Soy un viajero sedentario

Tú pones el movimiento. Yo el silencio. Tú todo lo que olvidaste meter en la maleta. Yo mi ausencia en tu portaequipaje. Periscopio de miradas: la ventanilla no baja. De un lado la alegría. Del otro, el reflejo de un drama. En la noche flota un globo de reloj, como de estación austríaca. Un letrerito tiembla -ya somos dos- y anuncia: salida inmediata. Salvo yo, el mundo avanza. Luego el sonido triste de una escalera mecánica. A mi espalda el horizonte te pliega, te traga. Soy un viajero sedentario: la vida avanza solo en tu mirada. Solo.

Recuerdos de la Feria del Libro de Madrid

Sobre escritores abandonados y sobre la sobreabundancia. Sobre empujones que sobran y sobre la magia: la Feria del Libro en Madrid.

El pensador Boris Groys sostiene que el espectador ya no es importante. De ahí que el arte contemporáneo deba examinarse desde la perspectiva del productor, no del consumidor. O lo que es lo mismo: desde un punto de vista poético, no estético. ¿Por qué? Dice este filósofo que, en la sociedad contemporánea, la contemplación está abolida. Todo el mundo está interesado en crear, pero nadie tiene tiempo de prestar atención, de ser persuadido por nada. Abundancia de productores, ausencia de consumidores: una tragedia.

Recuerdo esta idea mientras camino entre la doble orilla de casetas de la Feria del Libro de Madrid. La Feria es una larguísima librería y su reflejo: dos estanterías sin límites, encajonadas en una constante de casetas. Sobre las mesas se asfixia un agotamiento de novedades. Esa acumulación de lecturas provoca, en el aficionado, una sensación abrumadora de impotencia: nunca podrá leer todo aquello que quiera.  También desorientación: no saber qué libros abrir, cuáles descartar, qué itinerario tomar en sus lecturas. Los tiovivos de la publicidad multiplican su aturdimiento. Para el neófito, para el que deambula por la Feria como si no hubiera nada mejor que hacer, la sensación es de aburrimiento y perplejidad. Por ser de acceso gratuito, por situarse en el parque más importante de Madrid, la Feria pretende un encuentro amplio con la ciudad. Pero lo cierto es que el objetivo de la Feria, que debería ser la promoción de la lectura, dista mucho de producirse allí. No se pretende que nadie abra un libro y lo lea en la Feria, no. Pero sí que la Feria proponga las condiciones para llegar a ella. Que sea la antesala gozosa de futuras lecturas. Pues que aficionados y neófitos se mezclen a empellones, aplastándose unos a otros, como se aplastan también los libros que observan, todos bajo una megafonía insoportable, que parece anunciar siempre casetas lejanísimas, no resulta, en fin, la mejor manera para invitar a la compra de un libro. Por eso que el aficionado siente la rabia de intuir que la Feria podría organizarse de otra manera —lo difícil es saber esa alternativa—, y por eso que el advenedizo observa este sarao cultural como una fiesta muy poco divertida.

El visitante suele arquear su camino cuando, por la proximidad de un autor, se atisba la posibilidad de un incómodo diálogo. Qué imagen tan triste la de ese autor segregado, sin lectores, con el dueño de la editorial de pie, un dueño que siempre tiene barba y siempre porta gafas, que va llenando de tiempo una conversación, que observa cenitalmente la caspa del autor, o tal vez su coronilla o tal vez su pelo largo alborotado, que se fija luego en las manos nerviosas del escritor quien, parapetado tras su obra, le asiente sin interés, y mira hacia delante, hacia un lleno de paseantes y un vacío de público, hacia un feriante con gafas y abrigo —¿abrigo en el mes de mayo?— que, en la caseta de al lado, soy yo, soy yo echando un vistazo a algunos libros con fingido interés, devolviéndolos luego a sus nichos, y de reojo mirándole, y alejándome luego de él, como quien escapa de un contagio, y subtitulando la escena: busto de escritor abandonado. Que ese escritor sea Luis Goytisolo dice mucho de la deriva estética contemporánea.

Es dramático también el misterio de todo lo que se publica sin ruido, un aluvión silencioso que va cayendo de esas mesas, sin dejar rastro. Un mantel lleno de letras que el viento de la novedad, zas, sacude, las deja vacías, desleídas, listas para otra invasión anual. Las estanterías domésticas de cada uno son también testimonio de que, a pequeña escala, se repiten idénticos tsunamis: basta comprobar si las compras de un año fueron lecturas transcurridos doce meses, o ahí siguen, aguardando su momento. El momento: esa es la gran cuestión en un mundo saturado de productores, donde sí, puede que exista el talento. Pero si existe, es raro que, en las circunstancias que ofrece la Feria, vayamos a identificarlo. La gente seguirá caminando con las manos encadenadas a la espalda, tomando entre sus manos libros con la misma admiración y urgencia con la que se devuelvan a su lugar. Los aficionados lamentarán que la Feria sea un espacio poco propicio a los dominios de la literatura: el silencio, el diálogo, la búsqueda paciente de una felicidad próxima en forma de lecturas. El recién llegado, por su lado, se alejará del tumulto con una sensación de alivio o de indiferencia: probablemente nada le habrá reclamado su atención, salvo tal vez alguna cara televisiva, y del brazo llevará una bolsa llena de publicidad y marca páginas que olvidará en un bar próximo al Retiro. Unos y otros, aunque con diferentes razones, sufrirán ese mal contemporáneo del que hablaba Boris Groys: multiplicados los estímulos, muy pocos parecen desear ser persuadidos por nada.

Con esta idea confusa abandono la Feria: una confianza feliz en que los mecanismos editoriales siguen girando, como lo atestiguan la multiplicidad de pequeñas editoriales, pero el fastidio de que la Feria transmita con tanta fragilidad el amor por los libros, el reposo, la quietud, el consejo lento y profundo que solo pueden ganarse en las conversaciones verdaderas. La sensación de que uno ha asistido a una boda ajena: una celebración obligada, por momentos interesante, pero incompleta por sernos, en sus más profundas motivaciones, en sus verdaderos propósitos, ajena. Al girar la cabeza, en los confines de la Feria, observo a un lector joven que introduce su cuerpo en una caseta. De espaldas no sé si está felicitando a un autor o, por el contrario, le quiere arrancar la cabeza. Esa misma mezcla de sentimientos me va llevando hasta la calle Velázquez, a la marquesina del autobús, al cincuenta y uno que aparece pronto y me recibe refrigerado. Abro la novela y, de inmediato, olvido incluso que estuve en la Feria, todo lo que allí pensé. En el fondo, qué más da lo que uno piense. Para los que nos gusta leer, leer es todo, pero puede que, realmente, no sirve en la práctica para nada y que, en el fondo, Boris Groys tenga razón: todos estamos interesados en hablar, en crear, en construir, y nadie en contemplar.

Quizá faltaría corregir a este filósofo y decirle que la lectura, esa que me va llevando hasta casa sin yo darme cuenta, es una herramienta mágica —por económica y universal— de creación. De ser consumidor, pero también productor. De ir hacia la lectura con un fin estético, pero también poético: seleccionar unas palabras, desdeñar otras, subrayar unos pasajes y olvidar otros. Una selección arbitraria, a la manera de quien viaje en coche: nadie se fija en los mismos elementos que cruzan un camino, ni de la misma manera. La lectura, ese propósito que la Feria parece querer promover, comienza en las orillas de donde ella misma termina: un pie de página en el asfalto de la calle Alcalá. Como ese autor que todos esquivan, yo el primero, un poco por miedo o por pena, un autor que está esperando a que cojas su obra, te alejes, y leas. Quizás deba ser así: la Feria como un punto de partida. Una parada en boxes. Con esa idea feliz cierro la mochila: ahí quedan, junto a las llaves y el termo vacío, las dedicatorias inmensas de Andrés Neuman, de Marta Sanz, de Luis Goytisolo, ese autor al que miré de reojo, allí, abandonado, y al que me atreví a volver después: busto de un autor recuperado. Amordazadas por la cremallera, en el interior de la mochila, la certidumbre feliz de que Andrés Neuman tiene ya una nueva novela y también un nuevo libro de poesía listos. De haber conocido a Marta Sanz —bastan segundos para saber que es una persona espléndida— y tener una dedicatoria en su novela Farándula. Y llevar también la firma de Luis Goytisolo en su obra Antagonía, y el recuerdo de su camisa blanca, su cara breve, sin arrugas, distinguida, como de representación diplomática, su educación tan correcta, su voz tan débil, la voz baja de quien tiene que decir cosas importantes, y en mi boca el asombro de cuando miras, frente a frente, con admiración y gratitud, la proximidad de alguien que ha despertado en ti emociones tan profundas.

Es de noche, sábado, he llegado a mi parada. La mochila pesa a tiempo futuro. Quizás la Feria, pese a sus despropósitos, no esté tan mal, y, sobre todo, sea necesaria: un medio de reafirmar que, pese a la contracción cultural, existen las palabras, los cómics, el teatro, los versos, las novelas, los manuales, las mil formas diferentes de aspirar a la precisión y, al mismo tiempo, de servir como espacio para la especulación. Al acostarme, imagino la oscuridad de las casetas cerradas. Su olor a madera y a libro. El calor liberándose, como un sifón, tras un día de sol. Los libros tumbados como una larga playa sin luna. De noche, de lejos, y con algo de cansancio y de imaginación, la hilera doble de la Feria se me confunde con casetas de baño. Lugares íntimos y coloridos donde refugiarse un instante, donde cambiar de piel para, acto seguido, darles la espalda, salir corriendo hacia el agua, hacia un entorno diferente, nuevo, y cambiar pues de medio. De lo conocido a lo nuevo. Una definición de la lectura, y en la mochila el tiempo.

Lo siguiente

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Lo siguiente debe ser una altísima inmensa montaña. Un aparcamiento enorme. Una llanura sin límite. Un horizonte panorámico. Un vertedero chino. Una explanada de asfalto tras un festival de música. ¿Cuánto ocupa lo siguiente? Lo siguiente no puede medirse: escapa a las métricas. ¿Dónde se encuentra? Nadie sabe dónde se sitúa lo siguiente, así que, por su reiteración, debe estar en todos lados. Omnipresente. Omnisiguiente. Una invisible ubicuidad. Si tecleas “siguiente”, o “lo siguiente”, en Google Earth, te desplaza a un lugar llamado Aguascalientes, en México. Estos errores ocurren, no hay que darles más vueltas.

Lo siguiente es, en fin, un todo, la división de uno entre infinito, un magma que nos rodea y arrolla. Es un estadio ficticio al que recurrimos al final de todas nuestras frases, a donde nos lleva o dejamos que nos arrastre nuestra pereza mental, nuestra imprecisión lingüística, nuestra pobreza con el habla, nuestro pésimo sentido del buen gusto y del oído. A lo siguiente llevamos todo, sin separación ni reciclaje: el malestar contra nuestro jefe, la última factura de la luz, una discusión con la pareja, la indignación por un fuera de juego, el dolor de una inyección, pero también la alegría sin medida, un gol inverosímil, un examen favorable, una cerveza fresca. Fresca no, lo siguiente. ¿Fresquísima o es que se quiere ya otra cosa?, pregunta con incredulidad el camarero. Tampoco el orden alfabético ayuda a definir lo siguiente. Porque lo siguiente de guapa puede ser guarra, de decimoquinto decimosegundo, y de follar fomentar, lo cual, según se mire, no siempre es verdad. En todo encaja esta expresión: una llave maestra. Ojalá la guardemos pronto, y podamos pasar a lo siguiente. Mierda.

Stefan Zweig, adiós a Europa

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Stefan Zweig: Farewell to Europe es una película que narra, en cinco episodios y un epílogo, los últimos años del escritor. Asistimos, septiembre de 1936, a una conferencia y entrevista políglota en Buenos Aires, a la gestación de su libro sobre Brasil, un país que le agasaja y que, en la distancia de sus recuerdos europeos, le hace multiplicar su sensación de errancia. Asistimos a un invierno helado contra las ventanas de Nueva York, el drama de sus amigos colándose por debajo de la puerta, en telegramas y en cartas de correo internacional. Asistimos por fin a sus últimos días en Petrópolis, rodeado de un sol y de unos paisajes de exuberancia y vitalidad, ajenos por completo a su desgracia.

La película atrapa: una prueba de que saber el final no siempre es lo más importante. En cada una de los episodios de la película, Zweig parece como si viviera de una manera automática, de la misma forma que el martes sucede después del lunes. Va empujado de un lugar a otro como una suerte de tótem: admirado pero inerte. Cada escena nos lo presenta en escenarios opuestos: la vegetación confusa en Brasil, la nieve silenciosa en Nueva York. Cada escena provoca un brinco del tiempo, y recrudece la desorientación y parálisis de su protagonista. En todas ellas, Zweig transita sin mapa, y con idéntica ausencia. Como si no le quedara más remedio que estar vivo. Como si llevara muchos años muerto, aunque nadie se hubiera dado aún cuenta. Por eso la lógica de su final, cuando él mismo parece advertir, de súbito, su propia ausencia prolongada. En su nota al suicidio concluye: “Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos”. La última escena es un magnífico juego de espejos: el dormitorio a la izquierda, la cocina, el porche y el jardín a la derecha, dentro de un solo encuadre. Se cierra así una película pacíficamente angustiosa, testimonio de los días narrados y mientras, en un exterior que ya tapan los títulos de crédito, continúan sin entenderse, como una metáfora fallida, el recuerdo amargo de Europa y el sol perpetuo en Brasil.

El beso de la mujer araña

Puig_ArañaDe Buenos Aires un diálogo. Era tarde, mi amigo y yo teníamos hambre, entramos a una pizzería próxima al albergue. Un grupo de tres hombres charlaban alrededor de una mesita vacía. Mi amigo, que vive pegado a un silencio, se sorprendió de todo lo que hablaban. Después de cenar salimos a la noche, jugamos al billar, bebimos cerveza, paseamos hasta Puerto Madero, se levantó frío y volvimos a nuestra habitación compartida. En la pizzería seguían los tres hombres en idéntico apasionado diálogo. Reímos al verles. La risa de mi amigo era un misterio duplicado: saber de qué hablaban —apenas domina algo de español—, y conocer las razones de tan alta locuacidad. Yo escuché algunas palabras, las olvidé empujadas por otras tantas y así sucesivamente, luego levanté los hombros, como dando a entender que tampoco entendía tanta cháchara. Su mesita seguía vacía de consumiciones.

Esa inveterada idea de que el argentino habla a perpetuidad, y que puede que tenga la misma frágil verdad que cualquier lugar común, esa imagen tal vez falsa de la verborrea de Darín dentro de un portal, de la voz suave y larguísima, como un rollo de papel, cuando Valdano psicoanaliza el fútbol, de Luppi siendo el padre de todos nosotros, es también la de la narración que aquí me ocupa. El beso de la mujer araña es una novela excelente del escritor argentino Manuel Puig. Publicada en 1976, fue prohibida por la dictadura militar de este país. El libro narra la convivencia en una cárcel de Buenos Aires entre Molina, de treinta y siete años, homosexual, soñador, amante del cine, y Valentín, un activista político.

La novela es un canto de confianza hacia el diálogo como recuperación del pasado, alivio del presente e invención del futuro. Para matar el aburrimiento, Molina narra sus películas favoritas a Valentín, su compañero de celda. Molina solo ama a su madre, le gusta la fruta abrillantada, está acusado de abusar de jóvenes. Su prisión es doble: la de la celda donde cumple condena, y la prisión de su cuerpo: él es ella, ella se siente una mujer, ella está encerrada en un cuerpo de hombre. Si la narración sobre películas es la manera como Molina se alivia del presente, películas casi siempre románticas y dominadas por lo imposible, el estudio es como Valentín escapa del naufragio. Para Valentín, que escucha con atención a su compañero, la tendencia de Molina de pensar en cosas lindas es peligrosa, una forma de alienación, y solo cree que la actividad intelectual permita trascender la asfixia de la celda. El personaje de Valentín es, en apariencia, más opaco que el de Molina. Como si Valentín viviera dentro de una nube, nunca sabemos si lo que habla es lo que piensa o lo que, impotente, no ha conseguido callar.

En ese diálogo perpetuo que es la novela, la voz que domina es la de Molina. Leer sus crónicas cinematográficas es una fiesta tristísima. Mediante esa ficción los presos miran la vida: aquella que se despliega más allá de su celda, sobre sus seres queridos. Como no pueden intervenir en los días de aquellos a quienes aman, hay un punto en que la ficción se desploma, una tarta de boda, y choca contra un muro: el techo de la celda está lleno de insomnio. Como tampoco pueden intervenir sobre sus propias vidas, ay, asisten a las mismas con el estatismo de un espectador de cine. Así que el programa es doble: la película de los demás y la suya propia, a la que acuden, porque no les queda otra alternativa, entre bostezos, miedo y rabia. Las películas son la bisagra de dos irrealidades. Parece como si Molina, al relatarlas, tuviera sobre sus retinas el fotograma perforado de las películas, y allá donde mirara asistiera a esa película de su vida, pero en la que no está él. En los relatos fílmicos, que tienen tanto de inverosímil como apasionante, domina la curiosidad de Valentín y la melancolía de Molina. En todos, esa emoción de lo simple, de lo que se recuerda con pureza, sin miedo a que el pasado sea tragedia, comedia, o melodrama, un baturrillo honesto que mezcla la letra romántica de un tango con imágenes brillantes de un Hollywood lejano.

Unos incómodos asteriscos nos sacan de la lectura, como esas patadas de fútbol que, ligeras pero multiplicadas, acaban desquiciando a muchos jugadores. Las patadas nos llevan a citas de psicólogos sobre la homosexualidad. Gozan de interés leídas del tirón, al final de la lectura, como un valioso epílogo, pero en la historia son una chinita en el zapato, una pausa que te hace querer seguir corriendo hasta un lugar de libertad, una mesita vacía de una pizzería de Buenos Aires, y entorno a la cual sus clientes, de cualquier ideología y sexualidad, pueden hablar sin miedo —el gran tema de la novela—, y en pura libertad, sin el temor a ser interrogados, sin miedo a los discursos de poder capitalistas, a la pantera que deambula cada noche, ella sí en libertad, por la negrura de Central Park. Cuando acaba la novela uno siente esa gratitud inmensa de haberse tropezado con una obra de arte. Un golpe de suerte que no sucede todos los días.

La vida al margen

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He vuelto a soñar que soñaba. Un sueño referenciado. Un sueño posmoderno. Un sueño como escrito al margen, en un pie de página. Un sueño que empieza en un asterisco, el asterisco hasta el borde de la sábana, a un espacio bien prieto de líneas, de tipografía mínima, incómoda para la vista. Claro que la vista importa poco si uno está dormido. O no: hay sueños que empiezan con los ojos abiertos. En mi sueño los ojos miran un horizonte de montañas, de planos de sierra que suben y bajan: un decorado de teatro universitario. Hay un río que es sonido antes que agua, hay una carretera que es movimiento antes que destino. Bajo la ventanilla, en el cielo, la panza de un zepelín. Ahora sonrío. Suena en el valle el repiqueteo de un despertador. Ahora serio, ahora acelero para regresar a mi cama antes de que despierte. ¿Pero no lo estaba ya? Los sueños no son consistentes, porque de golpe estoy en Madrid, las montañas son casas, la cuesta del Sagrado Corazón, bordear la Nunciatura, Pío XII. Un vía crucis topográfico. Aparco, subo las escaleras, alcanzo la puerta, llego al dormitorio. Me tropiezo con mi sueño, ahí en el suelo: esa letra al margen, tan chiquitina. Un esguince de tiempo. El tiempo más buscado, más breve, inapreciable, caído como un calcetín. Apago el sonido, suena el silencio. En el espejo, la boca con flúor, empieza ese sueño. El de la vida chiquitina, avisada apenas por un asterico, escrita al margen.

Lecturas de ascensor

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Recomiendo leer esta entrada mientras se escucha sincronizadamente el Preludio de Lohengrin de Wagner: https://www.youtube.com/watch?v=lqk4bcnBql

Son nueve pisos: el garaje está en el segundo sótano, la oficina en la planta séptima. Sin interrupciones, el trayecto me alcanza para leer una página entera. Como hago una media de cuatro itinerarios al día —por la mañana, a la hora de la comida, a su regreso, de vuelta a casa—, puedo lograr cuatro páginas diarias de lectura en el ascensor. Suponiendo que trabajo veinte días al mes, si multiplico los mismos por las páginas, resultan ochenta mensuales, lo que viene a ser, en cómputo anual, novecientas sesenta. He buscado en mi estantería qué lecturas me aguardan de una longitud parecida: El cuaderno gris, de Josep Plá, ochocientas cuarenta y una; Antagonía, de Goytisolo, mil y ciento doce —en este caso debería hacer ascensores extra.

Mis compañeros y amigos —esos que felizmente rompen los números— me advierten de que un día me voy a golpear contra algo o alguien, porque no miro al salir o entrar. También les sorprende que pueda concentrarme en la lectura, que en esa cápsula de tiempo sea capaz de colarme en una historia, engancharla a lo que ya había leído, retener detalles necesarios para lo que vendrá, y luego volver a una realidad dominada por las tareas pendientes, por los correos sin responder, por lo que siempre es urgente. Como vivir en la ficción es una felicidad perpetua, pienso que al leer no es que acceda a una ficción, sino que más bien lo ficticio ya existe dentro de mí, es una ontología, y que mis ojos, esos que esquivan la realidad, esos que se levantan del libro solo cuando no les queda más remedio, viven siempre de puertas hacia adentro, como un feliz claustro autoimpuesto.

Me viene a la cabeza un reloj de cuco que tenían mis abuelos de Canarias, colgado a una altura que con seis años era inalcanzable, yo sentado sobre el mármol frío de la escalera, en días de verano que no tenían fin, aguardando, con una mezcla de asombro y de aburrimiento, que llegaran las medias horas y las en punto, para contemplar así al pajarito autómata, que emitía un sonido agudo, metálico, una función brevísima, y me recuerdo con tristeza, porque ya se había cerrado la puertecita, y con alegría anticipada, porque ya restaba menos para la próxima función, y como era niño y casi todo era desconocido, luego casi todo era dominio de la imaginación, me preguntaba qué ocurría dentro de esa cajita de madera, y llegué a la conclusión de que el cuclillo gritaba porque, en verdad, no deseaba avisarnos de la hora, sino más bien regresar cuanto antes al interior, a ese mundo desconocido en el que habitaba siempre, solo expulsado cuando, por obligación mecánica, tenía que salir propulsado, como un tentetieso, y avisarnos del tiempo, el que me decía que yo debía bajar a cenar, entrar en una cocina que olía a berros y donde ya estaban todos esperándome, o el tiempo que me informa hoy de que debo salir a ese mundo precipitado de moquetas e informes y reuniones, y por eso que leyendo ahora mi libro electrónico, orillado dentro del ascensor, preguntado por mi capacidad para concentrarme, pienso en el pajarito que, como yo, lo que busca es nada más que se cierre la puerta, escuchar el silencio rítmico y natural de engranajes y péndulos, de martillos y lengüetas, y que esos trayectos, pautados con la precisión de un metrónomo, sean un recorrido de lecturas. Porque me siento el pájaro que, voluntariamente, se ausenta, no hay esfuerzo ni mérito en mi tarea, pues mi mundo, el que más amo, está ahí, colgado en fracciones que antes, de pequeño, eran de treinta minutos, ahora de nuevo pisos, pero siempre tiempos buscados para que, milagro, se cierren las puertas.

No es solo el movimiento físico, aquel que, manual o automático, cierra una puerta. Hay otras que siguen abriéndose y cerrándose, y como hay otras manos y otros pomos y otras figuras, solo revelan el dolor de las ausencias. Qué pronto se va lo que uno piensa que va a durar toda la vida, como los abuelos, incluso aunque en ellos, desde el primer instante, haya anidado siempre la certeza de su final. Cómo la imagen de mi abuela de Canarias será siempre su mano agitada en lo alto de la escalera del jardín, la puerta entreabierta, la misma que hoy sigue moviéndose tan ajena a ella y a mí. También lo material desaparece con idéntica efectividad: el reloj de cuco, del que nadie hoy en mi familia tiene memoria de dónde acabó —algunos, incluso, ni siquiera se acuerdan de él, ni de dónde estaba colgado, ni de qué sonido hacía, ni de su forma o color. En el ascensor de la oficina, enganchado a mi libro, me imagino la cabina como si fuera ese reloj de cuco extraviado. Una casita de la Selva Negra dando brincos entre niveles, arrastrando en su interior el tedio de las conversaciones, las miradas pegadas a los teléfonos, el hastío matutino y el alivio de las tardes, pero también, en cuatro viajes diarios, una lectura apasionada. Esta mañana, cumpliendo con fidelidad a mi estadística, he salido del garaje y, en un momento, he entrado en la historia por el nivel menos dos. Ha sido fácil, porque transito una lectura apasionante y que, como una emoción, se expande por el cuerpo. Me ha venido entonces la memoria del cuco. La identificación con ese reloj ha sido solo por el placer puro del aislamiento, por ser ese animal que vive, a nuestros ojos, dentro de un misterio, que observa el mundo exterior con recelo, pero también porque lo leído me ha transportado a un horizonte donde ese reloj encajaba, como si una cabina de teléfonos roja cayera del espacio exterior junto al Támesis. En mi lectura el río era alemán, y había cisnes y violines. Ha resultado como si el mundo exterior, el que se quedaba detrás del sonido de ventosas de las puertas, fuera exactamente el mismo que narraban las palabras. La cabina convertida en un cuco de la Selva Negra, y en el texto, ante mis ojos, una realidad donde mi ascensor, desgajado de su realidad, de sus ejes, de sus frenos y contrapesos, hubiera podido encajar como real, perfectamente real. El milagro de la autenticidad ha sido esta maravilla que aquí reproduzco, y que logró, sin que me diera cuenta, que mis pasos no salieran a un espacio de cristal y moqueta sino junto a la ribera grande de un río, y en la lejanía no un horizonte de carpetas, sino montañas y casitas aisladas, casitas como la del cuco que, zas, se cierra sin mí a mi espalda, buenos días, Daniel, y ese fenómeno raro que aquí reproduzco me vuelve ahora a estremecer, igual que un truco de magia que engaña a la mente una y otra vez, así que seguro —eso espero— que esta lectura convertirá en persona afortunada a aquel que, aún, no haya experimentado el placer de iniciarla. Poder mirar hacia dentro, dar la vuelta a los ojos, y ver. Se me olvidaba: el autor se llama Manuel Puig, y su novela El beso de la mujer araña.

«Y él se lo dice, que ella es un ser maravilloso, de belleza ultraterrena, y seguramente con un destino muy noble. Las palabras de él la hacen medio estremecerse, todo un presagio la envuelve, y tiene como la certeza de que en su vida sucederán cosas muy importantes, y casi seguramente con un fin trágico. Le tiembla la mano, y cae al suelo la copa, el bacará se hace mil pedazos. Es como una diosa, y al mismo tiempo una mujer fragilísima, que tiembla de miedo. Él le toma la mano, le pregunta si siente frío. Ella contesta que no. En eso la música toma más fuerza, los violines suenan sublimes, y ella le pregunta qué significa esa melodía. Él dice que es su favorita, esas especies de oleadas de violines son las aguas de un río alemán por donde navega un hombre-dios, que no es más que un hombre pero que su amor a la patria le quita todo miedo, ése es su secreto, el afán de luchar por su patria lo vuelve invencible, como un dios, porque desconoce el miedo. La música se vuelve tan emocionante que a él se le llenan los ojos de lágrimas. Y eso es lo más lindo de la escena, porque ella al verlo conmovido, se da cuenta que él tiene los sentimientos de un hombre, aunque parezca invencible como un dios. Él trata de esconder su emoción y va hacia el ventanal. Hay una luna llena sobre la ciudad de París, el jardín de la casa parece plateado, los árboles negros se recortan contra el cielo grisáceo, no azul, porque la película es en blanco y negro. La fuente blanca está bordeada de plantas de jazmín, con flores también blancas plateadas, y la cámara entonces muestra la cara de ella en primer plano, en unos grises divinos, de un sombreado perfecto, con una lágrima que le va cayendo. Al escapar la lágrima del ojo no le brilla mucho, pero al ir resbalándole por el pómulo altísimo le va brillando tanto como los diamantes del collar. Y la cámara vuelve a enfocar el jardín de plata, y vos estás ahí en el cine y hacete de cuenta que sos un pájaro que levanta el vuelo porque se va viendo desde arriba cada vez más chiquito el jardín, y la fuente blanca parece… como de merengue, y los ventanales también, un palacio blanco todo de merengue, como en algunos cuentos de hadas, que las casas se comen y lástima que no se ve a ellos dos, porque parecerían como dos miniaturas».

Lo que hay que oír

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Los perros marcan el ritmo. Nosotros, el itinerario. Y no siempre, sobre todo si conocen el camino de vuelta a su sofá. Así que ahí va mi hombro derecho fuera del cuerpo, adelantado, en escorzo, porque de él tira la ansiedad de mi perra Volga. Regresamos a casa por la pasarela peatonal, Chamartín a la espalda, bajamos la escalera. Es domingo por la mañana en Madrid, hace algo de frío. Las calles parecen aburridas y los adoquines leen titulares de periódicos viejos. En la acera adelanto a una chica joven, más baja que yo, muy delgada, su pelo largo y negro, desordenado, la camisa asomándose por debajo de la chaqueta, como un estandarte medieval, un triángulo de color sobre un pantalón negro ajustadísimo, que termina pronto y muestra sus tobillos. Volga se detiene a mear, y mientras observo y escucho cómo la chica, a mi espalda, graba una nota de voz que dice: te voy a hacer un update de mi vida, tengo tendinitis crónica en la rodilla, me duele muchísimo, muchísimo, además ayer me pusieron una zancadilla por la noche, me caí, como si fuera poco, porque voy a ser coja toda la vida, toda, toda la vida. Acaba su nota al tiempo que Volga de mear. Está llorando. ¿Quién habrá recibido su angustiada voz, qué teléfono habrá vibrado en algún lugar de la ciudad, qué otro mensaje recibirá de respuesta? Volga me guía ahora hasta el parque frente a casa, allí la suelto, allí Volga corre unas espirales alocadas a velocidad de vértigo. Parece que su cuerpo es lo único que se mueve en la mañana de domingo. Se agota pronto y me demanda volver a casa: volvemos a casa. A lo lejos observo a la chica del mensaje. Está entrando en el portal vecino. Observo que tiene una cojera en la pierna izquierda, aunque es ligerísima. Diría más bien que parece caminar lento antes que balanceando. Diría más bien que, si no la hubiera escuchado, jamás me hubiera fijado en ese detalle.

Al subir a casa otro drama: los vecinos. Desde que se prometieron han decidido multiplicar las peleas, tal vez lecciones de un cursillo acelerado de preparación al matrimonio (pensé escribir parto). Él le dice a los lejos –debe estar en la cocina— que, desde que se han levantado —son las doce— le lleva toda la mañana jodiendo, y que le deje de una vez en paz: sí, he pillado el drama in medias res. Ella responde, sobrepasando el volumen de la radio, que solamente pretendía ir a casa de sus padres a recoger algo de ropa, que cuando se refería a coger algo de ropa el domingo por la mañana en casa de sus padres —enfatiza cada sílaba— se refería justamente a eso, a pasar un momento por casa de sus padres, y coger la ropa, nada más. El mensaje que me envían las baldosas del baño es claro, así lo pienso mientras acabo de mear y, a continuación, muy rápido, apunto sus palabras, porque ya vislumbro esta entrada del cuaderno, y como la pluma está lejos y como no encuentro el cuaderno algunas se me olvidan, pero mi vecina, para ayudarme, se hace eco a sí misma, y las repite, tal vez para ratificarse aún más, tal vez por disipar siquiera cualquier culpa de su lado, porque, se redice, sus palabras fueron meridianas, son meridianas, y cuando quiso decir que tenía que ir a casa de sus padres etcétera etcétera etcétera, gracias, gracias, he tomado nota, y añade a continuación —ha apagado la radio, su voz es terrible— que es un gilipollas, un gilipollas, y que le deje en paz. En qué momento se comienzan a decir los amantes estas palabras, y por qué extraños giros del afecto regresan luego a la normalidad, la que imagino esa misma noche, cuando cruce su puerta y Volga y yo olfateemos el olor de la tortilla francesa que suelen cenar. Menos mal, pienso, que el adelanto de hora de esta noche anterior ha reducido en sesenta minutos los márgenes del insulto, y también supongo la tristeza y el dolor de esa rodilla afectada. Con la sucesión rápida que solo ocurre en los comics, una hilera de seis corazones vibra en mi bolsillo. Sonrío de felicidad, y ahora el tiempo, como un acordeón, se agranda, y me descubre, hipnotizado, que aún hay espacios puros, de amor y felicidad. De uno depende –eso espero— que continúen así, como un armonioso edén, incorruptos, sin zancadillas ni insultos.

Las trompetas de Mahler

bhavyesh-acharya-2787Subido al dieciséis, sigo tarareando las trompetas de Mahler. El auditorio se va estrechando a mi espalda: una persiana que, hasta dentro de dos semanas, baja. Regresado a la calle, aturdido de música, aún no he vuelto a la realidad, la de una noche calurosa de sábado, de gente iluminada por móviles, de un autobús volando por Príncipe de Vergara hacia mi casa, y en el autobús una conversación lateral en la cual, casi sin esfuerzo, casi por aburrimiento, casi por contaminación acústica, me cuelo. Ella tiene el pelo blanco, está sentada junto a la ventanilla, agarra con fuerza un bolsito dorado, como si temiera un robo. Él es calvo como una roca, con su busto me tapa el de ella: un eclipse. Se tratan de usted. Ella le informa de que vive en Chamartín desde hace más de treinta años, y que es viuda, como si los datos fueran en ese orden de importancia. Él asiente, yo asiento, yo me pregunto cuándo y cómo se conocieron, y por qué vienen hablando —descubro— de Dios. El hombre está serenamente indignado con la juventud actual —¿la juventud no es siempre actual?—, y, en su diagnóstico, apunta a mayo del sesenta y ocho como inicio de la deriva, de la pérdida de valores, de la imbecilidad reinante, de la falta absoluta de creencia en Dios. Su tono es amargo pero vivo. Dice mayo del sesenta y ocho pero parece que hablara de hechos próximos, que le afectaran con el impacto de lo reciente. Galante, él se ofrece a bajarse —utiliza la palabra apearse— una parada después de la suya, para así coincidir con la de ella, quien le agradece el gesto. Ya los dos de pie, ya a punto de enfilar los escalones, ya a punto de salir para siempre de mis vidas, ella responde al eclipse, que le escucha agarrado a la barandilla, atento, y a mí, que apunto en el cuadernito, lo siguiente:

— ¿Cómo no creer en Dios? Yo, yo tengo pruebas palpables de su existencia.

La pluma se ha quedado, milagrosamente, sin tinta. En la acera, advierto que ella cojea de la pierna izquierda, y que él parecer lanzar un brazo involuntario sobre su espalda, como un afecto incierto. Sus trayectorias divergen. Las puertas se cierren de súbito. El autobús avanza dando brincos. Estamos los tres nuevamente separados, como, supongo, siempre ha sido antes, pero me hubiera gustado seguirles escuchando, escribiendo, sabiendo de esas pruebas palpables de una existencia que a mí, aturdido, me han dado las trompetas de Mahler un ratito antes.

 

 

 

 

Lorca que estás en los cielos

AD05410_9.jpg¿Está libre? Con demasiada frecuencia, me responde y continua: bienaventurados los que viajáis, porque de vosotros es el Reino de los Cielos. Sonrío: no hace falta que le indique mi destino. Apaga la radio: él pone la voz, yo el silencio de una pluma abierta sobre mis piernas, moviéndose con velocidad de estenotipia. Nunca me llega a decir su nombre. Le calculo unos sesenta años, aunque parece joven porque es delgado, tiene abundante pelo en la cabeza, apenas alguna arruga en la frente y en el cuello, color de piel moreno, saludable. Su acento no es canario. Como si leyera mi mente, me cuenta que nació en Granada, que lleva muchos años viviendo en Arrecife, junto a su mujer, lanzaroteña, y su madre, ya muy anciana. Su madre —primera rotonda— también es de Granada, o más bien de cerca de allí, de un pueblo llamado Viznar. ¿Lo conoce? Mi cabeza asiente en su retrovisor y, de golpe, junto a mí, donde termina mi pierna, un nuevo pasajero, también de súbito, tras la ventanilla, un paisaje distinto, un barranco de tierra mil veces removida, mil veces sin éxito, y que se parecen mucho el uno y el otro, el que observo camino del aeropuerto y el que imagino en sus palabras, las que me relatan ahora que su madre, aún hoy, en Lanzarote, recuerda cuando, de joven, le llegaba, tras las persianas bajadas, el sonido lento de camiones subiendo la noche frente a su casa, los motores al borde del síncope, también ellos, ella, su marido, la vivienda entera estremecidas, regresando los dos, de la mano, asustados, a una cama y una habitación calurosas, a un sueño imposible porque más tarde, en mitad de su insomnio, viniendo de un lugar indefinido, el sonido de disparos, una luz en las retinas, tal vez real o tal vez inventada, como el periscopio de una tragedia reflejada, y luego un espacio larguísimo de miedo, ya el alba turbia contra las persianas, contra la fachada que se va revelando blanca, contra los camiones amanecidos, bajando ya la cuesta, aliviados de carga, regresando al sueño de sus cocheras en Granada, a un cuartel como el que ahora me señala con el dedo, a las afueras de Arrecife, donde mi taxista hizo el servicio militar, allí, allí —segunda rotonda—, allí me pilló el golpe de Estado, era entonces cabo segundo, no gran cosa, y un mando superior me ordenó que todos estaban con los golpistas, lo repitió dos veces, como para convencerme del significado literal de la palabra todos, y por lo tanto, en caso de enfrentamiento con un civil, no dudara en enseñar el arma, se trataba de un estado de excepción, y él le respondió que no —acababa de subir las ventanillas en la entrada a la autopista—, no, claro que no, porque cómo iba él a encañonar al pueblo, si su padre había sido comunista y había escrito en el diario El Obrero, si él compartía también esas ideas, no, claro que no, encañonar al pueblo, ¿qué o quién era el pueblo? —me preguntó por el retrovisor, yo alcé los hombros—, salvadores de la patria, se hacían llamar —la velocidad aumentaba— pero la patria somos todos, todos — tomamos entonces una curva cerrada, y pareció como si allí se cayera esta conversación y empezara, punto y aparte, última recta, una nueva conversación, más breve y actual—, y me habló entonces de Luis Landero, a quien había escuchado hace un rato en la radio, mañana se acercaría a la biblioteca de Arrecife a buscar algún libro de él, ahora, con la crisis —abrió los brazos abarcando el horizonte—, tenía más tiempo para leer, es lo bueno, pasar mucho tiempo en las paradas, tiempo para leer más, para mirar el mar, charlar, fumar, y tras cerrar el capuchón de mi pluma y coger la maleta le doy las gracias por la conversación, le pago y me sitúo en la cola de Ryanair para facturar —tres quesos, un disco de Mozart de segunda mano, un traje que debe ir al tinte—, y aguardo junto a tres hombres de una compañía de seguridad privada que charlan cansados, ayer fue noche carnaval y estuvieron de jarana, uno de ellos en un bar nuevo que recomienda a los otros, en el comienzo de la calle José Antonio Primo de Rivera, y el de su izquierda niega con la cabeza, no, no, ya no se llama así, la calle es Manolo Millares, pero el primero le responde con una risotada, Manolo Millares, y como celebrando su ignorancia pregunta a sus compañeros si saben quién es Manolo Millares, y los dos levantan los hombros, y yo también, nadie sabe quién es Manolo Millares aunque tiene una calle, y el primero se despide y dice que para él esa calle será siempre así, José Antonio Primo de Rivera, que por algo se la darían a él primero. La pluma ha vuelto a volar sobre el papel tratando de apuntarlo todo. Dejo mi maleta en la cinta, siete kilogramos y medio, digo:

— Buenos días.

Y me responden unos brazos tatuados pidiéndome el DNI. He recuperado el habla, es momento de que el habla se convierta en palabras. A veces, para escribir, todo es casual, nada es voluntario. Lo único que hace falta es bajar las ventanillas, abrir el cuaderno y escuchar.

Cuadernos de guerra de Louis Barthas

cubierta_BARTHASLouis Barthas fue llamado a la guerra en agosto de 1914. Tenía treinta y cinco años. Se despidió de su mujer y dos hijos, de su trabajo de tonelero, y marchó a Narbonne, una fea ciudad militar del sur de Francia. Como la guerra devoraba víctimas, fue llamado al frente en el invierno del mismo 1914. Durante los siguientes cuatro años vivió la guerra de trincheras.

Si hablamos de Louis Barthas es gracias a los cuadernos en los que dejó testimonio de la contienda europea. Esos carnets de guerre pasaron a su hijo Abel, que llegó a ser alcalde de su ciudad natal, Peyriac-Menervois, y posteriormente fueron entregados a su nieto Georges. Cuando Georges trabajaba como profesor de dibujo en Carcassone, mostró los cuadernos al profesor de historia del liceo, que utilizó ciertos pasajes en su actividad docente. La noticia de su existencia llegó a los oídos de Rémy Cazals, profesor universitario en Toulouse experto en la Gran Guerra, y que impulsó con éxito la edición de la obra en 1978.

Lo que diferencia la crónica de Louis Barthas respecto a otros testimonios sobre la Gran Guerra está dicho en su propia portada: Les carnets de guerre de Louis Barthas, tonnelier, 1914-1918. No estamos ante una obra escrita por altos mandatarios políticos o militares, ni tampoco por especialistas en la materia. Su autor, sin embargo, es un tonelero. Un oficio humilde que desarrollaba en el diminuto pueblo de Peyriac-Menervois, situado en una zona de producción vinícola. Allí, en una tarde calurosa del mes de agosto, Louis Barthas escucha el sonido de un tambor. Piensa que se acerca algún grupo de acróbatas, pero se trata de la llamada a la mobilisation générale. Mientras se despide de su familia asiste atónito a la felicidad general que suscita la contienda. Comienza así la historia del manuscrito.

La segunda gran singularidad de la obra está en el punto de vista. La narración de Louis Barthas es la voz de una trinchera: una voz colectiva, de hombres hermanados por sentimientos de afecto y miedo. Una voz manchada de tierra, que busca ser altavoz de los ideales socialistas y pacificistas de su autor, y por lo tanto una voz que lucha contra las mentiras de la propaganda, pero también contra la injusticia de los mandos militares. Las trincheras son campos de concentración con forma de pasillo: en ellos la intimidad está suprimida. Todo se sabe, y todos consideran a Louis su portavoz: el portavoz de los poilus («peludos»), apodo de los soldados franceses durante la Primera Guerra Mundial. Cada línea de su cuaderno, y son diecinueve en total, es una reivindicación de la dignidad de otras tantas voces anónimas. El testimonio de cuatro años sin poder dormir sobre un colchón. Mientras leo a Barthas sobre el mío, en la comodidad doméstica de una mesilla de noche, una lámpara y un dormitorio con mantas, me imagino a Louis Barthas en blanco y negro, pasando frío con su pelo cortado como si fuera un monje, su largo y algo ridículo bigote, el cuerpo combado sobre su cuaderno. Louis Barthas haciendo literatura sin pretenderlo, buscando que sus páginas sean el periscopio exacto de lo que sucede algunos metros más arriba. Y que las palabras, ordenadas en estructuras más amplias, sirvan para domesticar el caos, o al menos un alivio que equilibre el sinsentido de la batalla. Palabras por lo tanto como disparos de luz, que hacen más habitable un mundo que, ahí arriba, no lo es.

Los cuadernos están escritos en el acto, y siguen el desplazamiento de su autor, que es el de la propia guerra. Un movimiento contrario al de las agujas del reloj, y que le lleva primero en Narbonne, ciudad a donde llega como soldado de reserva. El ritmo de muertos acelera la reposición de tropas, y Louis Barthas pasa con rapidez a primera línea de batalla. Primero en la guerra de movimiento, luego en trincheras. Las zanjas le llevan a Artois, después a Verdun, escenario de la batalla más larga de la Gran Guerra, luego a Champagne y, finalmente, a Somme, una localidad situada a ciento cincuenta kilómetros al norte de París.

En Somme tiene lugar la batalla más sangrienta de toda la guerra. Se calcula que en los primeros seis minutos de la misma ya habían fallecido veinte mil soldados, principalmente británicos, y que fueron barridos por las ametralladoras alemanas. Cien años después se siguen encontrando cadáveres y objetos cada vez que se mueven tierras en esta zona del norte de Francia. Para el escritor inglés Geoff Dyer el siglo XX está concentrado allí: el monumento funerario levantado en Thiepval es una profecía. Un recuerdo del futuro.

Pero Louis Barthas nos escribe desde el presente: es un soldado raso durante el día, y un cronista durante la noche. Cuando los compañeros duermen él alza la mano, detiene el tiempo, y lo escribe. La pluma roza el cuaderno, y lo perfora con una rugosidad de aguja de vinilo. Nuestros ojos escuchan lo escrito. La obra interesa de principio a fin, sin pausa, como una larga pesadilla a la que nunca vence la mañana. Pese a su homogeneidad, querría destacar el cuaderno de los días pasados en Somme, a mi juicio la parte más estremecedora e incluso bella de todo su pentagrama de violencia: «Sans arrêt le ciel était zébré d´éclairs, illuminé, embrasé de lueurs fulgurantes, de clartés brusques, le tout accompagné d´un grondement sourd et continu» («Sin tregua, el cielo se poblaba de rayos y de chispas, iluminado, inundado de luces fulgurantes, de violentos fogonazos, todo ello acompañado de un gruñido sordo y continuo», en la estupenda traducción de Eduardo Berti).

Para remontar la moral, algunas noches la banda interpreta valses y mazurcas. Su música es silenciada por cañonazos aislados, o bien ignorada cuando los oídos prestan atención a los compañeros que regresan del frente. En medio de ese mundo de violencia, Louis Barthas se eleva sobre los hechos, e intenta buscar las razones que mueven a la violencia: «Et nos chefs ne s´y trompaient pas, ils savaient bien eux que ce n´état pas la flamme du patriotisme qui inspirait cet esprit de sacrifice, c´était seulement esprit de bravade pour ne pas sembler plus poltron que son voisin, puis la présomptueuse confiance en son étoile, pour certains la secrète et futile ambition d´une decoration» («Pues bien, nuestros jefes no se equivocaban. Sabían bien que no era la llama del patriotismo lo que inspiraba nuestro espíritu de sacrificio. Era tan solo la voluntad de lanzar amenazas, pues nadie quería parecer más cobarde que el vecino. Era la presuntuosa confianza en su buena estrella, o, en ciertos casos, la secreta y fútil ambición de una medalla, de un galón»).

La guerra convirtió a Louis Barthas en escritor sin él quererlo. Uno acaba la lectura de sus Cuadernos sintiendo un egoísmo feliz: el disfrute raro de haber asistido a hechos terribles que ya no le alcanzan sino en la imaginación. Alzo la vista, me actualizo al presente, y me pregunto cómo sería hoy un libro de naturaleza semejante. Dado que la guerra sigue ahí fuera, en los bordes mismos de Europa, continua idéntica la necesidad de expresar el miedo. La escritura se vuelca ahora en cadenas infinitas de whatsapps, en palabras abreviadas y emoticonos, en llamadas telefónicas, en videoconferencias desde ordenadores portátiles. Si alguien del futuro tuviera que leer nuestro presente, deberíamos sacar de las máquinas toda ese largo guión, y volcarlo en un cuaderno. El medio cambia, pero no su fondo.

Un siglo después de que terminara la Gran Guerra, los conflictos bélicos parecen más económicos, como si las vidas humanas cotizaran en bolsas de comercio. No hay declaraciones de guerra entre países, ni fechas que apuntar que indiquen el comienzo de una contienda: todo es más sutil pero todo es igualmente terrible. Porque un siglo después se mantienen la estupidez humana, el abuso de poder, el espionaje entre países y el engaño cruel a las masas. Hoy, mientras redacto estas palabras, puede que se estén tecleándose otras idénticas en el interior de una tanqueta entre Ucrania y Rusia. Un joven que digita en su Iphone rodeado por el sonido sordo de la violencia. Al teclear, tal vez sin saberlo, ordena en palabras el miedo de una desorientación colectiva. Porque cada palabra de ese joven, como las de Louis Barthas, es una nota musical: una impresión sonora que tiene una cualidad duradera, que se guarda para siempre. Las palabras suenan: en las teclas de una máquina de escribir, en las de un teléfono, en las páginas combadas de un cuaderno, en los labios y en la mente de quienes las repiten mucho tiempo después. Louis Barthas iniciaba su relato con el sonido de un tambor. Lo termina, cuatro años después, con el goce sencillo de escuchar, desde su dormitorio, al viento agitando las persianas, o la lluvia doblándose contra su patio de baldosas. Leyendo los diecinueve cuadernos reconstruimos un pasado que produce vergüenza, pero que nos permite disfrutar de una música pacifista, y a ratos poética, como resistencia sonora frente al horror.

La radio de mi vecino

En la radio de mi vecino solo suenan tres canciones, y en este orden: Pájaros de barro, de Manolo García, You´re beautiful, de James Blunt, y Torn, de Natalie Imbruglia. Ella la enciende cuando han acabado de hacer el amor, entra en el baño, la imagino descalza, sube la taza —porcelana contra plástico—, se sienta y oigo, porque apenas nos separa una pared débil, cómo hace pis. Abre el grifo de la ducha, suena la cisterna y después la música —puede que no sea una radio lo que encienda, sino que utilice su teléfono móvil— y Manolo García nos canta, a ella, que ya está en la bañera, a mí, que leo en el váter, la historia de unos pájaros de barro —¿metáfora de mis cacas?— que echan a volar.

El último sábado había bebido un par de cervezas en casa antes de cenar, así que bajé al parque con la perra alegre pero, ay, la lengua suelta. Me encontré con Antonio, mi vecino, que fumaba mientras su labrador, a lo lejos, hacía caca. Animado por el alcohol, tuve la desvergüenza o curiosidad de preguntarle la razón de que siempre sonaran las mismas canciones en su radio —ahorré la parte anterior del proceso. Antonio quedó sorprendido por la pregunta, respondió que era Marina —su novia— quien ponía la radio, que él no prestaba mucha atención a la música, la música, a quien le gustaba —recalcó— era a su novia, y bastante, además, pero que la próxima vez —el siguiente polvo— prestaría atención. Le repetí las canciones en el orden adecuado, él las memorizó, subimos juntos a casa.

No tuve que esperar mucho: fue cerrarse nuestras puertas —un acorde— y casi al instante oírles follando, y me tumbé en la cama con multiplicada excitación, por la escucha de un placer ajeno pero próximo, las voces distorsionadas de quien, un rato antes, te ha dado las buenas tardes en el ascensor, y excitación también por conocer qué coda musical seguiría a un coito que —¡por fin! — acababa. Me fui al váter rápido, la urgencia de un vigía que llega tarde, abrí mi libro sabiendo que no lograría concentrarme. Marina entró en el váter, subió la taza, se sentó, hizo pis. Sonó una tecla, y apareció la voz de… Manolo García.

Tuve ganas de salir al pasillo, llamar a la puerta, confirmarle a Antonio lo que le había contado. ¿Estaría Antonio prestando atención a la música? ¿Se acordaría de nuestra conversación? En esas dudas y en terminar de hacer caca me encontraba cuando escuché que él entraba en el baño y le afeaba a Marina el tiempo que estaba tardando, que se diera prisa, que iba a llegar ya la gente de la fiesta, y que bajara la música, por favor, que se iba a quedar sorda. Este detalle fue para mí el más relevante porque, al menos durante un instante, Antonio también había escuchado lo mismo que yo —Torn— y era más que probable que hubiera recordado nuestra charla.

Por la noche no podía dormir: efectivamente había una fiesta en casa del vecino. Como no eran muy frecuentes, como me llevaba muy bien con ellos y como quería que nuestra relación siguiera así, jamás les había afeado que, muy de vez en cuando, me molestaran sus celebraciones. En el reloj sonaron las dos de la madrugada cuando, desvelado, decidí bajar a mi perra para que diera un paseo nocturno e hiciera pis. En el parque en sombras me asusté primero y alegré luego al ver un avión de miniatura en llamas: el cigarrillo colgado de los labios de Antonio. Su perra era una sombra lejana, y de su aliento, próximo, me llegaba el testimonio de la bebida.

Aproveché para preguntarle si había hablado con su novia sobre el orden de las canciones. Con un tono áspero e impaciente me respondió que no, pero que tampoco lo haría, que con todo el respeto ese no era asunto mío, que si me molestaba la música —negué con los brazos—, que entonces, Daniel, si no me molestaba, qué cojones pretendía con mi comentario de esa misma tarde, porque había cosas de mí que a ellos sí le molestaban —y entonces sentí una sensación incómoda, una encía inflamada, y levanté los hombros, como dando a entender que eso que no les gustaba de mí me era, además de desconocido, y quería que así lo siguiera siendo, imposible de controlar—, y porque seguramente que Antonio había bebido mucho me dijo que también él escuchaba todo el día unos malditos violines —pobre Wagner— y que algunas noches yo roncaba y vibraba el gotelé y les daban ganas, a él y a Marina, de golpear la pared para que me callara, y que lo que tenía que hacer —sus palabras ahora dolieron más— era compartir mi vida con alguien —¿por qué esa manía de querer gobernar a los demás?—, y dejarme de conjeturas tontas sobre si había un patrón o no en las canciones del vecino.

Tuve ganas —no soy violento— en darle una ostia, pero entonces mi perra me lamió la mano, le pedí disculpas, lo siento Antonio, no quería molestarte, y agarré a mi perra y subí a casa con una mezcla de tristeza y rabia, tristeza de sentirme inmensamente solo por no poder contarle esta historia a nadie, rabia porque hay una edad —la he alcanzado— en que cualquier consejo nos lo tomamos como un agravio, y así que volví a la cama sabiendo que, enfadado a ratos y con pena otros, tardaría mucho en dormirme, y de hecho despierto me descubrió el final de la fiesta, sonido de portazos, y, en el silencio —casi las cuatro de la madrugada– un nuevo polvo, que me pareció más dominado por el cansancio que el placer. Me pregunté —vete tú a saber la razón— si Antonio se quitaría las gafas al follar, y al terminar ella se levantó y fue al baño, yo a su lado también, y la escuché levantar la taza, su pis, recordé las palabras de Antonio y no quise escuchar más, así que de rabia cerré con fuerza la puerta de mi baño, un portazo que era imposible no les hubiera podido alcanzar, luego cerré también la puerta del salón, y me tumbé por fin en el sofá azul del salón, frente a la duermevela de los aparatos electrónicos —lucecitas rojas, como un portal de Navidad futurista—, traté en vano de leer, así que tuve que volver una y otra vez al mismo párrafo, me levanté nervioso, como un león enjaulado, abrí la bandeja del cd, allí estaba Wagner, arrancó Lohengrin a un volumen discreto, pero en mi cabeza, como una película mal montada, comenzó a sonar también la voz de Manolo García, sus pájaros de barro que echaban a volar -aunque los desgraciados siempre vuelven-, y, como todo en esta vida, cuatro y media de la madrugada, no supe si aquello que escuchaba en mi cabeza, el cisne de Wagner y el pájaro de Manolo García, era realidad o ficción.

Black Friday (tres microhistorias)

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1

En el Auditorio Nacional de Música de Madrid, los acomodadores son contratados a través de una empresa de trabajo temporal. Temporal. La palabra disuena cuando su función es eterna: ubicar a melómanos que allí acudimos —envejecemos— a perpetuidad. La explicación, ya se sabe: esa falacia de la flexibilidad.

Los acomodadores cobran poco más de cuatro euros por hora trabajada. Conozco esta información después de charlar en el intermedio del concierto, mientras devuelvo una copa de cava, ya vacía, a una camarera. Descubro entonces, culpable, una coincidencia aritmética: me acabo de beber, casi de golpe, una hora de trabajo.

2

Fausto llegó hasta la prueba final de un largo proceso selectivo. Licenciado joven, inteligencia despierta, brillante expediente académico, causó una impresión positiva a la seleccionadora. Ésta, de inmediato, decidió su contratación. Fausto, alegre, preguntó las condiciones económicas. La seleccionadora se las detalló. Fausto, triste, añadió entonces el prefijo in a su nombre. Infausto. Entre el asombro y la pena, no daba crédito a la oferta: había escuchado mal, y de ahí que pidiera a la mujer que, si era tan amable, le repitiera las condiciones. La seleccionadora asintió y repitió, idénticos, los términos: Fausto, infausto, había escuchado bien. Fausto perdió entonces el prefijo in, y se convirtió en el Fausto literario, héroe de un drama. Suspiró, volvió a suspirar, se levantó. La seleccionadora le dijo, en un intento por retenerle: Fausto, tienes que enfocar este trabajo no desde una óptica económica, no, sino, más bien, por la vía de todo lo que, gracias a él, vas a lograr aprender. Será para ti —añadió la seleccionadora— como un máster remunerado. Mi amigo, licenciado joven, inteligencia despierta, brillante expediente académico, se dio la vuelta, cogió su abrigo. Antes de cerrar con suavidad la puerta, le respondió: vete a robar a tu puta madre. Y se quedó con el gusto último del punto y final.

Muchas veces pienso en Fausto. En las respuestas que deberíamos dar, y no damos.

3

La carretera 192 de Florida es un atasco perpetuo: su asfalto conduce hasta Disneyland y numerosos parques acuáticos. Cerca de Kissimmee, en un McDonalds de un área de servicio, Germania trabaja cada noche por diez dólares la hora. El mismo puesto es pagado cincuenta céntimos menos durante el día. Le gustaría cambiar de turno, un trabajo diurno, pero necesita esa diferencia para sobrevivir, y también de un segundo trabajo que desarrolla durante las mañanas, vendiendo rosquillas en un Dunkin Donuts. Se podría decir, para explicar su drama, que el marido desapareció y le dejó tres niños cuyas edades, en un saco, no pesan más de quince años. Se podría también decir, entonces, que ninguna puerta de ninguna administración ayuda a personas que sufren su drama.

Germania es el epítome de la realidad americana: la prueba de una tasa de paro asombrosamente baja, y de un nivel de vida próximo a la pobreza. Germania necesita de dos trabajos para que su vivienda —un motel que paga por días— se lleve tres cuartas partes de su salario. Se levanta y vive debajo de unas ojeras, agotada, sin ver la salida. Es obesa, fuma, le duele siempre la cabeza.

En el documental donde nos cuenta su historia, preguntan a Germania qué opina del sueño americano. Sonríe, y la cara se le arrasa de tiempo. Habla entonces con la seriedad de un sentenciado, y en sus labios -sorpresa- nos dice: sí, por supuesto que creo en el sueño americano, y por eso que pienso que todo esto que ahora estoy pasando, el mantener a mis tres hijos pequeños, trabajando por las noches y por las mañanas, en dos empresas a la vez, todo el cansancio, los salarios míseros, la vida vagabunda de un motel a otro, todo ello tendrá un final, y sueño, sí, claro que sueño, sueño con que las cosas irán, algún día, a mejor.

Todo tendrá un final, todo, algún día, irá a mejor, me repito. Las palabras de Germania son una manera dolorosa para definir su vida, también la de los acomodadores del Auditorio, también la de una puerta -Fausto se marcha- cerrándose con suavidad.

Paraíso de trampas

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Lo que más me descoloca en Trump no es tanto el contenido de su discurso sino su desprecio a cualquier corrección política. Su actitud se magnifica por dos razones: por la oratoria excelente de su antecesor, Obama y porque Trump ignora esa obsesión contemporánea por la contención, por la búsqueda de la palabra exacta, por la medición precisa de las consecuencias de todo lo que uno dice o, más bien, publica.

En esa búsqueda actual de la perfección léxica hay, del lado de quien escucha, un fondo osado de hipocresía: queremos ver en los políticos aquello de lo que, nosotros, carecemos. Es algo positivo que los ciudadanos aspiren a gobernarse bajo figuras modélicas, a las cuales se les exige un comportamiento ejemplar. Preocupa sin embargo que nos indigne el comentario desbarrado de un político, pero, al mismo tiempo, en nuestros labios, lo crucemos con tantos otros de idéntica o peor índole. Si la valoración de aquellos a quienes juzgamos no va acompañada de un comportamiento honorable por quien habla, caemos en el riesgo de proyectar en la realidad sólo aquello que nos enfurece, que nos hace la vida infeliz y problemática: ladrar desencantos. Como demonizar es gratuito, como arreglar un daño es imposible, la acusación es una llama fácil para diseminar los odios. Nos escandaliza lo que alguien dijo en un pasado que, tal vez hoy, resulta lejano, pero, sin embargo, nos extraña bien poco ser incoherentes, quedarnos al margen de lo que esperamos de los demás. Somos una cosa, pero la otra, que también es nuestra, la borramos, como los rastros recientes de búsquedas por la red. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Somos los que acusamos a los demás, en actitudes públicas de transparente indignación, o los que escondemos, por miedo o confusión, nuestros pasos recién dados? Si estamos llenos de incertidumbre, ¿cómo podemos criticar con tanta fiereza la imperfección que, también nosotros, portamos?

En la actitud de Trump, curiosamente, no existe doblez, no hay un yo y su contrario, sino una indiferencia hacia las consecuencias de aquello que dice o piensa. Trump sabe que, de sus rivales, no puede venir lecciones de ejemplaridad, preocupados en averiguar su verdadera identidad, en saber lo que dicen y lo que borran. Los que votan a Trump, anestesiados por la realidad agotadora del capitalismo, están cansados de la palabrería hueca. Cada mañana el sonido del despertador, el atasco, los objetivos inalcanzables, el cansancio, les recuerdan una tragedia invisible: el mundo se divide en clases, y ellos no están arriba. Los políticos les han dado la espalda. Es aterrador comprobar que, en distintas democracias, lo que se gestiona es un estancamiento: un poso de odios antiguos que remueve las cloacas del pasado, que ensombrece el presente de quienes, recién llegados, se embadurnan rápido de idénticas miserias, y que hace del futuro un lugar inhabitable, donde ninguna hipótesis es ya hermosa.

Por eso que no veo sorpresa en la victoria de Trump: para el ciudadano americano que agota su vida bajo el zapato global del capitalismo, que madruga y trabaja y regresa a su casa y vuelve a madrugar y a trabajar y a regresar a casa, la palabrería florida de la corrección hace tiempo que perdió su contenido. En una era dominada por la revolución tecnológica, donde los cambios son visibles e imparables, porque se suceden, cada año, en nuevos modelos de teléfonos, la esfera política transmite una imagen monolítica y de podredumbre. Por esa falsa sensación de libertad que dan las redes sociales, no advertimos que nuestra felicidad es un agotamiento, un sueño brevísimo de fin de semana. Agotados por las rutinas, por las tareas pendientes, nos cuesta advertir aquello que se anuncia frente a nosotros: indivisible al mundo de las multinacionales y sus exenciones fiscales, existe una burbuja de millonarios, fortunas inmensas como las de Trump, para quienes la incorrección política es antes una manera de protegerse de los demás que de proteger al resto, a todos los que cada día, hartos pero sin voz, cogen el autobús en itinerarios inmensos, a todos los que carecen de acceso a la sanidad, la vivienda o la educación. Dicen que uno es demagógico si habla en estos términos: la realidad, es bien cierto, nunca ha sido más desigual, y por lo tanto demagógico es su análisis. En esa burbuja, oasis de privilegios, habita Trump y una corte aún desconocida de fortunas. Trump, en su desvarío verbal, ha roto la protección que otros políticos persiguen en cada una de sus declaraciones. A diferencia de Rajoy, Trump no necesita el escudo de pantallas de plasma. Él quiere estar allí, quiere que le vean, quiere hablar. Para Trump el lenguaje no sirve de protección, porque no conoce enemigos. Para Trump el lenguaje es un mecanismo de acción. En su populismo de foro cibernético se llega a la conclusión terrible de que el sistema no funciona cuando el que lo dirige se permite reírse de él, todo dentro de una mediocre normalidad democrática en la que sólo puede aspirarse, como mucho, a un discreto reformismo.

Nos quedan los sueños: nos queda un cambio político que es primero necesario y luego revolucionario, una destrucción del orden de hoy hacia uno nuevo. Pedir que las empresas paguen impuestos, que el rendimiento del trabajo no puede costar más que el societario, que hay derechos fundamentales que respetar, en especial el de conciencia y expresión, que un Estado debe siempre defender lo singular y minoritario, o la importancia del ejercicio de la crítica y su control, no deberían ponerse jamás en duda. Sin embargo ocurre todo lo contrario, y nadie habla de ello, porque quienes hablan, o más bien aquellos a quienes se les escucha, se aterran al escuchar la palabra cambio. Todos los demás somos, ay, una masa homogénea de culpabilidad, y también culpable, porque estamos demasiado enredados en la telaraña social que nos lanzan las pantallas. Nuestra identidad está en duda, y por eso que pasamos la vida creando perfiles de otros yoes para, acto seguido, borrarlos de nuestro pasado. En esa confusión todos somos desconocidos de nosotros mismos, e interactuamos con otras identidades alienadas. Como no queda alternativa, todos, de carne y hueso, seguimos cogiendo autobuses por itinerarios infinitos, arrastrando un agotamiento que es individual, terriblemente individual, pero celebrando con likes una suerte de camaradería social, vagamente feliz. De ahí que, a ese trabajador americano, le admira y seduce la crudeza léxica de Trump, porque, a su entendimiento, y al de posiblemente muchos de sus millones de votantes, Trump ha destapado por fin los intestinos del sistema, ha tenido los arrojos de ser un político que mande al carajo ese empeño contemporáneo de proteger, con palabras, una realidad traumática, aquella con la que, cada mañana, ese trabajador y tantos otros se levantan. Lo trágico es que sus votantes hayan ido a buscar la solución de quien gobierna esa realidad, y con cuyo pie les aplasta. Lo trágico es que, del lado de los perdedores, su premio de consolación sea suponer que su horizonte de vida no hubiera sido muy distinto en la práctica. Idéntico autobús, idéntico cansancio, idénticas paradas. Unos y otros, es decir, todos, sabían que cualquier opción era mala: cansados de ese viaje infinito, sin fe alguna en el valor del voto, las democracias se resquebrajan cuando nadie decide pulsar el botón y solicitar que la realidad, por un instante, sea parada, analizada, vuelta, nuevamente, a arrancar.

Dos datos:

La participación en estas elecciones fue la más baja de los últimos doce años.

La desigualdad extrema en el mundo está alcanzando cotas insoportables. Actualmente, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el 99% restante de las personas del planeta. El poder y los privilegios se están utilizando para manipular el sistema económico y así ampliar la brecha, dejando sin esperanza a cientos de millones de personas pobres. El entramado mundial de paraísos fiscales permite que una minoría privilegiada oculte en ellos 7,6 billones de dólares.

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Nada de fútbol hoy

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Me despierto en medio de un sueño en el que las tuberías de mi casa transportan agua sin cesar. Es la lluvia que cae afuera. Ocho y veinticinco de la mañana. También cae del cielo, hoy miércoles, un regalo inmerecido: es día de fiesta. Recuperar el placer olvidado de que lo cotidiano se haga tranquilo: ir al baño, ducharse, tomar el café, leer. Todo a cámara lenta, como una repetición deportiva, movimientos vegetales, aunque en la cabeza, siempre, siempre esa odiosa sensación de que la vida nos pide acción, resultados, y por lo tanto urgencia.

Los días de lluvia se han convertido, con los años, en un fenómeno singular. Uno los recuerda con temor cuando era pequeño. Entonces, de niños, vivíamos pegados al suelo, como una felicidad de agricultores. Llover significaba que nuestro campo de fútbol se abría en estrías: las torrenteras se llenaban de fango, el balón daba volteretas, había que driblar a los contrarios, a los charcos, y, no menos importante, a las madres. Las madres: por un algún motivo, desconocido hasta hoy, tenían pánico a la lluvia, y, con un brazo autoritario, nos prohibían jugar al fútbol, a casa, venga, a casa, y sin protestar. Nos preferían tener encerrados en la habitación, como leones enjaulados, comiendo dulce a deshoras, subiéndonos por las paredes, mirando al aburrimiento por las ventanas y al cielo para que dejara de llover.

Al despertarme hoy por la lluvia, he saltado hasta la niñez, a un año cualquiera, un 1988, cuando tenía diez años, y he visto de nuevo el balón junto a la cama, la mochila abierta, los deberes pendientes. En este vuelo de la mirada parece que lo más fiel al pasado son los sonidos. Todo cambia, todo, salvo los sonidos: suenan igual las cisternas, la lluvia, la ducha, las cafeteras, también suena idéntico el péndulo, ceremonioso, del reloj de pared. Las parejas, las parejas también hacen los mismos ruidos en la cama, ahora mismo, detrás de mi pared, que podría ser una pared de 1988 o de 2016. Por eso que los sonidos, que están fuera del tiempo, olvidan que la realidad cambia, siempre cambia, y por eso que duele escucharlos, porque ignoran las ausencias. La de las personas, la de la lluvia, la del balón junto a la cama.

Me pongo las zapatillas: también suenan idénticos mis pasos. O eso creo, porque la memoria es un chicle, y la mascamos a nuestro interés, adaptándola a lo necesario para cada instante. Pero sí, sí creo que suenan siempre idénticos nuestros pasos.  Me pregunto por qué nunca nos habrán grabado, cuando niños, el sonido de nuestros pasos, y también nuestras voces, y el sonido que hacíamos al toser, al estornudar, al reír. Puede que la culpa la tengan las imágenes, está claro, que hace ya tiempo ganaron la batalla. En fin. En el espejo, como un bofetón, se actualiza el calendario: ¡cómo que 1988, idiota! Hoy es el día de la Hispanidad del 2016. Casi nada: 2016. El año me lo confirma el cansancio de los ojos, la sequedad en la piel, el pelo débil y menguante, como un mar en retirada. Hago café, en el váter acabo de leer un libro. Alguien tose detrás de la pared, luego una radio que se enciende: la lesión tendrá al jugador merengue apartado, al menos, seis semanas de los terrenos de juego. Seis semanas de lluvia, seis semanas de madres diciendo no, seis semanas de sonidos idénticos.

En la calle sigue lloviendo.

Bucles

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Lo repetido es maravilloso. Repetir no significa volver al pasado, sino más bien buscar la huella que el pasado dejó dentro de nosotros. Pasar de nuevo unos días en Ariège es como acudir a un chequeo médico anual. Una radiografía de luz que busca, entre las tinieblas del cuerpo, su espejo. Un estetoscopio de silencio que busca, en el ruido de nuestras vidas, un silencio idéntico. Repetir la visita a Foix, repetir las callejuelas de Saint-Lizier, repetir las compras de Saint-Girons, repetir el panorama de Seix, repetir la vuelta al lago de Bethmale, es volver a lugares conocidos, y sin embargo nunca idénticos.  Los lugares mantienen el mismo nombre, pero allí termina su parecido: nos reciben cada vez de una manera diferente, porque nosotros, al mirarlos, tampoco somos nunca los mismos, y por eso que nunca son idénticos. Envían una luz, iluminan hacia un lugar interno de nosotros que ya alumbraron: se llama memoria, nunca es idéntica, y siempre hay un color que no miramos, una luz que se inclina de distinta manera. En su invasión, los recuerdos advierten sueños distintos. Sólo algunos detalles —una carretera que se amplía, las obras de una mediateca, nuevos mapas publicitarios en los comercios—, advierten que la realidad, esa que observamos y que se identifica dentro de nosotros, cambia.

Algo cambia. Indicios de un mundo nuevo. Si miramos al suelo, se confirma la idea. La infancia, en miniatura, se va llenando de tiempo: un niño de labios bilingües, que nos habla y besa en todos los afectos posibles. En la infancia sólo existe el presente, pero incluso entonces, casi de manera imperceptible, se están gestando repeticiones futuras, futuros chequeos médicos a una realidad adorable. En el niño que cae y se levanta y cae y se levanta hay una promesa ya de regreso. También él, en miniatura, se está reconciliando con los recuerdos. Cada de uno de sus visitas será distinta, porque la alumbrará con los anhelos de cada instante: ser más grande, jugar mejor al fútbol, alcanzar un amor, viajar, ser controlador o piloto o músico o escritor. En cada uno de sus regresos, tal vez sin saberlo, irá a buscar la miniatura de sus recuerdos.

Ni la naturaleza es fija, ni tampoco nosotros, que la observamos. En qué grado nos viene la felicidad por lo idéntico o repetido, y en qué grado por lo reciente, por lo que, con ligereza, cambia, es un misterio: el conjunto, lo que uno reconoce como un todo, es un goce desbordante que escapa a las palabras. En esa felicidad de las rutinas a las que uno, con libertad, se entrega, hay algo doblemente positivo: la certeza de que, tal vez por azar, eligió bien una primera vez, cuando todo era aún nuevo y no había ni luz ni repetición ni infancia ni recuerdos; pero, además, la alegría futura de anticipar, antes incluso de marcharse, el regreso. Futuros chequeos médicos. Así que, de vuelta a Madrid, cuando en el retrovisor van quedando atrás los momentos de lectura, barbacoa, silencio, los paseos por el campo, las conversaciones y el vino, uno se mira en el espejo, y el espejo le sonríe, iluminado por la luz amplia e infantil de los Pirineos. Una luz que le espera ya de regreso, y convertirse, rutinaria, en alegría reconquistada.

Un hombre al margen

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¿Qué nos define ante los demás? ¿Nuestras palabras, o nuestro silencio? ¿Lo que mostramos, o lo que escondemos? ¿Lo que decimos, o lo que dicen de nosotros? Y en nuestra vida digital, en nuestra vida frente a la pantalla, ¿quiénes somos? ¿Somos el registro visible de búsquedas en la red, o el rastro que hemos eliminado? ¿O bien somos ambos registros, es decir, una parte cómoda, porque es socialmente aceptada, y otra que nosotros mismos censuramos? ¿Y si esa zona de sombra sale algún día a luz? ¿Cómo responderá el entorno a un yo que guardábamos en silencio? ¿Cuánto tiempo nos castigará la sociedad por todo aquello que quisimos callar, y no logramos? ¿Cómo reaccionaremos nosotros mismos a esa revelación no deseada? Y aún más grave: ¿y si lo que se exterioriza, por accidente o por intromisión, no somos nosotros, porque nosotros no somos solo esa parte, o no somos ni siquiera esa parte, o ya no somos ni siquiera esa parte?

Alexandre Postel es un escritor francés. Ha ganado en 2013 el premio Goncourt de primera novela con Un homme effacé, traducida al español como Un hombre al margen. He tenido la suerte de una lectura perfecta: la sola recomendación de la obra por dos amigos, la descarga desde Amazon, el submarinismo dentro de la historia. Pero cuando preparo estas líneas, buscando también ser trampolín para nuevos lectores, descubro con terror que las sinopsis revelan contenidos bien avanzados de la novela. Por si esa destrucción no era suficiente, en la reseña de Babelia el chivatazo vuela casi hasta el punto final. Hay críticos que quieren demostrar de todas las maneras que se han leído la novela, lo cual multiplica aún más las sospechas de su profesionalidad.

Por eso confío que mi párrafo inicial sirva de puerta a la lectura. Y que la lectura se desnude ella sola, con la sorpresa de lo que espera ser contado. Sirvan además algunos rasgos de estilo que considero deben mencionarse de esta obra: Alexandre Postel opera con el número preciso de situaciones y personajes, sin multiplicaciones innecesarias. Una economía de recursos que recuerda a Camus, y que aleja la obra del esquema policiaco habitual. No es además una novela policial porque la motivación psicológica, y su reflejo social, son más importantes que el propio desenlace. Como un espejo cóncavo, la imagen de lo contado es más grande que el tema, y ahí radica la mayor virtud de la obra. Un homme effacé escandaliza porque la pesadilla del personaje está en nuestra mano: también nosotros podemos tocar su culpa, multiplicarla o, inútilmente, tratar de borrar el rastro. En cada página alzamos la vista con terror: el protagonista podíamos ser nosotros. Porque nosotros somos ese reflejo ampliado de la obra. Un argumento actual e ingenioso, enfocado con parquedad de medios y desde un tejado social. Un enfoque social, pero la novela no es solo social. Una trama policial, pero la novela no es solo policiaca. Un enfoque sobre la culpa, pero la novela no es solo psicológica. Un homme effacé es el vuelo de luces distintas contra el mismo lugar, un espacio iluminado y que hace interesante la lectura.

La intromisión de elementos innecesarios, sobre todo en la segunda parte, Les jours féroces, limitan el impacto de la obra, generando un cierto desencanto en la revelación terminal. En Les jour féroces el autor parece preocupado porque su obra carezca de propósito. Olvidando que en la primera parte la zozobra había sido su principal virtud, y aterrado él mismo al ver la solapa de su obra, la improvisación y lo fortuito dominan este segundo tramo.

Con todo, no deja de ser una novela admirable, que invoca la reflexión del lector, que le hace atravesar diferentes estados de ánimo, diferentes pensamientos. Una obra que sobrevive y se agranda en el espejo cóncavo de nuestra mirada, y sobre ella, con la cualidad de un friso, la misma pregunta inicial: ¿quiénes somos? ¿Somos aquello que decimos o aquello que, por inmoral, callamos? ¿Somos el examen de los demás, o la prohibición de nosotros mismos?

Arias de París

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Coincidencia: las dos óperas que he escuchado en París fueron escritas por Verdi. Hasta ahí el parecido. Una fue Falstaff, la segunda Aida. Una, observada incómodamente, de pie, en lo alto de la sala, y por apenas cinco euros. La segunda gozada cerca del escenario, en un asiento extensible que se abre, como una solapa, sobre el pasillo del patio de butacas, y pagada con alegre premeditación. Falstaff es la ópera que se disculpa de Verdi porque la escribió Verdi. Algunos críticos apuntan a que, en su partitura, ya se advierte el declive mental de su autor. Aida, por el contrario, es una explosión en cadena de arias, de cambios de escena, de proezas vocales. Una fiesta. Además, el libreto convence: hay —cómo no—, un amor imposible y un final trágico, sin reconciliación de contrarios. Pero la obra plantea otros temas interesantes, centrados en las difíciles relaciones entre el orden militar —es decir, político— y el ámbito privado, y también las relaciones entre un pueblo conquistador y otro conquistado. Binomios que tienen una siniestra traslación en lo que ocurre fuera de la sala, un París que duda sobre su identidad en cada esquina, y en cada esquina un policía, que se pregunta cómo reaccionar a lo que le está ocurriendo. Olvidados los motivos para matar, uno no sabe dónde está la inocencia, dónde la culpabilidad. Todo parece posible cuando se vive un mundo de locura. Todo parece justificado porque, en la ilógica humana, cabe todo. Los soldados egipcios del escenario, con sus fusiles de plástico, apuntan al público. Al instante, elipsis, celebran la victoria sobre los egipcios. El público, si piensa lo mismo que yo, pero multiplicado en filas y en columnas, queda confundido: ¿debemos festejar cualquier liberación de un territorio si la misma pasa por derramar sangre?

En esa duda multiplicada salgo de la obra de arte y regreso a la ciudad, con el aturdimiento que produce el mundo real. Los pasos me van introduciendo en la noche. Hay una urgencia de felicidad en el tráfico, y los teléfonos móviles iluminan caras y ojeras de sus usuarios. Comparada con mi visita de dos veranos antes, Falstaff versus Aida, encuentro ahora en París menos ciclistas, menos cigarrillos electrónicos, idénticos coches, más calor y más turistas. Mi hotel está en Charlonton. Tiene el suelo enmoquetado, una cama amplia, una cocina con una nevera ruidosa. La ventana, multiplicada por dos, abre a un bulevar periférico de ocho carriles.

En la mañana del sábado, la sombra tras los carriles resulta ser un cementerio, y al otro lado de la avenida descubro un parque amplio. Salgo a correr. Qué felicidad moverse sin destino por ciudades desconocidas. Cada zancada es una promesa cumplida de ejercicio y tiempo libre. Al regresar al hotel para ducharme, me cruzo con niños con quipa que salen de una mezquita, bajo la mirada atenta de la Guardia Republicana. En un supermercado Simply compro gel de coco, queso de cabra y vino. Ah, y pasta de dientes, que también se me olvida hasta escribiendo. Cojo un metro, me bajo en Chatelet, camino por la rue de Saint Honoré. El Marais continúa siendo un dédalo de calles que esquivan, hasta ahora, a las grandes cadenas mundiales. Amancio Ortega aún no ha pisado, con sus pies gigantes de millonario, la singularidad hermosa de este barrio. En un mercado al aire libre la gente —y uno mismo— aguanta estoica, durante más una hora, para comerse un sándwich, que sabe de maravilla tanto por su relleno como por lo cansado de su espera.

Oscurece. De noche, París celebra su bandera. Focos estratégicos la proyectan por las esquinas. A medida que me alejo del centro, camino del hotel, se van cerrando los últimos comercios. Hay una hora en París tras la cual sólo se puede comer kebab. Me cruzo con un policía: a oscuras su fusil podría ser auténtico o no. El mundo a oscuras tiene algo de irreal. Próximo al hotel tropiezo con un bistró abierto. En la acera hay esa confusión parisina de mesitas circulares. Uno se pregunta qué ejercicios acrobáticos deberán estudiar los camareros para trabajar allí. No ahora: al acercarme compruebo que el local esta vacío. Suena una canción que no escucha nadie salvo yo, me quedo un instante, la reconozco. Francoise Hardy: A quoi ca sert? Sonaba en Jeune et Jolie. Escucho: Comme on n´est pas très malheureux, on oublie qu´on n´est pas heureux (Como no somos muy desgraciados, olvidamos que no somos felices). Ya en el hotel, me tumbo junto al rumor del tráfico. La nevera ronca y mi brazo inerte se abraza a ocho carriles de tráfico. Los párpados también se acuestan, y observan la mirada de piedra de las lápidas. Antes de dormir, me siento más cercano esta ciudad. Creo que la conozco mejor, y por eso que la amo más. Como las coincidencias suelen no tener freno, me pregunto si será Verdi, de nuevo, quien me haga volver aquí.

Muerte es una palabra de seis letras

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(Al año del fallecimiento de mi abuelo materno)

M de mayor
La gente mayor solo existe en la conversación menguada con los demás. Y los demás son cada vez menos, y cada vez más sordos, porque los demás también son más viejos. Por eso que los mayores no fallecen ni de septicemias ni de fallos multiorgánicos ni de neumonías. Fallecen de silencio.

U de ubicuidad
La muerte está en todas partes, solo que a veces, para vivir, la dejamos a un lado. Cuando entro en la sala donde está muy abuelo hay una mesita alta, y sobre la mesita un periódico local. El titular dice: Canarias seguirá un año más sin plan de salud. No solo la muerte está en todas partes, sino que a veces se confunde y visita dos veces el mismo lugar: la muerte de cera, real, y la muerte en letras negras, anunciada.

Bajo al bar del tanatorio, pido un barraquito. Leo las conjeturas que el Marca hace sobre el final de la liga de fútbol. Porque he dormido poco las dos noticias se hacen un ovillo en mi cabeza. Tendemos a pensar que la verdad es siempre disyuntiva, así que me pregunto cuál de las dos noticias tiene razón. Tras beber la lucidez del café, me preguntó más bien cuál de ellas acertará antes en lo informado. Será por darle vueltas a estas cosas en un tanatorio, pero concluyo que todo acaba sucediendo, todo es verdad, y por lo tanto la verdad, como la muerte, se resume a una cuestión de tiempo, y está dotada de ubicuidad. O dicho en otras palabras: Madrid y Barcelona seguirán repartiéndose las ligas, y Canarias continuará sin plan de salud a perpetuidad.

E de espejismo
Me cuesta pensar que la persona que observo es la misma con la que hablé hace apenas dos meses. La misma persona que ahora está en un sótano, la misma persona que es levantada por dos grandullones y depositada con suavidad sobre una mesa metálica. Esperan a mi consentimiento, no hay alternativa, y por lo tanto asiento. La mesa avanza sobre unos rieles hacia una pared. La pared se abre, se cierra.

R de rabia
¿Cómo se ha podido llevar Dios a una persona tan buena?, se lamentaba con enojo mi abuela cuando falleció su hermano. En un acto de penitencia inversa, mi abuela tomó la decisión de abandonar la fe en Dios durante una semana. Cumplió su palabra. Si el perdón se cuenta por oraciones, no debería sorprendernos que el castigo también entienda de números.

T de teléfono
Como estamos en España, y solo hablamos en mayúsculas, escucho con facilidad las conversaciones de otras salas. Los familiares se relatan la manera en que recibieron la noticia. Concluyo: pasamos mucho tiempo en los bares, y la muerte siempre se anuncia por teléfono a alguien que está lejos. O lo que es lo mismo: morimos, literalmente, solos.

E de esperanza
En la recepción del tanatorio una pantalla informa de las salas que están ocupadas, el número de la misma, y el nombre del fallecido que la ocupa. Bajo esa pantalla nos recibe un mostrador vacío. Sobre el mostrador, con la pantalla al fondo, un cartel metafórico: volvemos en breve.

La inmortalidad

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Nikolaus Harnoncourt falleció el sábado 5 de marzo de 2016. Tenía ochenta y seis años. Por una coincidencia casi póstuma, había estado escuchando, en el coche, su grabación de las tres últimas sinfonías que Mozart escribió tres años antes de su muerte, y en las que Harnoncourt encontraba resonancias que justificaban considerarlas como una única obra, el resultado de un solo plan al que bautizó como Instrumental Oratorium. Con todas las objeciones que se le puede hacer a esta hipótesis, y asumiendo que el director buscaba el debate antes que la afirmación, el disco que resultó fue una fiesta: las partituras están ejecutadas de manera admirable por Concentus Musicus, con una intensidad que hace de cualquier compás el último. La calidad del sonido es deslumbrante, y consigue silenciar las impertinencias mundanas del tráfico o el goteo terrible de Whatsapps.

Qué raro se hace hablar en pasado de alguien que, habiendo superado con éxito la alienación del día a día, de las rutinas, de las tareas pendientes, ha logrado elevarse sobre sí mismo, apoyado en un talento, y regalarnos su arte, tan lleno de genio como de oficio. La creación verdadera se nos antoja siempre como un regalo, como un bien gratuito, pues somos incapaces de cuantificar o pagar la felicidad que nos transmiten. La creación verdadera está dotada además de una cualidad de permanencia. Por esa virtud de continuidad, la muerte de Nikolaus Harnoncourt es apenas una cuestión física, casi sin importancia: su talento pervive en los discos, que pueden seguir, y seguirán siempre, girando. Más de quinientas grabaciones que esperaban ponerse en movimiento, como semáforos en luz roja. Esa tal vez es la función del arte: hacer tiempo fuera del tiempo. Pensando en ello hoy me ha venido el recuerdo de unas palabras de Arthur Miller que leí a propósito de Death of a Salesman (Muerte de un viajante), y que dicen así: «la vida carece de forma. Sus interconexiones están ocultas por lapsos de tiempo, por sucesos que ocurren en lugares separados, por las pausas de la memoria. El arte sugiere o hace palpable esas interconexiones».

Cuando vuelva al coche, encienda el motor, suene la grabación de Mozart a cargo de Harnoncourt, pensaré que compositor y director siguen vivos, y que yo formo parte de una idéntica pasión compartida, con la felicidad rara de las fiestas a las que uno no sabe muy bien por qué ha sido invitado. La grandeza de la cultura, en el lado del goce, tiene algo de desigual: uno recoge el fruto más puro y, como en todo lo bien hecho, no encuentra por ningún lado rendijas del esfuerzo que hay detrás. En ese equívoco caen muchos aficionados, que desconocen e incluso desprecian el andamio de trabajo de un creador. Un esfuerzo de realización, de lucha intensa contra los muros del tiempo. El mismo Harnoncourt decía que las grandes obras de la historia, las de Mozart, sí, pero también las de los escultores griegos o las de Leonardo da Vinci, no tenían edad: estaban siempre vivas, como recién creadas. Artistas donde el tiempo no desdibuja su obra ni muestra siquiera un aviso de despedida. Artistas que son siempre presente, porque han logrado retorcer la monotonía de los calendarios, callar el ruido de los problemas sin importancia y, con su esfuerzo y dolor, alumbrar mi camino, y el de otros muchos, de romántica alegría. Un camino hacia la belleza, que deslumbra de tal manera que hace olvidar el trayecto que han recorrido, los pesares y renuncias que han tenido que abordar a su espalda. Un camino hacia la belleza, impagable por quien lo goza. Un camino hacia la belleza, y por lo tanto un camino hasta el borde de la tragedia. Así fue tu vida. Gracias.

https://www.youtube.com/watch?v=zK5295yEQMQ

El desconcierto de la curiosidad

Ferruccio_Busoni,_Vienna,_1877

Tener la valentía para desviarse de los cauces del repertorio, dando la espalda a los tótemes que decoran los frisos, que nos observan desde sus bustos de mármol, adentrarse en un bosque de sonidos desconocidos, de ramas que son pentagramas y frutas que son notas, tener la decisión y la habilidad de avanzar entre música nueva, en una búsqueda guiada con la ayuda de un sismógrafo llamado curiosidad, y finalmente detenerse en un claro del bosque, allí es, agacharse, silencio, cruje el suelo, y en el suelo limpiar de tiempo una partitura, sonreír, guardarla en la mochila, y que ese tesoro, por un accidente de terquedad, valentía y optimismo, acabe en los atriles de la orquesta.

Los aficionados, pocos, que nos acercamos el sábado 20 de febrero al auditorio, sabíamos que sobre el escenario podía ocurrir algo maravilloso o lo contrario. Cuando uno se sienta en su butaca llamado por un programa e intérpretes conocidos, sólo cabe el aplauso: la adhesión inmediata a una obra mentalmente memorizada y de la que nuestro cerebro musical exige la excelencia. Por ese muro de expectativas muchas veces ocurre que lo que debería ser un triunfo no lo es, como me sucedió recientemente, también con la OCNE, escuchando la Sexta de Brückner. Por ese misterio que era enfrentarse el sábado al concierto de Busoni, sin presiones canónicas, con una sensación privilegiada de exclusividad, y porque la obra hallada fue un acierto, el resultado fue un éxito. La orquesta sonó como una estampida cuando así lo exigía el director, y con precisión y control cuando lo pedían los movimientos más lentos. El joven pianista Vadym Kholodenko también parecía venir de una región desconocida, como si la partitura memorizada, de longitud bíblica, y equivalente a un temario de notarías, le hubiera obligado a encerrarse en ese mismo bosque dominado de sonidos, pero que nadie escucha, y por lo tanto silencio.

Después de más de una hora, el coro masculino del Cantico cerró el concierto. El techo del auditorio se llenó con un mensaje optimista, como protegiéndonos del exterior que nos esperaba. Ese regreso difícil de regiones celestes a un mundo de partidos de fútbol y aceras sucias, de hipotecas y sueños sin realizar. Pero dentro del auditorio vivíamos otra realidad, como habitantes de catacumbas. Todos los que coincidimos allí el pasado sábado, coro y orquesta y director y pianista de un lado, y el público en el otro, compartimos esa sensación rara de regalo inmerecido, de estar viviendo un asombro que, en sí mismo, era un momento último. Conscientes de que la obra había salido del bosque, y que cuando el sonido se marchara lo haría para no volver. Porque es muy posible que nadie vuelva a escuchar nunca en directo el concierto para piano y orquesta de Ferruccio Busoni. La partitura retornará al silencio de ámbar del bosque y quedará, en los que asistimos a tocarla, la alegría perpetua del recuerdo. Lo bien hecho suele borrar las huellas del esfuerzo, en este caso, el sudor de quien caminó por un sendero diferente, llegó hasta la obra, y la compartió con nosotros. Colocar nuevas partituras en atriles significa abrir las puertas a nuevas emociones, pero parece que muchos aficionados, ay, no se atreven a abrirlas. Por eso que sólo queda felicitar a quien busca explorar nuevos caminos, y animarle a que no cese en su valentía. Cuenta con nuestra curiosidad.

https://www.youtube.com/watch?v=FH60TO4egW04egW0

Un discurso

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Cuelgo el discurso que dirigí a mi hermana, Joaquín y todos los familiares y amigos, el pasado sábado 13 de febrero. Me hizo mucha ilusión compartir un día completo de alegría con ellos, con las niñas, con la familia y los amigos. Con los conocidos y los que no lo eran. Dio igual que lloviera: por un día no hizo falta mirar al cielo.

Este matrimonio civil empezó su trámite el viernes 9 de octubre del 2015, cuando me acerqué junto a vosotros hasta el Registro Civil de la calle Pradillo, e hice testimonio de que llegabais de propia voluntad y sin coacciones. Diré con humildad que fue un honor que me eligierais, por delante incluso de vuestro portero. En la copa de vino que nos bebimos luego, me hice una idea del enlace distinta de la que acabó siendo. Imaginé un enlace íntimo, sin apenas invitados, casi clandestino. No en vano me repetisteis entonces que no dijera ni una palabra a mis padres. El proyecto de vuestro enlace, en ese mediodía de octubre, era a mis ojos un acto administrativo que iba a celebrarse de una manera privada, sin ningún adorno ni celebración pomposa.

Al volver a casa, con la lucidez que sólo da el vino, me preguntaba qué os había movido a casaros en este momento. Fui incapaz de responderme. Llegaron las Navidades, y revelasteis la noticia a las familias y amigos. Puede que ellos también se hicieron la misma pregunta. Lo cierto es que, como en las buenas historias, los hechos dieron un giro. Mi idea del enlace se derrumbó. Me había imaginado a veinte personas en una casa de comidas, entre platos de embutido y ensaladilla rusa, abrazados, cantando el Que viva España, y sin embargo cada noticia de la celebración ampliaba el número de invitados, el volumen de los preparativos, el número de arreglos faciales, de reformas en los cuerpos, de extensiones, cremas, perfumes, postizos, andamios en el pelo, y quedaba en el olvido esa mazmorra culinaria que yo me había imaginado.

¿Por qué se descartó esa idea, y por qué otra súbita, nueva? ¿Estaba tal vez equivocado desde el comienzo? Creo que el cambio, si ocurrió, fue por nosotros y para nosotros. Al revelar la noticia a vuestros amigos en Madrid, en Zaragoza, en Barbastro, habéis tenido como respuesta una sonrisa idéntica, como un sólo abanico. Cuando os habéis mirado luego al espejo, puede que hayáis sentido el asombro de estar aquí, ahora, en Madrid, de haber anticipad incluso el momento de esta enlace, como quien vive un futuro, pero estar enamorado de presente. Sabéis que el amor pertenece al orden natural, como respirar, como dormir, como soñar, como planchar, o, siguiendo a Neuman, como colgar la ropa de una percha. Pero ser amado, sin embargo, es tan raro como colgar la percha de una ropa. En ese espejo grande de ciudades y amigos distintos, habéis visto que vuestra alegría existe. Que cada día, de mejor o manera, colgáis de una percha la ropa. Pero también sabéis que la alegría puede doler, que puede ser una cualidad incómoda, y que por lo tanto hay que ir a buscarla, y luchar por ella. Y cuando existe, celebrarla de manera compartida.

Por eso que hoy festejamos dos celebraciones: el enamoramiento, que tiene algo de insólito, de pasajero, de puente entre dos personas, y el amor como cualidad universal, que os rodea a cada uno, y os abraza a ambos. Sin tal vez daros cuenta, habéis querido sociabilizar vuestra relación con los demás. Por eso que nos reunimos todos hoy aquí, porque lo escrito tiene una cualidad duradera, y luego en un banquete excepcional, que hace olvidar mi imagen de la ensaladilla y los embutidos, pero que ratifica vuestra voluntad de contar a todos, de la mejor manera que sabéis, un sentimiento que os une. Me gusta la manera que habéis organizado la boda: siguiendo por un lado los cánones del gremio, porque justamente queréis dar testimonio de que lo inverosímil, que estar enamorado, es sin embargo posible, real, y por otro lado con una sensación de urgencia, de inmediatez, porque la felicidad, vista en los ojos de los demás, se os ha revelado como una llama: está llena de fuerza, y quema. No sólo dan testimonio de todo ello estas palabras, o las que aqui vayan luego firmadas, sino el amor abierto a dos nuevas vidas: Sofía y Laura.

Ellas también son hoy testimonio de vuestro amor generoso. La generosidad, Piluca, es la palabra que resume tu principal virtud. No he conocido a nadie tan desprendido con la gente a quien quiere, capaz incluso de pasar por alto alguna llamada donde un hermano le dice a otro que su coche ha quedado siniestro total. En todo lo que destacas lo llevas al extremo: tu generosidad, es impetuosa. Tu preocupación por la gente a quien quieres regresa a ti, afectándote o gozando aquello que a lo que los demás les ocurre. Todo en ti es fuerte, intenso, excesivo, y lo mueve un corazón de nobles intenciones. En tu órbita de generosidad estás tú, Joaquín. Me alegra saber que somos parte de un mismo tiempo. Te considero paciente, tienes buen corazón y empatía con mi hermana, que no es fácil, perdón, que no es poco. Cada sábado cuando voy a comer a casa de mis padres, me resulta lo natural verte allí, y me hace recordar la felicidad de las rutinas, de los sucesos excepcionales que, sin embargo, suceden y se repiten semana tras semana. Eres ese extremo de la mesa donde te sientas a comer, eres la ayuda a mis padres con asuntos informáticos, eres la botella de vino de Somontano que me sirves en la copa, eres la siesta breve en algún lugar de la casa, eres las historias de mi hermana o su contrapunto. Tú y ella habéis hecho de lo excepcional un tiempo común.

En resumen, todo este artefacto, primero administrativo, y de fiesta después, lo explica el amor. El amor es un acto de creación continua, un reloj al que hay que dar cuerda para que nos marque el tiempo. No hay que dejar pararlo, porque cuando el amor llega, como así os ha sucedido, no hay ningún instante que perder. Esa es la razón por la que habéis elegido compartir a lo grande el día de hoy: el amor observado en ese espejo de los demás, que tal vez os hizo cambiar el plan, porque en los demás os revelasteis felices, llenos de presente, y que os movió a enfocar vuestra luz hacia nosotros, como un reflector aéreo, y organizar con cariño una celebración civil amplia, propia y muy cuidada. No en vano civil, aparte de expresar lo que no es militar o eclesiástico, tiene también otro significado: civil es lo que es urbano, sociable, y atento. La determinación cariñosa con que habéis preparado este día, es una prueba poderosa de que esta palabra se aplica a vuestro objetivo. Y las palabras, aunque terminan ya por mi parte, son un mecanismo que no tiene freno. Sois el capítulo de una historia más larga, una ficción que merece ser hecha real, ser vivida y ser contada. Sois un asombro de felicidad perdurable, inverosímil, pero que está construida de presente y de realidad. No está el mundo para negarse a ser feliz, y por eso que debéis luchar por ello. Yo soy feliz, en una gran parte, como protagonista de vuestra historia, de vuestra generosidad y de vuestro cariño hacia mí. Cada uno de los que ahora están a vuestra espalda, es un destello de vuestra luz. Por eso que os animo a que sigáis haciendo de la rutina algo raro, excepcional, o lo que es lo mismo, que, enamorados, sigáis colgando la percha de la ropa.

Las flores de Christian Gailly

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Christian Gailly es un escritor francés nacido en 1943. Solamente Un soir au club (Una noche en el club, Anagrama, 2002), ha sido traducida a nuestro idioma. El resto de su obra permanece desconocida para los lectores de español. Un vacío editorial lamentable y que ojalá puedan cubrir pronto editoriales tan dinámicas como Acantilado o Libros del Asteroide.

La literatura francesa, especialmente en su corriente modernista, ha huido de la pedantería. La razón puede venir de que en Francia se lee mucho y, además, sobre temas muy variados. En Francia las librerías son grandes abanicos del gusto: en ellas podemos encontrar una sección policíaca bien nutrida de asesinatos, y junto a ella otra abarrotada de obras completas de autores clásicos. Lo sorprendente no es que ambas secciones existan, sino el vaivén de manos idénticas sobre los libros de uno y otro lugar: las mismas manos moviendo y leyendo historias opuestas, y las cajas registradoras como testigo último de esa disparidad. De ese amplio perfil de lectura se explica que, cuando un escritor adopta un rol ambicioso hacia su obra, debe estar seguro de lograr la excelencia en su empeño. ¡No hay alternativa! De lo contrario, su esfuerzo quedará en un ejercicio inútil de palabrería, y su obra ensombrecida en un pasillo entre la alta literatura, a la que su talento no alcanza, y la literatura de consumo, de la que sus propios recursos, tal vez brillantes aunque fallidos, le han alejado. Porque al final el lector, juez que se mueve y conoce ambos mundos, que disfruta de Voltaire pero también de Fred Vargas, descubre su medianía.

Christian Gailly, el autor que aquí nos ocupa, es consciente de que su literatura no debe ser pedante. Les fleurs, su quinta novela, arranca con un gesto cotidiano: dos personas que se cruzan en la línea de metro RER B de París, famosa por discurrir sobre la superficie en algunos de sus tramos. Una línea de metro, un vagón, y dos personas que se cruzan. Un hombre que va a visitar a un viejo amigo, y una mujer que va a comprar un recambio para el cartucho de su pluma. Con este punto de partida cotidiano y sencillo, casi un no argumento, Christian Gailly comienza su novela, y casi ni nos hemos dado cuenta.

Les fleurs es una obra breve, de frases telegráficas y medidas por un mismo compás; el texto se balancea musicalmente, y los pensamientos y emociones de los personajes van en vaivén, como siguiendo el ritmo de los vagones del suburbano. Esa sucesión de frases breves e idénticas hace que la novela parezca una caja de música. Más que leerla, hay que escucharla. Y el sonido envuelve. Uno mismo, acostumbrado a conseguir la felicidad tras el ruido de ocho miles literarios, ha descubierto en Les fleurs la belleza armónica del relato corto, bien construido, con monólogos interiores tan cotidianos como el hecho de cepillarse los dientes o bajar la bolsa de basura. Reflexiones que uno se ha hecho cuando mira desde la ventanilla de un vagón, cuando una escalera mecánica le devuelve la luz del día, y que en la pluma de Christian Gailly están llenas de autenticidad y de sencillez. Christian Gailly escribe muy bien,  y en su minimalismo sonoro cualquier algarabía cursi queda callada.

El libro se cierra con «Richesse visionnaire d´une écriture», artículo, también breve, de Jean-Claude Lebrun, y que explica algunas claves de la lectura que se nos han podido pasar por alto. Tras leerlo, uno ha aprendido otra lección imborrable: que bajo esa apariencia de sencillez se esconde una voluntad y un trabajo de poda. Tijeras contra las malas hierbas, contra las expansiones literarias y los callejones sin salida; una poda para que solo quede el hueso de la historia. La obra se llama Les fleurs por la belleza de su contenido, pero su estilo es más próximo a esas ramas desnudas que, en su brevedad, revelan de súbito, como una explosión, toda su existencia.

P.D. Esta reseña fue publicada en la web http://www.elbuscalibros.com

Chantarella: epifanía culinaria en Chamartín

Crumble de manzana

Como un regalo de Reyes Magos, he descubierto el restaurante Chantarella de Madrid un 6 de enero. Situado en Alberto Alcocer 32, Chantarella tiene su acceso a través de la calle Condes del Val, ocupando el mismo local donde, hasta finales de 2015, abría su cocina el restaurante asiático Tai Chi. Una amiga me informó del cierre de este establecimiento, cuyo recuerdo me quedará, ya definitivo, como el de un espacio acogedor y silencioso, donde se servía comida oriental muy rica (aquellos dados de solomillo de buey con salsa), de la mano de un camarero de abdomen cóncavo (¿dónde estará ahora?) y que, según mi padre, y dada la delgadez del mismo, no necesitaba de órganos duplicados para vivir.

Calidad y precio son aspectos que, por desgracia, no congenian en Chamartín, un barrio donde la hostelería, con demasiada frecuencia, persigue el lucro de los dueños y la ruina de sus comensales, donde el decorado, que incluye a la clientela, importa más que el servicio, y en resumen negocios que sólo miran la caja registradora y denigran, con demasiada frecuencia, la calidad de los platos. La calle Victor Andrés Belaúnde, muy próxima al lugar que comento, es un paradigma del capitalismo licuado en gastronomía: en un fenómeno de naturaleza paranormal nos encontramos, de manera sucesiva, tapas elaboradas con la apatía metálica de una cadena de montaje (Imanol), hamburguesas gourmet (es decir, carne de hamburguesa y factura de gourmet) en Muu Tapelia, cómo seguir de dieta (pero pagar como si nos la hubiéramos saltado) en Belaúnde 22. Bajando dos calles, hasta Príncipe de Vergara 291, nos tropezamos (literalmente: en verano invaden la acera), con ese absurdo social llamado El enfriador. El que aquí escribe o lo intenta asistió, atónito, a una pelea por el uso de una mesa de terraza. Supongo que en liza estaba el goce, en primera línea olfativa, de los autobuses que, muy próximos, hacen parada y fonda, o tal vez el combate por la mejor butaca desde la que escuchar el amable sonido de ambulancias volando por el asfalto. En una y otra posibilidad, impertérritas, y como justificación a la locura, una cerveza que al parecer sólo ellos saben tirar, y de tapa un plato de postre con patatas fritas. ¿Qué explicación dar a lo contado? Misterios del barrio.

Arroz negro: espectacular el alioli

Por eso que torcí el gesto al descubrir que, ay, la llegada de un nuevo bar llamado Chantarella, y con pasado ya en Chamartín, tuviera que ser, y vaya que había opciones, llevándose por delante una de las excepciones a la estafa que domina esta zona de la ciudad. Pero esa pena se ha disipado bien rápido, e iré al grano, o más bien al plato: Chantarella es un restaurante de alta cocina, donde uno descubre pronto que existe un afán serio por el sabor, por la calidad de la materia prima, y por una elaboración laboriosa y atenta. El local es diáfano, le sobra la música, y el servicio joven y amable. Como si hubiera heredado el espíritu del dueño anterior, no hay sustos en la cuenta. Son ya dos veces las que he acudido (la citada, el 6 de enero, y cuatro días más tarde, el domingo 10) y, por poco más de veinte euros per tripa, se pueden compartir raciones y postres, y no quedarse con hambre. Son deliciosos los raviolis de pato con escabeche de miel y piña fresca. La empanadilla de huevo con pisto manchego y aceite de trufa es una sorpresa doble: negativa, porque sabe poco a trufa, pero positiva gracias a unas pequeñas bolsas de hojaldre que, felizmente acuchilladas, derraman el ámbar del huevo sobre el pisto. El pulpo a la brasa es de textura dura, que para mí es algo a celebrar, y vienen acompañadas de unas patatas revolconas donde domina el sabor a mar, y que dan ganas de hacer ídem sobre ellas. Finalmente puedo hablar, ¡hasta ahora, porque repetiré!, del wok de verduras con secreto ibérico y arroz salvaje, donde tal vez corregiría las proporciones de secreto en el plato (pues, haciendo honor a su nombre, estaba algo oculto o reducido entre tanta verdura). Hay que dejar hueco a los postres, fantásticos, y donde se mantiene un nivel de precios prudente: hace tiempo que no veía el número cinco al final de una línea de puntos suspensivos. A destacar el crumble de manzana, que viene templado, y la torrija pasiega, riquísima, servida con dos bolas de helado, una de ellas de pacharán.

Raviolis de pato con miel y piña

Sin conocerles, pero contagiado de esa alegría tenaz por hacer bien las cosas, les deseo todo el éxito en esta aventura, y que no mueran del mismo. Que no bajen los brazos en su esfuerzo en la cocina, y que no nos las suban con la cuenta. Se puede cocinar muy bien, con mucha calidad, de manera variada, y a precios razonables. Pero para que el negocio, éste y cualquier otro, marche, y más aún en calles de poco paso, como es la que ocupa Chantarella, es muy importante compartir aquello con lo que uno ha disfrutado, en mi caso ya por partida doble. Esta es mi contribución en letras a una cadena de recomendaciones que deseo sea larga, y verme allí más veces, y seguir investigando la carta.

Antes de marcharme, bajo al baño (la cerveza, la tensión, y los años, que aflojan las membranas). Junto a la escalera me mira un gran estatua de Buda sentado, la misma estatua y en el mismo lugar que decoraba el otrora Tai Chi. Desde sus ojos de almendra, puede que Buda sirva de recordatorio al espíritu del local: la sabiduría en la cocina, el trato perfecto.

http://chantarellarestaurante.es/

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Por una fiesta silenciosa

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Se asustan, ladran, no quieren salir de casa, se esconden debajo de la cama, tiemblan y pierden el apetito, si están sueltos en la calle cambian de ruta, huyen y, en caso de que su propietario no les encuentre, puede que mueran atropellados. Todo lo anterior es evitable, y por lo tanto podría no haberse escrito, pero si lo escribo es para expresar el pánico reciente al advertir que tu perra no te sigue, quitarte los cascos, girarte, descubrir que ha desaparecido de un radio amplio, infortunio de una ausencia, gritar, gritar de miedo, callar, silencio, no saber qué hacer, mirar con inutilidad el móvil, transcurrir unos minutos eternos, el tiempo nunca es lineal, y por fin encontrarla, allí está, aquí estás, escondida, ay Volguita, ovillada de miedo al abrigo de unos hibiscos, y con el alivio nuevo preguntarse uno el por qué de esos niños que salen a la calle, que rompen el silencio, patrimonio de todos, una brecha de ruido en un goce que es sólo suyo, y disfrutar ellos viendo cómo estalla el cielo, que es de todos, sentir que el suelo retumba como una batería antiaérea, y los perros entonces se asustan, ladran, no quieren salir de casa, se esconden debajo de la cama, etcétera.

Quiero pensar que, como en tantas situaciones, la solución es educativa: la naturaleza humana, por algún sedimento del pasado, asocia la fiesta con la algarabía. Parece que no hay mejor manera de celebrar el goce que provocando ruido, como si fuéramos seres involucionados comunicándonos por golpes. También quiero pensar en la racionalidad de aquellos padres con mascotas, que saben bien de lo que escribo, y que no comprarán nunca a sus hijos estos artefactos. Se reducen los culpables, y sólo queda un sospechoso, el desconocimiento, y por eso que el fin de estas palabras advertir de esta realidad a quien la ignora y, con el dedo sobre los labios, pedir silencio, que es un patrimonio de todos, y por lo tanto propiedad de nadie. Lo más hermoso e intenso en la vida nunca es el ruido, sino lo que se dice a media voz, lo apenas susurrado. Para que la fiesta sea de todos, de hombres y animales, hace falta silencio. Gracias al silencio, el suelo que pisamos y el cielo que nos observa será un todo, el giro único de una luz, como antorchas en un baile de pueblo, y será una fiesta, y será silenciosa, y será de todos.

Un jardín propio

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Qué placer tan sencillo el de correr o vivir, si es que no es lo mismo, a contracorriente. Mientras imagino las calles de Madrid llenas de gritos, de alegría, de dorsales naranjas que avanzan como una llama hacia Vallecas, en el parque Juan Carlos I parece que se ha declarado el estado de excepción. No hay familias, luego no hay niños, no hay dueños paseando a perros, no hay corredores escapando de su ansiedad ni parejas que se besan ni chavales fumando o tocando la guitarra. Por no haber, ni siquiera pájaros: mi perra Volga, extrañada, se restriega la mirada. En la tarde del 31 de diciembre el parque es mío: mías son las pisadas, el vaho de mi respiración, el sonido de las zapatillas sobre los tramos de hormigón.

Desde el puente que cruza el lago me quedó un instante apoyado a la barandilla: veo el perfil de grúas de Valdebebas, y me pregunto cuándo irán a vivir allí Bruno y Carmen. Más a la derecha la cabina de peaje, una arquitectura que ya sólo sé asociar a delirios de infraestructura pública, y tras las cabinas de peaje el tintineo de luces rojas del aeropuerto. Un avión cruza el cielo. Si va lejos, sus pasajeros brindarán el año en su interior. Tumbado en el horizonte se despliega una gasa de nubes. Sigo corriendo, en un estado de energía y felicidad solitarias: podría ser, como en ediciones anteriores, un átomo de esa multitud de corredores que puede que suba ya la avenida de Barcelona, pero me alegra hoy, ahora, son casi las siete, saberme alegre en la compañía silenciosa de un jardín propio. Qué raro es que la felicidad pueda lograrse en distintos estadios, casi contrarios, y qué interesante es el placer de advertirlo uno, y visitarlos.

Cuando regreso al coche el aparcamiento tiene esa cualidad triste de los lugares inmensos, sobredimensionados. Cinco, seis, siete, nueve. Diez vehículos en total. Volga atrás, llave, motor, concierto de cello de Haydn. En el retrovisor Volga bosteza, en mi cogote Volga se relame, tal vez adivinando el arroz con salchichas que tiene de cena. Yo me contagio, y anticipo en la gran rotonda el entrêcote de Bavière que van a preparar mis padres. Qué sencilla puede ser la felicidad, y con qué sencillez va y viene. Me doy prisa: debo estar a las nueve. ¿Cuándo dije nueve? Ah, los coches que he dejado a mi espalda. Me alegra imaginar a esos nueve conductores disfrutando aún de su jardín propio.

Los números de 2015

Es curioso: tal vez el 2015 es el año que más he leído y escrito de mi vida, y sin embargo el que menos reflejo ha tenido en el blog. Puede que esté en lo cierto Neuman cuando define un blog como un mausoleo mañana. No hay otra razón (cómo no) que el tiempo, siempre el tiempo, su manera de culebrear, de escaparse, de huir de uno y de tener que agarrarlo, en un esfuerzo que es a veces fatiga y a veces felicidad.

No hay otra razón no, no hay otra que explique la caída de entradas sino la ilusión de ver crecer una grande y única, y llamarla novela. Por eso que este blog esté ahora en duermevela, como la luz roja de aparatos en standby, y mientras un proyecto largo, de ambición personal, de lucha contra el tiempo, que sigue creciendo, y que espero algún día salga del cascarón, haga clic al blog, y lo encienda de nuevo.

Gracias a todos los que os habéis pasado por aquí a leer estas boberías electrónicas, y feliz 2016.

P.D. De lo más orgulloso del 2015 es ver que la reina de visitas del blog es la persona que más quiero en el mundo (ay, no, joder, que tiene cuatro patas, es un animal): Volga. Una galga que me ha enseñado algo muy inesperado y revelador: los sentimientos están por encima del lenguaje.

Los duendes de las estadísticas de WordPress.com prepararon un informe sobre el año 2015 de este blog.

Aquí hay un extracto:

Un teleférico de San Francisco puede contener 60 personas. Este blog fue visto por 1.700 veces en 2015. Si el blog fue un teleférico, se necesitarían alrededor de 28 viajes para llevar tantas personas.

Haz click para ver el reporte completo.

Receta de espirales a la siciliana

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¿Cómo se llamaba la ciudad? ¡Mira que dijimos de acordarnos! Nada. Sólo el recuerdo de un sonido: el de una cisterna que, sin embargo, nunca llegué a escuchar. ¿Y el nombre del bar? Joder. Nada. Sólo la imagen de un desagüe que nunca llegué a observar. Qué rara es la memoria: cómo inventa.

En la plaza sonríes al cielo sin nubes de Sicilia. A tu espalda, una ausencia en espiral. Brincas de alegría, liberada ya de todo aquello que es innecesario. ¿No es esa la metáfora de los mejores viajes?

Tu rostro tiene forma de victoria. De ansiedad superada. Atraviesas la puerta, levantas los brazos: medalla de sol en la plaza de adoquines. Yo me levanto del marmolillo, yo te sonrío: sólo yo entiendo el gesto. Te abrazo, toco la línea de tus vértebras, e imagino una tubería. Un túnel que cruza bajo las mesas donde la gente almuerza; un túnel que avanza hasta el centro de la plaza (me besas), y se abraza allí con otros tantos canales subterráneos. Una red invisible, ramificada, necesaria. El intestino urbano. En ese viaje se escapa todo lo que has disfrutado, masticado y retenido desde Madrid, un día y otro, hoy tampoco, y otro, hoy tampoco, y otro, hoy tampoco, y otro, hoy sí.

Hoy sí. ¡Hoy sí!

Un limpiabotas sin clientes no comprende la fotografía. Dos lumbalgias se frenan ante tu señal de victoria. Nadie ignora la felicidad física de un alivio, pero es difícil explicarlo en palabras. Por eso que saco la foto, y en la foto una uve, la que dibujan tus dedos al cielo sin nubes de Sicilia. ¿Cómo se llamaba el bar? ¿Y la plaza? ¿Y la ciudad? ¡Mira que dijimos de acordarnos! Sólo el recuerdo de una tubería que nunca llegue a observar. Sólo el recuerdo un sonido que no llegué a escuchar: el de la cisterna salvadora, vaciándote de pasado. Una ausencia en espiral. Tú de pie, subiéndote el pantalón, a punto de llegar a la plaza, cruzar la meta, etcétera. Tú de pie, ajustándote la ropa, y a tu espalda la ausencia de lo que tu cuerpo retuvo; de lo que, con placer, se ha liberado. ¿No es esa la metáfora de los mejores viajes?

Noviembre

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Noviembre comienza con el recuerdo cíclico de los muertos. Es una celebración extraña: las ausencias no entienden de olvidos. Se perpetúan hoy y mañana y siempre, con la certeza agotadora de las reglas aritméticas. En la Plaza de Oriente, a la medianoche del sábado, y después de escuchar Alcina, una turba de zombis llena la calle Arenal. Vienen del otro mundo, y vienen con sed, porque de sus brazos balancean botellas de alcohol. Todos parecen ir en dirección contraria a la mía. Al verlos, después de casi cuatro horas de música, me parece como si Alcina, la hechicera creada por Händel, capaz de transformar la vida en muerte y viceversa, hubiera traspasado con sus poderes los límites de la caja escénica. Como si mis ojos, que la han observado, estuvieran contagiados de su embrujo, y vieran vida donde antes hubo muerte. Tal vez sea esa una buena razón del arte.

En el Museo del Jamón me compro un bocadillo. Para llevar, sí. Uno setenta. Su cambio. Las miguitas de pan me siguen a la espalda. Sol, andén dos, dirección Chamartín. Final de trayecto. Apenas diez minutos y parece que he cambiado de ciudad: ya no hay rastro del tumulto de Halloween, y en su lugar un silencio oscuro y metálico, de trenes que se tumban en vías al margen, fatigados, de mopas diligentes que abrillantan el suelo de la estación con su murmullo de pelos, de pasos a la espalda, cóncavos, almohadillados, como rodeados de niebla. Un monitor anuncia el primer trayecto del día: Colmenar Viejo, 5:05. En la calle una pasarela me conduce hasta el sonido hidráulico de una escalera mecánica. Qué inútil la urgencia vacía de sus peldaños. Giro la curva, avanzo hacia mi portal. Se levanta un viento, un periódico se enreda en mis piernas. Leo: La búsqueda de vida en otros planetas está en sus comienzos. ¡Y eso que no hemos acabado de destruir éste! ¿Vendrán los zombis de la calle Arenal desde ese más allá? ¿Alcanzarán a lugares celestes los poderes de Alcina, y por extensión del arte? Me acuesto sin respuesta, con un cansancio profundo, de cuento infantil. Un abismo de cuna cruzado por el movimiento de ese tren madrugador, y en sus vagones, tras los barrotes, zombies que regresan, vencidos, al mundo real, al de las resacas y las ausencias, al de la vida sin maquillajes ni más allá. Todos marcharemos de aquí, sí, y qué raro pero no siento pena, sino más bien continuación: desconocido el momento, sólo resta la certeza de que, por encima de nosotros, quedará, malvada y bondadosa, siempre eterna, Alcina, y su música de poderosa hechicera. Todo lo demás desaparecerá, y debe ser así. De mis palabras, de tus ojos, de nosotros, sólo quedará, como de Ruggiero, nuestra insatisfacción, porque es eterna.

Un piropo

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Al salir del coche se acerca una mujer. Cada paso la va llenando de años. Próxima, me agarra con una disculpa:
– Te confundí con mi nieto.
– Pues no, lo siento. No soy su nieto -qué extraño es tener que lamentarse de ser uno mismo, y no otro.
– Es que los dos sois muy guapos.
Me temo que el tiempo, aparte de otros estragos, no le ha perdonado la vista; le doy las gracias, porque uno no recibe halagos todos los días.
– Soy vieja para enamorar, pero no para querer -me dice, y se aleja con su reverencia perpetua, apoyando su brazo derecho en un hermoso bastón de colores azul y blanco. Miro su espalda y sé que tengo que escribir esta entrada.

Barbarismos

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Ha transcurrido un decenio desde que Roberto Bolaño afirmara que la literatura de nuestro siglo pertenecería a Andrés Neuman. Una frase que podría ser una losa o un equívoco para cualquier escritor. En Neuman, el tiempo sólo ha hecho sino certificar lo exacto de la adivinación. Diez años en los que Neuman no ha dejado de ser joven, porque sigue explorando nuevos territorios con la curiosidad del recién llegado, pero con un talento multiplicado, un empuje a la vez poético y de precisión. Neuman es ambidiestro: una mano escribe ráfagas de luz y la otra es el andamio de esa iluminación. De una mano llegan asociaciones nuevas, estímulos nunca sentidos, y de la otra el camino que las une en cuentos, poemas, novelas y, por primera vez, en un diccionario, Barbarismos.

Barbarismos, publicado por Páginas de Espuma, recoge en sus más de cien páginas disparos satíricos, observaciones poéticas, aforismos, y toda una galería imposible de resumir. Es un diccionario, y por lo tanto explica una parte de la vida. La mejor puerta a su lectura es ofrecer algunos chispazos al azar. La luz que desprende Neuman es de corriente continua, y el voltaje de sus definiciones, sin caídas de talento, se indica con las iniciales AN tras sus lanzas de luz; sirve esta denominación para distinguirlas del comentario, a todas luces fundido (y con un oxímoron me despido) del reseñador.

andrés. Nombre que, refiriéndose a un escritor, Google completa con Neuman.

barbarismos. Iluminaciones canallas que escapan de las ventanas de la Real Academia. II. Libro iluminado del mismo nombre.

beso. Palabra articulada simultáneamente entre dos hablantes (AN).

bestseller. Producto literario de consumo inmediato que los escritores desean y odian a la vez. II 2. Estrella fugaz. II 3. Injusticia para AN.

blog. Mausoleo mañana (AN).

boxer. Prenda masculina que ladra mucho más de lo que muerde (AN).

cama. Espacio destinado para el descanso por medio de la lectura, el sexo y, a veces, el sueño. Para lo primero, véase Barbarismos. Para lo segundo, véase Masturbación. Para lo tercero, véase sueño.

CD. Antiguo soporte sonoro del arco iris (AN).

Coito. Acorde dominante (AN).

Dios. Ser tan empeñado en demostrar su existencia que apenas encuentra tiempo para cultivar su presencia (AN).

el viajero del siglo. Puerta de embarque al mundo de Neuman. II 2. Orilla donde la realidad se aparta.

Facebook. Sistema inmejorable de espionaje en que los vigilados colaboran activamente con los vigilantes (AN).

feria del libro. Lugar donde escritores y presentadores televisivos se miran sin pantallas. Los primeros sueñan con salir en la televisión algún día; los segundos temen el día que alguien las apague. II 2. Espacio anual donde encontrar que el talento tiene caries, ojeras, caspa, o pelos en las manos. II 3. Lugar donde abrazar o degollar a tu autor favorito sin ser visto: de espaldas es el mismo gesto.

limón. Naranja sincera (AN).

masturbación. Amor portátil. II 2. Orgía mantenida entre alguien presente y todos sus ausentes (AN).

microrréplicas. Lujo de blog. Véase: http://andresneuman.blogspot.com

neuman. (Del inglés newman). Hombre nuevo o recién llegado. II 2. Bienvenida de alguien, y por extensión, apellido que celebra el futuro de la literatura.

orina. Oro de bajos fondos (AN).

pelea. Intercambio de miedos (AN).

reseña literaria. Intento de seducción con palabras. II 2. Para Barbarismos, abertura de sus páginas y deslumbramiento de su luz.

sueño. Actividad frenética entre dos vigilias (AN).

talento. Misterio que en Barbarismos sucede siempre.

viaje. Arte de aplazar la llegada al destino (AN).

xilófono. Instrumento masoquista que reacciona de manera adorable al ser golpeado (AN).

zapping. Metamorfosis de la impaciencia (AN).

Conversación con el Movistar

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Tiene la piel lisa como un tambor, pero cuando sonríe se anuncia, de golpe, toda su edad: aparece entonces el itinerario de su infancia en Cuzco, los años luego de albañil, su casa hecha con sus manos, tres plantas, en la tercera un depósito de agua, como lo dicen ustedes acá, para evitar el racionamiento de cada tarde; camionero a continuación por las montañas atormentadas de Perú, trece años y dos hijas por último en Madrid. Una de sus hijas y su mujer se quedaron abajo, en el coche, mientras él realiza la instalación. La otra hija está en casa, tiene ya quince años y está atontada por las máquinas, el ordenador, los Whatsapps. Le he avisado, me dice en un tono admonitorio que parece dirigido también a mí: si se queda en casa tiene que limpiar los baños y la cocina. Y si al volver no lo ha hecho -me enseña las palmas de las manos- ya tiene una bronca.

Mientras habla separa con pericia los flecos de un cable de fibra óptica. Al hacerlo se marcan sus venas. Parecen surcos con voluntad de salir del cuerpo. Sin motivo imagino esas mismas manos preparando flechas envenenadas. O con motivo: la lectura de El entenado de Juan José Saer. ¿Una coca-cola? Claro, responde, y el azúcar azota su lengua: de espaldas, en el suelo, mientras va grapando el cable sobre el rodapié, me cuenta que Machu Picchu en Perú y los restaurantes peruanos de Madrid son lo mismo, un dislate turístico, porque cómo se puede cobrar veinte euros por tres trocitos de ceviche, que él ha visto con sus ojos -me los señala, para darle más credibilidad-, lo ha visto sí en un restaurante del paseo de la Castellana, y qué decirte del camino inca, y de Machu Picchu, que piden no sé cuantos soles a los turistas por ir hasta allá, y hay lugares igual de hermosos y donde no hay que pagar, continúa, y yo por concretar le pregunto primero qué sitio me recomienda en su país, me aconseja Baños del Inca, en la región de Cajamarca, y lo apunto para navegar con Google Earth cuando se marche, y también por definir le pido consejo de un restaurante peruano en Madrid, y me recomienda La Colonial, en la calle Embajadores, 186, cerca del metro Legazpi. Cocina peruana sencilla, con música del país, y donde un plato de ceviche o de arroz con marisco no pasa de once euros.

Le doy vueltas a su desagrado tan real y espontáneo hacia Machu Picchu. Y pienso que hay dos clases de lugares: los que, golpeados por su propia belleza, han acabado siendo un trasiego rápido de turistas, las Alhambras y Sagradas Familias y Torres Eiffel que uno visita casi por compromiso, espacios que se disfrutan pero que tienen la cualidad efímera de un golpe fotográfico; y luego otros lugares, seguramente menos hermosos y conocidos, pero que dejan una huella más profunda en quien los merodea, porque hay algo en ellos único, casi privado, de celebración íntima, y en donde los afectos y el recuerdo de verdad se depositan.

¡Cómo duerme esta perra, se parece a mi mujer!, me dice mientras acaricia a mi galga e inicia la configuración de los canales de televisión. Se fija entonces en mi librería, en una novela de bolsillo que tengo de Vargas Llosa, horrible como todas las últimas, y me dice: ¡no me hables de éste! Que perdió con el chino, y ahora no quiere ver ni en pintura a su país, y encima hasta se saca aquí en España la nacionalidad. Y ahora saliendo con esa mujer, ¿tú te crees? Me encojo de hombros, como dando a entender la gravedad de estos hechos, pero que lamentablemente no obedecen a mi voluntad. Eso sí, continúa, qué gran escritor. Conversación en la Catedral. Y la que habla de su experiencia militar, ¿La ciudad y los perros?, se levanta del suelo porque ya está la conexión hecha, y me pregunta a mí el título. Antes de poder responderlo, y como para recalcar su calidad literaria, añade: fíjate que será buen escritor que dos o tres de sus novelas se han hecho películas. Asiento, ha finalizado la instalación, recoge las tijeras, los restos de cables, una caja de plástico, y nos despedimos.

El porvenir

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¿Qué has estudiado? Periodismo. Y ahora… ¿ahora qué haces? ¿Ahora? Ahora nada. Nada de nada: un desastre.

Silencio.

¿Y por qué ahora nada?, pregunto con inocencia, sabiendo la respuesta; su respuesta nunca llega porque el grupo musical ha empezado a tocar una nueva canción.

El presente nos suprime la voz.

Miro el móvil, doy un sorbo a la cerveza. Si uno de los objetivos de cualquier universidad debe ser que sus alumnos inicien una carrera profesional, la universidad española lo consigue, y con éxito, en el difícil mundo de la hostelería internacional. El pub Jeremiah Weed Cowshed de Edimburgo sirve de ejemplo. Allí me encuentro con un grupo de españoles. Cada uno me confirma su extravío profesional: una periodista, dos biólogos, un abogado, y un joven que se llama como yo y está a punto de terminar comunicación audiovisual. Si junto en mi imaginación los libros y apuntes que cada uno de ellos habrá leído, resumido, subrayado, estudiado, se podría llenar una estantería.

Pero la realidad es otra: ninguno ha trabajado aún de aquello que estudió, y temen que así será también en el futuro. Hablan de España como un lugar remoto, en un tono de tristeza y desesperanza: un enfermo crónico. Me cuentan que trabajan en restaurantes de Edimburgo o Manchester, muchas veces en bares de dueño y comida española. En su migración les mueve antes la urgencia de hacer algo con sus vidas, de ganar dinero y de no estar de brazos cruzados, que el deseo de aprender otro idioma. Dominar esa culebra rápida que es el inglés lo esgrimen sin embargo como un alivio, encogiéndose los hombros. El inglés, o eso que se hable en Escocia, es un efecto secundario, una alegría débil que les consuela de estar sirviendo croquetas a dos mil kilómetros de sus casas, bajo un clima que es como su futuro, alejándose de sus vocaciones, y tratando de mejorar un idioma que, ay, les viene de la boca de tantos otros españoles en idéntica situación. ¡Si es que no se puede aprender inglés en Edimburgo!, me dice la periodista, y nos reímos.

Vuelvo a imaginar esa estantería de libros que no han servido, hasta ahora, para nada.

Yo me pregunto: ¿de quién es la culpa de haber llegado a esta situación? Tal vez esté repartida. Hay estudios que, incluso en tiempos de bonanza, sabía uno que podían conducir a callejones sin salida. Algunos de los mencionados: periodismo, derecho. Otras carreras, como arquitectura, tropezaron con muros inesperados. La perspectiva favorable de unas y otras ha quedado esfumada. El porvenir mío y del resto de españoles son unos jóvenes que beben y bailan en aparente despreocupación, que se sientan ahora sobre sacos de paja prensada, se ríen de sí mismos y miran hacia el futuro desde un pub de la calle Cowgate en Edimburgo.

Pero la alegría, o su esbozo, se marchan rápido. La noche golpea, el tiempo escapa. La vida no da tregua y el tren de regreso a Manchester sale pronto al día siguiente. Otros madrugan para servir desayunos. Nos despedimos. Giro la cabeza y les veo bajar por la calle Cowgate hacia su piso compartido. Ellos en un sentido, y yo en el contrario. Desde arriba todos seguimos un misma recta. Unos y otros sacamos nuestros teléfonos móviles al unísono, y leemos las noticias de España, elpais.com, elmundo.com, con esa curiosidad ansiosa del que vive fuera de un país y quiere saber qué está sucediendo allí, que es donde uno siempre continúa.

¿De quién es la culpa?, vuelvo a preguntarme. No sé la respuesta. En los periódicos vemos que de este gran enredo ya hay algunos culpables: gente que camina hacia la cárcel con una bolsita deportiva, o que entran y salen de un coche policial, y tienen incluso tiempo de sonreír, tal vez porque nunca lo han dejado de hacer ni lo harán. ¿Saben quiénes somos nosotros, dónde estamos, lo que nos espera? ¿Les importamos algo? ¿No éramos la generación mejor preparada de nuestra historia?

Apago el móvil. Supongo que el grupo de españoles también ha llegado a su piso. Dos dormitorios recién oscurecidos. En esas asociaciones insólitas que dan el cansancio y el alcohol, me acuerdo de la obra de Christopher Clark titulada The Sleepwalkers: How Europe Went to War in 1914. Borrados tantos datos de su lectura, retengo sin embargo el espíritu del libro: a veces no es tan relevante saber el why, sino el how. Porque si uno entiende los sucesos, estos forman una tendencia. Y detrás de la misma, como nubes de puntitos de una distribución matemática, se encuentran las razones. Rascado el how, aparece el why. En ese orden. Nuestro desconcierto es que aún estamos en la fase del how. En saber gestionar la dificultad que nos rodea. Lo cual inevitablemente nos lleva al why. Pero al why saltamos sin saber el who, como un examen que nos descubre sin respuestas.

Sólo logramos adivinar algunas cadenas de sucesos: la universidad y la falta de oportunidades; el dinero siempre en otra parte; la corrupción, la que se destapa y la impalpable, la que lo impregna todo porque no llega a percibirse, y parece estar en todas partes. Por razones insospechadas resulta que cae una aseguradora en Estados Unidos, y a un pensionista de Alicante le cambian la medicación. Hay demasiados eslabones, y es fácil perder el sentido que los une. Existen indicios y certezas, pero los datos cambian según quien los pronuncie, de un extremo al otro, como espasmos de un metrónomo enloquecido. Agotados por el combate, sin capacidad de análisis, hemos olvidado una parte del sentido que buscamos dar a nuestras vidas. Lo veo en las miradas, extraviadas. Lo veo en la ausencia de relaciones de causa y efecto. Lo veo en la disparidad de los esfuerzos y sus recompensas. Lo veo en esa estantería ficticia, de diseño sueco, y cuyos libros valen aún menos que su precio. Esa es la única lección que he sacado en claro, y que me confirma la charla con jóvenes españoles de Edimburgo: por un misterio de mercados y deuda y avaricia se han torcido los motivos de todas nuestras existencias. Con qué facilidad hemos renunciado a los logros que buscábamos detrás de nuestras decisiones. El porvenir ha claudicado. Sigo desconociendo el why, pero el how son esos grumos que empiezan a unirse como burbujitas encadenadas, unas con las otras, y que se arraciman con alegría y tristeza en un pub.

El piso vecino a mi hostal de la calle Cowgate, con su ejército vencido de españoles, es un sarcófago de oportunidades. Tras subir a la litera me encuentro un techo lleno de preguntas. ¿Dónde están las oportunidades? y me responden unas carcajadas en el pasillo. Carcajadas inglesas, matizo. Ay, ay, ay. ¿Por qué nos lo hemos montado tan mal?, e imagino el balanceo de una bolsita de deporte camino de la cárcel, la ascosa sonrisa de quien entra en un coche policial, y a punto de dormirme me propongo avanzar en el how, en cómo podríamos lograr que en España, en cómo podríamos lograr qué, en cómo podríamos, en cómo.

El amante de la China del Norte

 

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Marguerite Duras nació en Saigón en el año 1914. Su padre era profesor de matemáticas. Su madre era institutriz.

Con 70 años obtuvo el premio Goncourt con su novela L´amant: traducida a más de cuarenta idiomas, fue un éxito de ventas mundial. Jean-Jacques Annaud la llevó al cine, pero el resultado disgustó a su autora.

En mayo de 1990 Marguerite recibe una noticia: su antiguo amor adolescente ha fallecido. Ese joven chino del que nos habló en El amante ya no existe. A Marguerite le asombra no haber pensado nunca que él pudiera morir. Que pudieran desaparecer las manos de su amante, su cuerpo, su piel, su sexo.

Decide escribir una novela. Abandona otras tareas e inicia la escritura de L´Amant de la Chine du Nord.

Se mira al espejo: tiene setenta y seis años, y escribe algo que ocurrió hace sesenta.

Durante el texto de Marguerite hay pies de página que guían una posible adaptación cinematográfica. La autora no quiere otro desastre como ocurrió con la película de L´amant. Por esa precaución el libro se mueve entre letras e imágenes. Así lo advierte casi desde su comienzo:

C´est un livre.
C´es un film.

Cada frase del libro es breve: la longitud en letras entre dos amantes. Escritura de telegrafista, escritura de emergencia, escritura de salvación. Los párrafos son huesos, ramas desnudas. En la mudanza del recuerdo se han extraviado los adjetivos.

Para Marguerite Duras la vida es una pirámide. Los días se amontonan pero el tiempo se achica: por eso la vida tiene esa forma egipcia, y por eso cada día cuesta más de escalar que el anterior.

Lo que da la base a la vida es la infancia. Los primeros escalones.

Dice Marguerite que hay padres que educan hacia el futuro: ¡ya lo harás, ya lo harás más tarde!, reprenden a sus niños.

Esta novela es la negación a esa idea: la negación a un destino.

¿Por qué más tarde?, se pregunta.

¿Por qué no ahora?, argumenta. Ahora que la pirámide no existe. Ahora que el mundo está sin domesticar.

La novela nace en un espacio por construir. La novela acaba donde para todos empieza la madurez. Una altura donde los peldaños provocan vértigo. Alcanzado ese punto, el miedo nos impide descender. El desamor. La injusticia. El horror. Las obsesiones. El racismo de una relación marcada por la piel. ¿Cómo hemos escalado hasta este lugar? ¿Por qué nunca miramos hacia atrás? ¡Ya lo harás, ya lo harás más tarde! Pero ahora es demasiado tarde.

Cuando empieza la vida adulta, a Marguerite Duras le ha dejado de interesar la vida: es tiempo de escribirla. Bajar los escalones, que son párrafos. Se sienta en un andamio de recuerdos: es el momento de hablar de su amante por medio de las palabras. Y dice: el enunciado es la clave. No, lo contrario. Se ha confundido: la ausencia es la clave. La ausencia de enunciado. Eso es, y Marguerite escribe: la ausencia de un enunciado es la clave. Un amor que llegó sin enunciado. Sin declaración previa. Con la vida por construir.

El paquebote la lleva camino de París. Mira al océano, y las estrías del mar se reproducen en su frente.

¡Ya lo harás, ya lo harás más tarde! Gritan los padres a los niños.

Y ella, como un eco averiado, se pregunta en voz baja: ¿por qué mienten los padres a sus hijos?

Le gustaría llenarse otra vez de pasado. Volver a ese primer escalón. Tiene casi ochenta años, y su amor infantil ha fallecido. No, nunca, nunca lo harás más tarde.

Corolario: en una entrevista al escritor argentino César Aria en El País, dice: «“La decadencia en el ser humano empieza a los seis años porque se pierde esa elegancia maravillosa que tienen los niños; la creatividad. Uno ve un chico de cuatro años y es estado de gracia, inteligencia y atención. Pasan diez años y se transforma en un adolescente estúpido, distraído, maleducado. Es como una crisálida al revés: no sale una mariposa sino una oruga”.

Al final de su vida

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se convirtió en una persona religiosa. No quedaba rastro de la mujer que un día fue joven. ¿Alguna huella de mí en su pelo menguante, en su cuerpo abreviado? Giré la mirada, advertí el terror: una blusa haciendo radiografía a una escalera de vértebras. Todos de pie, y de pie su penosa ascensión ósea, un vía crucis que llevaba la joroba perpetua, como una farola con artritis. ¿Una farola iluminando el qué? Iluminando una vida de ausencias, de personas que van callando como bombillas que se apagan y que nadie reemplaza. En lo alto el vitral de la iglesia hacía caleidoscopio con el sol.

Me susurró que no esperaba nada de nada, nada de nadie, nada de la vida. ¿En qué momento se llega a no esperar nada de la vida?, me pregunté. ¿Era la fe el consuelo último de una privación? No se puede vivir así, dijo al darme la paz. La paz sea contigo, fue mi respuesta y entonces llegó una señal: el sol parpadendo en  las baldosas. Me levanté del banco con la culpabilidad alegre de no estar allí, de ser joven y poder correr, espalda recta, a una acera cruzada de vida. Dale saludos a tu hija, le dije, y huí. Al salir de la iglesia me giré al altar: perdóname si en el pasado le hice daño pero no, no quiero llegar aquí. La calle me recibió con brazos llenos de tiempo.