Los colonos de Catán en una tarde de sábado en Madrid

 

Dos cereales por tu arcilla. Construyo ahora una carretera. Te doy lana a cambio de madera. Muevo al ladrón y bloqueo tu mineral. Estas frases pueden escucharse en cualquier partida de Los colonos de Catán, un popular y divertido juego de mesa. Los acuerdos comerciales entre jugadores, un elemento esencial del juego, tienden a disminuir a medida que se van cargando de alcohol, y a las sentencias anteriores se le suelen añadir todo tipo de amables (o no) desprecios al rival, y también de risas al recordar traiciones en partidas pasadas.

Cuando la felicidad parece que debe venir dada por la cilindrada de un motor, baños en piscinas desbordantes o viajes exóticos, uno descubre, no sin sorpresa, que el mejor plan de un sábado puede ser un hábito tan sencillo como ser invitado a casa de unos amigos, zamparse a toda velocidad un cocido madrileño, pues se ha hecho algo tarde y el hambre aprieta, y luego desplegar sobre la mesa los hexágonos de la isla; en ella empezarán pronto a construirse carreteras, poblados, ciudades, y a desarrollarse entre los jugadores el comercio y la malicia.

Donde el tablero termina descansan nuestras manos nerviosas, comprobando a cada instante las cartas y sus posibilidades, y junto a ellas una buena copa de ginebra: nuestros hígados están a la moda; sabemos que el tiempo avanza porque se hace de noche tras la ventana y la isla, otrora lugar sin vida, es ahora un terror urbanizado. Un amigo, rival durante el juego, construye una carretera por el litoral, y recuerdo un espanto a las afueras de Santander: líneas de chalets adosados de color naranja, levantados sobre una mordida de excavadora en el extremo del acantilado. La ley de costas también es ficticia en el Catán, y nosotros, sus colonos, castigamos la belleza y comerciamos para construir todo lo posible. Ese es el objetivo del juego.

Compartir una tarde de tu tiempo libre en compañía de tus amigos, alrededor de un juego de mesa, tiene algo de placer sin castigo, de huida del mundo real hacia otro horizonte con sus propias reglas y también su azar, y donde el aburrimiento está prohibido. Ruedan los dados y de inmediato se escapa de lo inmediato, con la facilidad que uno salta de la vigilia al sueño: como por un acto de magia los amigos se convierten en rivales, el teléfono móvil no existe, y a uno le domina entonces el frenesí por ganar la partida.

Todas estas emociones que provoca el juego me recuerdan, cómo no, a los libros. También la lectura tienen ese beneficio de transportarle a uno hacia otros lugares, puede que a piscinas desbordantes y a bordo de coches de gran cilindrada. Pero los libros alcanzan esas emociones con recursos bien escasos, y como con los colonos del Catán, uno descubre que la ilusión, afortunadamente, es algo que viene por caminos tan distintos y simples como una poesía de Peri Rossi, un libro de Italo Calvino, copas en compañía de buenos amigos, o cerrar un buen trato: te cambio arcilla por mineral, y construyo una ciudad.

El camino wifi de Jonathan Franzen a Eduardo Galeano

Como si de vasos comunicantes se tratara, me tropecé este domingo con una entrevista en El País a Jonathan Franzen, y que parece seguir el pensamiento de Ian McEwan en mi entrada anterior. Dice ahora el escritor americano que “la novela nació junto al concepto de la individualidad (…). Y la novela sobrevivirá mientras haya individuos. Parte de la obsesión con la pregunta sobre la muerte de la novela tiene que ver con la cuestión de si la individualidad se ha quedado obsoleta. El sentido de la novela es el mismo del sentido de la vida. Creo que la gente lee novelas contra la falta de sentido. Habrá novelas mientras haya individuos”.

Habrá novelas mientras haya individuos, me repito a mí mismo. Y parece que la individualidad se ha quedado obsoleta. ¿Qué demonios es la individualidad?, me pregunto. La RAE dice que es la cualidad de alguien por la cual se da a conocer singularmente. ¿Y por qué se cuestiona el autor sobre su obsolescencia? Retrocedo algunos párrafos y me encuentro que Jonathan Franzen habla de su temor a Twitter e Internet, como océanos democráticos donde se estanca información defectuosa y efímera. Para Jonathan Franzen el avance de las redes sociales no va a hacer de este mundo “un lugar maravilloso”. Y en ese avance la individualidad de la que hablábamos queda arrollada.

No hay un momento para la reflexión: siguiendo el ejemplo de Ian McEwan, solo hay tiempo para informar sobre si el leopardo aparece o no a la vista, con la misma constancia que un semáforo cambia de color, pero también con su misma vacía profundidad. Los contenidos viajan con un límite de caracteres, y el pensamiento parece que también está encorsetado. Dejamos de ser singulares, y desaparece entonces la individualidad. El mensaje está multiplicado, copiado unos de otros, y apenas hay brillantez. Esta plaga de contenidos vacíos afecta también a la crítica cultural, a la que Franzen ve muerta “a manos de las reseñas de los consumidores”.

Vuelvo a casa pensando en esta y otras trivialidades. Tal vez no son trivialidades, quién sabe. Decido un pequeño experimento: en cada cruce me detendré a mirar alrededor, buscando si al menos una persona utiliza en ese instante cualquier dispositivo portátil. El resultado no solo es peligrosamente afirmativo, sino que, para haber encontrado casos negativos, tendría que haber estado en una calle desierta o bien haber planteado de forma contraria mi experimento: ver al menos a una persona sin estar enganchada a una realidad distinta a la inmediata, la realidad tal vez aburrida pero real, la formada por una parada del autobús, la sucursal bancaria, el neón de la farmacia, los pasos por la acera, el mendigo en el suelo, el sol alto y el ruido del tráfico.

Estoy tentado de sacar el móvil subrepticiamente, como engañándome a mí mismo, pero me contengo. En la acera de Padre Damián un niño de pelo rubio lleva un balón de fútbol atrapado bajo su brazo, y no puedo sino recordar los días felices de infancia, la compañía de los amigos y el deporte como el mejor regalo del mundo. Le envidio y al adelantarle descubro que del bolsillo también saca un móvil y, con sus manos manchadas, teclea un mensaje a velocidad imposible. Me despierta la curiosidad saber qué tiene que decir ese renacuajo a alguien, y entonces vibra mi pantalón, deslizo el dedo por la pantalla y leo: y yo más, y esa cadena de seis caracteres me descubre una sonrisa también de seis dientes.

Ahora siento la potencia afectiva de lo que había considerado un enjambre de conexiones huecas; puede que gracias a mi silencio de centinela, contagiado al de las personas con quienes me comunico, haya brotado esa poesía alegre en mi pantalla. Qué vacío entonces el de toda comunicación si no viene madurada tras una reflexión privada, donde el individuo desarrolle su conciencia, se construya como adulto, con un sistema de valores y de afectos, y también de contradicciones, pero que con más tiempo, tiempo también de silencio, se irán resolviendo.

No podemos convertirnos en semáforos de advertencia, todo el día comunicando un duelo cromático: debemos enriquecer el mensaje, hacerlo madurar, guardarlo un tiempo incluso a sabiendas y sorprender luego con él, como un prestidigitador. Tal vez ese y yo más lleva un rato en el horno de los afectos. Y toda esta elaboración del mensaje no es sino el juego de espejos del lenguaje, que es la materia de la que surgen las posibilidades fantásticas de la novela, y que bien utilizadas dan sentido, como dice Franzen, a la vida, que es pura ficción.

Casi llegando a mi casa cruzo por delante de un bar y escucho un tumulto alcohólico de voces gritando a pleno pulmón Un beso y una flor. Me contagian su alegría juvenil y, tatareando la misma canción, abro la puerta de mi portal y busco las siguientes líneas de Eduardo Galeano:

«En la pared de una fonda de Madrid hay un cartel que dice: Prohibido el cante.

En la pared del aeropuerto de Río de Janeiro, hay un cartel que dice: Prohibido jugar con los carritos porta-valijas.

O sea: todavía hay gente que canta, todavía hay gente que juega».

Ian McEwan y la invención del lenguaje

Al principio la humanidad vivía en grupos aislados, dedicados a idénticas tareas. De ahí que no hubiera necesidad de un lenguaje para comunicarse. Si aparecía un leopardo, no tenía sentido gritar: ¡atención, se acerca un leopardo! Todo el mundo lo veía, interpretaba su significado, el peligro, y corrían a esconderse.

¿Pero qué ocurre cuando alguien se aleja, buscando un momento de privacidad? Si ve llegar al animal antes que el resto, sabe algo que los demás desconocen. Es un secreto, y es también el comienzo de su individualidad, de su conciencia. Si quiere revelarlo, y advertir del peligro que se acerca, necesita inventar un lenguaje. Así que de la privacidad surge el lenguaje, semilla de la cultura.

Ian McEwan – The Innocent (traducción libre)

Miércoles, 24 de agosto de 2011: Visita a Trier y Aquisgrán

La misma mesa de desayuno. Rozándola y en idéntico lugar que ayer una silla que espera al huésped de la habitación número tres, como así indica un número de metal sobre el mantel. Una vez ocupado este lugar, se contempla a través de una ventana la vertiente norte de la montaña que allí mismo, donde acaba el olor del café y los panes calientes, comienza a ascender en un manto vegetal de vides, sus ramas combadas por el peso de los racimos, hasta vaciar su aroma arriba en la cumbre, bajo un cielo con espumas de niebla alejándose. Se podría pensar en el Lazarillo de Tormes por un instante, la historia de Almorox y el vendimiador, pero la tristeza y un apetito débil impiden pensar muy lejos: es mejor concentrarse en la estancia con forma de letra l en la que me encuentro solo. En la mesa, sobre el mantel de hule, aparte del número metálico, se observa el mismo canastillo con un croissant, dos rebanadas de pan integral, y un panecillo. En un plato cercano el embutido: dos lonchas de salchichón y salami y además tres trozos de queso. A un lado una cafetera que deja escapar suspiros de humo, y junto a ella un vasito con leche. Inmediatamente delante de mí un plato y un bol de porcelana, y a mi derecha, tras el tenedor, cuchillo y cucharilla, un pequeño plato con mantequilla y un frasco de mermelada y crema de chocolate para untar. Todo es idéntico a como desayuné ayer, salvo algo de niebla que difumina el final de la montaña y que apenas deja ver la cumbre, aunque no está muy lejos pues la montaña es empinada, pero no elevada. Todo es idéntico y pienso que esa combinación de elementos, la disposición geográfica del desayuno y la visión desde la ventana, el gran mapa de Alemania sobre la puerta de entrada con chinchetas de colores en la zona donde ahora me encuentro, la caja registradora de la recepción y las botellas de vino en oferta, todo ello en fin apenas cambiará mañana, cuando ya no esté sentado en esta mesa junto a la puerta y con vistas a la montaña. Seguirán sirviendo el café humeante, lo suficientemente caliente como para que no esté frío cuando lo beban los huéspedes más rezagados o dormilones, habrá embutido y queso y mantequilla y mermelada en las mesas, del suelo de madera llegará el crujido áspero de los tablones pisados (una silla que se mueve, nuevos clientes que llegan para desayunar) y la montaña seguirá mostrando vanidosa sus racimos de uvas. Todo continuará en el mismo lugar y el turista sin embargo ya debe estar lejos, movido con la urgencia de querer conocer otro lugar, de ir cerrando puertas, pagando habitaciones, y saliendo disparado hacia otra mesa de desayuno por un motivo desconocido, como un viajante de comercio buscando más ventas.

Y pensando en todo lo que inmóvil queda allí, ignorando que realmente los racimos serán vendimiados y que el café acabará frío en su recipiente y la mantequilla tras un rato derretida, pensando erróneamente que al marcharme yo del lugar el tiempo queda en suspenso, lamento la facilidad humana para acostumbrarse a lo cotidiano, al placer de una mesa donde los rayos del sol, después de acariciar las uvas por la ladera, bañan y dan luz a mi mesa de desayuno, al silencio de refectorio monacal donde ahora me encuentro, a un tren que interrumpe la quietud, en intervalos decididos en alguna gran ciudad, su alargado grito metálico levantándose en todas direcciones, pero un sonido que redobla mi paz pues desconozco la ansiedad de su horario, desconozco también el destino del viaje, y porque en suma no tengo intención de cogerlo. Apenas llevo dos mañanas en este lugar y sé que me he adaptado a su sencillez doméstica de forma dócil y que podría quedarme colgado a estas rutinas durante un tiempo que se me antoja largo y plácido. Mezclo el café y la leche y lamento la consciencia humana de saber cuándo un buen momento va a terminar, y me entristece esa facilidad también humana para acostumbrarse súbitamente a una situación nueva favorable, en la que uno querría quedarse de forma permanente, y me fastidia en síntesis esa destrucción de un entorno para que otro surja, y así tener que adaptarse lo mejor que uno pueda a él, cuando a veces uno quiere quedarse donde está, en una burbuja sin otro contacto que el de unos tablones gastados de madera en el suelo y sin otra sonrisa que la de una mujer que no me conoce, pero que me enseña la sonrisa sin pausa y ofrece un café humeante moviendo su cuerpo voluminoso entre las mesas, y es que la vida va enviando señales de que es finita, son primero advertencias hasta una final que aunque es el más cierto de todos los avisos siempre nos llega con sorpresa, y mientras mastico la tostada siento el sabor de lo que finaliza, y aunque se abre aún tenue el deseo de nuevas experiencias sigue en mí un énfasis de permanencia a la mesa número tres, a estar iluminado por los rayos oblicuos de sol que entran por la ventana, y que arrastran el aroma de las uvas y lo mezclan con el del pan caliente, y firmo un recibo en pago de las dos noches, un apretón de manos como señal de que debo continuar, doy las gracias arrastrando esta sensación tonta de pena, dejando el tiempo en este comedor falsamente suspendido, pues en el fondo sé que todo cambia salvo aquello que queda en la espalda (que es la memoria), si acaso difuminados los detalles, como por ejemplo que ahora la cumbre está borrosa, y esa sensación de caminar dejando un mar en retirada se acentúa cuando la maleta brinca por el suelo de gravilla, el sonido luego de los neumáticos dando marcha atrás, ajustado de nuevo el retrovisor, pues por las mañanas si uno ha descansado está más erguido que cuando condujo por la noche, y miro a través de ese retrovisor y me despido para siempre de un lugar que se queda en la memoria, con lo que ello significa de imborrable e irreal: un lugar donde el café siempre estará humeante.

Trier, ciudad universitaria situada al suroeste de Cochem, cercana a la frontera con Luxemburgo, y donde nació Karl Marx, fue mi siguiente destino. Era miércoles y el día estaba soleado. Estacioné el coche en un aparcamiento próximo al centro y avancé por una calle peatonal, sin ganas por descubrir este nuevo lugar que, por ser similar a Cochem (cuidadas fachadas, la vida plácida en la orilla del río Mosela y en las calles una sensación de alegría) se me antojo una mala réplica. Pensé que, si contaba la noche del sábado, era mi cuarto día en Alemania y apenas había cruzado palabra con nadie. Así que cuando abría la boca para pedir un café, como hice al poco de empezar a caminar por la ciudad, la voz se me quebraba de no usarla y adquiría una cualidad cavernosa que daba miedo. Visité la famosa puerta negra, el monumento más importante de la ciudad. No se trata de un acceso a Mordor, sino de un monumento romano del siglo II d.C. Napoleón, que parece que tuvo tiempo para pasearse e invadir media Europa, estuvo también allí, y destruyó una iglesia y santuario anexos a la puerta desde la Edad Media, restaurando así con violencia el aspecto original de este lugar. En un mercadillo al aire libre compré unas uvas, que pensando eran de la zona resultaron ser italianas y además incomestibles. Bordeando la muralla de la ciudad, también romana, visité unos cuidados jardines, y que me llevaron hasta la basílica, junto a cuya fachada observé un grupo nutrido de turistas alrededor de una caseta. Me acerqué hasta ella: una de sus paredes era de cristal y en el interior se exhibía un enorme brazo articulado cuyo extremo era una pluma de grueso plumín. La pluma derramaba su tinta sobre un rollo enorme de papel en letras con tipografía medieval. La precisión de su caligrafía era exquisita, perfecta, sin los errores por despistes ni los tachones por algún temblor humano. El artilugio avanzaba con cierta velocidad sobre el manuscrito, dejando caer a un lado lo escrito, levantando la máquina su disparo de tinta y aguardando el avance del papel sobre la tabla en cuya superficie redactaba. Nadie parecía gobernar el brazo metálico, seguramente una computadora a espaldas del escritor invisible y con una imaginación infinita. Como si de un espectáculo de escritura automática se tratara, y aunque nadie allí parecía entender lo escrito, porque el texto era en latín y avanzaba de derecha a izquierda, más y más personas fueron acercándose hasta el cubo de cristal, hechizados por tal ingenio y la razón del mismo, mirones en trance sin nada mejor que hacer y que posiblemente pensábamos que quizás viéramos florecer el subconsciente en ese flujo sin parar de letras y palabras, y cuyos pasos un rato después resonaron en la basílica vacía y sin apenas interés, salvo el misterio de esa caseta taquigráfica en su puerta, nuevamente en la calle, con el sol en lo alto y ganas de todos por irse del lugar.

Cansado de caminar sin rumbo y cansado también de estar solo volví al coche, y sin rumbo salí de Trier hacia el norte. Por un segundo dudé en subir a dos autoestopistas a las afueras de la ciudad, pero cuando me decidí a recogerles tenía otro coche detrás y era peligroso parar. Arrepentido de ir en un coche yo solo, contaminando los hermosos paisajes, y con ganas sobre todo de hablar con quien fuera, decidí subir al primer autoestopista con quien me cruzara. Sin saber cómo entré en Bélgica, que me recibió con lluvia, y paré en el pueblo de Spa, ciudad que durante los romanos se hizo famosa por sus aguas termales y ahora lo es por el circuito cercano de Fórmula Uno. Llovía a cántaros, tenía hambre y allí no parecía haber nada interesante que visitar. Después leería que en esta zona de las Ardenas lucharon ferozmente durante la Segunda Guerra Mundial franceses y alemanes, pero la lluvia y el viento borraban los contornos del pueblo y el bosque siempre a su espalda, la lluvia encharcaba la carretera y surgían ríos de agua sucia en la cuneta, gente corría para no calarse y los parabrisas del coche se agitaban alocados; miré mis piernas, comprobé que estaba en pantalones cortos, y aceleré huyendo de un cielo gris que casi se tocaba con las manos.

Me dirigí hacia el noroeste, y en cada bifurcación fui accediendo a tramos de carreteras más amplias, pero también más congestionadas. Volvía a brillar el sol y la lluvia quedaba a mi espalda. En una incorporación a la autopista hacia Aquisgrán un joven junto a un macuto enorme portaba un cartón que decía Cologne en letra de bolígrafo azul. Detuve el coche, y corrió dando brincos de alegría hacia él. Era checo, venía haciendo dedo desde Inglaterra, donde había estado de viaje y trabajando, y volvía ya a Praga, pues en unos cuantos días tenía que empezar los estudios universitarios de ingeniería electrónica. Hablaba un inglés a trompicones, cada poco me daba las gracias por haberle subido, y por su olor deduje que llevaba varios días sin ducharse o vistiendo la misma ropa. Sonréia agradecido, divertido seguramente de un viaje que aunque no había terminado sabía que siempre iba a recordar. Le pregunté quién demonios le había dejado en una incorporación a una autopista: un camionero que allí se desviaba hacia Düsseldorf.
Como no tenía un objetivo claro para la tarde y lo que realmente me apetecía era algo de compañía dejé Aquisgrán a mi izquierda y avancé hacia Colonia. La autopista desplegaba en ambos sentidos carriles y más carriles con un tráfico pesado de camiones y coches de gran cilindrada. Mi copiloto doblaba su cartulina con la palabra Colonia ahora convertida a mi vista en Col, y sonreía a cada instante y me pedía que le dejara en cualquier gasolinera. Lo hacía con tal vehemencia que acabé por pensar que realmente podía tener miedo de mí, cuando la literatura y el cine y en general la ficción siempre nos han configurado al autoestopista como un peligroso criminal y al conductor su víctima, así que finalmente abandoné la autopista, paré en la entrada de una estación de servicio y se bajó junto a una fila de grandes camiones alineados. Al contemplarlos supo que sería fácil que alguno de ellos fuera en dirección a Colonia, o tal vez más lejos, y me dio de nuevo las gracias, primero un abrazo y luego saludándome con aspavientos que vi desde el retrovisor cada vez más lejos, mi coche ya avanzando hacia algún cambio de sentido para visitar Aquisgrán. El olor del autoestopista flotó por un rato más en el interior coche, y donde se había sentado volvió la funda roja de discos que había comprado el sábado antes de marchar. Al rato su olor fue sustituido por el de un wrap del Mcdonald´s: desde el desayuno no había probado bocado y estaba hambriento. El coche se llenó entonces de un aroma idéntico al que rodea en todas las esquinas del mundo la gran letra m de color amarillo, un aroma idéntico pero también un mismo sabor de la hamburguesa o las patatas te encuentres en Roma, en Budapest, o bien en un área de servicio de una autopista alemana volviendo hacia Aquisgrán y con la tarde avanzando en el cielo.

Aquisgrán es una ciudad que abre sus puertas hacia el este a dos países, Bélgica y los Países Bajos. Fue la primera ciudad alemana que, en el otoño de 1944, y después de ser bombardeada y asediada, conquistó el ejército americano en la Segunda Guerra Mundial. Su principal atractivo turístico es la capilla palatina, mandada erigir por Carlomagno en el siglo IX, lugar que sirvió de capilla personal y donde está enterrado. Lamentablemente el lugar estaba siendo rehabilitado, así que mi paseo por el deambulatorio, con la mirada en el techo buscando los mosaicos dorados, se encontró sin embargo con andamios, golpes de martillo y telas de obra protegiendo los bronces del polvo pero también de la mirada. Regresé al coche y emprendí mi camino hacia el sureste, en dirección a la zona de volcanes. Inútilmente traté de encontrar a un lado del camino restos de la línea Sigfrido, el sistema defensivo y propagandístico alemán, formado por búnkeres de hormigón, túneles, y trampas para tanques. Al día siguiente un camarero me contaría que su país había destruido muchas secciones de la línea frente a la oposición de grupos que defendían su conservación, de la misma forma que se habían preservado los limes romanos. Tal vez la explicación de que las ruinas romanas se conserven y la línea Sigfrido no sea una cuestión puramente temporal: la atrocidad de la Segunda Guerra Mundial está aún demasiado cerca como para ser recordada. En cualquier caso la línea Sigfrido, cuyo recorrido seguía en paralelo conduciendo en dirección a mi hotel en Daun, tuvo un destino parecido al muro de Adriano en Inglaterra, pues nunca sufrieron ataques a la envergadura de sus dimensiones. Me detuve por curiosidad en la gasolinera donde había dejado al autoestopista: seguía allí y se alegró de verme. Apoyado junto a un camión, me contó con su infinita sonrisa que ese mismo vehículo salía esa noche rumbo a Praga, y allí le vi por última vez, apoyado en una rueda enorme como garantía de que el camión no se marcharía sin su macuto y sin él.

El hotel Kraterblick de Schalkenmehren se encontraba en la calle Auf Koop 6, en el final de un camino empinado. Lo había escogido por económico y porque tenía vistas a uno de los lagos volcánicos, pero cuando aparqué el vehículo era de noche y sólo pude ver la niebla pegada a la fachada de un pequeño edificio blanco. Llegar hasta allí había sido una proeza: nadie parecía conocer este lugar. Había ido de un pueblo a otro preguntando sin éxito, hasta que finalmente unos chavales me habían orientado en la buena dirección. Mi llave estaba semioculta en una maceta junto al felpudo de acceso, tal y como me había indicado telefónicamente la dueña, y mi habitación resultó estar en un lado del vestíbulo. Dejé las maletas y di cuenta de un trozo de quiche de espinacas que había comprado en Aquisgrán antes de caer dormido. Antes de acostarme, desde la ventana, vi algunas luces en la lejanía, alejadas entre sí, y cerré los ojos sin comprender el patrón humano que las ha dispuesto de esa manera.

Roma y Google Earth

Treinta y cuatro años y por fin conozco Roma. Un viaje no se termina sino cuando vuelves a casa, deshaces la maleta con una mezcla rara de cansancio y excitación, pones la lavadora, colocas las cosas en su lugar, buscando algo de orden, que sea solo sea la mente la que siga aún alterada del viaje, luego te sientas frente al ordenador y finalmente abres Google Earth, y vuelas de nuevo a los lugares de los que apenas acabas de regresar y ya son nostalgia.

Te buscas a ti mismo por las calles que elegiste, a veces persiguiendo y a veces perdiendo tu sombra desde el cielo, pero investigando también el destino de trazados a los que, por azar o intuición, dijiste no. La ciudad ya no es una cuadrícula multiplicada y desconocida: ahora tiene  un cierto sentido, y tus huellas recientes ayudan a descifrar mejor lo que el mapa siempre ofreció y, sin embargo, ignorábamos antes de estar allí; detalles tan importantes como el relieve, la dureza de algunas pendientes, esa subida nocturna al Coliseo desde el Circo Massimo, el cuerpo cansado y el estómago aún lleno tras cenar en el magnífico Felice a Testaccio, pero también los inesperados saltos de nivel, y con ellos el gozoso regalo de pequeños jardines como el Parco degli Aranci en el Avantino, con su mirador abierto a un codo del río, el barrio de Trastevere en la orilla opuesta y más allá la cúpula presumida de San Pedro.

Los mapas tampoco saben de movimiento y ruido, el tráfico siempre a punto de ser accidente, las riadas de turistas y sus destellos de las cámaras disparando contra las fachadas, porque es más importante hacer fotografías que usar las retinas, la invasión de la intimidad en cada esquina con camareros que te aturden con menús turísticos, vendedores de paraguas, guías turísticos agitando pañuelos,  o incluso un gladiador que por cincuenta euros se deja fotografiar junto a la Fontana di Trevi.

Ha dejado de rugir la lavadora, nuevamente limpia la ropa con la que deambulé horas y horas por Roma, y mientras la cuelgo en el tendedero ya quiero volver allí.

Fisac y Wright: arquitecturas soñadas

La destrucción del patrimonio arquitectónico es un desprecio a los valores estéticos de la comunidad a la que pertenece. Lo pienso después de leer la noticia de que un edificio de Frank Lloyd Wright en Phoenix (Arizona) se enfrenta, como si fuera un reo inocente, a su demolición. La casa, diseñada en 1952 para su hijo y nuera, desaparecerá si el gobierno local no consigue declarar el edificio como protegido. 

Ha venido a mi memoria el arquitecto español Miguel Fisac y la Pagoda, su famoso edificio levantado a finales de los años sesenta y que servía de sede a unos laboratorios farmacéuticos. La Pagoda de Fisac era cada verano una de mis últimas imágenes infantiles de Madrid, cuando mi padre dirigía hacia ella nuestra atención somnolienta, pues éramos niños y nos llevaba al aeropuerto para embarcar en un vuelo nocturno rumbo a Tenerife. De un racionalismo puro, sus volúmenes octogonales de hormigón, girados uno sobre el otro cuarenta y cinco grados, y coronados en un pináculo, daban el sobrenombre a la torre. 

La Pagoda fue demolida en el año 1999, sin que ni la belleza ni originalidad de la obra lo salvaran de la locura de su derribo. El Ayuntamiento de Madrid, entonces dirigido por Álvarez del Manzano, olvidó incluirlo en el catálogo de edificios protegidos, y tampoco hizo memoria para arreglar luego el error. Ahora este edificio solo existe en fotografías, vídeos y en la memoria menguante de aquellos que lo vimos, apoyado junto a la carretera de Barcelona, con sus cinco alturas giradas una sobre la otra, como si un niño hubiera jugado y movido los planos. Dentro de una generación no quedará nadie que lo viera erguido, mirando el tráfico desde sus volúmenes en punta.

Tras la enérgica pero inútil protesta por su demolición, el Ayuntamiento de Madrid ofreció a Fisac levantar nuevamente el edificio; el arquitecto se negó a falsificar su obra en otro tiempo y lugar. Decía Fisac, tomando palabras de Lao Tse, que la arquitectura es el aire que queda dentro, y ya no era posible imitar las mismas circunstancias. Lo más duro de la historia de la Pagoda, y que puede que se repita ahora con la casa de Lloyd Wright, es que ni siquiera la belleza de una obra lo hace indemne a la sinrazón humana. Cree uno que la belleza puede servir como freno a la destrucción, que es la muerte, pero a veces ni siquiera la belleza es suficiente.

 

Enlace muy interesante al vídeo de la vivienda familiar que construida por Frank Lloyd Wright en Arizona: http://www.youtube.com/watch?v=oocqyc2hYok

 

Al final, una mañana cualquiera

Llegas quince minutos tarde: no quieres mostrar una puntualidad excesiva, pero el esfuerzo del maquillaje y tu peinado delatan el cuidado que has puesto en la cita. Habías dejado a tu espalda una vida de provincias, apoyada por tu madre, a quien visitas cada dos semanas con la regularidad de un niño a su progenitor divorciado, y cuando el autobús de línea te apea en tu pueblo natal, al pie de la sierra de Albarracín, te llenas de tristeza. Huir de un lugar no significa un futuro mejor, parece obvio pero tú lo descubriste de golpe en Madrid, aislada en un cubículo de oficina llevando la contabilidad de proveedores, luego el suburbano volviendo a casa, sola e imaginando todas las vidas e historias que en ese momento suceden en la superficie.

Con la ayuda de un chat una de esas historias parece que ha comenzado. Yo soy su protagonista. Estamos bailando en el Ocho, un bar a la sombra del viaducto. Nos hemos dicho tanto por el ordenador que las palabras ahora entorpecen. Parece como si nos avergonzamos de vernos en persona, así que decido a romper el hielo y te abrazo por la cintura, borrada la distancia, y por inesperado o por deseado apenas reaccionas, como si  tu cuerpo hubiera estado esperando desde siempre a mis manos. Salimos a la calle, silencio, y un campo magnético nos estanca a besos en cada portal, mirándonos tan de cerca que apenas somos fragmentos, el final bizco de una nariz, los labios como regalices de sangre. Un olor a enzimas nos lleva hasta tu apartamento, revolvemos las sábanas con fiebre, el amor lamiendo nuestros pies, y en algún campanario escucho brincar alegres las horas.

Más tarde un portazo a mi espalda, y mi cuerpo expulsado a la fatiga de las calles. La mente está cansada y es incapaz de comprender cómo el nuevo día despierta en orden sus tareas, los barrenderos y las verjas de los comercios nuevamente levantadas, las aceras aún húmedas por el chorro de las mangueras, el olor a café eliminando del cuerpo los sueños interrumpidos. Todos los elementos recién inaugurados e ignorantes de nuestra noche juntos, mi feliz dolor en el sexo y ese campo magnético que aún me atrapa, y adopta ahora la forma curva de la línea circular, dirección Lucero, y al salir a la superficie una vibración última en mi pantalón, como si aún me siguieras tocando. Leo en la pantalla del teléfono: disculpa, tengo novio. Me has gustado pero no quiero verte más.

La realidad recupera su orden, y siento que los electrones ya no se enganchan a ti. El imán se aleja y el tiempo vuelve a su cualidad lineal, sentado frente a una barra donde pido un café con leche, nubosidad variable en el televisor, y al mojar el cruasán entierro el rapto de una ilusión. Pago y me marcho a dormir pensando que, cuando me levante, con suerte, habré olvidado de la noche tu nombre.

Tchaikovsky y la locura

 

Os dejo una cita que me ha encantado de este compositor ruso, y aprovecho también para dar las gracias a todas las personas que os acercasteis el viernes a nuestro concierto en Madrid. Sois también un remedio contra la locura.

«Querido amigo: sabes que estoy hecho de contradicciones, y que he llegado a la edad adulta sumido en zozobras, sin que ni la religión ni la filosofía hayan logrado calmar mi inquieto espíritu. Si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco. La música es el más bonito de los regalos del cielo, una antorcha para la humanidad que deambula en tinieblas».

Tchaikovsky

http://www.youtube.com/watch?v=NTtZ6Fw9JyQ&feature=related

Puente levadizo

Amurallé el corazón con almenas y torres.

Logré la felicidad de quien se alimenta

con la certeza de las reglas aritméticas.

Fui una roca a la que mundo no golpea.

Pero otra vez tu mensaje, a mitad de la noche,

despierta el sonido: trovadores y trompetas.

Una palabra tuya bastará para sanarme,

y tu emoticono derrumba mis protestas.

J.G. Ballard y la intimidad

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http://www.youtube.com/watch?v=Rbvp9zGawKQ

J. G. Ballard comenzó a escribir su autobiografía en 2007, tras serle diagnosticado un cáncer de próstata. Miracles of life (traducida al español como Milagros de vida) es un recuento de su niñez en Shangai, ciudad donde nació, su experiencia juvenil en el campo de concentración japonés durante la Segunda Guerra Mundial, en absoluto dramática, y después sus primeros pasos como escritor de ciencia ficción, la muerte súbita de su mujer en unas vacaciones en España, el afecto multiplicado y exclusivo a sus tres hijos huérfanos, el alcoholismo como resiliencia a su tragedia, luego un nuevo amor, tardío, llegado cuando parece que todo se sabe de la vida y nada es ya sorpresa , y finalmente una última, el diagnóstico severo y la muerte a los setenta y ocho años, tras dos años de terapia en vano.

De Miracles of life me quedo con la transformación de la convivencia familiar tras ser confinados en el campo de concentración. Hasta entonces había sido un niño que montaba en bicicleta por Shangai, ciudad cosmopolita y europea, en cuyo barrio el dinero nunca faltaba, ni tampoco una animada vida nocturna. Al volver a su casa el padre seguía trabajando y la madre jugaba al bridge. Nunca les vio desnudos, ni cepillándose los dientes, ni peinándose frente al espejo. La vivienda era amplia y las habitaciones vacías y pasillos con niñeras eran cortafuegos contra la intimidad. Y de golpe sus padres y una hermana recién nacida reducidos a un espacio mucho más breve, escuchándose la respiración por las noches, descubriéndose lunares y manchas en la piel, memorizando también sus olores, aguantando la incomodidad de sus presencias tan cercanas, la intimidad invadida como en el interior de un estrecho ascensor.

Algo parecido a lo que significa el paso del tiempo para cualquier familia. Los padres más torpes y cansados, heridos por la enfermedad o el simple calendario; el cariño a ellos también amplificado, como Ballard tras la muerte de su mujer, y de golpe una cercanía extraña y nueva, insólita pese a ver transitado con ellos tanto tiempo: el descubrimiento de un temblor en los brazos, de un pliegue al hablar, las lagunas de su memoria y el olor a antiguo dominando la habitación. Las fotos enmarcadas de nuestros padres se han vuelto  infieles en muy poco tiempo, pero uno quiere restituir los colores, la definición de sus perfiles, y brota un sentimiento hacia ellos tan fuerte que derriba las barreras de un vestidor, de una sábana, y se sueña con dar cuerda atrás al tiempo, y abrir las puertas que en el pasado dejó cerradas, o por el contrario mantener el tiempo en suspenso, como un reloj sin pilas, y vivir colgados de ellos siempre en el mismo instante, sin avanzar.

Martes 23 de agosto de 2011. Diario de viaje al Rhin

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¡Día de bicicleta! Tanto me había gustado el recorrido en barco del día anterior que decidí imitar el trayecto y repetirlo sobre dos ruedas, más aún sabiendo que había un carril para bicis protegido del tráfico. Después de desayunar, y llevando conmigo lo indispensable (el reproductor de música, el sombrero, las gafas de sol, un billete de veinte euros y el pasaporte), encontré rápidamente una tienda de alquiler de bicicletas, en la misma calle de la estación de tren, frente a cuyo reloj me había enamorado de una chica rubia que subrayaba con regla un libro. Por ocho euros conseguí una estupenda bicicleta urbana que debía devolver antes de las seis de la tarde. Miré al cielo: el sol estaba en lo alto y el valle se doblaba de calor, pero la brisa al pedalear y los tramos de sombra junto al río refrescaban mi cuerpo, y solamente cuando ponía pie a tierra, me tocaba la frente llena de sudor y descubría tener la boca seca, tomaba magnitud del fortísimo calor que hacía en esta mañana de martes.

Circulé casi cincuenta kilómetros desde Cochem hasta la entrada de Coblenza, parando en alguna gasolinera para comprar agua, sentándome a tomar alguna foto desde muros bajos con vistas al río, disfrutando aún más de cerca del aroma de los viñedos y en general de esa tonta sensación de libertad que da el montar en bicicleta. Sensación de que el mundo va quedando a tu espalda, que el viento te mueve el pelo, que el cuerpo agradece esa molestia suave de ejercicio físico. Perderse en alguna intersección y sonreir por el despiste, entrar accidentalmente en un camino de gravilla que conduce a un jardín privado, y dar media vuelta con una sonrisa en la boca mientras una mujer sorprendida tras la ventana hace un gesto de adiós. Montar en bicicleta en una ciudad desconocida es un placer insuperable. La sencillez mecánica de una bicicleta se contagia al ánimo: el mundo parece un lugar más simple. Nuestros sentidos están puestos sobre el manillar, los dedos ágiles cambiando de marchas, plato grande, piñón pequeño, y sus contrarios, y doblado el cuerpo sobre el sillín, con la atención multiplicada a todo lo que pueda ocurrir a nuestro alrededor; la mente tiene menos espacio para pensar y se deja llevar con la cadencia del pedaleo, balanceando la mirada sobre el río, sobre otros ciclistas que siempre marchan a más velocidad que uno, sobre los viñedos y los pueblos y las vidas que uno tangencialmente, con la rapidez de una inyección, va cruzando de punta a punta. La mente queda reducida por todo el ejercicio físico y la concentración inevitable para sobrevivir a bordo de una bicicleta, y ese aparente handicap para las ideas no es sino una maravillosa oportunidad para desconectar de todo, dejar atrás la urgencia de las tareas sin realizar, de los mensajes por responder, de los sobresaltos por los compromisos pendientes. Sobre una bicicleta el egoísmo es máximo: uno depende de sí mismo para avanzar, y nadie le puede exigir sino concentración y esfuerzo totales a esa tarea.

Junto a las vides, en intervalos sin plantar, se tendían sobre la ladera los raíles metálicos por los que, a bordo de un pequeño carromato alargado y terminado en un asiento, se desplazaba un operario. Esta especie de montaña rusa de feria debía ser la forma más segura de moverse en las laderas más escarpadas sin riesgo de caer con el peso de las cestas llenas de uva. Dejé atrás la pequeña localidad de Kobern-Gondorf, el río giró hacia la derecha, y con él toda la actividad que cargaba feliz a su lado, entre ella mi bicicleta y yo, y entonces apareció, como venido de otro planeta, el elevado viaducto cargando con el tráfico incesante entre Frankfurt y Colonia. A la sombra de sus pesados pilares me bajé de la bicicleta para descansar por un instante. El ruido de la circulación allá arriba era un recuerdo incómodo del mundo urbano que nos rodea. Dejé a mi espalda el viaducto y alcancé un pequeño pueblo llamado Winningen, el cual me dio la bienvenida con sus bellos jardines, casas bajas de proporciones armoniosas, y a cuyas fachadas de colores se abrazaban disciplinadas enredaderas. Había niños jugando en las aceras sin coches y flotaba sobre su infancia una atmósfera de relajación, de ausencia de problemas, de todo el tiempo por vivir, y a esa atmósfera contribuían todos los elementos de la naturaleza, un sol alto y que no dejaba sombras, el color intenso de la hierba y las flores, el olor de las uvas, el fondo verde de vides tras los muros de las fincas y frente a ellas las aguas mansas del río junto a las vías del tren y el pueblo.

También mi pedaleo quedaba contagiado de esa percepción alegre y serena que transmitía el paisaje, pues qué duda cabe que uno mismo, con sus alegrías y obsesiones, proyecta su estado nervioso hacia su entorno, pero de modo contrario lo absorbe y modifica según el humor de cada día, y yo estaba en ese momento bajo un manto ligero de sudor, arrastrando un agradecido cansancio, hambriento pero sabiendo que pronto pararía para comer, disfrutando de un gran día de vacaciones, y pensando en la mejor forma de recoger en palabras ese relajado sentimiento, que encontraba su correlato en la hermosa hilera de chalets por la que circulaba bajo un aura de perfección, y que me transmitían y duplicaban la sensación plácida de libertad. Podía haberme fijado en el estruendo del tren cada vez que atravesaba el valle, en algunas casas cubiertas de andamios, en el cansancio que me dominaba al final de cuestas demasiado largas, en el creciente roce y dolor de mi pantalón con las piernas al pedalear, en el ruido cada vez más lejano del viaducto a mi espalda, pero mi mente lanzaba un mensaje optimista y recibía elementos suficientes a su alrededor para justificarlo.

Cuando llegué a Coblenza estaba, en cualquier caso, felizmente exhausto, o exhausto para andarnos sin rodeos, sobre todo porque no llevaba la ropa adecuada ni la formación física para de buenas a primeras pedalear tantos kilómetros. Mi mente brincaba alegre pero el cuerpo sin embargo estaba destrozado. Apoyé la bicicleta junto a la puerta de un bar y descubrí que el sudor cubría mi cuerpo. La velocidad sobre la bicicleta enfriaba el aire y proporcionaba una falsa percepción de frescor. Los últimos kilómetros se me había hecho pesados. Saber que estaba cerca de mi destino había multiplicado el esfuerzo de cada pedalada, tal vez por cansancio, o tal vez por las ganas de llegar y poder descansar un buen rato. Pedí una botella de agua fría, y la bebí tan rápido que sentí algo extraño en la cabeza, como cuando saboreas muy deprisa un helado. La dueña del bar, que me debió ver desfigurado, me indicó un supermercado cercano. Después se acercó al final de la barra, donde una niña pequeña que se parecía a ella hacía los deberes, inclinó la cabeza y se puso a ayudarla frunciendo el ceño. El supermercado estaba en la misma calle, y en él compré agua, pan y embutido, y un poco más adelante, en una frutería apenas iluminada, unas moras deliciosas, guardadas en la nevera dentro de una cajita de plástico. Comí en una pequeña plaza cercana, donde me llegaban los alaridos de un hombre enfermo (mental o simplemente achaques de la edad) y con una incómoda nube de avispas que dejaron por un rato su actividad en un contenedor de basura cercano.

Después de comer, y aliviado levemente del cansancio, di media vuelta, desanduve el camino hasta un apeadero cercano, compré en una máquina el billete de tren con la ayuda de un joven, ya que no había nadie en la ventanilla de venta, y regresé en tren hasta Cochem, pues debía devolver la bicicleta antes de las seis de la tarde.

Frente a la tienda de bicicletas encontré un supermercado y en él compré algunas botellas de vino blanco para regalar a mis padres y amigos, y regresé al hotel para ducharme y cambiarme de ropa. Estaba tan orgulloso de mi hazaña física que subí al coche y puse el cuentakilómetros a cero para contar exactamente la distancia recorrida. Bastante aproximada, pues la carretera y el carril bici van en paralelos, como los dos colores de un mismo lazo. En total, algo menos de cincuenta kilómetros. Después regresé de nuevo a Cochem pero por el otro lado del río, y en un lugar lo estacioné y me acerqué hasta el río, decidido a bañarme. Un baño que pretendía ser espiritual o iniciático de algo, sin saber muy bien el qué, en cualquier caso un baño idílico frente a aquel paisaje de viñedos inclinados, de castillos en ruinas en lo alto de las cimas, pero un baño que finalmente resultó del todo accidentado, pues me clavé algunas chinas puntiagudas al entrar al agua, al que me introduje súbitamente entre alaridos de frío y dolor y separando del cuerpo algunos juncos pegajosos, e igualmente accidentado al salir, puesto que apoyé la mano izquierda en unas hierbas venenosas que me provocaron un incómodo escozor durante algunas horas.

Sumergido en el agua pensé en los tres países que bañaba el río: Luxemburgo, Francia, y en el que ahora me encontraba, Alemania. Uno no puede estar bañándose en un río, aguantando la corriente a duras penas sobre la tierra cenagosa, y no pensar en las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre: nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. Sonreí aliviado de que la muerte quedara muy lejos de donde me encontraba, de que además el Mosela no muriera en un mar sino en otro río, el Rhin, y recordé una clase de literatura con doce o trece años en el colegio San Agustín de Madrid, donde un abnegado profesor había tratado de explicar a cuarenta alumnos, como cuarenta sacos de hormonas descontroladas, el significado de la muerte, mientras por las ventanas abiertas de doble hoja entraban las espigas del sol; la vida estaba llena de tiempo y la imagen de un río que nos roba el tiempo sonaba remoto y sin interés.

El arquitecto que ha marcado el orden de las tareas en la vida está equivocado: a quién se le ocurrió si no tratar de explicar a tan corta edad misterios insondables como la vida, su curso y su final, y después, en la etapa adulta, cuando las preguntas existenciales se multiplican en tu cerebro y exigen respuestas, cuando tus zapatos sin cordón pisan moquetas de edificios inteligentes, y por los que transitan oficinistas mutantes, y el tiempo transcurre encerrado en un cubículo, y más que nunca hacen falta las palabras olvidadas de ese profesor de literatura, buscar la explicación del flujo de la vida como la corriente de un río, las soluciones a la existencia, el por qué de la misma, y sin embargo uno anestesiado con la droga del trabajo, y que no falte, que como está la cosa, dicen, claro que sí, no es como está la cosa, es cómo está la cosa, zombies con disciplina militar saliendo de las bocas del metro, con un sueño rápidamente interrumpido, pliegues bajo los ojos, y una actividad sin ninguna fascinación para llenar el día, pero es que hay que llenar la vida, peor no tener nada, claro que sí, sobre todo tal y como está la cosa, cómo esta la cosa, cómo está la cosa, el significado de la existencia hundido en el fondo del río por el cual camino con cuidado, mientras a lo lejos una gabarra avanza veloz y la marea choca al rato contra mi pecho, la etapa adulta cargada de interrogaciones a cada paso pero nadie conoce las respuestas.

Tal vez el invento reciente de la educación emocional no sea sino un vehículo para transmitir la angustia de la muerte de una generación a la que le sigue, y los profesores, aunque saben del reto al que se enfrentan, pues la infancia es sólo vida y ellos no tienen todas las respuestas a lo que plantean, tratan al menos de saber cómo enfocar la cuestiones fundamentales, tratar de adaptarse a ellas, incluso si son algo progresistas y dan la espalda al crucifijo para recomendarte, en voz baja, que lo que importa no es si hay vida después de la muerte, sino si hay vida antes de la muerte, pero eso no lo escribáis en vuestros cuadernos (Daniel, he dicho que no lo escribas, y al resto igual), claro que da igual, pienso, pues ya ha quedado escrito en algún lugar de mi cabeza, y ahora en este diario, y en resumen la edad adulta vuelca todo un cajón de miedos que apenas se pueden vislumbrar en la juventud, la juventud que uno recuerda vivió lleno de curiosidad, más por el placer de hacerse preguntas que por conocer las respuestas, pues las respuestas limitan el mundo, le dan una explicación parcial, y eso es muchas veces aburrido, pero al final todo fluye y se olvida, porque las ventanas de doble hoja están abiertas y entra un sol fuerte y desde el comedor llega el aroma de los filetes empanados que ya comienzan a prepararse, y son tantos los estímulos que uno ha olvidado lo importante cuando ahora, con la edad de Cristo y bañándome en un río no bíblico, necesito de respuestas, tratando en vano de acordarme de la reflexión del profesor de literatura, Jesús Ibáñez, alto y con manos de dedos huesudos, sobre las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, pero cómo hablar de muerte frente a una juventud de alegría pura y sencilla, un hedonismo barato, porque la sonrisa venía al correr detrás de un balón, para lo cual sólo hacía falta amigos y cemento, y después una buena ración de tebeos y libros, y aunque no era consciente esos elementos materiales dejaban a un lado otros humanos, una selección natural en mi cerebro, inconsciente y por ello plenamente definitiva, como mi cuerpo se separaba nuevamente de los juncos en mi salida del agua, y estaba entonces construyendo mi alta torre delgada, una soledad de marfil donde nadie me podía tocar ni hacer daño si no venía a través de un libro o de la incertidumbre de un partido de fútbol, y salí finalmente del agua y me sequé con la toalla del hotel lamentando ese orden invertido en la formación de la vida, lamentando igualmente el recuerdo olvidado de las reflexiones sobre Manrique, y lamiéndome la mano camino del coche, el río a mi espalda, por la picazón de las hierbas venenosas que había tocado al resbalarme al salir, el castigo por haber farfullado contra el orden invertido de las fases en la vida y no haberme fijado en los hierbajos junto a la orilla. Malhumorado por este estúpido percance, volví al pueblo, aparqué el coche, y sin ganas de estar más tiempo en la calle, cené rápidamente una pizza de atún y cebolla sentado en un taburete, bajo una televisión sin volumen donde se celebraba un concurso de baile. No tenía ganas de más vino, así que después de un paseo escuchando el Double Fantasy de Lennon, regresé a casa. Pensé que Lennon tenía que estar muy enamorado para dejar a Yoko meter esos bodrios de canciones intercaladas con las suyas. One Fantasy, a lo sumo. Pero de doble nada.

Antes de apagar la luz leí en el libro de Anne Michaels una cita interesante, y que escribí, como única forma de ganar terreno para siempre al olvido. Decía así: el final da más tranquilidad que el futuro, el cual es, por naturaleza, incierto. En el río de Manrique, ¿qué era el final, y qué era el futuro? Geográficamente el final del Mosela era el Rhin, sus aguas mezcladas frente a las casas de Coblenza. El futuro del Mosela era, definitivamente, incierto. Podía ser la paz de cruceros cargados de turistas vagos, pero también un incidente en alguna esclusa, o bien el carburante derramado por un carguero encallado, el suelo demasiado cercano y abruptas sus rocas, una grieta en el casco y un grito único desde el pueblo, manos y brazos y bolsas blancas en las orillas limpiando el vertido y en las televisiones la palabra tragedia ambiental. Lo que confiere a los ríos su interés, es, en cualquier caso, su futuro. Lo incierto de lo que hay detrás de cada recodo los dota de una emoción de la que el mar, como un gran abanico abierto y homogéneo ante nuestra vista, carece. El mar abre el horizonte. El río es una cerradura por la que cuesta introducir la mirada, un cerrojo donde dobladas las pestañas la mirada apenas alcanza a discernir lo inmediato. Siempre alerta, pues si la guardia baja uno pisa mal y arrastra el quemazón de los hierbajos que protegen su cauce.

Septiembre

Comienza el mes de septiembre y las piscinas vuelven a dormir bajo su manta de lona azul. En los quioscos se inician los coleccionables, y las potencias del hombre parecen multiplicarse: resulta cuestión de semanas dominar un nuevo idioma o aprender a escribir o fotografiar. Las sandalias regresan al zapatero, y uno agradece dejar de sufrir la fealdad de sus correas y de los pies a los que airean. El hombre logró caminar erguido tras siglos de evolución, y las extremidades inferiores, en la mayoría, son el desfavorable recuerdo de un tiempo remoto y sin pulir. Las horas de luz se estrechan, los árboles agitan sus ramas entumecidas y las ventanas se encienden con prontitud.

Septiembre significa un regreso a los atascos, a los golpes con desconocidos en el vagón del metro, a las rutinas que pensábamos ingenuamente no volverían, pero también septiembre es la vuelta a esa felicidad escolar de los proyectos que empiezan, los cuadernos nuevos, con sus cuartillas aún blancas y desmemoriadas, los estuches con los bolígrafos y lápices bien ordenados. Para unos es la vuelta a los estudios, pero para otros muchos es también un regreso a la lucha por la supervivencia, la búsqueda de un trabajo o la superación de una enfermedad, como si incluso la desgracia entendiera que el verano es un tránsito que exige de pausa.

Yo agradezco aliviado cerrar la puerta al calor, a los pantalones piratas y el moreno en la piel. Hundirse bajo la manta en la noche, sabiendo que sea sueño o insomnio nos separamos algo más del sol, y que regresará pronto la olvidada sensación de frío, mañanas de domingo con el fondo limpio de montañas al norte de la ciudad, caminando con el sonido plástico  de los anoraks que se rozan, o la lluvia tamborileando en las aceras y un café como refugio al viento que se lleva las palabras de una conversación.

En el año nuevo brindamos y nos deseamos alegría y que se cumplan nuestros sueños, pero es el mes de septiembre donde de verdad siento que el tiempo tiene una bisagra, un cambio de orientación y que, incluso aunque a veces signifique seguir por donde uno caminaba antes, transmite, sin embargo, por un instante, la sensación optimista de algo nuevo en el horizonte, y que hay voluntad para alcanzarlo.

Lunes 22 de agosto de 2011. Diario de viaje al Rhin.

A las ocho de la mañana estaba despierto y desayunando. Qué pena que nunca tenga apetito en el desayuno, es más, debe ser el único momento del día que me ocurre. Porque era muy completo: embutido, tres panes, mantequilla, mermelada, queso, zumo y café. Así que desayuné poco y además rápido, pues deseaba coger el barco que hacía el recorrido más largo por el río, y que zarpaba a las nueve y cuarto de la mañana en dirección a Coblenza. Pagué a la taquillera el billete, veintiocho euros, y me senté en la cubierta superior, sobre un banco húmedo de madera. El motor se puso en marcha, vibraron los ceniceros sobre las mesas, y presté atención al horario informado en el folleto: llegada a Coblenza a la una de la tarde. Hora y media en la ciudad donde se unen las aguas del Rhin y del Mosela, y regreso a Cochem a las ocho de la tarde. El viaje comenzó bajo un cielo gris y algo de lluvia, pero cuando llegamos a nuestro destino, hacia las dos de la tarde, en el cielo sin nubes brillaba el sol. El tiempo era caprichoso, y cuando las nubes bajaban sobre las aguas los escasos viajeros nos movíamos a las mesas de popa, más resguardadas, o bien directamente al interior, donde algunos pedían café, te, cerveza o vino. Las vides se abrían siempre al lado izquierdo de nuestro trayecto, en el lado norte del río. En el breve espacio que quedaba entre la ladera y la orilla del Mosela se apiñaban primero el carril para bicicletas, generalmente junto al río, después la carretera, luego pequeños pueblos con fachadas de piedra cargadas de flores, de una hermosura que parecía diseñada para ser fotografíada en postales, enviada su belleza rural hacia amigos en grandes urbes. Pueblos construidos inevitablemente a los lados de una delgada calle principal que muchas veces era la propia carretera, y finalmente las vías del tren, encajadas entre la espalda del pueblo y la falda de la montaña, con su carga futura de vino. Había jóvenes bañándose entre juncos, zonas de camping atestadas de caravanas y tiendas de campaña, barcos de eslora infinita transportando materiales de construcción y chatarra, flores en las ventanas, pequeños hoteles en cuyos porches se abrían terrazas mirando al río donde la gente bebía cerveza a cualquier hora del recorrido. En una explanada algunos operarios levantaban la carpa de un circo con las banderas de España y Alemania en lo alto.

Me di una vuelta por el barco, compuesto de dos alturas, la cubierta superior, con bancos y mesas de madera firmemente fijadas al suelo, y un salón inferior cerrado que servía también de almacén y cocina. Era el pasajero más joven del crucero a Coblenza, y también el único que viajaba solo. Lo más interesante de viajar solo es que, paradójicamente, puedes hablar más que viajando en compañía, pues aunque se pueda pensar que la necesidad de comunicar es siempre la misma, cuando los libros o la música o un paisaje o un pensamiento no son suficiente diálogo, entonces necesitas con urgencia de alguien apoyado en la misma barra del bar, o visitando a tu ritmo exacto las salas de un museo, y en tu cabeza estalla todo el mundo interior que ha sido estrangulado por el silencio, pues tu boca apenas ha murmurado un buenos días en toda la mañana, y todo ese flujo de ideas, anécdotas, imágenes o historias deseas súbitamente compartirlas, dado que lo no compartido, como lo no escrito, siempre muere, y ese flujo es tan fuerte que la soledad deviene en un torrente de diálogo; el ansia de comunicación tras un periodo de soledad es infinita y constituye un acto de vida o muerte, necesitas de alguien para lograrlo, gente desconocida de la que sólo tienes una imagen instantánea, el pensamiento automático que esa imagen te envía a tu cerebro, gente de la que tienes una percepción necesaria y estereotipada por tus creencias o cultura, posiblemente errónea pues los ojos no son siempre o más bien no son nunca el espejo del alma, y por eso ni las miradas ni los gestos son prueba judicial, aunque para los periodistas o escritores sean un elemento narrativamente muy nutritivo, en definitiva, esa gente completamente desconocida que en algunos momentos son un madero en el naufragio del silencio, y desconocidas son también lo inesperado de las respuestas que te darán, lo que podrán contarte acerca de sus motivaciones para doblar la espalda y escudriñar de cerca el detalle mínimo de un lienzo, o de lo que escriben en las páginas blancas de un cuaderno con una letra inclinada que parece sacudida por un viento, el pensamiento que parece marcharse acurrucado sobre las nubes de humo de un cigarrillo, y entonces, solamente si es logrado el milagro de los vasos comunicantes, se erigirá un puente de piedras antiguas entre las mentes, un puente invisible que refuerza la convicción de que la mirada nunca es el espejo del alma, porque esta comunicación es real y escapa a la vista, no tiene nada que ver con ella, son dos personas que hablan contemplando un cuadro o de camino por una senda señalada, y ese breve e invisible trecho de diálogo mientras los anoraks se rozan camino de la salida a la visita, o los mismos anoraks tumbados en la proximidad de las mesas de mármol de un bar con visillos y fotos antiguas en las paredes y en donde humean en compañía una taza de café y un chocolate, todo esa construcción de frases son los pilares por los que nuestras mentes van caminando, y la cerveza o el café o la visita compartidas en una ciudad desconocida logran que esa persona anónima de la que ni siquiera sabes bien su nombre sean lo único real en tu mundo, y el tiempo que dura ese diálogo, que no es sino la suma de las distancias en el puente de las frases puestas una detrás de otra, esos guiones en nubes sobre nuestras cabezas que pueden estar llenas de tópicos y en el que uno mismo se inventa un papel que no es cierto, pues los idiomas limitan la realidad y multiplican la facilidad hacia la ficción, pese a que en ese diálogo fortuito y necesario todo resulte precisamente ficticio y efímero y el puente sea rápidamente cruzado y al girar la espalda no quede nada sino un cauce en niebla, como la que ahora mismo domina el Mosela, por ese instante de tránsito común entre dos mentes ha merecido finalmente la pena el viaje, y muchas veces la compañía, que es un puente continuo pero sin barandillas, nos hace olvidar de la fragilidad de nuestros pasos, pues a la espalda, si nos damos la vuelta, sabemos que siempre no hay nada, nunca nada, y nos olvidamos que en definitiva existen otras maneras de cruzar el río que es el silencio impuesto, a traves de puentes que son líneas de movimiento desconocidos cuando la compañía impide ver más alla, pero que, desde el silencio interior e impuesto, y enriquecidos de aquello que amamos de forma callada, y cuando ese amor no basta, debemos, con urgencia, buscar.

En la cubierta del barco hay canciones que suenan en mi cabeza, aunque llevo mucho tiempo sin escucharlas, como si la música fuera una azada y hubiera hecho un surco en el interior del cerebro. Para intentar olvidarlas abro el libro que me acompaña, y recuerdo con placer la recomendación de Muñoz Molina, que ha hecho que ese volumen esté ahora junto a mí navegando también por el Mosela, y evidentemente la generosidad de mis amigos y compañeros del trabajo al regalármelo. Pensé en los amigos con los que había compartido algunos de mis mejores viajes. Ahora todos lo hacían de la mano de sus parejas, y puede que ello explicara que mis compañeros de viaje fueran Mahler y Debussy en el reproductor y la novela de una escritora canadiense sobre la mesa. Cuánto había de buscado en viajar solo, y cuánto de circunstancial. Pensé que viajar solo puede suponer a ratos un descubrimiento personal y el descubrimiento de otros, pero también momentos de aburrimiento o vacío. En cualquier caso, y si en ello se pone empeño, viajar solo ayuda a pensar, a llenar de contenido la mente, de ideas y lecturas y reflexiones para futuras conversaciones, como una sala de espera donde la mente se enriquece, porque quizás el mundo moderno, con su tiranía del contacto instantáneo, nos ha vacíado y dejado sin contenido, o incluso para muchos nos ha impedido, en su enredo de comunicaciones, llegar siquiera a llenarnos para poder ofrecer a los demás el placer de una conversación, y nuestros labios son también la puerta seca a un mundo convencional de urgencia y estereotipos, como decir que en los ojos se ve el alma y la conducta.

Llegamos a Coblenza a la una de la tarde. Teníamos una hora y media de descanso, y en la primera frutería que encontré compre unos melocotones y agua. Di un paseo por la ciudad, que se doblaba del calor, y me tumbé luego en la hierba, protegido en la sombra, esperando la hora de regreso a Cochem. Junto al embarcadero compré un pin magnético para mi madre, y leí en el libro de Anne Michaels lo siguiente: si el amor te encuentra, no hay día que perder. La uní mentalmente con la frase que los Beatles escribieron en su canción de The End: an in the end, the love you take is equal to the love you make (al final, el amor que recibes coincide con el que das) ¿Nadie habla de cómo encontrarlo?

Disfruté más con el viaje de regreso, aliviado de la obligación por atender a los detalles del recorrido, y traté entonces de comprender el funcionamiento de las tres esclusas que detenían la ruta del barco. Primero debíamos esperar a que se cerrara la compuerta trasera, o incluso antes aguardar que llegara otra embarcación con la que compartir la actividad de ascensión (que a la ida fue descenso). Una vez cerradas las compuertas el barco quedaba encajonado unos instantes en el fondo de la tanqueta, y los turistas oliendo a gasoil. Después se escuchaba el sonido del agua entrando con fuerza, la embarcación subiendo de nivel, ascendiendo con la vista las escalerillas de hierro de la esclusa, y volver a observar la luz de la tarde haciendo sombras sobre los turistas y las mesas con vasos de cerveza y ceniceros repletos, los viñedos desplazados ahora al lado derecho, y el sol poniéndose detrás de las laderas. Me senté próximo a una pareja en la cual el marido fumaba pipa, y disfruté de su aroma.

En Cochem cené como un glotón medieval. Advertido por la noche anterior, donde sólo un restaurante chino parecía servir comida a partir de las diez de la noche, puse pie a tierra y acudí al primer restaurante que vi con gente. La terraza estaba llena de turistas que miraban la noche sobre el río, pero en el interior, bajo un techo de vigas gruesas de madera, encontré una mesa libre. De primero pedí una crema caliente de espárragos con pan y queso flotando, y de segundo filete de «culo» (pues así tradujo mi diccionario el nombre del plato) servido con patatas fritas y ensalada. Un exquisito manjar, anal, por supuesto. De beber, agua y vino blanco del Mosela. Para hacer mejor la digestión di una vuelta por el pueblo, cuyos habitantes y turistas se habían esfumado. Las calles estrechas me devolvían el ruido de mis pisadas, y en los escaparates se reflejaba mi sombrero colgado tras la nuca, el reproductor de música en los oídos y las manos a la espalda. Observé una línea de luz tendida en la montaña: era un teleférico que llevaba hasta lo alto, donde se erguía una cruz iluminada. Me dirigí entonces a la calle principal, que daba acceso desde la carretera principal al pueblo, y avancé dejando atrás el mismo. En algún momento mis pisadas dejaron la acera convertida ahora una cuneta con gravilla. No había tráfico, las farolas y las casas eran cada vez más aisladas, como si los vecinos a medida que avanzaba fueran más hoscos o buscaran menos el contacto social; algo parecido a mi camino, dentro de un túnel vegetal de ramas de árboles abrazadas sobre la carretera, la luz súbita de algún coche que circulaba demasiado rápido, y de súbito me golpeó la idea de mi libertad.

Era libre porque gozaba de vacaciones y tenía dinero para disfrutarlas, y porque había abandonado los sueños irreales de juventud y me aliviaba saber que todo siempre era limitado, y que aun así era posible ser libre dentro de compartimentos estancos, como las piscinas de sube y baja en el río camino de Coblenza. Libre porque no tenía deudas ni pesadas obligaciones familiares, todo lo contrario.Libertad de dar un portazo a todo y poder marcharse caminando hasta Pekín. La sola idea tenía tal fuerza que no era necesario ponerla a prueba: bastaba saber de ella para reconfortarse, sin necesidad de complicarse en su práctica.

Después pensé en los peores momentos que había pasado en mi vida, y que aquí, en un diario escrito en un instante, no merece transcribir. Pues tales momentos los arrastro, van conmigo y nunca se olvidan: no hace falta la memoria de las palabras, porque las palabras son monolitos, aguantan el tiempo, mantienen el espíritu de quienes las pronunció o escribió, y su mensaje aunque cada época lo altere, siempre es justamente mensaje, y por lo tanto es algo vivo, que existe. Pero hay momentos que nunca se olvidan y no están obligados a la memoria eterna de lo escrito. Momentos que son nudos en la vida y que encadenan tu libertad: su existencia y su recuerdo son muros al pensamiento libre, a la conducta e incluso a la cordura; muros que no dejan ver la luz ni el cielo, como si en las esclusas del Mosela el agua nunca entrara y entonces en el barco las mesas de turistas con ceniceros y jarras vacías de cerveza quedaran siempre en sombra. Concluí con alivio que en, los malos tiempos, yo nunca había intervenido para que ocurrieran del modo en que se torcieron hasta producir la angustia o el dolor.

Lo cual, dando media vuelta en mi paseo nocturno, interpreté con una doble lectura. Positiva, pues nada sino lo externo me podía afectar negativamente. Nunca un comportamiento equivocado o arrepentido de mi parte que pudiera generarme dolor. Me sentía como un faro de energía positiva, que me daba fuerza. Caminaba en la cuneta de una carretera en plena soledad, una noche de estrellas en Alemania, pero en absoluto me sentía infeliz o solo. Me confieren alegría cosas raras como un acorde de sol o la presencia de un libro por leer. De una segunda interpretación, y ahí volvieron las líneas de los Beatles, me pregunté si precisamente esa pasividad personal en todo lo que a mi alrededor ocurría no era sino la consecuencia de que apenas intervenía en mi entorno, que vivía o vivo en una burbuja de libros y música y sueños, flotando ingrávido a años luz de la nave nodriza donde habitan mis amigos y mi familia y todas sus preocupaciones, domésticas o abisales. Un egoísmo o soledad camuflado de cultura. Porque lo cierto es que era frágil, y todo me afectaba seguramente más de lo que yo deseaba.

En fin, conjeturas de una digestión pesada que se diluyeron en un sueño cruzado por trenes (la estación cercana a mi cama) pero que no escuché pasar. Antes de cerrar los ojos volvieron a mí los pensamientos matutinos acerca de la soledad alimentada y el diálogo como válvula para regresar luego a ella, y recapacité en un error de partida. Para que hubieran soledad y diálogo era necesario que existiera voz. Lo pensé pues me vino a la cabeza Christopher Hitchens, crítico literario a quien recientemente habían detectado un cáncer de laringe, mermando la fuerza de una voz que en el pasado había llenado aulas universitarias sin el uso de micrófonos, dominado con ella cenas de amigos, donde sus cuerdas vocales se habían impuesto sobre el ruido de platos y vasos y conversaciones, para deslumbrar siempre al resto con su culta mordacidad. En sus clases sobre el oficio de escribir Christopher enseñaba a sus alumnos que todo aquel que sabía hablar, podía también escribir. Y tras esta afirmación preguntaba: ¿cuántos de vosotros sabéis hablar? Apagué el móvil y pensé que el mejor taller para mejorar el habla era el silencio, silencio donde encontrar una voz digna para luego ser hablada. Por la ventana entreabierta se colaba la noche y el aroma de las vides.

Estallar

Lo bueno de cultivar las aficiones sin más objetivo que el placer es que uno se atreve con todo, con un descaro infantil, buscando quedar satisfecho con lo que se imaginó y luego queda en el papel, con resultado desigual y siempre inferior al que se soñó, y entregándolo ahora a este juguete nuevo que es el mundo digital, aguardando con un pizca de suspicacia si gustó  o no, qué pensaron de él otras personas que hacen suyo el texto por unos instantes.

En ese feliz atrevimiento por tocar distintas especialidades, que son al final placeres, publico una poesía escrita hace justamente un año, en el verano del 2011.

No me despido sin antes deciros que esta es la décima entrada al blog, y quiero daros las gracias a todos los que me habéis leído, casi todos conocidos y algunos anónimos. En la sala de máquinas de la página he descubierto una opción donde dice los países desde los que unos dedos o un click de ratón les han llevado hasta aquí. Mayoritariamente visitas desde España y Estados Unidos, pero también Francia y países de América Latina.

Nuevamente, gracias.

Estallar

Justo cuando me descubres nuevas emociones
nunca antes sentidas.
Justo cuando empiezo a pensar que es verdad
que la vida es algo de dos en dos,
que las vagonetas del parque de atracciones
han pensado en parejas
como tú y como yo,
con caries en la doce y bonos descuento en el pantalón.

Entonces el destino se vuelve a burlar:
es siempre efímera la felicidad.
Y me dices que no quieres hacerme daño
(pero lo estás haciendo),
que es mejor volvamos a ser amigos
(pero odio los premios de consolación),
que nos demos un tiempo,
pero el mundo está a punto de acabar.

Y descuelgas la ropa aún húmeda del tendedero y
olvidas una camiseta de Zara y un calcetín
como notas de algodón y silencio
en un pentagrama de patio interior.
Estaré en casa de mi madre, no te preocupes
dices y cierras y veo tu coleta un cometa que se pierde en la
(mirilla.

Regreso al sofá sin dirección,
aterrado y vulnerable bajo un cielo de grúas de extrarradio.
No quiero encender la radio ni el televisor, solo silencio,
(el Athletic de Bilbao, por cierto, empató a dos).
Pero hay un ruido seco y constante,
una marea de objetos que han naufragado
anónimos, sus historias por contar.
La razón que los llevó a juntarse
en una estantería sueca
a punto de estallar.

La noche del cazador

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Mi amigo Ricardo me convence para ver sin falta La noche del cazador (Night of the hunter, 1955), una de sus películas favoritas, así que hoy domingo bajo la persiana y en la penumbra adquirida el salón se vuelve de súbito un espacio siniestro, de una oscuridad que me recuerda a decorados del expresionismo alemán, y frente a mi sofá comienzan a deambular los personajes devastados de esta cinta. El sol de la tarde en Madrid golpea la fachada y escucho moverse las ramas de los árboles, en un viento que parece anticipar tormenta. Ajena a la realidad de un domingo de agosto la película comienza y me lleva a los años de la depresión económica en Estados Unidos, donde Harry Powell, un predicador misógino, mentiroso y asesino, aterroriza a dos pequeños hermanos que accidentalmente participan de un botín. En La noche del cazador la persistencia de la codicia de Harry Powell me vacuna contra la idea de aspirar a una felicidad que venga de ningún montón de dinero. Su ansia de riqueza no conoce límites, ni siquiera los del sueño, y aprovecha así la noche para acercarse a sus víctimas, asustadas y siempre en alerta, pero también débiles y cansadas. La película ofrece además muchas enseñanzas sociales: la desorientación educativa cuando faltan los padres y la importancia de la enseñanza, personificada en la figura de la señora Copper, como vehículo para crecer en un mundo donde la maldad es un elemento natural.

Cuando acaba la película y subo la persiana Madrid parece estar sumergido en el mismo blanco y negro de la película, como si la historia continuara después de su final. Este es el milagro de las obras singulares, poder arrastrarte más allá de su tiempo. Las nubes están cargadas de lluvia y continúa el rumor de las hojas de los árboles, y descubro entonces que en mi cabeza suena una inquietante melodía infantil, la de dos niños en una barca huyendo cansados hacia ningún sitio en el mundo, llevando en su viaje aquello por lo que en la vida adulta la gente lucha y mata y muere. El río parece un calendario hecho agua, donde la infancia es un pasado que se aleja a cada golpe de remo, allá arriba, a su espalda, a nuestra espalda;  por la mañana en el puerto te despertarán de golpe unas manos anónimas y habrá pasado mucho tiempo, y unos brazos que no conoces te ayudarán a desembarcar y poner pie a tierra, siempre los pies en la tierra, para intentar cazarte luego tu dinero, tu vida, tus sueños, tu tiempo.

http://www.youtube.com/watch?v=D_SqiMtdf2g

Domingo 21 de agosto de 2011. Diario de viaje al Rhin.

 

http://www.youtube.com/watch?v=ha2zuih1iIE&feature=fvst

Mi segunda vez en la capital financiera de Europa, y la segunda vez que el cielo amanecía nublado, como una sábana tersa sostenida a las afueras de la ciudad, por detrás de los rascacielos y los aviones despegando, y con algunos jirones por los que se derramaba una lluvia intermitente, gotas que caían sobre gente aislada, y con los que me cruzaba sin saber muy bien si acababan de levantarse o bien no habían dormido aún. Había estado en esta ciudad en diciembre de 2005, alojado en un hostal juvenil de habitaciones con literas cerca de la estación central de trenes, y también próximo al hotel donde me acababa de despertar. Sentado sobre la mochila, con el ruido de los trenes a mi espalda, había esparado a mis amigos holandeses que venían en coche desde Amsterdam y disfrutar juntos de unos días en Heidelberg. De mi primera visita a Frankfurt recuerdo el ambiente sórdido de las calles del barrio rojo para después, en apenas unos metros (una frontera invisible) el ambiente aún más siniestro de la zona financiera: maletines avanzando fieramente de la mano de hombres de traje azul, camisa blanca, y gesto decidido. Recuerdo también haber caminado sin rumbo fijo bajo una lluvia pertinaz, como la que ahora comenzaba, imaginando melodías musicales y grabándolas en el teléfono móvil para no ser olvidadas (aunque finalmente así ha sido y ya no sé qué queda de ellas), y en la mochila un libro de tiras de sátira empresarial de Dilbert, comprado en una de las librerías de la estación de trenes.

Desayuné en una panadería un croissant y un café; sentado junto a la ventana observé en la calle el pedaleo rápido de unos ciclistas. Continué después caminando sobre aceras pegajosas, como si pisara la resaca de la calle. Una mujer dormitaba en la entrada del metro. Estaba doblada y la cabeza caía hacia los lados sin gravidez, sobresaltando el sueño, como si pesara demasiado o el cuello tuviera la flacidez de una hoja de papel. Había gente joven con tatuajes bebiendo en una terraza, bajo la lluvia. Más adelante contemplé los feúchos rascacielos, entorno a la plaza donde se levanta el monumento con el símbolo del euro. Después me acerqué a la zona del río, y visité el museo del cine. La visita costaba once euros, precio que, tras recorrer las tres plantas, me resultó abusivo. Claro que también me lo parecen las entradas de cine, así que todo está en consonancia. En la planta superior había una exposición de fotografías a gran tamaño de actores famosos, lamentablemente muchos de ellos alemanes, y por lo tanto absolutamente desconocidos para mí. En la planta intermedia, la más interesante, unas pantallas de vídeo te filmaban al borde de un edificio, o iluminado en una gran pantalla, como si fueras un actor profesional. En la primera planta, la última de la visita, y donde se encontraba la exposición permanente, se explicaba la historia del cine, las primeras animaciones, a base de dibujos que, al girar y ser vistos a través de una lente, lograban de distintas maneras una animación torpe e ingenua, pero que, justamente por su escaso aparato técnico, resultaban doblemente meritorias. Me gustó el visionado de una de las primeras películas que se conservaban, lógicamente muda y en blanco y negro, donde, en una escena de cámara fija, aparecía la rueda de un carromato que se llevaba por delante lo que fuera, un camarero con la bandeja cargada de vasos, dos hombres caminando, un desfile.

Regresé al hotel, pagué la habitación, y volví a hacer el camino inverso del día anterior camino del aeropuerto, lugar en el que había reservado un coche. En la estación de tren me tropecé con una muchedumbre de hinchas de fútbol. Cuando llegué al mostrador de la empresa de alquiler de coches me atendió una mujer enorme de pelo rubio y que, con suma eficiencia, realizó en apenas unos minutos todos los trámites que me llevaron a las llaves de un Ford Fiesta estacionado en un garaje cercano. Arranqué el coche, y en el propio aparcamiento descubrí que la potencia del motor no dejaba de ser una bicicleta evolucionada, y que llevaba las de perder en la carretera ante la locura de velocidad alemana.

Apenas tardé dos horas en llegar a mi destino, Cochem. En el viaje fui escuchando las canciones de la Tierra de Mahler y el Réquiem de Fauré. Seguramente un vendedor de seguros me diría que la elección de un réquiem no es la mejor música mientras conduces, pero lo cierto es que el de Fauré está lleno de una extraña alegría, como si no obedeciera a un hecho luctuoso, o como si el réquiem fuera por la vida de alguien que poco nos importa, aunque en tal caso dudo que se pudieran escribir una obra de tanta belleza. Tal y como ya había advertido en el aparcamiento del aeropuerto, el coche era lentísimo, pero no tenía prisa y el mundo me adelantaba a la izquierda a toda velocidad.
Hay lugares que, apenas vislumbrados, incluso antes siquiera de recorrerlos, sabes que permanecerán en tu memoria. Tienen una identidad inmaterial o alma. El alma de Cochem está escondido en sus calles estrechas y empinadas, como arterias de un cuerpo ya anciano, pues la ciudad es vieja, y las plazas son los órganos que impulsan vida a la gente, que se mueve de un jardín con mesas llenas de cerveza a un paseo lento junto al río, y de allí al hotel con vistas a la noche sobre el río. Calles como arterias y plazas como órganos son paralelismos evidentes que cualquiera puede observar; forman en un cuerpo antiguo un alma feliz, de alegría juvenil y despreocupada. Cochem ha nacido al pie del río Mosela entre Coblenza y Trier, y se ha criado siempre en ese lugar, no ha tenido necesidad o no hay querido emigrar, y por ello su crecimiento fue un urbanismo breve y perfecto, ajeno a la precipitación o las modas, porque Cochem no es en definitiva un lugar de paso, sino un lugar para quedarse: las manos que han abierto planos de espacio entre el río y la montaña, dotándolo de vida, son las manos que en ese momento agarran el manillar de una bicicleta o sirven vino sobre copas cantarinas o las manos que se apoyan para observar las embarcaciones que navegan por el río. Nadie crea algo tan hermoso si no es para recrearse después en ello todo el tiempo que sea necesario, la maleta del arquitecto en lo alto del armario llena de polvo, y como en la vida el tiempo necesario para ser feliz es trágicamente breve, es una conclusión obvia que todos los que han contribuido a crear Cochem viven en la ciudad, pues la aman y ello exige cuidarla. El cuidado del cuerpo es clave: Cochem puede engordar en extrarradios sin personalidad, una obesidad de rotondas hacia terrenos en construcción, o bien las berrugas de paneles publicitarios que nos recuerdan que vivimos en un tiempo de constante consumo y por lo tanto constante insatisfacción, pues siempre se anuncia aquello que no tenemos. Todo ello exige ojos de alarma y acción para evitarlo. Y en Cochem sus moradores han creado la calles por las que caminan, son los glóbulos de una sangre clínicamente perfecta, y protegen que ninguna casa sea idéntica a otra y sin embargo todas sean homogéneas entre sí, aseguran que se pueda saltar por los tejados pues así ningún edificio brincará de altura con la del vecino; los coches son una maldita pero necesaria realidad contemporánea, y quedan escondidos en un aparcamiento cerrado y otro a un lado de la montaña, bajo la sombra de los viñedos, y el bramido del tren, que a principios del siglo XIX trajo algo de industria a la zona, se ahogua en un cavernoso e infinito túnel que atraviesa la montaña a golpe de talonario y abre su boca en un apeadero a las afueras del pueblo.

Descendiendo por la carretera zigzagueante apareció pues Cochem, un pueblo de casas con tejados inclinados de pizarra y calles empinadas, como terrazas de vida concéntricas que ascienden hasta el magnífico castillo en lo alto. En el cielo, sobre la torre del homenaje, un sol limpio daba calor a la gente que se amontonaba en la ribera del río Mosela, esperando alguno de los muchos cruceros fluviales que desde su embarcadero partían. Una banda tocaba música, los comercios en las calles peatonales estaban a rebosar y la gente caminaba despacio, con las manos encadenadas a la espalda. Había un ambiente general de paz y de periodo vacacional, ideas que no siempre van de la mano.

Aparqué el coche en un estacionamiento público, y me decidí a buscar el hotel, situado en la calle Pinnerstrasse, que resultó ser una pequeña carretera a la espalda de las vías del tren: el establecimiento estaba encajado entre la estación ferroviaria y las vides que, inmediatamente frente a mi ventana, se cultivan en toda la empinada ladera norte del río. Junto a la estación una chica rubia cogía el sol mientras leía un libro y subrayaba cuidadosamente con una regla. Pregunté la dirección del hotel, pero desconocía la calle y el establecimiento, si bien descubrí casi de inmediato que estábamos bien cerca de él. Tenía el pelo rubio, y la cara con una tez limpia y láctea común en muchas chicas alemanas. Agradeciendo su fracaso informativo, la dejé azorado a mi espalda, y pensé que sólo una chica sería capaz de estar leyendo algo en la acera, parecía un libro de poemas, en pleno mes de agosto, y subrayándolo además con el cuidado y ayuda de una regla escolar. Me pregunté si se marchaba de la ciudad o bien esperaba a alguien en la estación, de ahí que estuviera sentada muy cerca de la misma, y lamenté la certeza de que no la volvería a ver más, aunque lo bonito del enamoramiento tonto y breve es que rápidamente es reemplazado por otro, y la tristeza es afortunadamente pasajera. Enamoramientos de un minuto.

Comprendida la manera de llegar al hotel en coche, volví a por el mismo hasta el parking; el hotel era un establecimiento familiar pequeño, de una planta y forma rectangular. La proximidad de las vías ferroviarias hacía que al paso de los convoyes vibraran las ventanas, especialmente las de la zona del desayuno, que estaban del lado de las traviesas. En la web de reservas ya advertían que el hotel no era el más indicado para personas con sueño ligero, y de ahí que yo hiciera mi solicitud con los ojos cerrados, dado que duermo como un tronco, si bien lamenté que a lo mejor mis ronquidos pudieran despertar el sueño de viajeros nocturnos. Por la noche del día siguiente regresando al hotel en absoluto silencio descubriría que, en la quietud del valle, el sonido del tren era una sacudida sonora, una grieta a la paz del resto de elementos. Su lento frenado hidráulico, el largo suspiro antes de abrir las puertas, el traqueteo y aceleración, nuevamente la máquina a toda velocidad. Sonidos que se proyectaban y seguirán proyectando desde las vías hasta la última de las vides en un lado de la montaña, cargadas en este momento del año con racimos de pequeñas uvas, y también hasta las casitas de la ribera opuesta, apiñadas abajo, junto a la orilla, y más dispersas y señoriales en lo alto.

El hostelero me enseñó la habitación, decorada con brevedad monacal, y de inmediato me preguntó sorprendido por qué había venido de España. Siendo muy complicado tratar de explicarle la verdad, si ésta consiste en que deseaba conocer los dos grandes ríos europeos, el Rhin y el Danubio, y que este año había empezado por el primero, y que tras mi año de escuchar música clásica quería recorrer, si acaso superficialmente, los bosques donde los compositores alemanes paseaban buscando a las musas, y parecían encontrar las sinfonías colgadas de las ramas de un árbol bajo, le comenté brevemente la página web de información turística con la que me había tropezado, simplemente tecleando en Google Alemania Romántica. Así de sencillo. Le pareció una respuesta convincente o quizás su dominio del inglés no le permitía conjeturas y respondió que esperaba que con mi visita más gente de mi país se animara a venir, lo cual me hizo sentir una suerte de embajador cultural o de turismo, y también que esperaba acudiera más gente de Francia, país que quizás por estar tan cerca paradójicamente ignoraba la región. Apenas vienen aquí alemanes y gente de países nórdicos. Y holandeses, concluyó. Sobre todo holandeses. Saber que por allí veraneaban holandeses me confirmó lo interesante del lugar, aún sin apenas haberlo conocido. Pues cuando se acercan por España no salen de una de mis zonas favoritas: la Costa Brava.

Mi primer paseo por el pueblo de Cochem confirmó la buena vibración inicial. Ciclistas, gente tumbada a la sombra junto a la orilla o en las terrazas próximas al río; pequeñas calles empedradas con tiendas de vino ofreciendo degustaciones del mismo, y siempre en lo alto, a cada vuelta de la esquina, el magnífico castillo de estilo gótico tardío, emplazado sobre el codo de un río, y con vistas al valle que bien justifican la sudorosa pendiente que media hasta su puerta. Junto a su recio acceso escuché español: un grupo de argentinos hablando a gritos. Me alejé tratando de evitar todo contacto que les hiciera suponer también hablaba su idioma, aunque espero que de forma menos aguda y relamida. Repuse las fuerzas perdidas en la bajada del castillo feudal: una cerveza y una botella de agua… ¡sin gas, afortunadamente! Mientras recuperaba el resuello en la sombra fresca del bar resumí mentalmente algunos hechos sociales que hasta entonces me habían sorprendido. En Alemania se seguía permitiendo fumar en los bares, o al menos así lo vi en los dos anteriores. Un camarero en Daun me confirmaría dos días después que solamente en ese departamento. El agua con gas sabía que era de su agrado, pero lo olvidé para mi desgracia al pedir a la camarera agua sin más. ¿Cómo se puede gasificar el agua, con lo buena que es natural? Y finalmente los perros: ¿hay pocos o bien ladran menos? Eso pensé al día siguiente dando un paseo nocturno por una zona de villas con jardín: la mayor parte de ellas estaban ocupadas, pues veía luz en las ventanas o el resplandor de una televisión encendida o coches aparcados en las rampas de sus garajes, y sin embargo en ningún momento escuché el ladrido de un perro. Un paseo similar en España hubiera sido entre amenazas caninas. Otro dato que me llamó la atención: el pan. Es cruzar los Pirineos y siempre mejora. Claro que no es difícil de superar el pan español ultra congelado. Finalmente los horarios de comidas. Tanto que esperé para una auténtica cena alemana que, precisamente por querer ser alemana, me encontré con todos los restaurantes cerrados a las nueve de la noche, así que mi primera cena en Cochem resultó ser un rollito de primavera y un pato con salsa de ajo.

Ya bien entrada la noche regresé al hotel. Respondí a un mensaje de mi madre preguntando si todo iba bien. Todo va bien, muy bien. Crecer significa descubrir que tus padres no son omnipotentes, que fuera del barrio existen idiomas que ellos no conocen, cuando fueron ellos quien te enseñaron a hablar, que hay otros sistemas de vida por detrás de los muros de la infancia que ellos construyeron, y que tú no te atreviste a saltar o bien finalmente cayeron por el desgaste del tiempo; aparecen en la edad adulta valores que te ocultaron porque sabían llegarías a ellos, o bien porque simplemente los desconocían. Empequeñecen tus padres, y aunque la vida adulta parece ofrecer oportunidades que de niño o joven no existían, resulta que ese mundo de progresiva amplitud se cierra cuando la figura de los padres se reduce, cuando les ves arrastrar con dificultad el carro de la compra o toser desde unos pulmones cuyos filtros ya no están limpios. Los padres siempre se han preocupado por los hijos y uno que es sólo lo segundo se preocupa por sus progenitores, a veces con torpeza e ingeniudad, incluso tratando de disimular que en sus acciones hay amor y miedo a perderles, y creando también nuevos muros donde esconderse uno mismo o aquellos valores que, sorpresa, ellos también ocultaron.

Cortocirlibro

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Dos enlaces a cortometrajes de animación acerca de libros:

– The Fantastic Flying Books of Mr. Lessmore: algo cursi, de comienzo inverosímil (¿alguien tendría esa columna de libros en un estrecho balcón de hotel? ¿Paga Mr. Lessmore por exceso de equipaje en cada aeropuerto?). Muy bien resuelto técnicamente, juega con facilidad en los sentimientos del espectador. De producción americana, ganó el premio Óscar en el 2011 al mejor cortometraje animado del año.

http://www.youtube.com/watch?v=l9k5buV45oo

– Much better now: más breve que el anterior, y mezclando el mundo del surf con un marca páginas que cobra vida. Este corto dejará de ser entendido en generaciones futuras, no porque la gente haya dejado de leer, sino más bien porque los libros electrónicos ganarán la partida a los físicos, y los marca páginas quedarán como objetos sin sentido, igual que ahora no comprendemos del todo la utilidad de los bidés en los baños.

http://vimeo.com/33822223

P.D. Parece que la foto está tomada a orillas del chapapote, pero afortunadamente no fue así.

Sábado 20 de agosto de 2011. Diario de viaje al Rhin.

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Iré colgando el diario de mi viaje por la zona del Rhin, esperando que os guste. Fue una especie de prueba de esfuerzo: escribir cuatro páginas al día sobre lo ocurrido, aunque muchas veces, para mi suerte, no ocurriera absolutamente nada. Para hacer más amena la lectura, algo de música:

http://www.youtube.com/watch?v=yxN7dXbQ23A&feature=related

El día comenzó bien y mal. Bien porque me había acostado pronto la noche anterior, había despertado habiendo dormido más que suficiente, y al erguirme en la cama la cabeza no era un barco a la deriva. La espalda, después de haberme molestado los días anteriores, parecía estar preparada para el viaje, gracias seguramente al sueño recién terminado y al masaje shiatsu que recibí por invitación de mi amiga Alicia. Y sobre todo empezó bien porque aunque me hubiera mareado al levantarme, con dolor en las lumbares y ganas de mear el alcohol del día anterior, me iba de vacaciones, y eso no ocurre todos los días.

Pero igualmente la mañana empezó mal. Después de desayunar en Ikea, por apenas tres euros, un café con leche, un panecillo con jamón, tomate y aceite, y un zumo de naranja, y mientras esperaba a que abriera la tienda propiamente dicha, descubrí que había perdido las llaves del coche. Me acordé entonces de mi mala suerte con los inicios y finales de mis viajes, y que darían para otro diario y remover recuerdos que de pensarlos me llenan de nuevo de ansiedad el estómago. Observé entonces el Seat Ibiza plateado en el aparcamiento aún vacío de Ikea, al que iban llegando nuevos vehículos a medida que se acercaba la hora de apertura. Tenía otra llave para abrir el coche, pero estaba en casa de mis padres en Madrid, y la última vez que intenté utilizarla se quedó atrancada en la cerradura. Es ley universal que las cosas se estropean de no usarlas. En el maletero había una bolsa donde guardaba la tarjeta de embarque y otros justificantes de reservas para el viaje, así que me imaginé rompiendo la luna de mi propio vehículo, cogiendo las cosas de valor, o más simplemente esos papeles, y dejándolo varado en el parking de Ikea hasta que pudieran mis padres hacer un duplicado de la llave o tal vez ser el coche pasto para expoliación de desaprensivos, su todo separado en partes y las partes vendidas a desguaces, la autopsia anticipada de un coche que aunque exigía un cambio me daba un servicio y no tenía intención de cambiar.

Accedí al interior de la tienda de nuevo y me acerqué hasta un guarda de seguridad que resultó ser andaluz y cuyo tono ligero y tranquilo me logró calmar un segundo. No te preocupes, me dijo, nadie roba un coche: las llaves bien me las entregarán a mí o bien las dejarán en el mostrador de atención al cliente. Hice el recorrido inverso que me había llevado al desayuno, también andaluz, pero las llaves no estaban en el suelo. Pregunté a los transportistas, mayoritariamente rumanos, y que ofrecían sus servicios junto a la puerta giratoria de entrada. No habían visto nada. El efecto de tranquilidad dado por el guarda de seguridad se desvaneció ante la publicidad que se repetía una y otra vez en espiral, cada dos minutos, y ante cuyo megáfono estuve esperando unos larguísimos minutos, Ikea Family, Ikea Family, Ikea Family,… Llegaron las diez de la mañana, Ikea abrió sus puertas y, como predijo el guarda, las llaves aparecieron. Es más, se acercó hasta mí y se aseguró de preguntar cuál era mi vehículo antes de abrir la mano y enseñar mis llaves sobre unos dedos ajenos, como si más gente hubiera perdido algo en esa mañana que apenas había comenzado. Feliz por la recuperación pensé qué hubiera pasado si después de informarle de que mi coche era un Seat Ibiza se hubieran extendido sus finos dedos y aparecido las llaves de un Ford.

Aliviado por la recuperación de las llaves, y prometiéndome ser menos despistado, compré un estuche para llevar los discos de música en el coche y una batería para la cámara de fotos. Cuando regresé a casa eran todavía las diez y media de la mañana. Observé en las aceras que el calor no hacía mella en los peregrinos católicos, que se movían en grupos alegres, bajo la sombra de grandes banderas ondeadas a base de fuerza, pues el aire se había pegado al suelo, cansado también del calor. Se dirigían hacia las bocas de metro, y de allí a Cuatrovientos, donde les esperaba una gran homilía frente al Papa, pero sobre todo multitud y sofocos. En casa planché camisetas para el viaje, preparé la mochila y el ordenador portátil, y por supuesto cargué una buena dosis de discos. Por primera vez viajaba con música clásica: Mahler, Debussy, Beethoven.

Poco antes de la hora de la comida compré crema de protección solar máxima y limpié el coche en el túnel de lavado que hay enfrente de casa de mis padres. Descubrí que nunca había estado en ese lavadero: el ruido de su maquinaria solía despertarme por las mañanas de los sábados, siempre demasiado pronto. Quedé con mi amiga Alicia, que venía de alisarse el pelo, para entregarle la tarjeta de acceso all parking de la oficina, y tomarnos una cerveza en su casa. Me enseñó un cuadro enorme de Bea que iba a regalarle a su novio. Un cuadro de grandes dimensiones, con otro cuadro a su vez en su interior, a modo de muñecas rusas. Tonos muy oscuros y pintados de forma alargada, como si el pincel frenara con inercia sobre el lienzo, y en algunos puntos notas de color en formas geométricas o de espiral. Bea titula sus cuadros de un modo que cuesta enlazar con lo pintado. La difícil conexión entre su título y el lienzo redobla el magnetismo, pues es un látigo para la imaginación que busca ese enlace que no aparece, y muchas veces uno termina con una pregunta frente al lienzo, qué demonios significa, una segunda pregunta a continuación, por qué a todo hay que buscarle un significado, y una respuesta que no es de las dos anteriores preguntas, sino la afirmación de la belleza que transmite lo pintado. Quizás es otra ley universal recién advertida, como que las cerraduras, si nunca se abren, no lo harán entonces jamás, que el arte nunca tiene que responder a todas las preguntas: tal vez algunas, pero sobre todo, e igual de importante, generar otras.

Comí con mis padres, mi hermana Piluca, su novio Joaquín, y la niña Sofía, de apenas meses, en el mismo restaurante italiano donde me despedí de mis amigos Javi y Eneritz antes de que se marcharan a la India. Sofía acabó el biberón sin problema, para alivio de sus angustiados padres, y con ellos del resto de miembros de la mesa, mientras que mi padre protestaba por la pizza, quejándose de que lo que le habían servido no era jamón de Parma y que picaba tanto que estaba a punto de lanzar llamaradas por la boca; mi madre, por llevarle la contraria, le respondió que los círculos de color rojo flotando en queso eran jamón de Parma, y yo por apoyo materno incondicional también le di la razón, es más, creía recordar que mi padre había pedido la Diábola, pizza cuyo nombre me hizo suponer que podía provocar ardor de garganta y otros males. Mi padre se mantenía en sus trece, diciendo que él había pedido la pizza Delicia, no la Diábola, y que aquello no era jamón de Parma, sino chorizo. Yo pensaba que era jamón de Parma, si bien nunca había estado en esta ciudad italiana ni sabía tampoco cómo era el jamón de allí. Seguimos comiendo de forma algo incómoda, y a todos nos sorprendió cuando el camarero, después de ser llamado a brazadas por mi padre, le confirmó que la pizza servida no era la Delicia, sino la Diábola, que se disculpaba por el error, y que en dos minutos tendría su pizza con jamón de Parma.

Tras la comida el coche no arrancaba. El termómetro interior marcaba 44 grados y el plástico del salpicadero estaba cerca del punto de fundición. Recordé que a mi amigo Faba, a quién le había prestado el coche unas semanas antes, le había ocurrido algo parecido, pero que finalmente había arrancado. Vaya día me estaba dando el coche, me lamenté y no pude sino reírme un segundo, una risa nerviosa y de enfado. Fue un segundo pues milagrosamente, al tercer intento, el coche arrancó, y con cuidado de que no se calara lo conduje hasta el garaje de casa de mis padres, donde lo aparqué aliviado como quien deja atrás un grave problema. Y no exagero pues el coche no volvió a arrancar, circunstancia que descubrí al estacionarlo demasiado lejos de la pared, e intentar encender el motor para desplazarlo un metro hacia atrás, movimiento que tuve que hacer empujándolo. Y qué más da, pensé, me voy de vacaciones.

Mis padres me llevaron al aeropuerto de buen humor. Desde que me ocurrieron los incidentes en mi vuelo a Buenos Aires tengo miedo a volar. Pero no a todo lo que tenga que ver con el vuelo estrictamente, es decir, lo que suceda en el interior del avión, el aterrizaje o el despegue o las turbulencias o una tormenta, sino miedo a los trámites que obstaculizan al pasajero hasta su asiento. Esta vez, sin embargo, el proceso de embarque marchó perfectamente. Llegué a la puerta de acceso con casi una hora de antelación. Leí The winter´s vault, la novela que me regalaron los compañeros de la oficina y que me recomendó Antonio Muñoz Molina en su primer (y único) correo electrónico. Mientras esperaba sumergido en la lectura junto a la puerta de embarque me devolvió mi amiga Isabel la llamada que le había hecho esa misma mañana, para despedirme. Estaba en Ribadesella, escapando de una Madrid asediada por las hordas religiosas. Miré el móvil con reticencia: una de las razones de viajar solo era librarme de aquella pantalla rectangular a la que el trabajo y puede que uno mismo me habían encadenado.

Cuando fui a acceder al avión, circunstancia que siempre hago en último lugar, el escáner no leía mi tarjeta de embarque, dando un mensaje de error. La señorita me miró a los ojos y dijo: hay un problema. Y antes de que me entrara la risa nerviosa y me pusiera casi a llorar, su compañero me dijo: el avión va lleno. Abrí la boca, pero el hombre rápidamente continuó: le hemos pasado a primera clase. Así que me situé de forma totalmente imprevista en el asiento 1A, la pole position de los pasajeros, y aunque no tenía apenas apetito cené en el vuelo una terrina de foie, una merluza con costra de frutos secos acompañada de una ensalada de verduras, y de postre un creme caramel.

Aterricé en el aeropuerto de Frankfurt a las diez de la noche. Recogí la maleta, cogí el autobús para cambiar de terminal, y luego el tren hasta la estación central, cuyas puertas se abren al barrio rojo de la ciudad. Pregunté la ubicación del hotel Savoy, y un hombre de aspecto árabe me acompañó hasta él. Habitación 110, primera planta, limpia, pequeña pero cómoda. Chequeé en Google Earth cómo ir hasta Cochem al día siguiente. Me duché y con la boca seca me metí en la cama, donde permanecí un rato con los ojos abiertos, como adaptando por un rato el cuerpo a una nueva geografía.

Me vino a la cabeza el viaje de Madrid a Buenos Aires, dos veranos antes. Estaba en casa de unos amigos la noche anterior y España jugaba un partido decisivo en el mundial de fútbol, y todos bebíamos cerveza o comíamos embutido o fumábamos ansiosos por el resultado. En casa de mis padres ya tenía preparada la maleta para el viaje y la tarjeta de embarque. Me llamó mi amigo Corey, desde Arizona, con quien me iba a reunir en la capital argentina un día después para conocer el país durante tres semanas, y me dijo que mi avión salía esa misma noche, pero yo no le entendí bien, porque cuando la mente dice que dos más dos son cinco no hay forma de hacerle entrar en razón, así que le corregí y le dije que mi avión salía en la madrugada del día siguiente, la noche del viernes al sábado. Le tranquilicé: por la mañana trabajaría en la oficina, después iría a mi casa, recogería la mochila y mis padres, tras cenar juntos, me llevarían al aeropuerto.

Feliz tras la victoria de España regresé algo mareado a mi casa, sin saber que en ese momento mi nombre estaba en una lista de pasajeros de un avión que se me escapaba, mi nombre pronunciado por una megafonía defectuosa en la terminal, la noche de Madrid abierta cálidamente sobre las escamas amarillas del aeropuerto de Barajas, la misma noche sobre mi cama en el barrio de Chamartín, yo cepillándome los dientes y mi nombre apenas un segundo pronunciado y entonces mil euros perdidos y yo durmiendo tranquilo bajo una sábana, porque aunque en Madrid hacía un calor pegajoso siempre me gusta dormir con algo encima, una sábana ligera, incluso una pequeña manta, como las mantas que se reparten en los viajes transoceánicos, seguramente desplegados algunos flecos sobre mi asiento vacío en el mismo momento que yo pensaba que espero el viernes sea un día tranquilo en la oficina y pueda salir pronto y echarme la siesta y después cenar con mis padres, que me llevarán al aeropuerto casi de madrugada, sin saber o darme cuenta que dos más dos son cuatro y que los días empiezan a las doce de la noche, y que el viernes descubriré alarmado a la hora de la comida que mi vuelo se ha marchado, que ya está hace horas en la pista bacheada del aeropuerto de Buenos Aires, los pasajeros desembarcados y mi asiento nuevamente vacío, como así lo estuvo en el trayecto.

Recuerdo que estoy aterrado cuando al mediodía del viernes descubro este error en el cómputo de los días, en definitiva en las marcas que ponemos al tiempo, y llamo a la compañía buscando una solución y aunque la compañía debía reírse me atiende una chica de voz amable que no puede hacer nada pero lamenta lo ocurrido, no es el primer pasajero a quien le ocurre, si le sirve de consuelo, me dice, pero evidentemente mi torpeza no tiene excusa ni alivio. Estoy solo en la oficina, y nadie sabe de mi tragedia. Una mujer de la limpieza que es de Ecuador arrastra un aspirador por la moqueta y observa mi agitación; le explico lo ocurrido, y me recomienda que vaya a un centro de salud, o a un médico que conozca, y que me expidan un documento por el cual no pude acceder a ese vuelo. Fiebres, malestar, lo que sea. La idea me resulta disparatada, como lo que me ha ocurrido, pero a una hermana suya le funcionó. Me sudan las manos, no sé qué hacer, y llamo a mi centro de salud pero una locución automática me da cita para un día de la siguiente semana. Preso de una agitación intensa, busco un billete alternativo para la ida, pues al menos el viaje de regreso no lo he perdido. Encuentro un billete económico de Madrid a Montevideo para esa misma noche, pero estoy tan nervioso que tardo demasiado en comprar el billete, y al decidirme finalmente el precio ha subido y la salida es al día siguiente. Me siento estúpido y vuelvo a casa sin comprender lo sucedido. Maldigo el trabajo, que me absorbe e impide siquiera echar un vistazo al billete el tiempo suficiente como para darme cuenta del día exacto que parto. Les explico a mis padres lo ocurrido, y acreciento sus miedos a todo otro tipo de infortunios que mi cabeza loca pueda generar en las tres semanas por Sudamérica.

Mi mente regresó a la habitación vacía del hotel en Frankfurt. La noche entraba por los resquicios de la ventana en forma de cánticos de jóvenes en alemán, voces que no entiendo pero venían cargadas de tabaco y alcohol Se apagaron sus gritos y risotadas, sonó una ambulancia, y de nuevo en silencio regresó al cuarto el zumbido sedante del aire acondicionado. Me levanté de la cama por curiosidad hasta la ventana: la vista parecía abrirse a un patio interior donde la oscuridad y la falta de luz borraban las formas. Regresé al baño, volví a orinar, y aparté de mi mente aliviado el recuerdo de mi inicio de viaje a Buenos Aires, recuerdo que me había vuelto a importunar durante un rato largo, como una inquietud que se dispara automáticamente en mi cuerpo venga o no a cuento. Había venido a Alemania a conocer los bosques, a montar en bicicleta, a intentar pensar y llevar la mente a algún lugar interesante, a escribir unas líneas cada día, a leer, a beber vino y cerveza y bañarme en ríos y dejar la cabeza rodar con libertad por los paisajes, sin más frontera que la que me impusiera yo mismo. Razones suficientes para trazar una sonrisa, apagar el aire acondicionado, y dormir profundamente.

Idiomas para que hablen los libros

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Regresando en avión a Madrid desde Chicago, con una noche desaparecida en el tiempo, escucho a dos niños charlando: alternan el español y el inglés de una frase a la siguiente, y hablan de campamentos de verano, de difíciles pruebas de orientación en el bosque y de todo lo que se van a bañar en un lago; han logrado dormir y disfrutan ahora del desayuno, y no son conscientes de la suerte natural de que hablen estos dos idiomas. Abren la ventanilla y nos hiere una luz madrugadora y terrosa, calentando cerros pelados y el cemento de carreteras sin tráfico.

Pienso que a veces se olvida que la belleza de un idioma viene dada por el aprecio que uno tiene a las personas que con él se comunican. Es una aproximación irracional hacia el mismo, como el amor, y por lo tanto uno puede enamorarse de idiomas que le son absolutamente desconocidos y con los que e es incapaz de comunicarse.

Una lengua es un sistema de comunicación de una comunidad de usuarios, y son precisamente ellos quienes definen el atractivo del mismo. Cuando se enciende la televisión y uno acaba enganchado tontamente a una película americana, en la cual el espectador es tratado como un homínido, siente rechazo hacia ese idioma globalizado. Cuando se abre un libro de Updike se recupera sin embargo el amor por esa lengua que fue mezcla también de tantas otras. El emisor es la clave.

Por lo tanto el atractivo de las lenguas viene también dado por el lado de los afectos, de las personas que lo susurran sobre una almohada de alquiler, o de los que lo deconstruyen en mensajes entre móviles, con el idioma licuado en acrónimos. Siguiendo este mismo razonamiento, pero en el camino de la historia, la importancia de una lengua viene determinada por todas las personas que uno admira y que lo utilizaron para comunicarse con él. Pero como la voz es efímera y lo que perdura entonces es lo escrito, qué maravillosa coincidencia si la lengua de la persona querida es también el de una gran literatura: libros ya medio olvidados que aguardan pacientes a ser abiertos, leídos, e incorporados nuevamente en la soledad feliz de un lector, quien, a través de ellos, además, habla.

El avión despliega su tren de aterrizaje con un rugido mecánico. Los niños saltan alegremente del español al inglés, y les imagino brincando por las estanterías de una biblioteca políglota.

John Cage y el silencio

Aunque esta intenta ser una página web sobre música, hoy me apetece hablar del silencio.

Cuando en 1951 John Cage visitó la cámara anecoica de la universidad de Harvard, para obtener una idea del silencio total, advirtió dos sonidos: el de sus sistema nervioso y el de los latidos de su corazón. Comprendió que era imposible de experimentar el silencio estando uno vivo, y que el silencio no es algo acústico, o más bien no acústico, sino que su significado es la pérdida de atención, el abandono del deseo de oir. Para Cage el silencio existe cuando no encontramos una conexión directa con las intenciones que producen los sonidos.

Un año más tarde este compositor escribió una pieza musical insonora, titulada 4′ 33¨. Como puede deducirse, se trataba de cuatro minutos y medio de silencio. Fue su obra más famosa, y por la que muchos aficionados a la música le recuerdan. El silencio no servía de engarce entre sonidos dentro de una obra. El silencio en este caso era la propia obra, y como tal un silencio dirigido. Para Cage el silencio, aparte de imposible, era un estado libre de intención, ya que siempre tenemos sonidos, vivimos en un mundo de sonidos, y por lo tanto no disponemos de ningún silencio en el mundo. Con esta obra quería demostrar que lo que denominamos silencio está dominado por una intencionalidad, y que debíamos aprender a escuchar todo aquello que falsamente se oculta con la palabra silencio.

Hoy he pensado sobre esta obra recordando mi visita a la universidad de Aix-en-Provence en 2002. Era la hora del almuerzo, y el comedor estaba lleno de estudiantes. Me sorprendió el silencio: no lograba entender que todo aquel grupo de mandíbulas masticando, de platos y cubiertos metálicos, de conversaciones y sillas moviéndose, apenas provocaran ruido, que era la imagen mental que yo tenía y mantengo de un comedor universitario. Parecía como si todos hubieran recibido una misma noticia fatal, y guardaran un respetuoso silencio: el refectorio de un monasterio. En ese mismo momento en mi universidad, situada en Getafe, comenzaba la algarada diaria de estudiantes, los golpes metálicos de las bandejas apiladas en el acceso al comedor, luego carcajadas en la zona de autoservicio, llenando el techo alto de la sala, donde gente se llamaba a gritos de una esquina a otra, como si no se hubieran visto en años, y camareros desganados que trataban con ira a la loza, ayudando a que mantener una conversación con la persona más próxima fuera algo imposible.

A la hora de la comida de hoy domingo he ido a un bar donde, como muchos otros en España, se premia la generación de decibelios: ruido de conversaciones, de una radio encendida para forzar aún más las gargantas de los clientes, ruido del camarero que golpea la vajilla al sacarla del lavaplatos, como si aliviara así un malestar interno. Todo este ruido innecesario son sonidos que no tienen sentido, donde uno trata de abandonar su deseo de oír, y, por lo tanto, siguiendo a John Cage, son silencio: carecen de contenido. Me impiden conversar con mis padres, nos acelera la ingesta del pincho de tortilla, pagamos y salimos rápidamente a la calle, aliviados.

Vuelvo a casa y pienso si habrá algún dato que relacione el nivel cultural de las personas y su generación de ruido.

Diario del Rhin (tras visitar la casa de Beethoven en Bonn)

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De nuevo en el hotel, la luz apagada, mi cuerpo tratando de acomodarse a un colchón demasiado blando y estrecho, como estrecha era también la habitación, pensé en la visita a la casa de Beethoven en Bonn, la ciudad donde nació pero en la que nunca fue feliz ni quiso vivir. En su correspondencia Beethoven ponía de manifiesto el miedo a que la sordera pusiera fin a su carrera como compositor, por miedo a que esta deficiencia física le impidiera recibir encargos y el tan necesario mecenazgo, y cómo al principio de su proceso de sordera se había apartado de la sociedad, por temor a que los demás, y sobre todo sus enemigos, descubrieran este problema; escribía Beethoven que le resultaba imposible decir a la gente: soy sordo. Y cómo igualmente pasó por su cabeza la idea del suicidio, posibilidad que descartó por su convicción de que era un artista y que por lo tanto tenía algo que demostrar al mundo. En una de sus cartas Beethoven decía que sólamente la virtud y el arte habían logrado que su vida no acabara en suicidio. La virtud, remarcaba, era la única manera de lograr la felicidad. Me acordé de las cartas y pentagramas que había observado protegidos en vitrinas. Esa caligrafía defectuosa, apresurada, que uno suele observar en las recetas de los médicos, pero que en general se atribuye a los genios. El acto físico de la escritura siempre más lento que el flujo de las ideas o de los sonidos. Sonidos que Beethoven no podía escuchar, por más que ocupara inútilmente la primera fila de los teatros o utilizara ineficaces trompetillas. ¿Hubiera sido aún más grande su obra de no haber acabado su vida absolutamente sordo? ¿O tal vez la sordera le condenó a una forzosa soledad, y de ella una forma nueva y prodigiosa para transmitir los sentimientos? En el silencio puro de la habitación 308 advertí, antes de dormirme, que mis oídos zumbaban ligeramente. A Beethoven los acúfenos le desaparecieron en 1816 cuando quedó, definitivamente, sordo.

Os adjunto el segundo movimiento de su concierto para piano y orquesta número 3, escrito cuando aún escuchaba, pero sabiendo ya que su sordera era inevitable: si no es emociona, os doy el teléfono de un buen cardiólogo. 

http://www.youtube.com/watch?v=CaMm7ufCz-s&feature=related

Chopin y los autobuses

Una buena definición de cómo un músico regresa a la realidad tras tocar una obra. La cita corresponde al escritor portugués Lobo Antunes, y sirve de prólogo a este blog que espero sirva para compartir con vosotros mi música favorita y textos que vaya escribiendo.

“…me asombraba que tocasen con los ojos cerrados, sacudiendo la cabeza en estado de éxtasis, y que, al acabar, regresasen despacio de regiones celestes, con las manitas suspendidas, pestañeando felicidades prolongadas, de vuelta a un mundo de sopas de espinacas, cajones combados y autobuses repletos que la ausencia de Chopin hacía inhabitable”.

http://www.youtube.com/watch?v=rMI62SBiQBM

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