesa de sol y de ventas.
El acto es breve. Cada premiado lee su texto. Pienso que la oralidad es una derrota. Una cuerda de funambulista de la que nos caemos con facilidad, porque nuestra atención brinca, corre, se escapa por las ventanas, hacia los árboles y la distancia. En los microrrelatos, donde todo avanza de perfil, sin un principio y un final, y cuya brevedad exige de concentración, su ausencia es una rotonda sin señales.
Por su voluntad mínima, por su naturaleza parcial, siento que mi texto termina sin haberlo empezado. En cada aplauso quiero pedir disculpas. Contar con detalle y tiempo lo que quise decir y no pude o supe, abreviado por el límite impuesto. Para precisar el efecto en un lector —y de correcciones trata mi texto— debería extenderme. En esa multiplicación de palabras habría un salto de género, si es que alguna vez se puede cambiar de género, si es que alguna vez no paramos sino de contar historias.
Que cada palabra importa. Que el texto sea imaginativo. Que suceda un giro final. Abundan los consejos sobre la escritura de microrrelatos. Como cualquier manual de instrucciones, se pueden ignorar. Sin embargo, a mí me divierte leer las reglas sobre su construcción, aunque en la práctica no ayuden de nada. Estos consejos hablan antes de su dificultad constructiva que de la manera como levantarlos. Son más bien el reflejo de los errores de otros, de sus lecciones aprendidas, pero que uno mismo debe alcanzar sin la ayuda de nadie, por el puro goce de la equivocación. De la equivocación luego subsanada. Por mi experiencia, piesno que un buen microrrelato —no digo que el mío lo sea— debe empezar a pie cambiado. In medias res. Que la descolocación sea súbita. No decir que un personaje va a hablar: que el personaje hable. No anunciar un recuerdo: que el recuerdo salte. Este consejo es aplicable a cualquier ficción y, por supuesto, puede y seguramente debe ser ignorado.
En esa imperfección estructural del microrrelato consuela pensar que, si el texto funciona, quedará completado en cada lector: un crucigrama resuelto. Dentro de su cabeza, como una levadura hecha de palabras, el microrrelato se ensanchará o no, se guardará o quedará borrado, arrasado por cualquier distracción, será un destello, la pista que conduzca a una revelación, o apenas un chispazo, nada más.
Mantengo esa duda mientras regreso al coche, arrastrando el misterio de todo aquello que no dije y, del brazo, una bolsa grande de cartón con la promesa premiada de futuras lecturas. El sol calienta ya las casetas. Los autores comercian un mundo tan necesario como imperfecto, llenos también de palabras que torcieron su tiro, de ideas que buscaron un objetivo y alcanzaron otro. Todos juntos, vistos desde lejos, anulan sus imperfecciones y construyen una realidad coherente. Una constante de plásticos prefabricados, de construcciones temporales, pero que arrastran, en su conjunto, una ley sólida, matemática: la necesidad de seguir confundiéndonos, de avanzar siempre de perfil y, entre todos, de contarnos ese lado que no vemos, narrarnos historias y escucharnos.
Gracias a EPRIZES y en especial a Norma Dragoevich por toda la gestión del concurso. Cuando algo sale bien se borran las huellas del esfuerzo. Pueden leerse los textos en este enlace. El mío no fue titulado, y por eso que guardó como título su primera frase. Lo cual no es desencaminado de lo que sigue.
http://eprizes.es/poesias-y-micros-premiados-eprizesflm18/
Es la UVI de la literatura. Mi correctora me sigue la broma, dice: Daniel, hemos subido tu novela a planta. Como si la corrección tuviera un final; como si no fuera esa la naturaleza misma de un libro. Su existencia, y por lo tanto su dolor. Un enfermo con recaídas.
En ello pensaba cuando sonó mi nombre, un número y el título de un libro que aún no había terminado. Una broma. Una broma sin gracia. Conocía al organizador de la feria, pero. Pero no, no era posible. El miedo me fue desplazando. Hojeé libros, leí contraportadas, no recuerdo nada. Pensé que era un juego de luz y de nubes. No: eran mis manos, que temblaban.
Llegué hasta la caseta. Me presenté a mí mismo. Sostuve el libro. Era el mío, o tal vez no, o tal vez no del todo. Me pedí mi propia firma. Me pregunté mi nombre. Dudé, me corregí. Luego me pregunté para quién iba dedicado. La duda sostuvo el bolígrafo, o al revés. El editor me miró extrañado.
De nuevo la megafonía, mi nombre, otra editorial.
Haiku #30
Desconsolado
no dejaba de llorar:
perdió el móvil.
Haiku #29
Nuestro futuro
es la espalda combada
de un repartidor.
Haiku #28
¡Es ley de vida!
dice un parlamento al
que nadie votó.
Haiku #27
¿Es el amor
una obsolescencia
programada?
La vida contada
Algunos días revelan su propia narración. Como si la Tierra tomara la palabra. Días de apariencia idéntica a los demás. Sólo con la prudencia de quien escucha se advierte que, a nuestro lado, llegada desde su más secreta intimidad, la Tierra habla. Basta prestar atención; basta tener el orden de un cronista para, más tarde, dotar a los datos de una secuencia narrativa.
He sentido el inicio de un relato ajeno y poderoso, una voz de la Tierra, apenas salgo de mi apartamento. Son las diez y media de la mañana en Madrid. A los pies de una escalera mecánica, junto a la estación de Chamartín, una mujer de origen rumano agita un vasito de metal. Tintina su penuria. No llevo dinero suelto, levanto los hombros, continúo. Una pasarela lleva mi prisa hasta el edificio de la estación. Desde la pasarela se observan las vías del tren, los rascacielos, un fondo de montañas nevadas. Atravieso la estación de tren hasta llegar a la de metro, bajo escaleras para luego subir a un vagón de la línea diez en dirección norte, hacia la parada de las Tablas.
Me interrogo por las razones de los otros viajeros: por qué nos desplazamos todos fuera de hora punta, por qué extravíos nuestras vidas se separan de las del resto. Hans Castorp, al comienzo de La montaña mágica, se sorprendía de que, apenas tras dos días de viaje, se alejaba uno de su universo cotidiano. Pero la vida —lástima— no es siempre literatura: las caras de estos viajeros sí que parecen arrastrar su universo cotidiano. Como un cable que uno olvidó desenchufar. Caras llenas de cansancio, de tostada quemada, de luces que se olvidaron de apagar.
Tengo la tentación de saberlo todo de ellos: sus nombres, sus vidas, sus esperanzas, en qué parada se subieron y en qué parada se bajarán, y qué van a hacer después de bajarse, cuando deje de mirarlos y suban a la superficie. Tengo la tentación de saberlo todo de ellos, pero lo que debería saber, antes, mucho antes, es lo que mueven mis manos, unos apuntes mecanografiados de una asignatura titulada Sociología Lingüística. Me queda apenas una hora para el examen.
En mi teléfono móvil se apelotonan mensajes de ánimo, corazones y besos. Me gusta compartir con la gente próxima una decisión intrascendente —estudiar filología con cuarenta años— pero que, por alguna razón, me es necesaria. Y si estoy seguro de ello, de que me es necesario seguir adelante con mis estudios —subo las escaleras mecánicas, me saluda de nuevo la mañana—, si estoy convencido de este largo proyecto —una piruleta y un regaliz y unos chicles comprados en un bazar chino—, si robo descanso y tiempo a otras personas y proyectos —frena un coche—, si estoy tan convencido, por qué entonces estos nervios, por qué entonces las dudas, por qué este dolor de estómago, por qué esa misma rotundidad pero de signo contrario, como un problema matemático mal resuelto al final, justo en el último paso —las puertas del centro de exámenes—. En fin. En qué líos me meto. ¡En qué líos me meto!
Hombros levantados en señal de duda y resignación —levantados a un cielo de jueves, un cielo sin nubes—, hombros combados frente a un papel de examen que dice: elija dos temas. Elijo la situación sociolingüística en la India y el cultural awareness —es decir, la sensibilidad hacia culturas, lenguas, valores, ideas y actitudes diferentes a la nuestra. Leo: comente el siguiente texto en no más de trescientas palabras. Leo el texto. El texto trata sobre la competencia comunicativa, y la relación de esta habilidad con el aprendizaje de segundas lenguas. Comienzo el examen con la alegría interna de un aprobado futuro. Al redactar mi comentario al texto, casi sin saberlo, sigo escribiendo la crónica de un día que es, desde su comienzo, todo en él, idéntico. Lo hago tan bien que ignoro que es la Tierra quien parece estar chivándome la respuesta.
Es la una y media. Ahora el dolor de estómago es de hambre y de alivio. Estoy contento. Me hubiera gustado repetirle la respuesta a la mendiga rumana. O a los viajeros de mi vagón. ¡Me lo sabía, me lo sabía! Y luego decirles que, para ser competente en sus comunicaciones —también en sus silencios— no basta un conocimiento lingüístico. Una patada a Chomsky. No valen sólo las palabras, los significados, la fonética, la sintaxis, lo que se dice o lo que se calla. No basta todo el paquete básico de los hablantes nativos. Hace falta saber también cuándo hablar, cuándo callar, cómo pedir permiso, el momento oportuno para interrumpir, los gestos que en cada idioma mantienen una conversación, la dejan avanzar o frenar. Las reglas que explican que todo puede significar algo y, en otro contexto, lo contrario. Las fronteras del buen uso. Pero ya es tarde para hacerlo: en el vagón viajan otras personas. Y la mendiga rumana no está en su lugar.
En casa, junto al fregadero, me espera una tartera de lentejas. Antes de llegar a la cocina, sin embargo, me asalta la emoción de mi galga, llamada Volga. Volga y yo hemos demostrado que el lenguaje verbal está sobrevalorado. Con su mirada, su cola, y su cuerpo, le bastan para comunicarse. Yo hacia ella también me reduzco: soy órgano del tacto. Practico fisioterapia sobre su cuerpo. Soy malo. Con el cariño cubro la torpeza. Como es delgada, al tocar a Volga hago radiografía. Su costillar auscultado parece un barco antiguo, varado en una isla tras un ataque pirata. Cuando la hablo, porque a veces también uso este sentido, y porque quiero contarle todo a todos, ella parece no entender nada. Puede que Volga opine lo mismo de mí: cuántas cosas me querría decir, pero es incapaz. Trazamos una comunicación intensa, muy importante para los dos, aunque con un abanico de posibilidades limitado: un semáforo.
Por la tarde acudo al Hotel de las Letras, en la calle Gran Vía, donde Andrés Neuman va a presentar su novela titulada Fractura. Le acompaña en el acto Marta Sanz. Vienen mis padres y mi amiga Alicia. Hay un gran reloj sobre la escalera que da acceso a la sala. Marca las siete y media de la tarde. Gran Vía es ruido. Nos sentamos en una fila casi al final de la sala. El suelo no está inclinado. Los ponentes nos hablan a nuestra misma altura y desde lejos, así que, entre abrigos y cabelleras, no podemos verlos. Sólo escucharlos. Lo cual, en un hotel de letras, y hablando de libros, parece lo más razonable.
Marta Sanz habla de la ficción como depósito de la verdad. ¿Pero cómo llegar hasta la verdad? Cruzando el puente de la escritura. Atravesarlo, recoger los datos, regresar, ordenarlos. ¿Y qué puentes ha cruzado Andrés? Andrés responde, relata su largo itinerario de lecturas. Todo lo que está en Fractura, pero reflejado. La ficción tiene mucho de periscopio, o de canibalismo. Y si la ficción —como dice Sanz— sirve para guardar la verdad, por qué no recuperar, a través de la ficción, la historia. Neuman lo confirma: todo tiene que ser dicho. ¿Está hablando él, o es la Tierra quien, otra vez, toma la palabra? Lo que no se escribe —continua Neuman— no prescribe. La ficción sirve como escoba de tiempo; la ficción rehabilita un mundo anterior, lo hace crónica, restaura su volumen. El pasado, zurcido, aliviado de un dolor o de un olvido, se llenan de futuro. La ficción como almanaque, la ficción como guardiana del tiempo, y por lo tanto de la realidad. Neuman utiliza una bellísima metáfora: la práctica japonesa del kintsugi: el arte de reparar fracturas en la cerámica. Una forma de revelar que los defectos son más importantes que las virtudes. O que los defectos también deben ser contados, tanto o más que los éxitos.
Después de hablar del concepto de la realidad, ay, mi cabeza se hace balón, rueda las escaleras, se va hasta la acera. En la sala siguen charlando, pero ni estoy ni escucho. Me gustaría haber vuelto a sentarme, haber estado más atento. Igual es el cansancio tras el examen. Igual una ambulancia que vuela por la Gran Vía. Igual un portazo en el piso inferior. La realidad: me quedo colgado allí. Dani no responde: finalizar tarea. La realidad: qué concepto tan amplio, tan lleno de puertas, pero también —una mano imaginaria en algún pomo— el telegrama de tantos malos presagios. La realidad: un frontón al que lanzamos nuestros proyectos. Pero que no devuelve las bolas. Responde con silencio. Puede que la pared quede lejos. O lo contrario: que esté cerca, haciendo sombra, pero que nos fallen las fuerzas. ¿Confundiríamos la cancha? Es decir: ¿lanzamos la pelota en la dirección correcta? Porque: ¿cuántas realidades hay?
Sobre el concepto de realidad, y su relación con la ficción, transcribo una definición del Modernismo como movimiento literario. Está tomada de mis notas para una asignatura de literatura norteamericana del siglo XX:
Modernism was a movement concerned with reality, its levels and the nature of it. As the belief in reality as a knowable entity independent of the self was put in quarantine, Modernism questioned the human cognitive ability to apprehend and comprehend reality. Many Modernist authors shared the frustration regarding the capacity of language to reproduce an elusive and deceitful reality in a fictional form: Fitzgerald suggested that words can poorly convey the mind´s works -especially those of the memory. Hemingway denounced the abuse of words to the point of depriving them of significance. The loss of faith/disbelief in the capacity of language affected the communication between characters and between author and reader, obliging the reader to reject an essentialist approach of reality in favor of the perception of it, and obliging the authors to innovate its strategies to reproduce an elusive and deceitful reality in a fictional form.
The innovated strategies comprised, like Faulkner and Hemingway, the adoption of poetical strategies used by contemporaries as Pound and Eliot to suit an elusive and deceitful reality. Instead of an omniscient and authoritative narrative voice, a limited (unreliable and skeptical) narrator.
The loss of faith in words and in political authorities made difficult the appearance of heroes. The interior monologue quoting the character´s thoughts (stream of consciousness) in a shift from action to agent, from objective to subjective experience, from knowledge to perception, the free indirect style reporting the character´s thoughts using the character´s vocabulary, a complex focalization, presenting a scene, like Faulkner, through shifting limited narrators, and the fracture of narrative time, and its management as fluid, non-linear, obeying to the character´s memory rather to the logic of events, are key elements of the movement.
Pause and anachrony will be employed during the Modernist year. Due to it, plot is considerate as inadequate to reproduce a fluid, non-linear reality, and, instead of it, it is replaced by the search for values and references that bring light to some revelation on one character, as stories were disconnected fragments of a purposeless life. The use of film techniques such as deceleration and flashbacks and the use of advertising language revealing the workings of the unconscious are common devices.
¡Fractura! No debe ser una casualidad que en la definición aparezca esta palabra. Lo que sí resulta extraño es suponer que el modernismo, entendido como las premisas arriba indicadas, sea un periodo cerrado. O, yendo a su origen, que en algún momento surgiera. Es decir, que no existiera antes, que no existiera siempre, pegado a la historia, porque la historia es siempre una multiplicación astronómica de historias. Tantas medias verdades como voces hablan, tantos puntos de vista como, hoy en día, cámaras nos vigilan. No es que ahora se hable más que en otras épocas. Pero sí que es posible escuchar cada más, cada vez más lejos, y de ahí la importancia de esa pregunta que formularon por la mañana: saber comunicar. De ahí la importancia de saber cómo tratar a esa mujer rumana, cómo dirigirse al silencio de abrigos que, en un vagón de metro, te rozan. Hay tantos ángulos grabando un movimiento idéntico que, para lograr verlo, hacerlo secuencia, habría que montarlos con la habilidad de un hilandero. Y ni siquiera entonces puede que se lograra comprender del todo lo ocurrido. Saber si fue penalti o no. Si fue nuestro tiro débil, errado, o más bien lo que sucedió es que la realidad se olvidó devolvernos la pelota.
Por qué engañarnos entonces, por qué pensar que hubo épocas dotadas de una visión clara del mundo, sin puntillismos, donde la realidad era un todo ordenado, un cosmos que, en rueda de prensa, no aceptaba preguntas infantiles sobre el sentido de la vida, sobre la fe o no en el lenguaje, sobre los puntos de vista: ¡chorradas! El mundo era un modelo racional, benéfico, donde sólo cabía la aceptación. Tal vez al creer que la realidad fue, alguna vez, monolítica, compacta como una pirámide azteca, nos estamos engañando, atribuyendo al pasado una seguridad falsa, la de un periodo que sólo conocemos parcialmente, y sobre el cual esa información fragmentaria de la que disponemos, como un palimpsesto, es causa y efecto, porque explica nuestro error, nuestra incapacidad para escuchar, y el efecto de hacernos olvidar toda una maraña necesaria de voces anónimas, de frontones con jugadores desorientados, de gente que quiso participar en la vida —como lo hace hoy esta mendiga, y va perdiendo—, pero cuyos destinos se extraviaron; una mentira útil, práctica, porque nos ayuda a creernos diferentes, porque el pasado no puede defenderse, y nos convence de que el embrollo de nuestras vidas es muy próximo, y puede ser arreglado, cordones enredados, cables retorcidos sobre sí mismos, la incomodidad de una chinita en el zapato que viene apenas de dar la vuelta a la esquina, la esquina de donde llegué con prisas antes de entrar en el vestíbulo, preguntar en recepción, subir a la primera planta, sentarme a escuchar la presentación de la novela, un acto que ya termina y se desbanda hacia el piso inferior, junto a la cafetería, a una sala ruidosa de techos altos, la vidriera abierta también a la Gran Vía, y donde nos espera cerveza y vino, y, en una bolsita de la librería Rafael Alberti, la promesa futura de una gozosa lectura.
En el acto hablo con todos. Siento que no lo hago con nadie. Me imagino como un invitado molesto. Una visita que se alarga. En las preguntas que me atrevo a hacer no estoy muy acertado. Mi mente dice una cosa, mi boca otra: una tragedia. O bien es culpa de la Tierra, que hoy tiene el mando. En las respuestas tampoco estoy fino. Qué fácil es hablar tarde, cuando se dispone del tiempo que nunca marcó un reloj. Cuando ya se ha entregado el examen todo se recuerda. Cómo me hubiera gustado preguntarle a Marta Sanz cuánto de ella hay en su novela Clavícula. Pero no lo hice. Tuve al menos la certeza de conocer a una mujer inteligente, divertida, que estaba siempre a punto de marcharse, que se apoyaba en mi brazo al hablar, como una abuelita adelantada en el tiempo. Como me hubiera gustado responder a la amabilidad de Andrés, de su hermano, de su pareja, con algo interesante; me resumí sorbiendo una cerveza y contando baldosas.
Al llegar a casa tengo una mezcla de gratitud y felicidad. Ni siquiera entonces, con tantos elementos a mi alrededor, adivino el puzle. Leo El País, la sección Sillón de orejas, de Manuel Rodríguez Rivero. Habla de la próxima novela de Muñoz Molina. Dice:
Una tentación recorre la historia de la literatura […]. Es la tentación de contarlo todo, puesto que todo constituye la sustancia del mundo. Escribir —contar— absolutamente todo, lo visto, lo vivido, lo escuchado, lo soñado, lo sufrido, lo amado, lo leído: hacer que vida y literatura coincidan, se superpongan […] El escritor convertido en prolijo archivero de la fugacidad del mundo.
Los indicios se multiplican. Muy útil cuando es tarde, uno está cansado, y la inteligencia está cargando la batería. Sin embargo no capto nada. En la cama leo a Juan Gabriel Vásquez:
Y pensaba que más tarde, en el momento adecuado, cuando ya la materia de su relato hubiera terminado, cuando los apuntes se hubieran tomado y se hubieran visto los documentos y oído las opiniones, me sentaría frente al dossier del caso, de mi caso, e impondría el orden: ¿no era éste el único privilegio del cronista?
La mujer rumana, las voces anónimas en el vagón. La competencia comunicativa en un examen que alguien me evaluará. Neuman y Sanz dialogando sobre la ficción, las fracturas de la realidad, los ligamentos rotos de una pierna o de un planeta. El modernismo nunca terminado, porque tampoco nunca empezó: una corriente. El designio de Muñoz Molina a percibirlo todo, a consignarlo todo: Diógenes frente a un procesador de textos. Juan Gabriel Vásquez metiendo el bisturí a historias donde el silencio familiar y político son un mismo espacio mudo. Conjuntos vacíos que precisan de voz y orden. Voz, voces. Todas las voces queriendo hablar. Qué curioso que, para que lo hagan, precisemos de la fractura del silencio.
Silencio.
Haiku #26
Era imposible
y por eso mismo
fue lo que ocurrió.
Haiku #25
Que no prohíban
el camino a la tristeza:
sabemos volver.
La vida negociable, de Luis Landero (notas de lectura).
Era un lugar triste, o más bien lúgubre. Los clientes eran casi todos viejos o medio viejos, y más o menos relacionados con la milicia. Como la mayoría estaban jubilados, no solo venían a la peluquería a cortarse el pelo sino también, y sobre todo, a hacer tertulia. Los temas de conversación eran siempre los mismos, los achaques de la edad, lo fugaz de la vida, el precio de las cosas, la actualidad política, las modas, la juventud, las costumbres, y todos esos temas giraban en torno a un único eje, como los caballitos del tiovivo, y ese gran eje de autoridad y de cohesión era la decadencia imparable de los tiempos presentes y el esplendor de los pasados. Y aquel tiovivo no se cansaba nunca de girar, años y años girando sin tregua, siempre los mismos caballitos alrededor del miso eje y con la misma música de fondo. En el ambiente reinaba y oprimía el ánimo el más lastimero pesimismo. Un pesimismo vestido de entero y riguroso luto. Y todos eran expertos en agravar el diagnóstico de cualquier noticia, por menuda que fuese. Vivíamos tiempos apocalípticos. Todo iba a peor. Allí donde se mirase aparecían señales de degeneración, de ruina, de debacle. El ocaso de España y su disolución eran un hecho. ¿Dónde quedaba la antigua grandeza?, ¿dónde el honor?, ¿dónde el orgullo, la lealtad y la hombría? No importa de lo que hablasen: siempre venían a parar a ese tema, y a darse de cabezazos contra él. Y siempre estaban de acuerdo en todo. Contaban anécdotas de aquel entonces, y a veces comparecía la risa, pero era solo el eco de la risa de entonces, y después de la risa volvían al presente y callaban apesadumbrados. Y si sus palabras eran tristes, sus silencios resultaban sombríos.
Luis Landero: La vida negociable.
Haiku #24
Propongo jugar
a no ser uno mismo
(infidelidad).
Haiku #23
Si el hombre hubiera
hablado con la mujer,
no habría mitos.
Haiku #22
Yo no es que olvide
las cosas, sino que no
las hago caso.
Otras vidas (RIP Peter Berling)
Hablando ayer con Esperanza me decía que la admiración hacia un periodo histórico nos viene porque, tal vez, nosotros somos reencarnaciones de personas que vivieron en esos momentos que nos apasionan. Ella no tiene ninguna razón para estar enamorada de Egipto -ni familia, ni amigos, y cuando fue allí de vacaciones era el resultado de una pasión, no su causa-, pero resulta que es así, que ama la historia de Egipto, su arquitectura, sus ritos funerarios, sus confusas y peligrosas redes de poder. Yo tampoco tengo ningún motivo para estar enganchado a la Edad Media, pero lo cierto es que, con diez años, en el colegio, cuando un profesor nos pidió redactar a qué época viajaríamos con una máquina del tiempo, elegí sin dudarlo esa ensoñación de castillos, asedios, Templarios, pócimas mágicas, bosques, dragones, banquetes y cortejos.
Muchos años después sigo obstinado en el mismo sueño. Por eso que disfruto de la literatura de caballerías -con una calidad de supermercado en muchos casos-, de las películas de esta época, de la visita a museos y castillos. Por eso que me ha dado tristeza saber de la muerte de Peter Berling, a quien le debo -así son los grandes artistas- tantas páginas de goce en esa saga alocada del Grial, una tetralogía que nadie pudo terminar y donde cabía el mundo entero, un maremágnum de fechas y personajes que me sigue acompañando, muchos años después, hasta hoy incluso, con una mezcla de felicidad pasada y de compromiso presente -la obligación impuesta, pero siempre demorada, de su relectura. Sus libros me sirvieron de catapulta a otras lecturas, al amor por los paisajes del sur de Francia -los Pirineos, Foix, Montségur-, a indagar en la historia de la época -de la Orden del Temple, de la herejía cátara y albigense-, a los juegos de mesa de idéntica temática -Siege, Cry Havoc, aún los guardo en el maletero, también pensado que algún día volverán a rodar los dados- e incluso abarcando en la obsesión al mundo de la ópera -Wagner compartía una fijación similar por el Medievo y las leyendas artúricas.
Los libros de Peter Berling, tal y como los recuerdo -y por lo tanto tal vez no son así ya, pues todo cambia- eran tomos inmensos con descripciones agotadoras, extenuantes, que te avasallaban por su precisión y su viveza, donde las batallas y la diplomacia y los juegos de poder y la suntuosidad gastronómica parecía salir del libro hasta mi cuarto en Madrid, y, no sé por qué razón, siempre asocio estas novelas al verano, a la ventana abierta, al sonido del último autobús subiendo la calle. Obras bíblicas donde el lector y los personajes y el propio autor acabábamos todos aturdidos, desorientados en la búsqueda feliz y perseverante de algo que, por agotamiento o confusión, acababa por carecer de motivo, salvo tal vez la propia búsqueda. Todo lo que ocurría en esas novelas no era cierto, pero -es la virtud de la literatura- parecía verdad, y nos acompañaba.
Me hubiera gustado decirle en vida lo mucho que disfruté con sus novelas. Aunque, si tiene razón Esperanza y su teoría del amor hacia las épocas que un día vivimos, quién sabe si no nos volveremos a ver alguna vez.
Black Friday
“El consumismo es una forma nueva y revolucionaria de capitalismo, porque posee en su interior elementos nuevos que lo revolucionan: la producción de mercancías superfluas a una escala enorme y, por tanto, el descubrimiento de la función hedonista”.
Pier Paolo Pasolini.
«Este 2017 decidí renunciar a comprar, salvo la comida. Sentí instantáneamente un gran alivio, llegan los catálogos y los tiro a la recicladora sin mirarlos, ya no recorro tiendas pensando, mmmhh, tal vez debería llevar un vestido nuevo a tal evento… Una vez que tomé la decisión me di cuenta de que no necesito nada, por lo menos durante un año. Ni una sola cosa. Y me trajo una felicidad instantánea, ya no me tengo que preocupar de lo que quiero y desde entonces puedo mirar lo que otra gente no tiene. Dejé de mirarme a mí misma y empecé a mirar a los demás.
Vivo sin teléfono inteligente, sin televisión, sin redes, sin nada que me distraiga de una vida que ya está llena de libros, amigos y trabajos de voluntariado. Quien quiere contactar conmigo ya sabe cómo hacerlo, no necesito poner siete puertas a mi casa para que entren a mi vida por otros lados, que es lo que significan las redes. No quiero que la gente me pueda encontrar cuando estoy con otro asunto, me parece grosero. Tengo tanta gente en mi vida, soy buena amiga, buena familiar y adoro a la gente que está en mi vida”.
Haiku #21
Emoticono
acusado de matar
a diez palabras.
La imaginación es la le(t/p)ra del mundo

El dragón abrió las alas, desplegándolas por completo en toda su membranosa extensión, y subió cada vez más alto apoyándose cómodamente en el denso aire tibio de la mañana de primavera. Sumisión y entrega. Todos estamos sujetos a un orden superior que nos comprende. Así funciona la gran máquina del mundo. Los animales están sujetos a la muerte. Los peces están sujetos al agua. El agua está sujeta a lo que la contiene, cauce o copa. El sol la transforma en vapor, que está sujeto al viento. Los árboles, a crecer inmóviles toda la vida en el mismo lugar, a florecer y frutar. Las mujeres a parir. Los hombres a matar. Las gallinas a poner y a incubar. Los pájaros a hacer nidos. Los manzanos a dar manzanas, los granados a dar granadas. Las vacas son propiedad de un hombre, que es dueño de sus terneros y de su leche, que las alimenta y las cuida y luego las mata, las asa y se las come. Lo mismo sucede con los hombres, que son alimentados y cuidados. Nada nace solo, nada muere sin dejar un resto, todo se apoya en lo que había y en lo que sigue, primero toma, luego deja. Nada hay libre en el mundo, porque lo que está libre se cae, y lo que cae, muere. Las hojas de un árbol no están libres hasta que se ponen secas y amarillas. Las estrellas no están libres: corren su curso en el cielo. Un diente libre es un diente muerto, y una boca sin dientes huele como la boca de un muerto. No hay árboles libres ni caballos libres, ni ríos libres, ni rocas libres. No hay rosas libres, ni espinas libres. Tampoco hay hombres libres ni debería haberlos. La libertad no es parte del plan del mundo, ni tiene lugar en el Espejo de la Naturaleza, ni es necesaria tampoco, puesto que la única virtud es la obediencia. ¿Qué es el órgano que no obedece sino un órgano enfermo? ¿Qué es aquello que no persevera en lo que era antes, sino un cáncer? La amatista sólo puede ser amatista, y el gato siempre es gato, y el murciélago cumple desde que nace su triste destino de murciélago, sólo el gusano se transforma, y el renacuajo, pero lo que serán es siempre lo mismo. El gusano vive largo tiempo, la mariposa es sólo un resplandor. Ni siquiera las nubes son libres. Ni siquiera las águilas. Ni siquiera es libre el sol: nace por el lugar de la mañana y cae por el de la tarde, y en su curso se mueve como la arena de un reloj. Todo está sometido. Todo existe porque hay dominio, y la ley de la esclavitud es la que mantiene unido el mundo. Sólo en el corazón del hombre arde una llama pequeña y escondida que desea ser libre. Hemos de apagar para siempre esa llama. Debe ser destruida y el hombre sojuzgado. Es necesario matar esa luz de la conciencia que crea en un vulgar animal la sensación de ser un individuo único y distinto de todos. La imaginación del hombre es la lepra del mundo. Lo que ayuda, el amor, la soledad, la memoria, la música, el arte, han de ser erradicados y rendidos. Vivir es vivir con cadenas.
Andrés Ibáñez, La duquesa ciervo.
La corriente excepcional
Una cita injusta, pues viene de un libro que es, en conjunto, una cita necesaria. Una cita injusta, como quien tala una rama y señala: mira qué bonito es el bosque. Y el bosque es un libro magnífico. Un libro que tiene frío, y pide hacerse entrecomillado de sí mismo.
«(…) eran excepciones, y la vida no se mueve por las excepciones, sino por la vida de la gente que no tiene nada de excepcional. Allí, en la vida de las personas corrientes, es donde está la verdad del ser humano».
Andrés Ibáñez, La duquesa ciervo.
Riesgos del pasado
—Pues no ha estado mal este concierto de Shostakovich. No lo conocía.
Quien me habla es un abonado al ciclo sinfónico de la Orquesta Nacional de España. Alguien que, durante el verano, gastó 348 euros en veinticuatro conciertos. Alguien a quien le sorprende —la novedad del desconocimiento— un concierto que Shostakovich estrenó, él mismo al piano, en el otoño de 1933, hace casi noventa años. Creo que cierta miopía a la hora de programar —ese regreso cíclico a idénticas piezas— se ha transmitido al público, adormecido en su curiosidad, intenso sólo cuando reconoce una música familiar, pero incapaz de ponerse las gafas de lejos, y mirar, y escuchar. Preocupa pensar que los abonados, a quienes se supone un interés por la música clásica, ni siquiera hagan el esfuerzo —basta un doble clic— de escuchar las obras antes de acudir al concierto y que, si el programa sorprende con algo nuevo —sea un estreno, sea una partitura olvidada—, la misma se celebre —muy pocas veces: cuesta mirar a lo lejos cuando la vista de cerca está cansada— o maldiga —que es lo habitual: tan a gusto que estábamos sin escucharla— y se acabe concluyendo, con los hombros alzados, los brazos abiertos, en el agradecido descanso, que claro, que en una temporada tiene que haber de todo —leyendo entre líneas: lo conocido y lo prescindible— y que entre Novenas de Beethoven y Quintas de Mahler, que claro, que algo más —resignación— hay que poner.
En ese salto al vacío que es programar un riesgo, frente a un público que —me temo— no espera ya de la música un elemento de sorpresa sino, más bien, la confirmación de un recuerdo, llegó Shostakovich con su habitual cascada de estados de ánimo. Por si ello no fuera poco, de su maleta de sorpresas extrajo una inusual mezcla de piano, orquesta y trompeta. Todo pintaba para el desastre, todo fue un éxito: es lo que ocurre cuando suena uno de los mejores compositores del siglo XX. Privados de la obertura Orestíada de Taneyev, con ese final tan wagneriano, la primera parte arrancó con Shostakovich y su Concierto para piano y trompeta número 1 en do menor, opus 35. El pianista francés Bertrand Chamayou, natural de Toulouse, y con fantásticas grabaciones de Schubert y César Franck, supo dar a la obra esa mezcla de comicidad, fuerza y lirismo; tampoco olvidó, con marcada intención, recordar todas las referencias que giran alrededor de esta obra: Beethoven, Bach, Haydn e incluso el mundo del jazz. En el Allegro con Brio final reluce magnífica la trompeta, hasta entonces relegada en la partitura. A Manuel Blanco, grandísimo músico, le debió saber a poco su intervención. Ello, unido a lo habituado que está Chamayou a los dúos —fantástica su grabación con Sol Gabetta— sirvieron para el goce de dos páginas de propina muy interesantes, Imitando a Albéniz, de Schedrin, y en especial la emotiva Nana de Falla [En el concierto del domingo 1 de octubre, emitido por Radio Clásica, uno un tercer regalo: Adiós Granada, también de Shostakovich).
La segunda parte del concierto la ocupó la Sinfonía número 1 en sol menor, opus 13, de Tchaikovsky. Como suelo hacer cada vez que suena Tchaikovsky, y siempre que las localidades libres así lo permiten, intento sentarme próximo a los contrabajos, y admirar así de cerca la exigencia técnica que sus obras obligan para este instrumento. Bajo la dirección de Semyon Bychkov, la Orquesta Nacional sonó muy equilibrada, con un dominio fuerte de las cuerdas y un papel más comedido de la percusión. Como en anteriores escuchas, sigo pensando que lo más divertido de esta obra es que me confunde el orden cronológico. Al iniciarse el primer movimiento —otra vez más— me pongo en pie y grito: ¡parad, parad, que estáis tocando Sibelius! Y un brazo me retiene, me devuelve al asiento, me dice: Dani, que es al revés, que Sibelius es posterior. Es verdad, es verdad —respondo agitado aún en mi error.
No sólo su impacto, sino su origen: la obra en sí es también una patada al calendario en que fue escrita, a las convenciones musicales del momento, al museo del pasado que muchos —empezando por Rubinstein— querían hacer de la música sinfónica. Tchaikovsky escribe en un papel nuevo. Un punto y aparte. Nos pide paciencia, darle tiempo, el mismo tiempo y el mismo esfuerzo que a él le ha exigido su composición. Esto ocurre en 1868, y hay que restregarse los ojos para darse cuenta que esa fecha es correcta, que no se trata de un error tipográfico, y que hoy, en 2017, nos llega, casi como nuevo, el premio de su riesgo
El mismo riesgo que deberíamos nunca perder al acercarnos a la música. Riesgo para hacer doble clic en música nueva, riesgo para abrir la puerta a programaciones desconocidas. Si la vida interesa es por lo inesperado. Aquello que sucede cuando estábamos mirando hacia otro lado, cuando centrábamos la atención en pequeños problemas que —basta un instante— pierden cualquier relevancia. Reducir nuestra experiencia a lo ya conocido, lo inmanente, anulando el elemento sorpresa, hace de la vida un lunes perpetuo. Se puede despertar de la amnesia a la que conducen las programaciones circulares, se puede cambiar la ruta. Si nos sorprendería saber de alguien que lee el mismo libro una y otra vez, o quien —con asombroso orgullo— afirma haber visto una misma película infinitas veces, cómo no entristecerse por esas infinitas oportunidades perdidas a salirse del camino, y explorar. Seguir el tedio de los cauces provoca la ignorancia hacia lo no reiterado, como esas carreteras americanas que repiten una y otra vez los mismos carteles publicitarios, los mismos hoteles y las mismas hamburgueserías y los mismos centros comerciales. En la programación reciente de la OCNE existe audacia, pero debemos responder a su desafío con un agradecimiento —aquí lo dejo— y con una exigencia por más sorpresas, no alzando con asombro los hombros al descubrir una pieza que tiene ya casi un siglo y que la compuso uno de los mejores autores de siglo XX: Shostakovich. De lo contrario, quedaremos dominados por las rutas de lo cotidiano, seremos incapaces de salir de esa amnesia de la música circular, y, como a través de una rendija, sólo alcanzaremos a decir, y con cierta sorpresa de nosotros mismos:
—Pues no ha estado mal este concierto de Shostakovich. No lo conocía.
Un nuevo giro de Mahler
La temporada 2017/2018 de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE) se inició el viernes 15 de septiembre. A nadie sorprendió el éxito de la convocatoria: la presencia de su director principal, David Afkham, dos obras de repertorio en atriles —el Concierto para piano y orquesta en la menor; opus 54, de Schumann, la Sinfonía número 5 de Mahler— y Javier Perianes al piano, eran suficientes razones para que la velada fuera viento en popa. En el público que abarrotó la sala, antes incluso de sonar la primera nota, habitaba esa sensación feliz de éxito anticipado, pero también de regalo inmerecido por acudir a una formación que, cada año, suena mejor, y a precios siempre ajustados. Había también las ganas acumuladas de volver a escuchar música después del verano, pero, con todo, no hay que olvidar el efecto favorable que ha tenido para la OCNE la diáspora de la Orquesta de Radio Televisión Española, y que ha supuesto la llegada natural de nuevos abonados. Bienvenidos sean, aunque por motivos que no tienen nada de positivo.
En las notas al programa señala Gonzalo Lahoz la importancia que tuvieron las mujeres en los dos compositores escuchados. Clara Wieck fue el amor de la vida de Schumann, y también la solista que estrenó el concierto un 4 de diciembre de 1845, cuando Schumann tenía treinta y cinco años. Dos siglos más tarde, en una calurosa tarde de Madrid, las manos de Perianes (Huelva, 1978) regresaban a la partitura, y pocas veces he sentido como espectador, desde mi butaca en los bancos del coro, que el estilo de un intérprete y la obra encajen con tanta perfección. Parecía como si Schumann hubiera escrito la obra para ese fraseo lírico de Perianes, humilde, de falsa sencillez, siempre volcado hacia lo romántico. Parecía también como si Perianes hubiera nacido sólo para hacer sonar esas páginas tan emotivas, delicadas, y en las que flota un ambiente de jardín privado, de aparente improvisación. Si hacer fácil lo complicado es la señal de un virtuoso, Perianes lo es. Cabe la duda de escucharle frente a obras que exijan de un aire menos romántico y más enérgico. Duda que no resolvió el bis, donde tocó una pieza lánguida de Grieg.
La segunda mujer del programa, detrás del segundo compositor, era Alma Schindler. Una mujer clave en la historia de la música, pues a ella dedicó Mahler su Adagietto para cuerda y arpa, que Visconti llevó al cine en su película Muerte en Venecia, adaptación de la novela de Thomas Mann. Si la novela, en manos de Visconti, es la liberación filmada de un deseo reprimido, en Britten, y gracias a su ópera de idéntico título, será el epítome del final de una época, tanto personal como histórica; una deriva a todos los niveles, más profunda que la represión del deseo homoerótico, y que se aproxima más a la idea literaria de Mann. Uno y otro, Visconti y Britten, también Mann, comparten con Mahler el amor como medio para asomarse al abismo, y no caer.
La Orquesta Nacional de España sonó firme y contundente en la Quinta, pero escuchando a Mahler uno no puede dejar de lamentar toda la otra música que resta en silencio, invadida por la obsesión reciente hacia el compositor austríaco. Si no fuera una tarea cansada, tan extenuante como a veces su música, me gustaría calcular el número de horas que se han programado de Gustav Mahler en las temporadas recientes, tanto de este ciclo de la OCNE como de otros promotores. Mi malestar no es tanto por su música —no voy a negarlo: me emociona y conmueve en muchos momentos— sino más bien porque, en la miopía de las modas, se relega al silencio todo lo que hay alrededor de una obsesión. Lo olvidado mengua su interés y sólo la fuerza decidida de directores valientes puede cambiar la situación. En Mahler hay mucho de admiración reciente pero también de olvido general. Lo admito: recelo siempre de los fenómenos mayoritarios, donde hay tanto de adhesión justificada como de religión fanática, tanto de valor como de dogma sometido a la tiranía del instante. De ahí que volver a escuchar a Mahler, otra vez más, me haga pensar en todas esas voces silenciosas, en partituras dos plantas más abajo, llenándose de polvo, pero también en la esperanza dulce de un mesías que, con su luz, se atreva a cambiar la dirección y nos oriente y asome hacia nuevos abismos. Muchos, tan silenciosos como esas mismas voces, lo aguardamos.
Subrayar
La importancia de los préstamos bibliotecarios viene dada no solo por su objetivo —permitir el acceso equitativo a la cultura—, sino por la sorpresa de lo que en ellos uno encuentra: palabras subrayadas, dibujos a mano, notas al margen, separadores olvidados, calendarios antiguos, pelos. Los libros no deberían estar nunca estáticos, sino ser objeto de lecturas sucesivas: motores que giran. No comparto esa imagen admirada de estanterías cerradas, polvorientas, donde se celebra y respeta el silencio de sus moradores; me entristece abrir un libro de la biblioteca, con esa emoción de lo público, y comprobar en su hoja de registro, ay, el tiempo largo transcurrido sin que nadie transite entre sus páginas. Por el contrario, no hay mayor alegría que advertir en mi volumen las huellas de otras manos: tocar las estrías como de acordeón en su lomo, ver los sellos azules en la contraportada, indicando las fechas de ingreso y salida del ejemplar, descubrir, agazapados entre las hojas, lo que allí quedó por olvido o intención: un calendario antiguo —no hay mejor metáfora de la literatura como tiempo vivido—, un separador, generalmente cosido al lomo, muy cerca del desenlace, también hojitas secas y agrietadas de un árbol, como si la naturaleza dialogara con el texto, también pelos de cualquier zona del cuerpo —principalmente, o eso espero, capilares—, también postales —hubo una época en que la gente escribía postales y leía libros en papel y los libros en papel servían para guardar postales y en algunos casos olvidarlas—, también tiques de compras, ya desleídos, y de pequeño monto. Los sellos de entrada y salida permiten anclar el libro a un tiempo generalmente remoto, y además extraer algunas conclusiones: los tomos gruesos se prestan más en verano, también se devuelven más tarde y también exigen de más movimientos en el mostrador, posiblemente el mismo mostrador y la misma bibliotecaria y el mismo tampón que me acaban de dar las gracias, renovar un préstamo, fijar una fecha futura, desear buen fin de semana. Toda esta incorporación positiva e inesperada al volumen, y que le da, literalmente, peso, sucede en los libros tomados en préstamo, pero también en las librerías de segunda mano, esa caótica sala de urgencias donde se les da a todos los libros, sin excepción —a veces se agradecerían las excepciones—, una nueva oportunidad. Aún recuerdo, en una librería francesa, encontrarme una bellísima postal que alguien recibió como un regalo, y que olvidó allí para siempre, y cuyo regalo ahora es mío.
Hay añadidos a los libros que no suman peso, porque más bien lo agujerean. Son un movimiento okupa que se instala en un lugar nuevo y deshabitado. Se clavan al texto royéndolo de forma rotunda, como esas iniciales que los novios graban en el tronco de los árboles, y aunque estas incursiones podrían ser borradas —suelen estar hechas a lápiz— lo cierto es que no suele ocurrir así, sino todo lo contrario: quedan para siempre definidas como una parte adicional de la lectura. Al abrir el libro y darle aire, como un fuelle, esas líneas parecen los tentáculos móviles de una hiedra de la que conocemos todas sus extensiones, pero no su cabeza. ¿Quién pasó por allí, por qué subrayó una línea o una palabra? En ese misterio hay un diálogo íntimo y desconocido. Manos misteriosas que intervinieron en el texto, lo editaron, llamando la atención sobre palabras sueltas, sobre frases, sobre párrafos, incluso sobre páginas enteras. Los subrayados adoptan múltiples formas: líneas rectas, como de estudiante aplicado, líneas curvas —alguien leyó y subrayó, o solo lo segundo, en un vagón de metro—, también rectángulos protectores, triangulitos de emergencia que albergan en su interior un signo de exclamación, también una doble barra al margen del texto, en paralelo, como el final de un pentagrama. Además de los subrayados, uno también encuentra comentarios en la orilla, signos de interrogación, notas al pie, nubes que contienen ideas, tachaduras —del texto y también propias—, dedicatorias, frases que se escribieron porque se quería enfatizar algo considerado importante o que, al menos, no se debía olvidar, sencillas operaciones aritméticas, direcciones de calles, citas con el médico, números de teléfono de siete dígitos y que por lo tanto ya nunca podrán ser marcados.
El subrayado nace como un bastón para la memoria. Los libros de texto —ahora en pantallas— son coloreados con franjas luminosas —amarillas, verdes, rosas—, que sirven como llamadas de atención. Me viene a la memoria —luego subrayo— compañeros de clase para quienes no existían conceptos como la elipsis o la síntesis, y en sus mentes todo era importante y todo se subrayaba. Estaban dotados de una memoria, supongo, prodigiosa. Al pasar las páginas, sus libros crujían como incunables. Cuando la formación avanza, y uno comienza a aprender idiomas, el subrayado tiene otro fin: palabras y expresiones que son importantes para retener. Cuántos libros he leído en francés donde no me ha hecho falta subrayar la palabra que desconocía: alguien había caído antes en esa misma desconocida zanja, y el subrayado había servido de puente, de llamada de atención. Y cuántas veces me he preguntado si ese lector previo aún recuerda el significado de una palabra que yo, más tarde, también ya he olvidado. ¿Y en la ficción? Hay quien subraya con un fin académico o mnemotécnico, buscando el hilo evidente de la historia: su andamio. Hay quien sin embargo destaca palabras, frases, párrafos o diálogos que tienen, en el momento de la lectura, una relevancia. Iluminan un pensamiento o celebran una belleza de estilo.
Lo más llamativo de los subrayados es que, cuando volvemos a ellos, en el texto donde allí quedaron o en su decantación sobre un cuaderno, nos llevamos con frecuencia una sorpresa con nosotros mismos: ¿qué es lo que motivó a tomar esas notas, a redondear unas palabras? La literatura cobra entonces, más que nunca, el sentido de un itinerario. Nos hemos alejado tanto de esas palabras que las sentimos extrañas. Hemos divagado, y como divagar es caminar, en la distancia todo se nubla, los límites son indefinidos, y las razones que un momento nos fueron importantes, y que por eso quisimos darlas registro, ahora ya no lo sean, porque el camino continúa, y cuando miramos atrás, desde otra perspectiva y otro tiempo y otro conocimiento, no entendemos por qué elegimos esas palabras, e incluso en esa extrañeza dudamos del concepto de su autoría, una visión casi postmodernista —la muerte del autor, el lector que ontológicamente construye el significado— y por eso que desde ese nuevo mirador, en otro lugar y tiempo y altura vital, apoyados en un barandilla desde la que contemplar el pasado, no sabemos acertar si esos subrayados, mal enfocados en el horizonte, son nuestros o no. Tal vez la respuesta sea ir por el medio: con el tiempo andado, con el reposo de lo que uno absorbió y luego fue, con cuidado, guardando, esas palabras o ideas, que se atraparon por razones ignotas, son también, por el tiempo que nos acompañaron, por ser espalda invisible, nuestras. Las elegimos, y fueron camino durante un tiempo.
Por eso que considero fundamental el papel del subrayado. Como la realidad la formamos con el lenguaje, cuanto más rica sea nuestra expresión, cuanto más la dotemos de términos y de ideas, más apasionante será la realidad en la que vivimos. Hay quien ve los subrayados con molestia, como quien tose en una ópera o enciende el móvil en un cine. Yo más bien disfruto de encontrarme con los restos de lectores previos, moradores anónimos, y con los que construyo un diálogo espiritual. Me gusta ver que alguien subrayó la palabra tamo —esas pelusas de algodón que habitan bajo nuestras camas–, y que, por una coincidencia, aprendo de un prospecto médico que a las pelotas de algodón con fin médico se las llama torundas. Palabras maravillosas, tan sonoramente brillantes que lo de menos es su significado: pailebote, anhedonia. O abrir mi cuaderno y leer: “En las fogatas húmedas se observa la distancia difícil de nuestros deseos”, y antes de leer Vicente Valero, creerme que lo he escrito yo.
Subrayamos como una lucha de la memoria contra el olvido. Una lucha perdida: siempre gana el olvido, pero siempre también la necesidad humana de marcar el camino, de soltar en la ruta unas líneas de pan por si, alguna vez, volvemos por allí; frenar el avance de la mirada, preguntarse qué esconde una palabra, una idea, para así refutarla, apropiarse de ella, para admirarla, para memorizarla para el recuerdo o para olvidarla. Si el horizonte, cuando nos damos la vuelta, nos parece desenfocado, y no acertamos a comprender aquello que una vez pareció importante, puede ser porque, con nuestras lecturas y sus recuerdos, hemos dado vida al mundo, llenándolo de un bazar de palabras. Lo hemos dado un sentido, lo hemos engrandecido. Si existe el horizonte, esa invitación a alcanzarlo y también cruzarlo, es porque lo hemos subrayado.
P.D. Quiero agradecer a todas las personas que colaboraron en este artículo a través de la sección Visto y no visto, del blog de Antonio Muñoz Molina.
Oda a Spotify
A estas alturas descubro Spotify. La idea platónica de una tienda de discos. Discos sin precio. Música gratis. Gratis por ahora, mientras Premium y Prueba son palabras que se abrazan. ¿Por qué me he negado hasta hoy a Spotify? Un conglomerado de prejuicios: el artista que apenas cobra; la apisonadora de una multinacional a la que, cómo no, le espanta pagar impuestos; el recelo a los fenómenos mayoritarios —el mismo recelo que me hace esquivar Juego de Tronos, cuando sé que la serie me encantará.
Spotify. Una barra libre de canciones. Una realidad nueva. Un puntapié al pasado. Un pasado que no es lejano, porque está en mi vida, muy próximo, a la vuelta de la esquina, cuando eran los años noventa, un CD con diez canciones costaba dos mil pesetas y tenía la categoría de un regalo de Navidad o cumpleaños. Había aciertos y fracasos. Michael Jackson y Mike Oldfield entre los primeros. Entre los segundos, la ira al descubrir que el disco de 4 Non Blondes era —cagada— un one hit wonder. O el asombro cuando Amistades Peligrosas se reían de ti componiendo un terror llamado Satán Te Invade. Sí: escuchaba Amistades Peligrosas.
Satán, bien visto, me invadió, a mí y también a mi amigo C. Tienda de discos del Corte Inglés, viernes por la tarde. C y yo —nuestras iniciales hacen la palabra CD— damos la vuelta al ídem, vemos el precio, damos la vuelta a nuestros bolsillos, vemos el robo. Alcanzado nuestro objetivo, sentados ahora en las escaleras oscuras de Azca, con una mezcla de alegría y miedo, nos tiemblan las manos. Me da menos vergüenza admitir antes el robo que lo robado: Celtas Cortos y su Tranquilo majete. Qué letras nos esperaban en casa: Vamos huevón, que te comen la merienda. Dylan. Un segundo intento, la vuelta al lugar del crimen, y somos descubiertos. Pero esa es otra historia.
Ahora el robo —zona demagógica— funciona de forma distinta. El artista -dicen- tiene que cobrar por dar conciertos. Ensayar, componer canciones, grabarlas, eso parece que es gratis. Se gana por llenar plazas de toros. Pues vaya. Si no eres toro, nada, al burladero. En la música, como en el periodismo, se regalan los contenidos, porque los contenidos resulta que surgen de la nada, y por lo tanto valen eso, nada. Por eso que en esta fiesta de lo gratuito que es Spotify accedo con asombro y con una alegría rara: una fiesta a la que no me han invitado. Tecleo grupos extrañísimos, tecleo obras de música clásica casi desconocida. Spotify se estira, piensa un poco, lo encuentra todo. Por eso que escucho Spotify con asombro y con miedo, mirando hacia la puerta, pensando que alguien llamará a la puerta, alguien llama a la puerta, que abriré la puerta, abro la puerta, en la puerta un hombre que me aparta y entra —porta un maletín—, y despliega el plástico de cedes a tres mil pesetas, y me señala donde miran mis ojos, y me dice: Daniel, es la edición Pulse de Pink Floyd, tiene una lucecita roja que parpadea en el lomo y que te obligará a darle la vuelta en la estantería, por las noches, para que así puedas dormir, pero no vas a poder dormir por la lucecita, no, no vas a poder dormir justamente por su ausencia, por lo contrario, porque no tienes dinero para comprarlo.
Echo a empellones a este vendedor de enciclopedias de anfibios. El mundo se actualiza. Spotify: un armisticio. A este engaño de industria que fueron los noventa, que nos robó el tiempo de escuchar y de elegir la música, que robamos también en casetes piratas y hurtos en centros comerciales, con otro engaño, con un engaño que también deja sus víctimas, nos estamos ahora vengando. Una venganza colectiva. En mi estantería, animales prehistóricos, la colección de cedés.
Palabras habitables
«In a certain sense… we are all made of words;… our most essential being consists in language. It is the element in which we think and dream and act, in which we live our daily lives» (De alguna manera… estamos hechos de palabras;… nuestro elemento más natural es el lenguaje. Aquel en el que pensamos y soñamos y actuamos, en el que vivimos nuestras vidas corrientes).
N. Scott Momaday escribió esta frase en su colección de artículos de no ficción titulada The Man Made of Words (1997). Las palabras enriquecen la existencia. Abren espacios: el giro eterno del rodillo en una máquina de escribir. Las palabras bautizan sentimientos, tal vez inexistentes si no pudieran ser nombrados. En ausencia de las palabras, el mundo se convierte en un pasmo de ignorancia; sus moradores responden a la realidad en un constante alzar de hombros, como marionetas mudas. Las palabras nos hacen vivir otras vidas que, alivio, no son la nuestra.
Las palabras no pesan, pero acompañan: para que viajen, basta salir en su búsqueda. Están ocultas en bosques sombríos, pero vienen a ti si son pronunciadas. Al recogerlas encienden la luz, construyen espacio. El firmamento es promocionado: lo empuja una máquina de escribir gigante. No todo es favorable: hay palabras que son una carga —tareas, revisiones, informes, diagnósticos, desazón, tedio—, palabras que no son luz y que no deberían ser nunca nombradas. Pero en el bosque son tantas los reclamos —me vienen a la cabeza, porque las escuché o las leí: yerbatal, marmolillo, sugestión, sensibilidad, fantasía, botánica, misterio, sabiduría, encantamiento, agrado, bóveda, existencia—, que la felicidad gobierna, viene suspendida entre las ramas, detrás de los arbustos, lugares remotos donde nuestras voces invocan ese misterio contenido en las palabras. Una vez mordidas —regaliz negro—, nombramos al mundo, y al nombrarlo hacemos del mundo un lugar más amplio, alegre y habitable.
P.D. Las razones de este artículo fueron tres palabras: tortilla, regalo y mamá. La Santísima Trinidad de la infancia.
La noche antes del Col du Galibier
Noche en el hotel donde los corredores están individualmente concentrados y colectivamente desconcentrados. La sombra no es la noche. La sombra es el Galibier. Y a la sombra del Galibier, Contador se ha caído de la cama: no le responden las piernas. Froome fue visto subiendo y bajando el Galibier, ayudado de una linterna enganchada al manillar. Quintana tiene lumbalgia: la presión de todo Colombia en las vértebras. Mikel Landa ha soñado con Napoleón. A Fabio Aru le descubrieron con la boca llena de macarrones crudos en la cocina del hotel. Los gregarios roncaban y los líderes tenían insomnio.
La montaña se ha despertado tatuada y feliz.