Nueva editorial:
actualmente no aceptamos
manuscritos.
Bayreuth en espera
Hay pelos y caspa en el suelo, envoltorios de caramelos en la papelera, sobre la cama el nórdico retorcido, en el armario disciplinadas perchas que aguardan al próximo huésped, hay un cajón semiabierto anunciando su vacío, en la estantería hay DVDs que, de golpe, son una tecnología obsoleta, también libros inclinados y en un orden distinto al inicial, un orden que no recuerdo porque, durante esta semana de agosto de 2019, los hojeé muchas veces, sobre todo la biografía imposible de Humboldt, una guía de viaje de Japón y algunos estudios sobre Wagner, junto a los libros un reloj sin pilas, una medalla sin valor, un sobre de plástico transparente que es mío y que volverá conmigo a Madrid, y en su interior la tarjeta de embarque, tiques de supermercado, un mapa de Bayreuth que han memorizado mis piernas y las entradas a las óperas que, en verdad, ya solo alimentan un recuerdo el cual, por la existencia misma de esos papeles, podrá ser olvidado, como tal vez se olvide esta última mañana en Bayreuth, sentado frente al escritorio de mi habitación, en la primera planta de una casa de dos alturas, cerca de la universidad, mirando por la ventana e imaginándome camino de la estación de tren, pasando una última vez por la panadería donde mi presencia, quién sabe, puede que ya sea familiar, tomando desde allí una larga calle en curva que, durante una semana, recorrí a diario, porque es la misma que conduce a la estación y después al teatro, y el teatro, mientras acceda al vestíbulo de la estación, se asomará para despedirse: apenas veré entonces su sombrero de zinc, pues hay edificios en construcción que bloquean la mirada, pero el sol toca ahora la ventana, avanza por el suelo, alumbra mis pies, me recuerda que debo apurarme, que soy aficionado a los cálculos imprecisos y las angustias innecesarias, y mientras termino estas líneas cierro la mochila, abro la ventana, pienso en los días pasados y la mente se escapa de nuevo hasta la colina, y en su cima el teatro, y la memoria recupera las horas allí pasadas, la gente anónima con la que compartí una suspensión temporal y feliz de nuestras vidas, y subiendo mi mochila al tren pensaré en los instrumentos silenciosos, guardados dentro de sus fundas en un almacén, y con el tren en marcha, el paisaje acelerado, me preguntaré si, en el interior de alguna de esas fundas, una cuerda vibró gracias a mí, consonante con mi emoción, o si, por el contrario, mi presencia en el teatro no produjo ningún resultado, no afecté a nadie, no transmití nada, y mi rastro será apenas el de esos pelos y caspa y envoltorios que ahora limpio con una sensación de epílogo y, a la vez, de principio, de un pasado próximo y positivo, que se apoya sobre el presente, y lo eclipsa, y de un presente que ya quiere ser futuro, y que suceda y suena exactamente igual. Bayreuth, en esa confusión de tiempos, queda a la espera.
Siete casas vacías (Samanta Schweblin)
Era la primera vez que ofrecía compartir mi coche: no quería viajar solo hasta Francia y ganaría un dinero. Ignoraba que la web, conocido mi itinerario, y salvo que dijera lo contrario, añadiría viajeros al vehículo de manera automática. Ignorando esta regla, no dije lo contrario: por eso que me aguardaban a la vez un señor desconocido en un pueblo también desconocido y dos amigos, bien conocidos, en Biarritz, bien conocida, para almorzar, bien deseado. Envié mis disculpas al desconocido: no podría recogerle a esa hora en ese lugar. De la ausencia de respuesta sucedió mi insomnio, mi ansiedad por el fastidio que provocaría a alguien a quien no había visto ni vería nunca, y de ese insomnio la lectura de esta obra que comento. No dormí: llegar vivo fue un milagro de la conducción prudente, de la conversación alegre de dos chicas vascas y de las bandas de rodadura laterales en el asfalto: ¡bendita vibración!. Si el milagro de la vida continuó hasta el Périgord fue gracias a la música atronadora en el coche —¡gracias a Los Planetas!—, a las ventanillas bajadas, al aire atlántico viniendo del Oeste y a la promesa de un verano por delante en la mejor compañía. Todo esto lo recuerdo y lo cuento porque, gracias a una nueva propuesta de Páginas de Espuma, algunos afortunados haremos zoom sobre esta obra y también, con insomnio merecido, sobre su autora. Eliminaremos (¡bien!) del Bla Bla Car la última palabra.
Reseña de un lejano 2015 (5 A.V.).
En algunas lecturas la experiencia del lector, aquello que le está ocurriendo más allá de las páginas, tiene la misma importancia que el propio texto: como un viento, el entorno invade los dominios de lo escrito. Las mejores lecturas no suceden según los modelos que proponen, con repetición aburrida, las campañas publicitarias. Nadie suele leer debajo de los árboles, nadie disfruta de Calvino al borde de una piscina, nadie tiene una taza de café que humea eternamente junto a un libro. Los libros que uno suele recordar mejor, de los que luego hablará más, los que más veces prestará y por lo tanto perderá y volverá a comprar, son aquellos en los que el texto se contagió de su realidad. Y en la realidad no solemos vivir bajo árboles o al borde del agua. Por circunstancias imprevistas a la lectura, por hechos externos a ella, y por lo tanto ingobernables, la misma lectura gana sentido; un hecho que no tuvo que ser original, pero sí dotado de fuerza que alumbra un sentido nuevo a las palabras, contemporáneas en las manos que abren el libro. De forma recíproca, esas palabras, iluminadas de presente, devuelven al afortunado un mensaje actual, como recién escrito. Esa concatenación de lo que sucede y lo que se lee, y donde no hay más explicación que la casualidad, sólo tendrá significado, perpetuo y único, en ese lector. Las Siete casas vacías de Samanta Schweblin fueron, en mi lectura, casi siete horas de vigilia. Las que pasé una noche de mediados de agosto, víspera de un largo viaje en coche desde Madrid a Libourne. Llevaba días con la mochila preparada, la ropa y los libros y la cámara de fotos y el ordenador portátil. Todo listo para disfrutar de dos semanas de vacaciones en Francia, visitando primero Saint-Émilion y luego el Périgord. A las nueve de la mañana, en la estación de Chamartín, cerca de mi casa, y frente a la cama donde no iba a pegar ojo, me esperaban tres personas anónimas que, gracias a una página web para compartir vehículo, iban a acompañarme hasta la frontera con Francia. Con la anticipación feliz por el descanso apagué la luz. Dije a la mente: duerme. Pero muchas veces lo no previsto es lo que sucede, y la mente respondió: no, Dani, no, ahora no vas a dormir. Con paciencia encendí la luz, me acerqué hasta la estantería del salón. Acababa de recibir la novela de Samanta Schweblin, en ese regalo largo e inmerecido que es reseñar las obras que elige y edita Juan Casamayor; la obra era demasiado corta para llevármela de viaje, y por eso se iba a quedar allí, paciente, hasta la vuelta. Alguno de sus cuentos, sin embargo, podían hacerme llegar el sueño esa misma noche, y volví con ella hacia la cama. ¿Fue la lectura lo que me alejó del descanso? ¿O es que el descanso, soberano y desagradecido, nunca quiso subir a la cama, y el libro sirvió de paliativo? De la incógnita el insomnio pegado a cada uno de los cuentos, y los cuentos a una noche de calor sin sueño de Madrid. Pasaban las horas, se multiplicaban las visitas al baño para orinar, el rosario de vueltas en la cama en un intento inútil de conciliar el sueño, el encender la luz, leer un rato más, nuevamente la oscuridad, volver a empezar. Desesperado pulsaba el despertador. Sobre la luz azulada de su pantalla restaba, con dificultad creciente, la hora en la tocaba despertarme -qué ironía, si ya lo estaba- con la que marcaban sus grandes dígitos. El número menguaba como también las páginas del libro. Así que toda la noche quedó dividida entre la voluntad de continuar con el libro y la necesidad acuciante del sueño. Ganó la primera: la lectura acelerada e imprecisa de esta obra quedó para siempre en un limbo último de lucidez, como esos pensamientos atropellados y sabios, el mundo resuelto, que, borrachos, lanzamos antes de caer dormidos. Anulado el descanso, acabar estas historias era el mejor fin que darle al tiempo. Y por eso que, para poder escribir estas líneas, he tenido que volver a la obra, en un estado racional, con el descanso suficiente, pero que no será nunca como yo recuerde el texto. Siete casas vacías empieza bien desde su portada. Se dice allí que es la obra ganadora del IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, del año 2015. Buen matrimonio el de las letras y el vino, que hace hincapié en el disfrute idéntico de naturalezas tan distintas. Placer que uno asocia al instante con el vino, su rápida euforia, pero no tanto con ese lugar aburrido que para muchos es la lectura. El jurado estuvo compuesto, entre otros, por Andrés Neuman y Guadalupe Nettel, así que el abrazo entre texto y vino se agranda con el criterio sólido de dos buenísimos escritores. El manuscrito ganador contaba con cinco cuentos, pero en la edición se añadieron otros dos. Uno de ellos también galardonado, con el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2012. La portada sirve de anticipo al tono y contenido de los cuentos: una mirada femenina nos observa; o tal vez sea al contrario: es ella quien busca nuestra mirada. Unos ojos sin brillo, apoyados en el globo de piel de las ojeras. Ojos en oblicuo, como si la cabeza estuviera, literalmente, en otra parte. Ojos de absoluta melancolía que atraviesan un vidrio y sobre el vidrio la lluvia. En primer plano, muy próxima, el misterio de una mano izquierda, que uno no se sabe si está diciendo adiós, si pide ayuda, o si nos busca, y quiere tocarnos. La lectura confirmará las tres hipótesis y ninguna a la vez. Abre el volumen “Nada de todo esto”, y en este primer relato encontramos los elementos que, con variaciones, aparecerán en los sucesivos: personajes que no están bien, que viven ausentes de sus propias vidas, que buscan una felicidad extraviada en las vidas de los demás. A veces será la invasión de sus casas. A veces la ausencia de la propia. En unas y otras la felicidad es un desastre. Los protagonistas tiran su tiempo a la basura, viven dominados por una angustia antigua, sin salida, y el desenlace a cada relato no es sino una continuación de su pesar. En el segundo de ellos, “Mis padres y mis hijos”, regresan esos personajes atípicos de los que nos iremos habituando, dominados por sus manías y por sus locuras, y que a veces parecen haberse extraviado de una novela de Modiano, lo cual es un doble extravío. Los cuentos ganan todo su sentido casi al final de los mismos, más porque uno comienza a comprender la rareza del personaje que porque el problema expuesto tenga alguna solución. Aunque distintos unos de los otros forman una unidad temática, y por eso que su lectura consecutiva adelanta nuestra comprensión dentro de cada uno de ellos. “Pasa siempre en esta casa” es el tercero de los cuentos y el más breve. Mantiene las coordenadas de locura y vecindad expuestas en los anteriores; aquí la ausencia no es la de un marido o la senilidad, sino la de un hijo. Contiene una frase genial que lo resume: «Cuando algo no encuentra su lugar (…) hay que mover otras cosas». Saltamos entonces a “La respiración cavernaria”, el más largo de los relatos. También aparece en escena un hijo muerto, pero la historia despliega antes la obsesión por las rutinas, el control imposible de todo lo que sucede en un ámbito doméstico. Un control inútil y agotador para Lola, que se ve incapaz incluso de morir, pues incluso la muerte requiere «un esfuerzo para el que ella ya no estaba preparada». Un control, o su falta, que tendrá graves consecuencias, como se podrá leer, porque cuando la desmemoria llega morir efectivamente puede ser una tarea infranqueable. De los dos relatos no incluidos en el manuscrito original destaca a mi juicio “Un hombre sin suerte”, ganador del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2012. El relato es un ejemplo de tensión literaria, con el lector imaginando un territorio prohibido, extraño, que nunca llega a suceder, sino sólo en sus consecuencias, y con el sentimiento de si hemos sido, también nosotros, lectores, víctimas de nuestros prejuicios.
Es un goce leer la prosa elegante y exacta de la autora, nacida en Buenos Aires en 1978. Detecto también una cualidad subterránea en su obra: un influjo poético que parece querer gobernar, que no invada su estilo, pero que deseo aparezca en futuros trabajos. Y reflexiono también que los buenos escritores, y Samanta Schweblin lo es, saltan los muros de la centralización lingüística y de los regionalismos ciegos. Unos y otros están dominados por la defensa de lo próximo, del canon como uniformidad que excluye aquello que no está a la vista. Por eso que debemos disfrutar del placer, diverso y diáfano, de una lengua hablada, y por lo tanto vivida y retorcida y ampliada, en más de veinte países. Las palabras no tienen origen, sino cualidad: en el caso de Schweblin vienen de Argentina, y las usa y combina con sencilla maestría. En el papel de lector uno quisiera apropiarse incluso de sus formas de decir, tan valiosas como las propias, porque designan lo mismo, y por eso que disfruto metiendo la reversa en el coche mientras hago con el celular un llamado, y al llegar a casa abro la canilla, dejo los vasos limpios en la vajillera, enciendo la hornalla y mientras me tomo una limonada fría sacada de la heladera. Qué pocas veces reparamos en la capacidad cultural de nuestro idioma, en el regalo que significa la lectura sin intermediarios de aquello que alguien escribe en otro extremo del mundo. Enfrentados por intereses lingüísticos, que son el correlato de otros tantos políticos, se minusvalora o ignora nuestra base común e inmensa de comunicación. Y que algunos escritores también de ese país rehuyan de su terminología… ¡no, no, no voy a entrar a comentar ese tema!
Termino la relectura mucho más rápido de lo que pensaba. Seguramente que el cansancio de esa noche sin sueño me hizo leer con lentitud. En la nota de prensa a la entrega del premio, decía su autora: «me interesa (…) ese límite delicado entre lo normal y anormal. Sobre todo porque (…) es un código sociocultural. (…) hay muchos pensamientos, maneras, vidas, que quedan fuera de ese código como algo absolutamente inaceptable, o imposible, y que sin embargo son tan naturales y posibles como las que catalogamos de normales». Me parece un excelente resumen de estos relatos.
Haiku #65
Quiero saber y
no quiero saber quién te
enseñó a besar.
El oráculo
Cuenta el historiador Heródoto que, bajo el gobierno del rey Alejandro, la ciudad de Anzia fue asolada por una epidemia. Callaron las voces de los mercaderes, el bullicio de los viajeros, los dados y las risas. Anzia replicó la necrópolis que la observaba desde lo alto del monte.
A este monte, necesitado del oráculo, se dirigió el rey. Subió los peldaños, recorrió el templo, alcanzó el altar, lo encontró vacío. Su asombro se hizo fatiga y el rey se tumbó sobre el espacio llamado adyton, que significa lugar sin acceso. Al despertar advirtió un espejo. Se situó frente a él, mirándolo, mirándose, primero sin comprender nada, después dialogando con su reflejo, como si fuera él mismo aquel a quien estaba buscando. Se sintió su propio oráculo, dueño de las preguntas y también de las respuestas.
El rey Alejandro durmió durante tres lunas. Al cuarto día abandonó el templo, recibiéndolo el mismo sol en los peldaños. La emoción del regreso se agrandó al ritmo de sus pasos. Atravesó el río, cruzó el foso, la muralla, encontró a la ciudad subida sobre sus rutinas, y sonrió.
Dice Heródoto que esa noche el oráculo bajó a visitar al rey, y que le preguntó qué sueños tuvo frente a su altar. El rey respondió: “soñé con la felicidad curva de las copas de vino, con el tacto de los pergaminos, con la longitud optimista de las rutas comerciales”. Luego fue el rey quien preguntó por la ausencia del oráculo frente a su altar. El oráculo respondió que no debíamos esperar que la realidad fuera la variación de algo anterior. Ante lo inesperado de una peste, o de un templo sin culto, la soledad y la introspección eran senderos de supervivencia. Debía aprender el rey que lo insólito podía residir dentro de lo insólito, y de ahí su ausencia en el templo, y de ahí el espejo como diálogo de salvación.
En el jardín del palacio, nos narra Heródoto, el oráculo se despide, sube a su caballo, se dirige al rey y le dice: “los sueños no tienen significado; los sueños son, terminan, y luego el tiempo, solo el tiempo, los da contenido; durante tres lunas tú, Alejandro, rey de Anzia, desbordaste el sueño de pasado: los afectos, la cultura, el comercio; durante el día, en un espacio de culto abandonado, hiciste de un vacío vivienda; te demostraste que, también en lo minúsculo, se conservaba idéntica la felicidad. En mi ausencia voluntaria, en tu reflexión frente al espejo, entendiste que la salud era el silencio del cuerpo, y que el dolor no estaba ligado a la enfermedad, sino a la capacidad de estar vivo. ¡Y tú bien que lo estabas! Por eso que soñaste un mundo lleno de pasado, y lo hiciste presente al despertar y volver. Esa es y será siempre tu fortaleza, y te dará salud y felicidad hasta el final”. Y como siguiendo el sentido de esta palabra, se abrió un portón y el oráculo desapareció en la noche.
Primera y última página de un diario
Dedicado a mi madre quien, como todas las madres,
mezcla el amor y el miedo en feliz confusión.
La Organización Mundial de la Salud informó que nos vamos a la tumba. Un mensaje exacto aunque incompleto: confirma el final, ignora su fecha. Por la voz asustada de mi madre, que me despertó con este titular, la noticia sucederá pronto, muy pronto, ¡ya!
Mi fuerza de voluntad se alejó del teléfono, apagó el despertador, se arrulló bajo las sábanas: un niño que no quiere ir al colegio. Tal vez quedó contagiada —disculpan la palabra— por la noticia. No sé cómo logré levantarme, superar el pasillo, cruzar el vestíbulo, alcanzar la cocina. En la cocina un taburete apoyó mi cansancio. Utilicé las baldosas como muro de mis lamentaciones, y con voz de almuédano les anuncié mi malestar: no, no quiero desayunar el mismo periódico, no, no quiero la misma plantación de café sobre mis ojeras, no, no quiero agotarme con el mismo trabajo. Una baldosa me espetó: ¡estás lleno, lleno de privilegios! (¿y no puedo elegir otros?, le respondí). ¡Vas a morir!, exclamó otra con sonrisa de ángulo recto.
¡Voy a morir!, repetí al tiempo que me levantaba y el augurio también se ponía en pie. Mi lamento se reflejaba en una baldosa, y sobre la baldosa resonaba una radio, de la radio salía una voz, la voz de mi madre convertida en informadora, y la voz de mi madre era el eco de una organización, y el eco de la organización era la voz de la conciencia, y la voz de la conciencia se me pareció a la megafonía imperfecta de un estadio, de un gran estadio, el campo allá abajo, muy lejos, y las gradas trepando hasta mí y junto a mí, en la cumbre del estadio, un asta, y en el extremo del asta, con forma de cono, un altavoz, y del altavoz una locución con eco, advirtiendo y volviendo a advertir lo que ya sabíamos, que no comiéramos carne roja carne roja ni bebiéramos alcohol alcohol ni tampoco fumáramos fumáramos, pero que ahora, además, además, nos advertía de lo siguiente: que se estrecharían las calles de nuestras vidas, y las calles nos guiarían hasta el cementerio, sin demagogias sin circunvalaciones, y esa voz se escuchaba tan mal que podría ser mi madre periodista, o un periodista haciendo de madre, o una organización en funciones maternas, o todos tratando ser madres pero ninguno realmente cumpliendo su papel.
¿Pero es que no me escuchas? ¡Nos vamos a la tumba!, esas eran las palabras de mi madre, su voz una poligamia de voces, y en la confusión dudaba si era ella quien hablaba o si era tal vez la radio, y en la radio quién hablaba, si una organización o un periodista o un epidemiólogo o un ruidoso bazar, o si tal vez no eran ni ella ni tampoco la radio sino otra voz, ¡inesperada!, que se dirigía hacia mi cansancio, una voz en parte externa, aérea, y en parte orgánica, nacida del agotamiento largo que arrastraba dentro, una voz que venía de fuera, con el mareo de una elipse, pero que también habitaba en mi interior, una glándula parlanchina —¡China, China!—, y de la suma de las fuentes una confusión de admoniciones y órdenes, de tiempo detenido y de futuro anulado, y en esa encrucijada ignoraba qué día de la semana era hoy mientras que, a mi lado, un hosco paquete de galletas se afanaba en su vacío, y me sentí identificado con esas galletas, su dolorosa disciplina horizontal aun sabiendo que su vida, tarde o temprano —las manos de un niño, un vaso de leche, una caída—, las terminaría quebrando, y ellas y yo desconocíamos cómo gobernar lo que a nuestro alrededor ocurría, desorientados por tantas voces hablando, y tal vez de ahí el drama, el de las galletas y su obcecación por mantener el vacío, el de mi confusión sobre el taburete dialogando con una baldosa, pero mi madre, ¡siempre mi madre!, defendía que de confusión nada, que el mensaje era bien claro, que así lo había dicho hoy, ¡esta misma mañana!, la cadena SER —¡cómo creerse un mensaje que une la cadena y el ser!—, y luego siguió mi madre con una pantagruélica cadena —¡otra vez cadena!— de eficaces consejos a cuyo término colgamos, y el café quemaba y no me atreví a comer galletas y murmuré en bajo y dudé en alto que, si el final se intuía próximo, qué sinsentido encontrar un plan de fuga al fatalismo: la Tierra me pareció un lugar igual de plano que la baldosa, y sobre la Tierra, hecha de miles de millones de baldosas, la vida seguía una inercia hacia su abismo, y sentado en la mesa, frente a un café y tres galletas —¡perdonadme, galletas!—, reflexioné si, conocido el desenlace, no sería mejor acelerar el metraje de nuestras vidas, y en esa velocidad de las imágenes aliviar la inútil espera, atrapar al menos un instante último de felicidad, la de un viejo estribillo, el recuerdo de un tacto, la de un vino que despierta una conversación, un cigarrillo de clausura antes de que, tras la tapia del tiempo, madrugados el ruido y las rutinas, el obediente destino se cumpliera, y una diáspora de pájaros fueran la última noticia de esta vida, y en esas cavilaciones andaba cuando de nuevo sonó el teléfono y era mi jefe y ahora el café se heló y las galletas quedaron rígidas y el informe deberíamos presentarlo
hoy, ¡hoy!, y hoy es presente y hoy que en bajo maldigo y que en alto respondo sí, el informe lo tendremos hoy, hoy, hoy, y en la ventana es jueves y la voluntad despertó, y de verdad empieza un día que se abrió quejoso, blando e informe —¡informe, sí, sí, lo tendremos hoy, a eso me refería!—, un día que ahora es un sonido precipitado de teclas que siempre llegan tarde, que martillean una pantalla y que la empujan al horizonte, y la pantalla hace eclipse en la ventana y oculta todo aquello que pudo ser —¡ser, cadena SER!—, y no fue, y sé —¡sé, SER, sé, SER!— que este nuevo día será sin embargo idéntico al anterior, y que el día construirá una baldosa más, y que la baldosa se añadirá al mural breve de nuestros días, y su encaje será tan perfecto, tan triste, que nadie, siquiera yo, podrá recordar en el futuro que este jueves existió, y que unas galletas salvaron, por unas horas, su integridad.
Haiku #64
Sigues en lo alto
de la escalera, sigues
diciéndome adiós.
Velocidad en los adelantamientos
Un cielo abandonado,
de aparcamiento en domingo.
Estos árboles de ciudad,
que tampoco entienden nada.
Las aceras un damero
donde el premio es no ganar.
Desde el balcón
nunca fue tan puro el silencio y,
a la vez, tan lleno de significado.
En la calle, igual que todos,
trazo un plan de fuga
que me devuelva a la casilla inicial,
al felpudo donde, igual que siempre,
sacudo de cursiva mis pasos.
Cierro la puerta, se abren
el azul y los cuadernos,
dos botes de tinta, una pluma con sed.
Miro un ruido, se fragmenta la luz:
¿fue el miedo o es que el suelo tembló?
Un guitarrista en Berlín
El autobús me bajó junto a la tapia del zoológico. Desde allí otro conectaba con el aeropuerto. Lo encontré, pagué, subí. A mi izquierda viajaba la mochila: ligera, porque mi carga es mental. Nos detuvimos en un semáforo. Atardecía. Tras una ventana sin cortinas, un anciano se combaba sobre su guitarra. Frente a él, un atril. La fachada en sombras destacaba su habitación de techos altos, desnuda salvo por esa guitarra, ese atril, ese anciano.
Todo se olvida pero algunos fotogramas no. La imagen de ese anciano regresa cada vez que tomo la guitarra, la acaricio, la afino, la toco con mayor o menor torpeza. Puede que, en el destello de un instante, se reflejó mi futuro. El de un hombre enfrentado a sus aficiones, a todo lo que sueña pero que, a la vez, posterga, porque la vida, para bien o para mal, fluye en otra dirección, los semáforos se abren, y nos llevan a otro lugar.
Turno de noche
Hoy es miércoles y
bajo las sábanas mis manos tiemblan de pasado.
Yo me alargo, te busco, detecto una ausencia,
un vaso sin leche, esta novela.
Miro a la noche y la respondo que sí, bajo y
en el ascensor nace la vista y
en el portal el oído, dos jóvenes con espalda de buzón
y voces desabrochadas.
La avenida,
el parque,
en la rotonda el puesto de hamburguesas y de perritos calientes,
sus alegres bombillas tristes y sus botes de ketchup con ojeras,
una canción de Belle and Sebastian en los cascos y,
dentro del bolsillo,
un, dos, tres, diez teclas sin acorde.
Extrarradio de
ropas tendidas y
en la explanada
las carrozas de un circo que escapó de la ciudad,
que nos dejó en sus calles
sin función,
a solas con las bestias,
vigilantes de este turno de noche
donde nadie duerme.
Haiku #63
Lo que separa
la ciencia de la ficción
es sólo un signo.
Haiku #62
Advirtieron al
terminar la catedral
que no tenían fe.
Haiku #61
De noche somos
hijos únicos y a la vez
hermanos.
Haiku #60
Reunir algunos
versos y, con los versos,
hacer un ramo.
Haiku #59
Aunque indultado,
pidió morir en prisión,
su única casa.
Haiku #58
Anuncia el Madrid
el flamante fichaje
de un neonato.
Tus pasos en la escalera
El argumento de Tus pasos en la escalera (Muñoz Molina, 2019) es simple: su protagonista y narrador, tras ser despedido —imaginamos que por la crisis de Wall Street del 2008— se traslada de Nueva York para instalarse en Lisboa. La novela describe su espera mientras aguarda la llegada de su mujer, Cecilia, una apasionada científica que investiga los mecanismos de la memoria y el miedo.
El miedo es uno de los grandes temas sobre los que reflexiona la novela. Miedo al futuro, y por eso que muchos de sus capítulos —siempre breves, hasta un total de cincuenta y dos— se inician con noticias de catástrofes apocalípticas vinculadas al cambio climático. También un miedo pasado, nunca resuelto, que se aloja dentro de sus personajes, un miedo por los atentados del 11S que vivieron próximos, un miedo por la llegada al poder de Donald Trump. Miedo por fin en el mundo animal, el de las ratas sobre las que ensaya Cecilia en su laboratorio, sometidas a descargas eléctricas, a la ansiedad de eternos laberintos, a su muerte y seccionamiento cerebral.
El miedo llega a convertirse en valiosa mercancía. En el hallazgo más distópico de la novela, se narra una fiesta a la que es invitado su protagonista. Una antigua estrella de pop, hoy escultor famoso, propone a sus invitados la inversión en lujosos refugios donde protegerse ante desgracias futuras. Estas páginas son premonitorias de la pandemia que asolará el mundo apenas un año después de su publicación y, aunque no se apunta en ellas a que pueda ser por el efecto de un virus que la desgracia asole el mundo, sí que se advierte de la fragilidad de un mundo hiperconectado. El narrador descree y ridiculiza la fiesta, su anfitrión y también sus invitados. Ello genera un feliz efecto cómico, pero también una incómoda sensación de omnisciencia, de que es el autor y no el narrador quien realmente se burla de la situación creada, recurso moral con el que cual no empatizo como lector.
En esa celebración, gobernada por una noche con eclipse de luna, el narrador —de quien hasta su penúltimo capítulo no sabremos su nombre— conocerá a una mujer, Ana Paula, a quien confundirá con Cecilia, su mujer que nunca llega. Esta confusión, escrita en unas páginas magníficas, engarza con el otro gran eje de la novela, que es la memoria. El protagonista admira en Ana Paula lo que esta mujer tiene de Cecilia. Son siluetas superpuestas. También la nueva ciudad pretende ser un espejo de su vida anterior: Lisboa y Nueva York se parecen en la anchura marina de sus ríos, en su cielo siempre cruzado de aviones, en sus ruidosos trenes y, sobre todo, en esa voluntad obsesiva del narrador por reproducir en su nuevo apartamento la decoración y orden del anterior.
Junto al miedo y la memoria, está la espera. Así de hecho se inicia la novela: “Me he instalado en esta ciudad para esperar en ella el fin del mundo”. Bruno —que así se llama el narrador, en homenaje a Strangers on a Train, de Patricia Highsmith— aguarda en Lisboa la llegada de su mujer. El lector nunca sabrá cuándo ocurrirá ese momento, entre otras razones porque el narrador no sabe siquiera el día en el que vive. La voz narradora de Bruno carece de fiabilidad. Pronto se sospecha que lo que Bruno dice, pese a ser repetido, no es cierto, sino más bien el indicio de un trastorno obsesivo, y que además hay algo que oculta. Muñoz Molina obliga al lector a vislumbrar aquello que no está escrito, adoptando así un riesgo narrativo que sigue la línea abierta por Henry James, Bioy Casares o Ford Madox Ford —de quien ya tomó una cita en su magnífica novela La noche de los tiempos. No llega Tus pasos en la escalera a la cima de los anteriores autores, ni tampoco la que considero una gran obra, muy poco conocida, y también con narrador errado, como es La pesquisa, de Juan-José Saer. Es en todo caso una decisión creativa valiente la utilización de una voz fallida en un escritor que podía caer fácilmente en la complacencia.
La novela avanza por inercia, ensimismada, sin que apenas parezca ocurrir nada. La espera —aptitud históricamente femenina—, el miedo y la memoria son sus tres elementos estáticos. Sólo cambia esa perplejidad y sospecha que va ganando espacio en el juicio del lector. No debe entonces sorprendernos que el final sea una puerta entornada a un estado de pasmo. ¿Qué solución podía esperarse de una novela alucinada, una espera perpetua contada por un narrador perturbado? Tal vez la novela, toda ella, es su propia explicación. Una novela de aprendizaje, la búsqueda última de una oportunidad en la vida de su protagonista quien, lejos de Nueva York, de un entorno laboral en donde nunca fue feliz, descubre la felicidad doméstica de la lectura y de las actividades sencillas, y espera, retirado del mundo, su final.
Valoro la apuesta de Muñoz Molina por ese narrador frágil, imperfecto. También su prosa, siempre lírica, fluida, con buena respiración. Su forma de adjetivar es muy precisa. Me pregunto si la novela, reducida en extensión, aliviada de algunas redundancias e insistencias reflexivas, habría ganado potencia. Incluso eliminadas esas referencias a personajes históricos que, si bien construyen un paralelismo con la espera de Bruno, tienen un exceso de artificio literario y no son realmente necesarias para que avance la narración.
Un brindis
Sólo hablábamos en sueños, y por eso quedé petrificado al verte junto a la mesa, mi brazo y el de mi novio todavía juntos, mi brazo ahora temblando, el de mi novio también; sólo existías en el insomnio y por eso que tardé en descubrirte viva, respirando bajo tu delantal, tomando nota de los platos, alejándote, y la distancia me despertó y me disculpé y me levanté y te seguí, no estabas en el comedor, no estabas detrás de la barra, no estabas en la cocina que invadí y de la que me expulsaron, tampoco en el salón superior y tampoco en el almacén de una habitación contigua, y entonces salí a la calle, allí estabas, a lo lejos, corrí pero siempre mantenías la distancia, una derrota perpetua, pasé junto al semáforo donde cogí tu mano la última vez, pasé por el centro de salud, por la alameda que siempre nos pareció un lugar tristísimo, por el jardín de la infancia donde columpié el porvenir, y el porvenir allá arriba, escaleras hacia la colina por donde seguías y yo siempre detrás hasta una vivienda pobre, familiar, y en la que de milagro franqueé la puerta, donde cogí tu abrigo con la punta de los dedos y tú cogiste un ascensor y casi entré en la cabina pero la puerta se cerró, la oscuridad adivinó entonces la alternativa de más, más escaleras, primer piso, segundo piso, en el tercero la náusea de unas coles, la televisión siempre alta del cuarto piso y en el quinto paré, casi al borde del síncope, el ascensor estaba allí y una franja de luz bajo la puerta, la golpeé suave, fuerte, más fuerte, golpeé y golpeé y golpeé, la puerta se abrió por fin a un vestíbulo familiar y a una cara llena de paciencia, eran el mismo lugar y la misma luz y casi el mismo olor pero tú no eras tú, me lo confirmó una voz diferente y muy lenta, como de tren nocturno, una suavidad de sílabas que me recordó que tú no vivías allí, no vivías allí ni aquí ni allá ni en ningún otro lugar, una voz de arrullo que me invitó a entrar, beber algo de agua, pero supe que en el ofrecimiento estaba también un ruego, que no volviera más, nunca más, y eso, eso no era posible, di las gracias y bajé a zancadas hasta el zaguán, luego el camino inverso, el parque y la alameda y el centro de salud, las calles cada vez más estrechas y los edificios cada vez más llenos de edad, alcancé el restaurante, la mesa, tu brazo inmóvil, sudando me aguardaba el reproche de mi novio y una copa de vino blanco y un cumpleaños en la mesa contigua y un risotto de rabo de toro con setas, mi plato favorito, el plato que tantas veces mamá hicieron tus manos, las que casi hoy volví a tocar, y en felicidad curva, aguda, que subimos las copas y brindé por ti.
Asustados
En casa
las familias se juntan sin árbol de Navidad. Muerden sus uñas los ladrones: la Semana Santa quedó cancelada. Subidos a sus bicicletas, algunos atraviesan valles, conquistan cumbres, descienden a la alfombra, donde les aguarda su ansiedad. Hace días que no escucho a mis vecinos. Ellos tampoco a mí. Sólo habla la vivienda: sus puertas, las tuberías, el óxido de un toldo, algún ascensor.
En los balcones,
a las horas establecidas, se aplaude primero y se juzga después. Las ventanas funcionan como escenario y como observatorio. Suenan las mismas canciones, se ondean idénticas banderas. Si no fuera por esas lucecitas que algunos agitan, todo sería repetición: el ensayo perpetuo de una misma obra. Luego regresa la calma, y yo me quedo todavía un tiempo, fumando imaginarios cigarros, y las fachadas se me confunden con esos pueblitos pobres, de cartón piedra, con los que se adorna el fondo de los belenes: lugares remotos, planos, sin vida.
En la calle
se aburren los semáforos. Un perro ladra, levanta las orejas, descubre con asombro su eco. Los autobuses huyen de su urgencia, evitando ser parados. A través de una rejilla el metro, anunciando un mundo subterráneo, inverosímil, de gente con prisa. Un mundo al que pertenecimos todos hasta ayer. Y a mí derecha, delante del instituto, el patio infantil es un decorado sin niños. Sobre el patio se mueven algunas ramas: un tramoyista olvidó que ha terminado la función. Ahora suena una ambulancia, dejamos al unísono el wasap y, desde nuestras casas, sin saberlo, todos nos miramos.
Sankofa
Entre lodazales y selva, al sur del país, habita este grupo étnico. Su estandarte es un pájaro. Se lo dibuja de perfil, con su pico hacia delante y su cabeza hacia atrás. Próximo a la boca, un huevo simboliza lo que está por llegar. El pájaro recibe el nombre de sankofa, etimología que suma tres verbos: san (regresar), ko (ir) y fa (aprender).
Se cuenta que toman sus decisiones sin jerarquías, con serenidad lenta, mirando al pasado. De ahí que la vida sea un ejercicio constante de memoria —la memoria de la tierra y de sus moradores, la de las batallas y sus treguas, pero también la memoria más íntima, la de los cajones con llave y los álbumes de familia—.
Consideran la vida una mezcla de asombro y recuerdo, novedad y memoria, y por eso que el pájaro avanza pero, a la vez, se vuelve y busca su sombra, que fue luz y hoy es sólo estela. Como espejos contrapuestos, la vida se siente un aluvión de referencias ausentes. Caminar sobre esa memoria es el diálogo que llamamos vida. Regresar, aprender, ir.
El convencimiento sobre la importancia del pasado lo abarca todo, incluso el deporte: cada año, en los juegos de la primavera, la victoria reside en repetir, con la mayor fidelidad posible, los resultados que ya se produjeron. Se celebra entonces el mismo vuelo de una jabalina, el rugido idéntico de una lucha que fue sólo repetición. Al terminar, todos bailan y beben y se besan con la feliz certeza de que el futuro tiene su raíz en la memoria, la buena memoria, y por lo tanto ya sucedió, y por lo tanto volverá.
Una conversación interrumpida
Mi buzón presagiaba una derrama. Lo abrí. Buenas noches, buzón. Buenas noches, Daniel. La carta de la administradora me informó de tus apellidos. A continuación habéis fallecido. En el ascensor traté de sortear el mensaje, evitarlo, escapar: ¿qué otro portero podía llamarse Rafael? ¿Alguno de la mañana? ¿O tal vez? Entonces. Entonces recordé. Que llevabas un tiempo sintiéndote mal. Es la gripe, te diagnosticabas y yo, como si supiera algo de medicina, te asentía desde la puerta del ascensor.
Me tumbé en el sofá. El papel temblaba. No: temblaba mi mano. Hice un esfuerzo para que avanzara la memoria. O más bien para que retrocediera. Y retrocedió dos días, hasta la mañana del domingo. Me dijiste que estabas muy cansado. Te recomendé que fueras al médico. También te lo había aconsejado tu mujer, y por eso que al día siguiente acudirías al centro de salud. Sonreí, sonreí sin saber que, en ese mismo momento, en ese hasta luego Rafa, hasta luego Dani, nos estábamos despidiendo para siempre.
El lunes te tocaba turno de noche. Ya habías fallecido. Yo no lo sabía. Tampoco quien te sustituyó pues me dijo: hoy Rafa está enfermo. Sí, lo sé, está enfermo, y te pensé en tu casa de Vallecas, algo febril bajo una capa de mantas, próximos tu mujer y tu hija y tu perro.
Tu perro. Tu perro y mi perra. Nuestra conversación. Mi perra buscando tu silueta, tu barba imprecisa, tus gafas en perpetua ida y vuelta, como si la realidad la vieras siempre desenfocada. Mi perra exploradora avanzando por el pasillo de tu garita, primero el vaivén de una puerta de western, después una segunda de cristal, luego la pernera de tu pantalón y, premio, el regalo de una golosina. Mi perra luego dando marcha atrás con dificultad, la puerta de cristal, la puerta de western y tú y yo entrelazados ya en el estado del tiempo, en el resultado del Real Madrid, en la salud siempre frágil -qué ironía- de tu perro, nosotros charlando y mi perra soñando el sueño en su sofá, mi perra estirando nuestras palabras y tú acariciándola, tú llamándola bruja, qué pasa bruja, qué pasa bruja.
Todo de golpe no existe y me pregunto si la muerte sirve para algo. Si existe una razón por la cual un día alguien tiene cincuenta y dos años y al día siguiente ninguno. Supongo que todos buscamos que la muerte sirva para algo. Pero la muerte no sirve para nada. Tal vez -pálido consuelo- para distribuir los afectos. Para reorganizarlos. Para enviar esta tristeza y cariño a una mujer y una hija y un perro hermanados todos por una misma ausencia. Para tirar con dulzura de Volga cuando, de nuevo, con tozudez, invade la garita, y te busca, y no te encuentra. Para ver cómo crece ese árbol que en tu nombre han plantado los vecinos. Para recordarte detrás del cristal, donde siempre pensé que te iba a encontrar, un año y otro y después otro, allí donde creí que mantendríamos una larga conversación llamada vida.
Haiku #57
Rige el alba. Mi
brazo dormido busca
tu ovillo animal.
Haiku #56
Los niños gritan
porque piensan que tal vez
vale de algo.
Haiku #55
Vendo Thermomix
por falta de tiempo
para cocinar.
Historia sin retorno (de Mario Levrero)
Un perro, Campeón. Vivía solo con él y llegó a incomodarme. Lo llevé al bosque, lo dejé atado con una piola que pudiera romper con un poco de perseverancia y volví a casa.
En un par de días lo tuve rascando la puerta; lo dejé entrar.
Se me hizo intolerable; lo llevé a un bosque más lejano y lo até a un árbol con una piola más gruesa (sabía que el defecto no estaba en la piola sino en la fidelidad del animal; quizás tenía la secreta esperanza que esta vez no pudiera liberarse y muriera de de hambre).
Volvió algunos días después.
Entonces supe que el perro volvería siempre. No me atrevía a matarlo por temor a los remordimientos; y pensé que aunque lograra efectivamente perderlo, en un bosque más lejano aún, viviría con el temor constante de su regreso; atormentaría mis noches y enturbiaría mis alegrías; me ataría más su ausencia que su presencia.
Entonces dudé apenas un instante ante la majestad del bosque compacto que se alzaba ante mis ojos -umbrío, imponente, desconocido-; resueltamente, comencé a internarme, y seguí internándome hasta que, finalmente, me perdí.
Historia sin retorno
Las historias no tienen retorno.
Cerca de la ciudad, en un bosque, soñaba aéreos planes. Allí el mundo brillaba de posibilidad y silencio. Allí.
Al volver al asfalto, el tiempo daba marcha atrás. De noche, sobre las fachadas, tu holograma.
En otro bosque la vegetación era más auténtica, inmensa: un regalo sin celofán. Allí el mundo se adivinaba próximo. Allí.
De nuevo en el barrio, tú. Los escaparates y las plazas eran las fichas de un rompecabezas. Nunca supe si el juego era una ayuda o un castigo. Compasión o maldad.
Concluí que la ciudad se levantaba sobre una necrópolis de afectos. Un mosaico de lápidas llamado memoria. Y si la memoria era baldosa, y habitaba un espacio, existiría un camino, y su frontera.
Exploré por fin un lejano bosque. Di tantas vueltas que me perdí. No importaba. Era libre. Avancé sin mirar atrás, sin mirar atrás. sin mirar atrás.
Ejercicio de persecuciones
«Un tren sale de una estación. Viaja a 100 kilómetros por hora a través de una línea recta. Un segundo tren parte de la misma estación, dos horas después, a un veinticinco por ciento más de velocidad. ¿Cuándo se encuentran?” Busco en la ventana la respuesta: hoy es domingo. Busco al final del libro la respuesta: la velocidad es un vector y. El móvil: leíste mi mensaje, ¡lo leíste! Los trenes. Su libertad de movimiento. Su persecución aritmética, atravesando estaciones repletas de alumnos sedentarios. Me alivia mi mano bajo el pijama cuando vibra el teléfono: me quieres, y los pasajeros estamos salvados.
No
Apostamos por la movilidad de los trabajadores. El progreso, llegar arriba, pasa por conocer primero todos los departamentos de la empresa: sus responsabilidades y desafíos, su interlocución óptima con los clientes interno y externo. Usted no es un recién llegado, y sabe bien a lo que me refiero. De ahí que este puesto, hoy, ahora, pueda no responder a su formación y experiencia. Pero el motivo es como le indicaba: nuestro futuro, que es también el suyo, se apoya en su libertad de movimiento. Contamos con su sacrificio para este viaje. ¿Le interesa?
Haiku #54
Fragilidad
humana frente a una
ventanilla.
Coldplay en medio del ambiente
Olvida la memoria, recuerda internet: domingo 20 de mayo de 2012. Coldplay presentaba en el estadio Vicente Calderón su disco Mylo Xyloto, de contenido tan feo como su título.
Era el cansancio. Era la lluvia. Era la perspectiva amarga del lunes. Era la mezcla de curiosidad -poca- y de pereza -mucha- ante los conciertos de estadio. Era la época del tinnitus. Del mío y de Chris Martin, cantante de la banda. Era la gira de las pulseras luminosas, activadas por radiofrecuencia, agitadas por el público y cambiando de color en sincronía con la música. Era.
Mi amiga Isa decidió que fuéramos en coche hasta el pie del escenario. La idea me pareció un error, aunque respondí que perfecto. Mi sobrino Aitor, cuando era niño, colocaba sus cochecitos de colores en línea. Movía luego los del final al inicio de la fila, y así sucesivamente. Un atasco perpetuo, parecido al que Isa y yo nos encontramos. Hoy, 2019, Aitor cumplió dieciocho años. Nosotros, 2012, conseguimos por fin aparcar, pero en el otro margen del río. Había dejado de llover. El estadio se veía a lo lejos.
Llegamos al recinto, nos robaron veinte euros y bebimos dos minis de cerveza; o fue más bien al revés. Entonces se apagaron las luces, rugió Madrid. Durante el concierto sentí que. No, no sentí nada. Ante la ausencia de emociones, me dediqué a observar. La euforia de la banda, la sobredosis de luz y confeti, el espíritu de éxtasis colectivo, todo hacía más doloroso mi vacío, mi ausencia de empatía hacia el espectáculo. Las canciones llegaban, era procesadas, se marchaban sin casi emoción. ¿Era porque mi interés musical caminaba ya por otros estilos? No, pues al volver canciones antiguas -de Coldplay, pero también de otras bandas-, se revelaban vigentes, y me emocionaban. ¿Por qué entonces mi apatía? ¿Porque Yellow me parecía muy buena y Paradise muy mala? ¿O tal vez porque presentía que el pasado sería siempre más poderoso que el presente, más lleno de significado, y que lo nuevo sería una versión débil, repetida, de algo ya conocido? Deseé que mi presentimiento fuera falso -lo deseé un domingo de mayo de 2012, pero también ahora, mientras escribo-: no, no, no, nunca convertirme en una persona adormecida, incapaz de estar alerta, nunca vivir condenado a que la vida fuera, sea, es, una gramola.
Todo el concierto respondió al canon de la grandilocuencia. El único fuera del guion era yo. Quizás por este motivo, y porque apretaba la vejiga, salí de escena mientras sonaba Clocks. Llegué con facilidad a los urinarios. Mientras meaba conté los segundos que duraba el pis -rareza que, hago prolepsis, he extendido al pis de mi perra-. En el segundo veinticinco comenzó Fix You. Entonces. Entonces punto y aparte.
Entonces los vomitorios del estadio temblaron. No cantaba Chris Martin, no cantaba el público. Cantaba el estadio: su hormigón, sus pasillos, sus gradas, sus pulseras y sus teléfonos móviles, cantaba el césped protegido con su lona azul, cantaban la hilera de banderas en lo alto, cantaba mi colita -definida así con la mayor precisión- y que agité rápido antes de subir la cremallera -afortunadamente en ese orden, sí-.
A la salida del baño el tema de esta anécdota: una pareja peleando en el pasillo. A gritos. El estadio chillaba y ellos chillaban. La discusión era tan exagerada, tan de teatro griego, que parecía una actuación. Otra actuación. Programa doble. No podía ocurrir algo así de dramático, así de irreal, ella alejándose, subiendo unos escalones, señalándolo con un dedo pontificio, él sintiéndose el hombre más desdichado del mundo un instante, el más cabrón al siguiente y, a nuestro alrededor, todos aturdidos mientras Chris Martin a lo suyo con Fix You. Supongo que pensé lo mismo que cualquiera: si Fix You no puede -literalmente- arreglar tu relación, es mejor ir hacia otro lado. Tal vez ese otro lado que yo había iniciado alejándome de Coldplay, aunque estuviera frente a ellos, ahora de nuevo junto a Isa, sin demasiadas ganas de estar allí, pero al menos sin pis.
Años más tarde, de noche, una luz se reflejó en la pantalla del ordenador. Provenía de mi espalda. Era la pulsera de Coldplay. Había que devolverla al salir del estadio. La pulsera se había encendido. Parpadeó unos instantes y luego se apagó. ¿Una señal? ¿Una señal de qué?
Siete años después, en el 2019, leo que han publicado un nuevo disco y que, por evitar el impacto medioambiental, no harán gira para promocionarlo. El futuro está en el pop de proximidad -Ignacio dixit-. Toca barrer el grafiti lanzado, e imagino una escoba limpiando el estadio vacío, que además ya no existe, y me pregunto qué habrá sido de esa pareja. Me pregunto también si volvería a un concierto de Coldplay. Y si lo hiciera, por qué razón. Por confirmar si reside en mí -así lo espero-, una ventana a lo nuevo, que mantenga el interés por escuchar y mirar aun cuando el pasado sea cada vez más grande. O tal vez por orinar de nuevo, ir contando los segundos y, al salir, encontrarme con la música y no una discusión. Por sentirme parte de un colectivo y agitar convencido una pulsera que, aún sin batería, siento o deseo sentir llena de luz y de presente. Por eso que, cuando escucho Champion of the World, un nuevo tema, y algo aletea, se agita dentro de mí, siento la felicidad de estar vivo, despierto al talento de lo simple, de lo bien hecho, y concluyo con la frase que debió ser la primera, y también la última: Mylo Xiloto me pareció una contaminación medioambiental. El nombre de una mala gragea Un ruido en los oídos que todavía sigue pero que ya no molesta tanto, porque sabes que es una parte, aunque incómoda, de ti. Ha bastado una canción para descubrirme, siete años después, que la vida no es una gramola. Espero que tampoco para esa pareja: estadio vacío.
Haiku #53
Si la vida es un
zumbido, por qué entonces
el punto y aparte.
Instantáneas de una tarde de viernes
El sombrero del rabino estrecha el bulevar. Dos ancianas, junto al quiosco, se asombran de estar vivas. Ha llegado el tapicero, señora, con precios imbatibles en polipiel, gomaespuma y damasco. En la frutería hay tomates en oferta. En la panadería hay hogazas de masa madre. En mí sólo ganas de ausentarme, de bordearme, de entrar en los cuerpos y en las cosas de todo lo que observo, de crecer y crecer, tomate, pan, sombrero, tapices, edad.
Relicario de objetos que fueron importantes (1): el fax
Las máquinas de fax murieron en mitad de una comunicación. Su arrinconamiento súbito fue animado por sus mismos usuarios. Gente como yo que, en el arranque de su vida laboral, debía de enviar a diario una infinidad de faxes a distintos bancos – un proceso largo porque cada fax obligaba primero a digitar un número en cuyo inicio siempre faltaban o sobraban prefijos o ceros, luego la zozobra del silencio, después un pitido con sonido y ritmo de mensaje morse y, por fin, si el número había sido bien marcado y la línea no comunicaba, el premio de una hoja confirmando la recepción, hoja que se grapaba sobre el documento enviado-, y en esa actividad larga el envío de cada fax presuponía la existencia de un receptor invisible, alguien a quien imaginaba idéntico a mí, alguien contra quien blandir, o ser blandido, por la certeza notarial de un documento enviado en un día y a una hora, y creo que de uno y otro, de mí y de mi fax-homónimo, llegó un momento de hartura, una expulsión tecnológica al advertir que había mejores formas para comunicarse, o que sin haberlas aún aquella que utilizábamos no encajaba con la realidad que anunciaban los móviles y los nuevos ordenadores, o -lo peor de todo, y posiblemente la verdadera razón-, no teníamos ningún interés en comunicarnos, y por eso que las máquinas de fax, abandonadas por aquellos que las utilizábamos, se inundaron de ofertas comerciales que nadie había solicitado, ofertas de estanterías a domicilio y dispensadores de agua para empresas, papeles inútiles que se amontonaban en la bandeja de faxes recibidos y que a veces se enrollaban solos y caían sin ruido sobre la moqueta, y en los últimos días del fax, cuando observaba sobre la moqueta, todavía con cierta alarma, faxes que habían fallado en su intento de comunicación -faxes mal transmitidos, faxes recibidos pero ignorados- sentía que una parte de mi vida también estaba allí, tirada en el suelo e inesperadamente obsoleta, sin comunicar nada a nadie, sin ser escuchada.
Haiku #52
Formidable es
el otoño si no tienes
que barrerlo.
Haiku #51
Tinta invisible
que humedece tu lengua
mientras escribes.
Haiku #50
Junto al lavabo
la pasta de dientes y
un solo cepillo.
Benjamin
Eres gay. Es lo primero que pienso cuando abres la puerta, cuando me cedes el paso a un vestíbulo que ya conozco, cuando preguntas si quiero agua o café y me ruegas que aguarde sentado en un sofá. Desde el sofá se confirma mi primera impresión: un conjunto impreciso, curvo, de modales, de cortesía, el tono blando de tu voz, esa forma soñadora de mirar hacia la puerta, hacia mí, hacia el libro que tienes entre tus manos y que luego conoceré es Libérez votre créativité, de Julia Cameron. Una lectura apropiada para un amante del teatro y del cine y que ha trabajado como figurante en algunas películas francesas -recuerdo el título de Barbecue, tal vez porque me pareció poco prometedor-, pero de ese libro y de tu amor por los escenarios y de tus primeros trabajos en ellos sabré más tarde, a la vuelta de un restaurante italiano, próximo a la oficina, donde tú has compartido mesa con algunas compañeras y yo he sabido, mientras pagaba mi cuenta, que es tu cumpleaños, y de vuelta en la oficina me has pedido un taxi para el aeropuerto, te he dado las gracias y he visto entonces el libro, lo he abierto mientras me hablabas de tus trabajos en el cine cuando, justo al colgar una llamada, tus compañeras han surgido de una esquina, sonrientes, rodeando un fondant de chocolate y sobre el fondant una vela, y te han cantado un cumpleaños feliz desafinado mientras la vela, antes de que soples la llama, se ha derrumbado sin ruido, blanda, y luego, mientras aguardo el taxi, he seguido hojeando el libro, en formato bolsillo, muy usado, y del que sobresalen flecos de colores que llevan a páginas subrayadas en bolígrafo azul, rojo, también lápiz. Mucho de su contenido te parece importante y lo demuestras con un trazo seguro. Deduzco tu pulso joven, firme, y que, si lees en el transporte público, sueles hacerlo sentado, con lo cual imagino vives muy lejos de tu lugar de trabajo, como casi toda la gente de París, y que puedes sentarte al comienzo de la línea, y al devolverte el libro concluyo que todos los recepcionistas del mundo sois, sin excepción, la vía de servicio hacia otro interés. Una lucha entre un destino, que en tu caso es el mundo de la ficción, y una realidad. Imagino que sueñas con recepciones donde los teléfonos no suenan de verdad, pero trabajas sin embargo en una que es real, dolorosamente real, y por eso que a veces surgen desajustes como el de hoy, al subirme al taxi y el taxi partir hacia Orly cuando mi avión despega de Charles de Gaulle, y lo recuerdo sin reproche alguno porque tú imaginaste un aeropuerto y yo otro, tú presupusiste mi destino y yo no te lo informé. Nos informamos por silencio. Una imprecisión de quien no está hecho de aquello que le sucede, de quien se agota en la presión de sus propios proyectos, y por mi amistad inmediata hacia quien busca una salida que he decidido escribir sobre tí, Benjamin, sobre tu vida llena de sueños, de aeropuertos imaginarios y de teléfonos que quisieras fueran de mentira, pero aplastada, sin embargo, por llamadas llenas de realidad.
Haiku #49
Que el papel gane
a la piedra no sea
sólo un juego.
Para Gaël.
Haiku #48
Sigues en lo alto
de la escalera, sigues
diciéndome adiós.
Para Aye.
Apuntes de Lyon
1.
Cualquier viaje empieza bien si se aterriza en un aeropuerto que tiene el nombre de Saint-Exupéry.
2.
Lyon son dos ciudades separadas por un río. Una ciudad es plana, comercial y hedonista. La otra es una colina que la protege y observa. En la primera el visitante mira a la segunda, boquiabierto por su verdor. En la segunda el visitante sigue boquiabierto, pero por diferente razón: sus cuestas lo dejan al borde del síncope. En cada una de ellas, el visitante quiere estar en la otra.
3.
Puede que la Lyon inclinada sea una digestión necesaria para los platos típicos de la ciudad. En ellos se mezcla lo que uno presupone de Francia —la elaboración lenta, el cuidado de las materias primas— con un elemento menos habitual: la casquería, servida en cantidad y contundencia significativa. En esa deriva calórica los Alpes se anuncian en el horizonte, y nos recuerdan que estamos en una región de montaña.
4.
Los traboules son un fenómeno turístico de la ciudad. Se trata de pasillos peatonales que cruzan los patios de edificios contiguos. Tienen una hermosura de piedra y silencio. Existe además el goce insólito de un edificio visto por su espalda, la intromisión en la vida privada de un vivienda, sus cubos de basura, sus buzones de correo, las bicicletas apiladas. Supongo que los vecinos, imaginarios tras las ventanas, conviven resignados con ese rumor sigiloso de las visitas guiadas. Supongo también que evitan una vida privada cerca de las ventanas. Si es que existe valor en hacer nuestra vida privada. Si es que alguien aún se asoma a las ventanas.
5.
Cenamos queso y embutido en el Café la Cathédrale, en el viejo Lyon. Contra los adoquines la lluvia choca, rebota, se hace abanico, desaparece calle abajo. En una mesa hay un anciano y su periódico. Lleva unas gafas de cristal grueso y una lupa de relojero que mueve de un ojo al otro, al ritmo de su lectura. Tiene esa dignidad triste de la gente mayor que se afeita y asea y sale a la calle vistiendo un jersey y corbata. Sin acercarme a él, sé que huele a colonia de baño. El anciano se comba sobre las páginas, concentrado en la lectura, ajeno a la música, al partido de rugby en el televisor, a los clientes que van y vienen. Les digo a mis amigos que ese hombre me gustaría ser yo. Se ríen, aunque supongo saben que no bromeo.
6.
Baja el vino y asciende el calor de la discusión. Intervencionismo del estado frente a iniciativa empresarial. Ineficientes subsidios frente a libre competencia. La vieja Europa perezosa contra los afanados chinos. Estado del bienestar o la ley del Oeste, y que gane el más fuerte. O bien capitalismo o bien una alternativa que, ay, carece incluso de nombre. Al enfrentamiento ayuda la simplificación que dan la amistad y el vino. A veces me pregunto por qué se discute de asuntos que, en el fondo, nos importan bien poco, y sobre los que jamás cambiaremos de opinión. A veces me pregunto por qué defendemos posiciones las cuales, de ser realidad, nos perjudicarían. Tal vez discutimos sólo para escuchar la versión más obtusa de nosotros mismos.
7.
Nuestro alojamiento es un apartamento turístico próximo a la iglesia de Saint-Michael. Se trata de un piso de verdad habitado, con botellas de vino y un queso abierto en la nevera, con fotos de sus moradores en las paredes del pasillo, con toallas recién dobladas y la última declaración de la renta sobre el sofá. Su dueño se llama Arik, nos desea un buen fin de semana, desciende por la escalera y mientras yo quedo sobre su felpudo: un traboule invertido, los papeles cambiados porque yo soy ahora propietario y Arik un turista que marcha. Su cara triste al darme la llave representa un desalojo obligado, y en mi tono débil de agradecimiento la culpabilidad por el dinero que vamos a ahorrarnos.
8.
Como cualquier taxista, el que nos traslada al aeropuerto simboliza un giro vital. En su caso una decisión voluntaria para recuperar el tiempo, compartir la vida con su mujer y sus dos hijos, abandonar por fin la fatiga perpetua de un trabajo que lo consumía. Menos dinero y más tiempo es la ecuación de su felicidad. Justo lo que nos hemos dicho, durante el fin de semana, tres amigos que llevábamos veinte años sin viajar juntos. Con ese propósito firme despegamos, aterrizamos, nos despedimos: menos dinero, menos trabajo, menos cansancio y, por el contrario, más tiempo, más tiempo para vernos. ¡Hay que verse más, claro que sí! Por si acaso no lo cumplimos de inmediato liquidamos las cuentas pendientes. Que en nuestra amistad no habite la demora.
El tiempo detenido
Me di cuenta el domingo por la tarde: el segundero del reloj automático daba brincos hacia adelante y hacia detrás, igual que un sismógrafo. Recordé a mi sobrina jugando con mi reloj durante la comida. Identifiqué la culpa, me declaré culpable. Seguro de que la historia iba a terminar como ahora sigue, hoy llamé al servicio técnico. Localicé el modelo, describí el problema, confirmé que la garantía había superado los veinticuatro meses, recibí un juicio rápido: el reloj no tenía arreglo. Haciendo autopsia mi mano, el reloj me pareció, con el segundero aleteando, un blando pájaro triste de largas alas perforadas. Era el juguete de un niño que entró en la adolescencia, era un número de magia por todos visto, era un circo y la atención fuera de la carpa. La mía tardó en volver a la línea, en escuchar que ya no era el dueño de un objeto moribundo sino un cliente, y que el fabricante ofrecía a sus clientes un descuento del cuarenta por ciento si compraban un nuevo reloj de, al menos, el importe de mi pequeño animal. No, no había otra alternativa. Los relojes de esta empresa suiza entraban en pérdida a los dos años: breve fragmento para un producto que se debía alimentar, precisamente, de tiempo. De tiempo ajeno. Y para que el tiempo siguiera avanzando, la única opción era comprar. Antes de escribir estas palabras guardé mi reloj en una gaveta del mueble de la entrada. La gaveta se cerró con un sonido egipcio de túmulo. La volví a abrir: el segundero seguía temblando, inercia última de un brazo que ya nunca lo movería. Cerré de nuevo el cajón, vencí las ganas de volver a abrirlo, volví a abrirlo, me llevé la correa —bigote de cuero— hasta la nariz. Olí mi sudor y me pregunté cuánto tiempo seguiría allí registrado.
Lesiones
Me hubiera gustado
decirte te quiero.
No girar el gesto,
no ver las diez y treinta desde la garganta seca.
Me hubiera gustado
salir de fiesta,
beber cerveza,
compartir una ensaladilla rusa,
echar de menos todo aquello que una vez criticamos.
Luego ir al baño,
hacer aquello que escribiría
si mi abuela no me leyera.
Pasear por Madrid de tu mano
si tu mano no hubiera sido tu mano,
mear y
mirar el móvil
y mientras, en los árboles,
amaneciendo,
alegres,
alegres pájaros.
Me hubiera gustado
decirte aquello
que me hubiera gustado
hubieras escuchado.
He vuelto sin embargo
solo hasta casa, Santa Engracia, Cuatro Caminos y
Bravo Murillo, la calle más triste a la hora del amanecer,
con una manguera que expulsa
en abanicos
los restos de la noche, con
neones apáticos y
el zapato derecho
que pisó una caca.
Un 27 anuncia que el mundo es una tostada y comienza a girar,
que la vida se hizo para los valientes y los que fracasan
y que yo no estoy en ninguna de esas categorías.
En Plaza de Castilla un gran depósito anuncia
el desagüe de mi estómago:
pienso que podría llenarlo si quisiera de palabras
y en una esquina, farola humana, compruebo que existe el amor,
es decir,
que sobran las palabras.
Los retrovisores venden oportunidades y
compran oro, depilan con diodo y enseñan inglés.
Me derrumbo junto a un León,
la realidad se tuerce,
las gafas dejan de funcionar,
huele a café y recuerdo que hoy,
a las seis,
juega el Madrid, tan plagado
de lesiones como yo.
Haiku #47
Se vende piso.
Abstenerse agencias. Ya
somos agencia.
Existencias paralelas
Subimos a la cabina. Al primer balanceo caí dormido: duermevela de metal suizo bajo el cielo de Madrid. Sin motivo, abrí un ojo: estabas en la cabina opuesta, muy cerca y muy lejos a la vez. No me mirabas. Así habían sido nuestras vidas, siempre en paralelo, siempre suspendidas, siempre aguardando a que alguien tirara de ellas. Lamenté que, para avanzar uno, ello significara alejarse del otro. Luego lamenté haberlo lamentado. Sé que después volvió el sueño. No recuerdo por qué desperté. Sí recuerdo buscarte a través del mismo ojo, la misma ventana, el mismo lugar, y en ese lugar un fondo de bosque y colinas, el azul de un lago, una noria en la hora de la siesta. Tu codo: advertí que estabas a mi lado, que íbamos a llegar, que debía ayudarte a cargar con la nevera portátil y la sombrilla y las mochilas para el picnic. Buscamos una sombra donde almorzar. Sobre nuestras cabezas iba y venía el ruido de las góndolas. Me preguntaste qué pensaba: en las existencias paralelas, en el otro a un tiempo próximo y a la vez alejado. Comprendí que sólo lograría avanzar llenándote de distancia. Mordí la tortilla, todavía caliente y con el huevo poco cuajado, como sé que sabías que me gustaba. Te respondí por fin que en nada, que no pensaba en nada. Di un trago a la cerveza y nos besamos.
Texto escrito en junio de 2019 para el V concurso de microrrelatos organizado por la EMT (Empresa Municipal de Transportes) de Madrid por el 50 aniversario de su fantástico teleférico.
Requisitos para la formalización de una hipoteca ante notario.
Olvidé el DNI en el coche. Eso es lo que dije antes de levantarme. Mi cuerpo se hizo aire, el aire movió las hojas del préstamo hipotecario. En la ventana, detrás de las rejas, un martes. A mis palabras el despacho respondió con asombro. Salí despacio por el pasillo, bajé a zancadas las escaleras, atravesé rápido el portal. En la calle corrí sobre mi huida, me trastabillé, golpeé y fui golpeado, rebasé mi vehículo, crucé la avenida, entré en el parque, me senté, por fin, en la base del tobogán.
Mi corazón inmaduro jadeaba adulto. Advertí que el suelo de arena, en el punto de caída del tobogán, anunciaba un cráter infantil. Imaginé desde allí un túnel hasta la notaría. Luego, sin motivo, giré la mirada: en la plataforma superior aguardaba, silencioso, un niño. El niño y yo nos miramos. Parecíamos conocernos. El niño se levantó, palpó sus bolsillos, encontró en el derecho su cartera, en la cartera dos monedas, dos canicas, una púa verde de guitarra, también su DNI. En el izquierdo descubrió su móvil, y en el móvil doce, trece llamadas perdidas. Lo dejé lanzarse y caímos por el agujero que había observado.
Haiku #46
El niño cerró
la puerta y entró en la
adolescencia.
En secreto
Se apagan las voces de la ciudad. La ciudad, su frontera, es un arco de vidrios rotos, de proyectos de urbanización, de telefonías que se debilitan. Un perro sin coordenadas ladra al miedo. Me coges de la mano, yo giro la cabeza: a la espalda el barrio es un brochazo sucio de luz, un objeto deformado tras el fondo de un vaso.
Vamos pisando, cayendo, avanzando, de nuevo pisando, cayendo, avanzando. Somos el ruido de una urgencia, un sonido prohibido que hace cómplice a la tierra. Nos detenemos en acorde. Estorban los brazos, los cuerpos, los cabellos. Las ropas se apiadan y desaparecen: cementerio textil. Cada uno, despojado de sí mismo, se convierte en el otro que desconoce. No lo sabemos pero, afanada entre las piedras, una lagartija nos observa. En el cielo, sobre la línea de tu brazo, interrumpe mi deseo las luces de un avión. Tal vez en él viajas tú.
Haiku #45
Hubiera sido
mejor no hacer el mundo
en siete días.
Avanzar
En el año 1971 mi amigo Pablo tenía 14 años. A partir de esa edad su colegio ya no disponía de servicio de rutas escolares. Los alumnos debían entonces acudir a clase a pie o en transporte público.
Sus padres le enseñaron que, si en el metro alguien le preguntaba por el nombre de la estación, podía ser por dos razones: que la persona sufriera alguna limitación visual o, con más probabilidad, que fuera analfabeta. En un caso u otro, era obligado resolver la duda. Decir: Cuatro Caminos, Sol.
El analfabetismo parece un suceso en blanco y negro, un lejano abismo educativo, y sin embargo ocurrió hace bien poco, se marchó apenas a la vuelta de la esquina, y de él fue testigo quien hoy lo recuerda. Como tantos fenómenos en la vida de uno, parece que estuvieron siempre allí hasta que sucedió lo contrario, cuando un día se dieron la vuelta, desaparecieron, y sólo invocados por la memoria se advierte que ocurrieron hasta no hace tanto, que en el espacio de una sola existencia uno conoció gente que no sabía leer y escribir, pero también fumadores en el interior de los bares, y en su suelo nubes de serrín, que los niños viajaban sin cinturón de seguridad, que la economía se medía en pesetas y Europa era un sueño y el mundo y sus relaciones se regían sin pantallas.
Me pregunto qué fenómenos también un día, de improviso, se irán por una calle lateral, cuándo advertiré su ausencia y con qué palabras los convocaré, no tanto para restituirlos o por añoranza, sino más bien para certificar que una vez ocurrieron, que existieron en nosotros, que ellos ya no están pero nosotros sí. La vida siempre avanza a fuerza de reemplazos, sobre una superposición de llegadas y ausencias. Sobre esa voz que preguntaba el nombre de una estación y que yo, ahora, escucho de nuevo hecha recuerdo, pero que, subido al lomo alto de las letras, tengo la suerte de que no es sólo sonido, sino también palabra. Yo escribo su carencia. Por eso que siento lástima por esa voz subterránea, pero también defiendo el orgullo educativo de poder, hoy, narrarla, y siento por fin la responsabilidad futura de las palabras que esa voz no pudo pronunciar, palabras siempre pidiendo ser escritas, escuchadas, siempre queriendo unas sustituir a las otras, porque son también vida, y así avanzar.
La importancia de la ficción
Puede que el niño a quien lees una historia te pregunte: ¿es verdadera? Si le respondes que no, exigirá entonces una real. No mantengamos esa actitud infantil hacia el libro que leemos.
Vladimir Nabokov: Littératures.
Y para suavizar cualquier postura:
No soy siempre de mi opinión.
Alfred DE VIGNY.