La obedencia y el sueño

Me dijo: sal de la cama,
no enciendas las luces
ni hagas ruido
y baja al salón.

Era mi padre y bajé al salón.

La escalera estaba a oscuras,
el salón estaba a oscuras
y había luna llena en el jardín.
Me dijo: acércate al cristal.

Era mi padre y fui hacia el cristal.

Me preguntó: ¿lo ves,
junto a las hamacas?
Miré afuera para ver
mi reflejo mirando afuera.

Respondí que no,
repitió la pregunta y
escuché su respuesta:
¡un lobo, es un lobo!

Era un lobo y asentí
antes de cruzar el salón,
subir las escaleras
y volver a la cama.

Voces pasajeras

1.
Le pareció oír a su carcelera de Auschwitz, pero habían transcurrido quince años tras el final de la guerra, caminaba en París, por la Place de la Concorde, y la voz resultó ser la de otra persona. Vencido el instante de pánico, comprendió que su memoria era lo único real. También que esta anécdota activaría un relato: en 1962, Zofia Posmysz publicó Die Passagierin, novela que transcurre a bordo de un trasatlántico donde coinciden una oficial de las SS, su esposo y una prisionera polaca que la oficial creía fallecida.

2.
El compositor Mieczysław Weinberg musicó la novela de Posmysz. Su ópera consta de dos actos que desarrollan ocho escenas y un epílogo. En la cuarta, la que abre el segundo acto, Marta y Tadeusz son dos enamorados que se reencuentran furtivamente en Auschwitz. Les interrumpe Lisa, guardiana que pregunta si se conocen. Tadeusz afirma que están prometidos y que iban a casarse en ese otro mundo donde el amor y el matrimonio existen aún. Incluso en la hondura de su dolor, Tadeusz sabe que el mundo continúa, que el mundo no es sólo la barbarie del régimen nazi, y ello fortalece su dignidad.

3.
Con la llegada masiva de judíos húngaros, 1943 y 1944 fueron, en la memoria de Zofia Posmysz, los años más difíciles de Auschwitz. Alojada en el bloque undécimo, junto a las vallas de alambre de espino y de la rampa de selección, los observaba de camino al crematorio. En ocasiones, frente al bloque de oficinas de la comandancia, una orquesta tocaba acompañando esas horas de espera que, además, serían las últimas para quienes traspasaban unas puertas que nunca se abrían desde el interior.

4.
También es 1944 cuando un periodista informa a Arthur Koestler, autor húngaro, de que nueve de cada diez norteamericanos califican las atrocidades del régimen nazi como mentiras, y no creen en los campos de concentración, en los niños hambrientos de Grecia, en las fosas colectivas polacas, en los disparos a civiles franceses. Se logra persuadirles de lo contrario, afirma Koestler, pero solo durante un instante, igual que un músculo que recupera, después de un golpe, su tamaño y forma inicial; como si los grandes números, que es la sola manera de abarcar la amplitud del Holocausto, fueran ineficaces, y dando la razón a Kinsley cuando sostenía que las estadísticas no sangran, ya que impiden mostrar el impacto verdadero, a ras de tierra, de una barbarie.

De la barrera que informa Kinsley nos salva Jefferson, para quien la disciplina de la imaginación es la única forma de entender el mundo; gracias al arte podemos indagar en el sentido de nuestro tiempo y existencia, y tal vez esa función del arte explica el goce áspero de obras como la de Weinberg, que hacen belleza de un horror e iluminan, desde el drama íntimo, una infamia universal.

5.
Según Guillermo Altares, entre 2010 y 2024 se publicaron 85 obras con Auschwitz en su título. Esta cifra alerta sobre el riesgo de banalizar el Holocausto, pero también de torcer su memoria, pues cada vez quedan menos supervivientes y perpetradores que sirvan de testimonio. Igual que en una carrera de relevos, otros cogerán el testigo de lo que pasó y lo conducirán a lecturas y puntos de vista que ignoramos.

Realidad y ficción no siempre coinciden ni están obligadas a hacerlo. Más que la existencia de historias ofensivas, imperfectas o edulcoradas sobre el Holocausto, nos debe preocupar el temor a su olvido. La historia es una rueda que gira por nuestra mala memoria, y es preferible antes un recuerdo inexacto que un olvido fugaz; alguien que busque su beneficio que otro deseando escribir, como por primera vez, una historia que ya ocurrió. En solución a la encuesta citada por Koestler, prefiero a nueve de cada diez personas con ideas confusas sobre el Holocausto que el mismo número negando su existencia.

6.
En su barracón, Posmysz ocupaba la litera de arriba. Tenía acceso a un ventanuco donde, durante el invierno, se formaban cristales de escarcha. Lamerlos le ayudó a hidratarse cuando yacía con fiebre, como señala David Pountney. Detrás de la supervivencia, de estar vivo o muerto, siempre hay un golpe de suerte.

7.
Celebra Donna Tart el privilegio y la fortuna de amar aquello que la muerte no logra llevarse; de añadir nuestro sentimiento a la historia de las personas que amaron una misma belleza: puede ser la contemplación de un cuadro, el vuelo de un poema, la profundidad de una sinfonía.

Ese privilegio y esa fortuna suceden frente a la ópera de Weinberg: la certeza de incorporar el sentimiento a una obra que existió antes de subir el telón, y que se aplaude para que siga viva aunque solo allí, sobre los atriles y el escenario de un teatro.

La amistad

El cuarto y último ejercicio de escritura propuesto por Jorge de Cascante consistía en escribir «400-500 palabras sobre la peor persona del mundo (totalmente subjetivo, puede ser desde el Arropiero hasta el kioskero de vuestra calle) pero procurando que esa persona tan terrible termine cayendo bien, o al menos redimiéndose de alguna forma», y yo, como siempre, haciendo caso omiso (o no haciendo caso del todo) al profesor (y así me fue y así me va y así me irá en la vida), construí un perfil, tan real que parece mentira, de esas personas opuestas a uno y que pensamos albergan lo peor del mundo pero que, en verdad, son buenas o, tal vez sin serlo, son nuestros amigos, igual de imperfectos que uno mismo.

Votaste a Rajoy en 2011 para evitar el hundimiento de España, aunque por si las moscas transferiste a Suiza tus ahorros. Te cuidas, solo fumas cuando bebes y siempre cae un purito en las bodas. Exageras al afirmar que la historia de la música empieza en Bruce Springsteen y acaba en U2, y sin exagerar crees que Mecano es el mejor grupo que ha existido en España. Aunque tu declaración de la renta sale a devolver, te enfurece el destino de los impuestos que no pagas. Eres de natural tranquilo, pero pierdes los nervios si escuchas hablar del impuesto de sucesiones. ¿La moda? Te visten Pedro del Hierro, Adolfo Domínguez, Belstaff, El Potro; los fines de semana, cuando haces copas con amigos, o al ir a misa, prefieres prendas informales, Polo, Barbour, El Ganso. Hablando de misa, consideras que el cura de la parroquia de Sagrados Corazones es muy bueno, y los domingos al mediodía oficia una misa para jóvenes. Gracias a la iglesia contactaste con el proyecto Vacaciones en Paz, y este verano volverás a acoger un niño o niña saharaui. Ríes si te acusan de facha, porque piensas que tu mujer es mucho, mucho más franquista que tú. Si la conversación se complica, tienes un comodín en forma de topónimo: Paracuellos. Durante la pandemia aplaudías a las ocho pero esperando a las cacerolas de las nueve. Eres el primero en felicitarme el día de mi cumpleaños, y además siempre por teléfono, nada de wasaps. Piensas que no hay mejor diversión que un karaoke. También te gusta la Feria de Abril en Sevilla, el Real Madrid y esquiar, aunque este año no hay nieve ni en Andorra ni en Sierra Nevada. Eres igual de alegre que generoso: siempre eres el último en volver a casa y el primero en invitar a todos. Los museos y las charlas te aburren, sean de lo que sean. Si dices no tener nada en contra de algo o de alguien, tras la negación brotará la verdad; no tienes nada en contra del vasco, pero los dialectos deben desaparecer; no tienes nada en contra de los gais, es más, conoces a alguno, pero no querrías que tus hijos lo fueran. Y hablando de idiomas e hijos, tu niña se va a Irlanda el año que viene, a estudiar inglés. Pelayo es aún pequeño; pequeño pero esta semana lo pillaste viendo porno, así que Carlota llamó a Movistar Plus+ para instalar el control parental. Ahora te pajeas en el baño cuando tu familia duerme. Y hablando de cosas de casa, el martes vendrán a cambiarte unos estores y a las ocho hay reunión de propietarios, reunión extraordinaria, para tratar la seguridad de la finca, y es que Carlota se encontró el sábado a un conguito borracho en el portal. Hoy fuiste a un polígono en Carabanchel donde te ahorras veinticinco euros por depósito del X6: un gin-tonic. Te gusta comer, comer bien, comer de mantel y con un buen vino y una buena conversación, comer en restaurantes tradicionales, de mercado, que cuiden el producto. Odias a Adrià sin haber probado nada de él, pero ojo, no estás en contra de la fusión o el avance en la cocina, y de hecho te encanta un restaurante madrileño de comida canalla en el callejón de Puigcerdà, donde se mezcla cocina castiza con platos iberoamericanos, y cuyo ticket medio son cincuenta euros, sin copas. Terminas tus frases con una mueca feliz, y nunca sé si estás de broma o no. En la radio escuchas a Federico porque dice lo que piensa y sin pensarlo. Consideras que el resto de informativos son mierda roja, aunque prefieres decir que están politizados. Pablo Motos es divertido pero cuando hay que ponerse serio y mojarse, el tipo sabe ponerse serio y mojarse. De joven quisiste viajar un año por el mundo, pero eso, de joven. Repites con frecuencia qué te voy a contar, esto es como todo y no me da la vida. Recuerdas perfectamente lo que te pedí sobre la beca de estudios del Santander, aunque estos procesos son como son, así que seguirás presionando y pronto me dirás algo, pero debo contar con la ayuda. Creo que somos amigos porque ninguno quiere ser el otro; buscamos nuestro antagonista para eludirlo mejor. Tras algunas cervezas, tampoco muchas, nos sorprende nuestro parecido. Muchos fines de semana quiero tomarme algo contigo y hoy sábado nos veremos, a eso de las ocho, en el Nuevo Jiménez.

La edad correcta

El tercer ejercicio de escritura propuesto por Jorge de Cascante consistía en escribir «otras 400-500 palabras sobre un primer día en un colegio nuevo que supone una amenaza (real o inventada, no pasa nada si no es experiencia propia), pero escritas con el estilo de algún autor o autora que os mole mucho. Puede ser un primer día en un trabajo nuevo, si no se quiere forzar lo de la voz infantil o adolescente».

Haciendo caso a medias del enunciado, decidí escribir desde una voz adolescente, sí, sobre una situación de amenaza (la adolescencia es siempre una amenaza), sí, pero fuera de un entorno escolar, aunque a las puertas de un entorno escolar; a ver si logro vuestro aprobado. La voz elegida fue la de Leila Guerriero, claro está.

Soy un niño que lame sus cicatrices.

Ayer conocí a otro que no había visto el mar. Le dije que pasé el verano en un cuartito de cemento, con mis hermanas y mi madre y un ventanuco abierto a las olas. Lo que no le dije es el diario que escribo y escondo bajo el colchón. Se lo regalaré a mi padre, porque lo veo poco. Mamá y yo pasamos muchos días de agosto en ese cuartito. Mis hermanas siempre estaban tomando el sol junto al mar, y se ponían cada vez más morenas, más atractivas, más delgadas. Yo me tocaba el labio, porque ahora tengo bigote, algo de pelusilla, no sé. Una tarde caminé lejos y me siguió un hombre. Aceleré el trote, corrí, alcancé la ciudad. Tuve miedo pero no dije nada a nadie, es mejor no decir nada a nadie. Había un viejo que me preguntaba si tenía amigos, si me gustaba jugar. Yo respondía en silencio: era tan evidente.

Hoy estoy triste, comienza el colegio, todo es nuevo y también el arma. Papá llamó justo al volver de la playa: escuché a mamá en el patio y sé bien cuándo hablan y cuándo no. Me gusta escucharlos hablar. Lo que no me gusta es el bigote. Mama dice que es un buen signo porque prontito me haré mayor y podré hacer más cosas y podré estar solo. No sé, yo no quiero estar solo. Le pediré una cuchilla de afeitar a Ariel, somos amigos y su papá viene mucho sábados por casa, hace bien la barbacoa y mamá parece feliz.

Ahora mamá husmea mi mochila, saca la pistola y dice que eso no va al colegio, pues no tengo edad para jugar con armas. ¿No estaba haciéndome mayor? ¿O siempre seré un niño que lame sus cicatrices? Mamá se toca el pelo, yo el bigote, pienso en papá y me pregunto cuál es la edad correcta, pienso en papá.

La magdalena de Proust

El segundo ejercicio de escritura propuesto por Jorge de Cascante consistía en escribir «400-500 palabras empleando como frase inicial la frase final de cualquiera de los textos que hemos leído y comentado hoy». En mi caso, y aunque pululaba por ahí un texto de Juan José Saer, elegí uno de Patrick Modiano e intenté, no sé si de manera acertada, imitar el tipo de historia habitual en las novelas de Modiano. Nuevamente os recomiendo la participación en este taller; podéis contactar con Jorge a través de esta dirección: xcascantex@gmail.com

El parecido de esa cara con la de mi madre era tan llamativo que creí que era ella. A continuación, el lector podría saber que mi madre murió hace tres años, convirtiendo esta página en la evocación quejosa de un espejismo; una suerte de magdalena de Proust, pero de aroma artificial, tanto como que mi madre horneó esa mañana una de limón y que, aún caliente, guardé en mi mochila junto al estuche, los libros de texto y el álbum de cromos. Al lector, acaso feliz con este giro de la historia, le compartiría un secreto que, de haberme puesto en pie y recorrido el vagón entre rostros, chaquetones, cansancio y axilas, se hubiera revelado, como también el castigo materno por no acudir al colegio. El misterio de una madre y un hijo en un mismo vagón, sin saber el uno del otro, me pareció una buena forma de seguir la intriga, como así hice en un nuevo párrafo.

Y para seguir la intriga, no había otra posibilidad salvo la de apearnos en la misma estación. Resultaría útil que el lector advirtiera lo inusual de un hijo que sigue a una madre, aunque sin alcanzarla, viéndonos aéreos mientras atravesábamos la plaza de  la República, subiendo los bulevares, deteniéndonos próximos, peligrosamente próximos, en el semáforo eterno frente a la estación y alcanzando, por fin, una calle silenciosa, sombría y arbolada donde nunca había estado.

El relato demandaría un punto y aparte último, una pausa y un espacio que anunciaran al lector su solución inminente. La pausa sería la de mi madre, detenida frente a un portal; el espacio, la distancia entre ella y yo, y también entre ella y tú, lector, atendiendo desde nuestro escondite, por primera vez, al brillo azul de una radiografía que asomaba de su chaqueta, y entonces en mi mente, clic, el mundo sería un enigma resuelto, porque al silencio familiar, nuevo y raro, de puertas y mandíbulas, lo explicaría ese borde azul que anunciaba un diagnóstico: mi madre estaba enferma, mi madre iba a morir y a morir pronto, pero lo que sucedería antes y yo aún no sabía, ni tampoco tú, lector, lo que iba suceder y sucedía ya era otro clic, el de una puerta que gruñe y después un hombre que no era papá besando a una mujer que sí era mamá, y el lector, incapaz de seguirme calle abajo, pensaría en la magdalena de limón, brincando en la oscuridad de la mochila entre el estuche, los libros y el álbum de cromos, y cuyo aroma, al morderla en algún parque futuro, yo sentiría artificial.

Breve manual para ser feliz

A mediados de febrero, participé en un taller literario a distancia organizado por Jorge de Cascante. De 18:00 a 21:00 durante viernes, sábado y domingo, el autor y editor de Blackie Books compartió rutinas de escritura, técnicas, trucos, y un montón de ideas y libros para animarse a escribir. A los quince participantes nos mandó cuatro ejercicios de escritura, en tandas de dos, y que, en la siguiente jornada, fueron leídos y analizados por Jorge y el resto de alumnos. El primero consistía en «escribir 400-500 palabras sobre el momento en el que más te enfadaste en toda tu vida (cualquier enfado grande, vamos, si no es el mayor enfado de tu vida no pasa nada, queda a vuestra elección) pero evitando utilizar cualquier campo semántico relacionado con esa emoción (enfado, rabia, furia, decepción, angustia, puño apretado, etc.)». A continuación sigue mi respuesta; ignoro, como habitualmente, si tiene algún interés. Lo que sí tengo claro es que todos los alumnos del taller gozamos muchísimo de la experiencia, así que recomendada está. Podéis contactar a Jorge a través de esta dirección: xcascantex@gmail.com

Para escribir entre 400 y 500 palabras sobre el peor enfado de mi existencia, de mi jodida existencia, debería existir tal momento, pero no existe, y no porque sea una persona beatífica, ja, sino más bien porque vivo a lomos de un enfado, en un malestar sin pausa, y necesitaría entonces 400 o 500 palabras al minuto para escribir y describir esa planicie de subnormales que nos joden la vida, y a la imposibilidad de citar un hecho, ¡un solo hecho!, cuando el mundo es una constante de mierda, se añade la prohibición de usar palabras asociadas con ese malestar, palabras como enfado, rabia, furia o angustia, y que son mi desayuno diario, y si no puedo usarlas cómo explicar mi ira, perdón, RAE, ira, antónimo, calma, cómo explicar mi frágil calma cuando me obligan a construir un texto en apenas veinticuatro horas, manda cojones, cuando busco relajarme y cierro el ordenador mientras me cago en todo, perdón, RAE, cagar, antónimo, envalentonarse, cuando envalentonado cierro el ordenador, acepto el desafío, bajo a la pastelería a por un dónut y me encuentro, sorpresa, a un carcamal que compra dulces con una morosidad que me desquicia, perdón, RAE, desquiciar, antónimo, enquiciar, ¿enquiciar?, enquiciar, poner en orden, ok, sí, de acuerdo, cómo explicar una morosidad que enquicia mis nervios alborotados,  cómo explicar también la morosidad de un viejo que tiene el pulso de un sismógrafo y elige los dulces diciendo este, ese, no, ese no, aquel, sí, no, no, aquel no, sí, dos, de aquellos dos, o tres, el aire de la pastelería llena de adverbios y demostrativos y mi mente cargada, cargadísima de mala hostia, perdón, RAE, hostia, antónimo, no hay antónimos de hostia, ¿ves Jorge de Cascante que ni la Real Academia nos da alternativa?, buscaré sinónimos, ok, RAE, hostia, sinónimos, eucaristía, ¿eucaristía?, oblea, ¿oblea?, barquillo, ¿barquillo?, ok, no hay más sinónimos así que el carcamal seleccionando sus pasteles y mi cabeza cargada de barquillos, de ansia por zampar la misma merienda que la de mis abuelos, dinosaurios como el que ahora, por fin, se decide a pagar de una bendita, eh, eh, ya le cogí el truco, vez, y subir por fin a casa y subirme por fin el azúcar y respirar por fin tranquilo ya que esta forma de sentir la vida, aunque no lo crean, te hace ser un hombre relajado y feliz, y desde aquí la recomiendo.

Tiempo y posada (Manual de ida)

Un vuelo de ida Madrid-Tenerife o quizás de vuelta, de vuelta a un lugar donde despegué y me despegué tras morir mi abuelo materno hace siete, no, ocho, nueve, nueve años, ¿nueve años?, sí, nueve años, un vuelo y una terminal que, pese a su nombre, es el comienzo de un viaje, un coche de alquiler y una autopista, un horizonte de edificios y el mar, el mar, el mar, una familia en la trigésima planta de una torre de treinta y dos alturas junto al Auditorio, aunque más bien son dos torres y nosotros parte de una familia, o quizás una familia, o puede que más de una familia, ida, vuelta, ida o vuelta, familia, menos de una familia, más de una familia, no importan las definiciones, no importan porque vienen dadas, porque existen y circulan y nos rodean y apenas podemos pronunciarlas o no, pero sí que importa escogerlas bien, y es que nuestras emociones son lenguaje, sólo somos lenguaje, y en su búsqueda debemos evitar lo decaído y pretencioso, como advierte Epictecto en su Manual de vida, a cuyas enseñanzas me conduce Hendrik, un amigo alemán que ama a Wagner, y perdonen el pleonasmo, que vive en Dresden y que aprecia a un amigo que llegó ayer a Tenerife junto a sus padres, y que, en una mañana calurosa de enero, recorre la línea completa de un tranvía que alcanza, al borde del síncope, la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, al borde del síncope el tranvía, al borde del síncope los padres y al borde del síncope también, pero con disimulo, el hijo, porque la isla de Tenerife está siempre inclinada, y perdonen otro pleonasmo, y en La Laguna el descubrimiento de que la televisión, a veces, existe también en la realidad, la modela o reproduce, quién sabe, y en el paseo de soportales, de camino a la librería, una oscuridad que ya he visto y que ahora advierto existe, que es más profunda y dramática fuera del televisor, la de los cuerpos que deambulan en torno al centro de acogida de migrantes, que nos miran o pensamos que nos miran, y los miramos, y sabemos que los miramos, con la extrañeza, que sí es mutua, de no entender nada, y por la calle Pedro Zerolo hasta la librería Lemus donde, a la decisión premeditada, que es comprar El estilo de los elementos de Rodrigo Fresán, la casualidad de Epictecto junto a la caja registradora, como si mi amigo Hendrik lo hubiera colocado allí, en un cajoncito de cartón, y abrir sus páginas y leer a Epictecto en La Laguna, que es escuchar a Hendrik  en Dresden, diciéndome: «Mucha gente aliña su discurso con obscenidades en un intento por dar fuerza e intensidad a lo que dicen o para incomodar a los demás. Niégate a seguir dichas conversaciones. Cuando la gente que te rodea empieza a hablar de forma insustancial e indecente, si puedes, vete, o cuanto menos guarda silencio y deja que la seriedad de tu mirada muestre que te ofende lo grosero de su lenguaje», así que en silencio, con la compañía de dos libros, vuelvo a la avenida Trinidad donde me esperan mis padres, de allí un paseo por el casco histórico, palacios, conventos, iglesias, una catedral y 100 gramos de tamarindo a 2,50€, de ají dulce a 1,80€ y truchas de cabello, espolvoreadas de azúcar, a 1,20€, un restaurante que se llama La Hormiga aunque atienden rápido, un risotto de almogrote a 10,90€ y una ropavieja de pato a 10,50€, en el móvil la palabra del día es TECLA, y ya de regreso mis padres y yo cansados, así que tristes, sintiendo que viajar es un espejismo porque olvidas dónde queda la realidad, si es la del barrio o esa otra que tienes enfrente, que transcurre mientras el tranvía parte hacia Santa Cruz, y en ese momento, con los libros de Fresán y de Epictecto balanceándose en la bolsa de tela, ignorar la urgencia que mueve tu vida, pero menos aun la de esos otros que, anónimos y a tu alrededor, se afanan en calles y oficinas remotas a tu barrio, tatuajes y teléfonos y radiografías que solo veré una vez, y sentir que en esto consiste viajar, en hacer que la vida pierda su equilibrio, revelando su irrelevancia, y me muerdo el labio y concluyo que no, no, no, que la indiferencia hacia lo que veo, antes que una posición elitista, de alivio por estar en tránsito, no es más que la protección ante un hundimiento colectivo, el de una sociedad que, con los mapas actualizados, camina sin rumbo, perdida, toda ella perdida, globalmente perdida, ida, ida, vuelo de ida a una frase de Evaristo Carriego que, gracias móvil por estar siempre cerca, y ya es el último pleonasmo, encuentro con facilidad y dice: «a veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles», y así pasan las estaciones, Puente Zurita, La Paz, Weyler, Teatro Guimerá, Fundación, mis padres mirando dos puntos de la noche, las familias siempre bifurcadas, y yo abriendo el manual de Epicteto, rozando el braille de su portada, sintiendo que no tengo ese libro en las manos sino que, más bien, estoy en sus manos, en sus manos, sus manos, y sus manos hablan, intercambiador Santa Cruz, y me piden que calle, y callo, y me ruegan que lea, y leo: «Nunca digas sobre nada: «Lo he perdido», sino «Lo he restituido». ¿Ha muerto tu hijo? Ha sido restituido. ¿Ha muerto tu mujer? Ha sido restituida. ¿Te han robado tierras? También han sido restituidas. «Pero fue un mal hombre el que me las quitó». ¿Qué injusticia te hace que aquel que te lo dio lo haya reclamado de nuevo para sí? Tenlo por ajeno todo el tiempo que te lo concede, como hace el caminante en la posada», pero sal, sal del libro, sal del libro y del tranvía y no tengas nada por ajeno y coge entonces el móvil, la gorra y los libros, y sal, sal que estamos en Santa Cruz y después una cuesta, ay, no paran los pleonasmos, en el súper del Corte Inglés una bolsa de naranjas, yogures de sabores y queso curado y pensar que cualquier tragedia, antes que romper algo hermoso, lo restituye a su naturaleza finita, eso dice Epictecto y se nos olvidó comprar agua, la vida es una tragedia que terminará por suceder o, redundantemente, terminar, terminar, terminal, ida, vuelta, ida o vuelta, siete, ocho, nueve años, sociedad perdida, tiempo y posada, pero que tal certeza no es algo triste, planta trigésimo segunda, abriendo puertas, las tengo yo, yo, yo cogí las llaves, no es algo triste, no, Epictecto y la palabra restituida, la mujer restituida, el hijo restituido, las tierras restituidas, cerrar la puerta y abrir la mente y saber que restituida acaba en ida, cenaré un yogur, siete, ocho, nueve años, tiempo y posada, intercambiador, síncope y mar, viaje de ida, tiempo o posada, tiempo y posada, tiempo y posada y cuando se acaben restituirlos, volver a empezar, viaje de ida, tiempo y posada.

Muerte es una palabra de seis letras

A los nueve años del fallecimiento de mi abuelo materno. Fotografía del Teide tomada desde La Gomera.

M de mayor

La gente mayor solo existe en la conversación menguada con los demás. Y los demás cada vez son menos, y cada vez más sordos, y cada vez más viejos. De ahí que los mayores no fallezcan ni de septicemias ni de fallos multiorgánicos ni de neumonías, sino de silencio.

U de ubicuidad

La muerte está en todas partes, aunque para vivir la apartemos a un lado. En la sala donde yace mi abuelo, junto a la entrada, hay una mesita con un periódico local. Leo: Canarias seguirá un año más sin un plan de salud. No solo la muerte está en todas partes, sino que de vez en cuando se confunde y, como un asesino, visita dos veces el mismo lugar: la muerte real y la muerte anunciada.

En el bar del tanatorio pido un café. El Marca conjetura sobre el desenlace de la liga. Dormí poco y las dos noticias se ovillan en mi cabeza. Desde la ventana se divisa una rotonda. Como la verdad sale de una bifurcación, me pregunto cuál de las dos noticias es falsa. Tras beber la lucidez del café, acepto la certeza de ambas. Dudo entonces de cuál acertará primero lo informado, y es que todo acaba sucediendo en todas partes, todo en algún instante será una verdad universal y ubicua, y por lo tanto la llegada de la verdad, como también la muerte, se resume a una cuestión de tiempo. Dicho en otras palabras: antes y durante y después de nosotros, Madrid y Barcelona seguirán disputándose las ligas, y Canarias continuará sin un plan de salud a perpetuidad.

E de espejismo

Me cuesta asimilar que la persona que ahora veo es la misma con la que conversé hace apenas dos meses. La misma persona que ahora está en un sótano, la misma persona que es levantada por dos grandullones y depositada con suavidad sobre una mesa metálica. Aguardan mi consentimiento: ¿hay alternativa? La mesa se desliza sobre unos rieles hacia una pared. La pared se abre, se cierra.

R de rabia

Al fallecer su hermano, mi abuela maldijo a Dios por llevarse a alguien tan bueno. En un acto de penitencia inversa, decidió renunciar a su fe durante una semana. Cumplió su propósito. Si el perdón se cuenta por oraciones, no debería sorprendernos que el castigo también obedezca a cifras.

T de teléfono

Como estamos en España, y sólo hablamos en mayúsculas, capto con facilidad las conversaciones de otras salas. Los familiares se relatan las maneras en las que recibieron la noticia. Concluyo que pasamos mucho tiempo en los bares y que la muerte siempre se anuncia por teléfono a alguien que está lejos. O lo que es lo mismo: morimos solos, literalmente solos.

E de esperanza

En la recepción del tanatorio, una pantalla informa de las salas ocupadas y el nombre del difunto. Bajo esa pantalla me recibe un mostrador vacío. Sobre el mostrador, con la pantalla al fondo, un cartel dice: volvemos en breve.

Un camión lleno de máscaras

En el capítulo «DU CHIC ET DU PONCIF» («DE LO ELEGANTE Y LO BANAL») de su libro Salon de 1846, Baudelaire define la elegancia como el abuso de la memoria: una repetición de formas anteriores que es fidedigna e incluso loable, pero también convencional. Las manos de un escritor que, con velocidad y audacia, describen la cabeza de Cristo o el sombrero de un emperador, son manos elegantes, manos chics, pero están llenas de banalidad. Siglo y medio más tarde, en diciembre de 1963, Alejandra Pizarnik anota en su diario una idea próxima: «En general, los que escriben plagian, aun los mejores. Esto no está mal ni bien». Cabría preguntarse si, porque plagian, son los mejores. O si lo que premia el canon es la repetición de lo elegante, que es pasado, frente al vértigo de la novedad.

Baudelaire denuncia un mundo dominado por la elegancia y la banalidad, binomio que aplica a objetos y personas porque su existencia, sea material o humana, tiene una naturaleza convencional. Todo aquello que sigue la convención se torna elegante y banal, como titula Baudelaire su capítulo, y apunta dos situaciones: la del cantante que, tocándose el pecho, defiende la eternidad del amor, o un puño que, cerrado, anuncia una infamia. Se podrían dar ejemplos contrarios, como cuando Gombrowicz, en una novela de ambiente gótico titulada Opętani (Los hechizados), introduce salones de baile y pistas de tenis como escenarios de la acción.

En El ruido de una época, Ariana Harwicz se pregunta cómo funciona un mundo gobernado por el poncif, el cliché de lo banal. ¿Hace calor y nos abanicamos o, por el contrario, porque queremos advertir del calor, y hacerlo visible, que movemos el abanico? El gesto repetido puede ser la respuesta a un escenario que también se repite o, por el contrario, el código que activa un hecho. ¿Es el calor y después el abanico, o es el abanico para que exista el calor? La duda conduce, como señala Harwicz, a la singularidad de la vida y sus límites: «¿Los cafés acumulados en una espera están tan cristalizados que uno no siente que ha sido plantado si no se tomó mínimo tres. ¿Y en el amor romántico, en la ansiedad amorosa frente a la ausencia de un llamado, se sufre distinto si no se realizan los gestos de chequear una y otra vez que no hay mensajes ni llamadas perdidas?».

La duda de Harwicz apunta al peso de las tradiciones, de aquello que uno se resiste a realizar de forma distinta a lo que se aguarda de él. ¿Hasta dónde queremos vivir de manera espontánea, evitando que los días y las noches sean una actuación? Cuesta eludir lo elegante en un mundo capitalista donde lo convencional produce dinero si repetimos conductas pautadas; un mundo de totalitarismo tecnocrático que nos obliga a vivir —como apuntaba Theodore Roszak en 1968— «existencias ajenas a todo lo que, alguna vez, hizo de la vida del hombre una aventura cautivadora».

Eludir lo banal no conduce a un mundo paralelo y fantástico, sino a vivir realmente el lugar y el tiempo que nos corresponde, pero bajo otras coordenadas. Gombrowicz, definiéndose como un escritor tenazmente realista, consideraba su raison d´être (razón de ser) la forja de un camino que, por medio de las palabras, condujera de lo irreal a lo real. Su obra debía hacer distancia de la forma y la cultura, esas herencias persistentes parecidas al pecho y al puño de los que escribía Baudelaire. Añade Gombrowicz que realidad y franqueza no son sinónimos, pues la franqueza, en la literatura, es un callejón sin salida. Lo real para Gombrowicz es lo imaginado, esas pistas de tenis y salones de baile dentro de una novela sobre castillos en ruinas, príncipes terribles, tesoros ocultos y habitaciones embrujadas; lo real es sinónimo de inesperado, de moderno y, como señala Baudelaire, reside en lo transitorio y fugitivo; llegar allí nos obliga a que, elegantemente, cesemos de actuar. O hacerlo, como decía Peter Berg a principios de la década de 1960, según el rol de nuestras propias vidas y eludiendo los medios de comunicación —otra banalidad— en nuestro camino hacia la utopía, materializada en un teatro libre de herencias. Subidos a sus tablas, se cumpliría el sueño de Pizarnik durante una noche de Año Nuevo de 1964, hace ahora medio siglo: «Sueño: un camión lleno de máscaras, de caretas. La gente sentada encima».

La segunda página de Google

Si el mejor lugar para esconder un cadáver es la segunda página de Google —a cuyos resultados apenas acceden dos personas de cada cien—, la ficción literaria es el género adecuado para esconder la verdad, precisamente porque allí nadie espera encontrarla.

La verdad llega a través de la ficción pues la ficción también nace de la verdad. El poeta Garrett Hongo explica este bucle en un mundo áspero e incierto, de voces que nadie escucha pues hay una, hegemónica, que silencia a las demás con la fuerza de un megáfono. A través del acto de la escritura, sigue Hongo, el artista nos conduce al pensamiento crítico que cuestiona la verdad del mundo, y ese desafío juega la sola baza de la imaginación. Cualquier obra nace entonces de una catarsis íntima que, aunque contenga elementos ficticios, tiene en su motor un ánimo furioso de verdad. Para habitar el mundo, para que se nos escuche, debemos gritar un discurso contrario al de esa megafonía, imaginando una realidad que sustituya aquella que nos ignora.

¿Cuál es la diferencia que separa entonces ficción y no ficción? Para Muñoz Molina, que alterna ambos registros, se trata de una cuestión de movimiento: la ficción es sedentaria, y la no ficción, itinerante. Ninguna es más o menos literaria que la otra, concluye. El escritor argentino Martín Caparrós apunta al pacto con el lector: en la no ficción, el escritor contará sucesos que averiguó y son verdad; en la ficción, contará sucesos inventados, pero que se mezclarán con otros que sí sucedieron. Esta mezcla explica que, para el lector, definir los límites de la verdad sea una batalla perdida de antemano. Ariana Harwicz aporta otra perspectiva para distinguir periodismo y ficción, y es el pulso tras un género y otro: mientras que el periodismo no cesa de escribir, en la ficción es clave la no escritura, donde reside mucho del talento de un escritor. Para Harwicz, escribir ficción consiste también en no escribir. Hay un valor en la no palabra, en la contraescritura, en el silencio anterior a que todo estalle y el artista, como señalaba Hongo, construya una voz ficticia que resuene a verdad para así cuestionar un mundo que, para su desgracia, también es real.

La isla del tesoro

Respondí de inmediato que no, dando a entender que el problema era reciente y exigía una solución igual de inmediata, pero entonces guardé silencio, dudando de mis propias palabras, me incorporé sobre la camilla, el cambio de postura fue también de opinión y la médico supo que fue durante la Semana Santa de 1990, que tenía once años, casi doce, y que estaba solo en la biblioteca de un hotel de Ávila, una habitación grande de techo tétrico y vigas firmes, con la luz de Castilla entrando por un cristal lúgubre, pienso que de color verde, y que dejaba la misma luz que oscuridad sobre las alfombras que se tropezaban en el suelo, sobre las mesas y los candelabros sin velas de un aparador, sobre las pinturas antiguas de hidalgos en las paredes y sobre la chimenea dormida, sobre un revistero de latón que Google me devolvió o añadió después a la memoria cuando escribía estas líneas, y sobre los sillones vacíos salvo aquel donde yo balanceaba las piernas, adelante, atrás, adelante, atrás, sin tocar nunca los tablones del suelo, sintiéndome en el salón de esas fantasías medievales que tanto me gustaban leer entonces, entonces y también ahora, aunque lo que entonces tenía encima de las piernas era un libro de piratas, y lo que no le conté a la médico porque miraba ostensiblemente su reloj, es que atendí al silencio de esa biblioteca, lo escuché, escuché el silencio, y el silencio me informó de que en esa biblioteca no estaba solo, que allí merodeaba una persona o un animal, quizás un espíritu o un fantasma, alguien escondido detrás de la cortina o de algún sillón o agazapado oscuro en el hogar de la chimenea, y tampoco supo la médico que no pude seguir la lectura del libro porque me puse en pie, lo cerré de golpe y porque, también a golpes, lo usé como nudillos contra una puerta familiar que, próxima a la biblioteca, se abrió súbita y donde, tras un vestíbulo breve, la ansiedad me condujo frente a una madre preocupada y un padre somnoliento, muy somnoliento, y es que la razón de pernoctar durante tres noches en ese hotel, mis hermanas y yo en una habitación, mis padres en la contigua, era que mi padre se aliviara de un estrés laboral profundo y que no, no se iba a reducir frente a un hijo que gritaba, con miedo, haber escuchado un espíritu en la biblioteca del hotel, un espíritu, sí, repetía mi padre levantándose de la cama y con la paciencia haciéndose pedazos, un espíritu, sí, repetía yo y lo volvía a repetir mientras íbamos ya camino de la biblioteca, yo al frente guiado por la emoción de la aventura pero, en verdad, lleno de miedo, mis padres detrás guiados a su vez por algo de curiosidad y mucho de un escepticismo que yo desconocía entonces, pero lo que sí supo en Madrid la médico es que, en la biblioteca, después de que mis padres verificaran que nadie se escondía tras las cortinas, nadie a la sombra de los sillones, mucho menos oculto en el hogar, decidí reconstruir lo sucedido como en la conclusión de cualquier novela de misterio, cualquier buena novela de misterio, así que cerré la puerta de la biblioteca, volví al mismo sillón y, tras apoyar la espalda contra el respaldo, descansé el libro sobre las piernas, bajé la mirada, la subí y pregunté a mis padres, que no entendían nada pero que estaban a punto de entenderlo todo, si ellos no lo escuchaban, si ellos no escuchaban un ruido muy próximo, el ruido de algo, el ruido de alguien, un ruido muy cerca de mí y que me rodeaba, y creo que entonces sonrieron aunque tal vez no, y aunque olvidé su respuesta debió de contener las palabras Madrid, ciudad, bullicio, ruido, mucho ruido, tráfico, ¡mucho tráfico!, siempre ruido y siempre tráfico, y puede que también contuviera las palabras biblioteca, reposo, Ávila, silencio, habitación monacal, no lo sé, porque lo que descubrí en Ávila el mes de abril de 1990, a punto de cumplir doce años y con La isla del tesoro sobre mis piernas, es que mis oídos respondían al silencio y zumbaban, y así se lo comuniqué a la otorrino matizando por fin mi negativa inicial, pero lo que olvidé decirle es que ese otro ruido, el ruido de la literatura y sus fantasmas, también mantenía hoy, tres décadas más tarde, su feliz furor infantil.

Anatomía de una caída

La resolución de un crimen obliga a que un conjunto de indicios, bien descifrados, deduzcan un culpable. En la escritura policial —sea cinematográfica o literaria—, la cadena de indicios gusta de embrollarse para multiplicar el interés: los misterios del cadáver en habitación cerrada, por ejemplo, son un desafío alto para quien los investiga, y conducen a soluciones igual de ingeniosas que sus hipótesis. La ausencia inoportuna de testigos o, de existir, su testimonio frágil, poco o nada fiable, son otra variante que estimula la escritura policial, y esta senda es por la que circula Anatomie d´une chute (2023), drama policial francés escrito y dirigido por Justine Triet y que ganó la Palme d´or en el festival de Cannes.

Triet enfatiza la importancia del lenguaje como herramienta para construir discursos y hallar la verdad. La validez de un discurso depende tanto de su contenido como de la precisión y el tono en que se enuncia. Sandra Hüller, protagonista de la película, es de origen alemán, vive en Francia y se relaciona con su marido y su hijo en inglés. Hay entonces un idioma extranjero en el seno de su familia, otro en el lugar donde vive y un tercero —materno y lejano— dentro de sí. Ese ramillete tripartito del lenguaje le causa errores de comunicación que determinan, a la vez, el devenir de sus relaciones humanas. Si la película nos muestra a Hüller como una escritora brillante, a través del lenguaje oral es, por el contrario, una representación imperfecta y pálida de sí misma, dotada de una oratoria débil que agrieta la fortaleza de su testimonio.

El silencio, entendido como un registro del lenguaje —su ausencia—, provoca interpretaciones confusas. Hay silencio en esa nieve que devora el paisaje, que desciende por las montañas, que bordea la vivienda y que confunde los indicios que producirán, bien o mal trenzados, esa anatomía que da título a la película. Hay silencio en el rostro taciturno de Hüller durante el proceso judicial, como si no estuviera del todo allí, como si no acabara de comprender su presencia delante de un estrado, y ese rostro y ese silencio serán leídos, de una forma o la opuesta, por aquellos que la juzgan. Hay silencio en Daniel, el hijo de la protagonista, y que escucha de labios de su cuidadora —en una de las escenas más memorables de la película— que debe escoger un camino, porque es peor vivir en la duda que errar. Y hay silencio porque Triet, en ausencia del lenguaje, apuesta por la mirada como alternativa para construir un discurso, y la mirada padece también una limitación lingüística: Daniel sufre un hándicap de visión que es literal y a la vez metafórico. En sus paseos por la montaña, acompañado de un perro fiel, debe utilizar unas lentes especiales. Dentro de la vivienda, sus ojos hablan a medio camino entre el alumbramiento de una verdad y la ocultación de un secreto, equidistancia que sostendrá el misterio de cómo sucedió la caída de su padre Samuel.

En su novela The book of evidence (1989), John Banville se pregunta cómo sostener una relación sino guardando la intimidad sagrada del otro. Es un riesgo estar al corriente de todo lo que piensa un ser humano, y quizás esa cabaña sin rincones, remota del mundo, donde está abolida la posibilidad de la distancia, y que un matrimonio proyectó como solución de sus problemas, no hizo sino que multiplicarlos. El metraje de la película confirmará entonces que entender al cónyuge no significa, necesariamente, conocerlo; que, pasado el límite del entendimiento, siempre hay algo que se esconde y que fractura cualquier relación.

Por lo remoto del paisaje, la trama y su solución comparten los elementos del misterio en pieza cerrada: de lo exterior no se puede deducir lo ocurrido y en la solución, que es interna, importa antes el cómo que el quién, porque del primero se deducirá lo segundo. Por esa economía de recursos y personajes, la solución participará del carácter fulguroso, helador y níveo, casi marmóreo, del lugar donde sucedió la caída, como si los paisajes explicaran, en ausencia de otros elementos, nuestra forma de actuar en el mundo.

Contra ese escenario remoto de nieve y montañas, la película contrapone un mundo urbano en el que la vida íntima, ausente de secretos, es una cárcel: las redes sociales y los medios de comunicación juzgan a Hüller sin descanso y su futuro reside, incierto, en los ojos grises de un niño a quien le cuesta ver. Si somos nuestros secretos, en ese mundo de asfalto, urgencia y miopía no somos nadie: hemos vendido nuestras existencias ignorando que no había contraprestación. En esa necesidad del lenguaje como camino a la verdad, el de la escritora y protagonista reside en sus libros de autoficción que, en otras voces, producen vidas que ya nunca serán la suya. Junto a los libros de autoficción, construyen la vida de la protagonista los mensajes de audio donde su voz, saturada de verdad, es falsa porque está ausente el contexto que los matice. Su vida es un embrollo en las manos e intereses de los demás, y ella se descubre descalza, sin nada que decir, sin argumentos que defender, sin capacidad siquiera para amar, porque su discurso lo han leído y escuchado otros. Desorientada y sola, apenas consigue acercarse a la habitación de su hijo, atender a esos ojos opacos que no saben mirar y, en miopía compartida, decirle que ella no es un monstruo, no, no es un monstruo, no soy un monstruo, Daniel, no soy un monstruo.

Señala Sergio del Molino que no existe alegato más poderoso de la ficción que las series policiacas, pues la mayoría de la gente no desea ir a una comisaría ni declarar ante un juez y, sin embargo, esa gente devora su tiempo libre con ficciones ambientadas en esos lugares. Si el arte imita la vida —continúa del Molino—, el espectador no quiere que su vida imite el arte, o por lo menos el arte que esta película de Triet hace realidad,  y es que la película, construida apenas sobre tres personajes —tres personajes y un perro—, es epítome de nuestra atracción hacia aquello que, de ocurrir frente a nosotros, podría espantarnos; hacia esos actos o cosas «vesánicas y horribles» —en palabras de Mujica Lainez— que los seres humanos hacemos al cerrar la puerta, enriqueciendo la vida, sí, aunque multiplicando monstruosamente su vigor. Pero aquí estos actos suceden solo en la pantalla grande de un cine en París, una tarde calurosa de domingo a finales de septiembre, y su desenlace se aguarda con impaciencia.

Los reyes no tocan las puertas

1.

Francis Ponge (Montpellier, 1899, Bar-sur-Loup, 1988) tiene cuarenta y tres años cuando publica Le Parti pris des choses (Tomar partido por las cosas, 1942), quizás su libro de mayor prestigio. Se trata de una colección de treinta y dos poemas narrativos donde el autor, haciendo literal su título, toma partido por los objetos, pero también por los espacios, las personas y los fenómenos naturales. En su escritura, la voz construye el objeto, y no al revés; la materialidad de una vela, de un cigarrillo, de una mora o de un restaurante nacen del gesto del poeta, de su mirada, y de ese gesto o de esa mirada una vinculación exterior. Podría deducirse entonces que, sin gesto o mirada, no hay realidad, y que los objetos solo existen si registramos, sobre un cuaderno, nuestra atención. Los límites del mundo son entonces los del lenguaje. Y como de cualquier limite, también podemos deducir una esclavitud: en este caso la de las palabras, pues solo existen para estar al servicio de aquello que nombran.

2.

El primero de los poemas de Le Parti pris des choses se titula Pluie (Lluvia). Ponge narra las gotas sempiternas que caen en un patio a golpe de metrónomo. Su autor nos conduce al centro de ese lugar, a sus paredes, a un alféizar, luego a una ventana, sus molduras y, en lo alto, un tejadillo de zinc. El repiqueteo, rítmico y obsesivo, parece el resorte de una máquina complicada, pero la luz del sol evaporará la posibilidad de esa máquina que nunca fue escrita y, por lo tanto, nunca existirá, pues la realidad es solo lingüística. Este límite de lo real alberga un beneficio: hay ciertas cosas y seres y fenómenos naturales que esconden su cofre íntimo de palabras, la memoria lingüística de quien estuvo ahí, de quien tocó unas monedas o rozó un talismán o miró una lluvia caer detrás de una ventana, y esas mismas monedas o ese mismo talismán o esa misma ventana pueden traernos una realidad que ya no existe, pero que regresa porque existió un gesto, porque se miró y fue escrita, y sobre ella conseguimos volver. Hay un transporte de la emoción cuando la realidad se rebobina, cuando hacemos regresar hoy, a través de un gesto o de una mirada, algo que ya no existe, y así lo expresa Borges, justamente en un soneto llamado LA LLUVIA:

Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae y cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto

patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

3.

Uno de los objetos en la obra de Ponge es una puerta, de la que dice:

«Los reyes no tocan las puertas.

No conocen esta suerte: empujar ante sí, con suavidad o rudeza, uno de estos grandes paños familiares, volverse hacia él para colocarla otra vez en su sitio, —sostener en sus manos una puerta.

… La suerte de empuñar por el estómago, o por su nudo de porcelana, uno de estos altos obstáculos de una pieza; ese cuerpo a cuerpo breve, en virtud del cual —retenido un instante el paso—los ojos se abren y el cuerpo todo se acomoda a la nueva habitación.

Con una mano amistosa aún la retiene, antes de empujarla hacia atrás con decisión y encerrarse —lo que el chasquido del resorte, potente pero bien engrasado, le asegura gratamente».

Y en su idioma original, este poema es como sigue:

«Les rois ne touchent pas aux portes.

Ils ne connaissent pas ce bonheur : pousser devant soi avec douceur ou rudesse l’un de ces grands panneaux familiers, se retourner vers lui pour le remettre en place, – tenir dans ses bras une porte.

… Le bonheur d’empoigner au ventre par son nœud de porcelaine l’un de ces hauts obstacles d’une pièce ; ce corps à corps rapide par lequel un instant la marche retenue, l’œil s’ouvre et le corps tout entier s’accommode a son nouvel appartement.

D’une main amicale il la retient encore, avant de la repousser décidément et s’enclore, – e dont le déclic du ressort puissant mais bien huile agréablement l’assure».

4.

Se llama Aymé y es el señor feudal de Castel-Roussillon en El unicornio, novela del escritor argentino Manuel Mujica Lainez (1910-1984). Aymé es un hombre poderoso, así que nunca toca las puertas, pero en su caso también las traspasa, pues antes de que aparezca en una estancia, lo precede su vozarrón: le gusta anunciarse y que lo esperen, que se pongan de pie y se dobleguen multiplicando la adulación zalamera. La obra está ambientada en el siglo XII; hay algo de pervivencia medieval en que estas ceremonias, que guardan ya poco de lógico y mucho de símbolo o paradigma, persistan más allá del mundo de la ficción. Pero si las palabras las construyen es que hay una realidad, y entonces persistirán, persistirán, persistirán.

5.

No siempre se encuentran las palabras. No siempre decimos aquello que nos quema. A veces por la prohibición de los demás, pero muchas otras por nuestra propia censura. Qué pasa con la realidad cuando la cuentan idiomas desconocidos. Y en ese desconcierto, dónde quedamos nosotros, cada uno de nosotros, narradores de nuestras pequeñas vidas.

En el poema de Ida Vitale «Mes de mayo», escrito hacia mediados de 1970, y en un momento de profunda duda, leemos de la poeta que hay algo por encima de las cosas, de los seres que vienen y que van, de los sitios y de los fenómenos naturales, de las puertas de los palacios que nadie toca y de las puertas de los trenes donde se superponen las manos; un supralenguaje que funciona como ese resorte misterioso de la lluvia en un patio, y que en el ruido de su motor silencia las palabras:

Escribo, escribo, escribo
y no conduzco a nada, a nadie.
Las palabras se espantan de mí
como palomas, sordamente crepitan,
arraigan en su terrón oscuro,
se prevalecen con escrúpulo fino
del innegable escándalo:
por sobre la imprecisa escrita sombra
me importa más amarte.

El árbol de la libertad

1.
Es el año 1972 y Nixon acaba de aterrizar en Beijing. Recibe a la comitiva americana Mao y Chou En-Lai —primer ministro chino—. Chou En-Lai habla a Nixon de un árbol muy popular que nace de la noche a la mañana pero que muere joven, justo en el instante de florecer, cuando la gente de buen corazón lo adora como si fuera un ídolo. Su adoración es su final.

Nixon, pensando que se le plantea una adivinanza, afirma que el árbol del que habla Chou En-Lai es la cruz. Chou-En-Lai mueve la cabeza negativamente y es Mao quien se dirige al presidente americano y responde que se trata del árbol de la libertad. Mao añade que la revolución solo existe cuando ocurre joven dentro de cada uno y que, aunque uno puede salvar la revolución, la revolución nunca salva. Como si la libertad estuviera en la savia y en la juventud, pero quien la defiende lo hace con la sangre y con la muerte.

Este diálogo es parte del primer acto de la ópera Nixon in China (John Adams, 1987) y con libreto de Alice Goodman.

2.
El filósofo y humanista francés Edgar Morin cumplirá 103 años en 2023. Que a esa edad le preocupe el porvenir de un mundo del que se irá pronto no puede interpretarse sino como un gesto alto de libertad. De libertad sobre uno mismo y las proximidades de la muerte. De ellas dice Morin:

“Mientras estoy poseído por las fuerzas de la vida, de la participación, de la curiosidad y de la acción, el espectro de la muerte retrocede. Pero debo decir que hay momentos de vacío en que, bruscamente, se me aparece. Y me digo: ¿es esto? Es el destino, no solo de todos los seres vivos, sino de todo lo que hay en el mundo: incluso las estrellas mueren. A veces, claro, la idea de que mi yo desaparezca me da una sensación de vacío; siento la presencia de la nada. Pero no me obsesiona, son momentos. Estoy mucho más centrado en las fuerzas de la vida que me siguen animando”.

Esas fuerzas de la vida nacen de sentirse libre. Como si la libertad y la vida fueran un mismo camino. En la esfera política, la libertad también anima su pensamiento, que lo resume de esta forma:

“Me defino como un hombre de izquierdas. Pero desde mi ruptura en 1951 con el comunismo, soy independiente de cualquier partido y quiero seguir siéndolo. Ser de izquierdas significa tomar elementos de tres fuentes principales, y de una cuarta: del anarquismo, el individuo libre; del socialismo, una sociedad mejor; del comunismo, una hermandad humana. Estas tres nociones se han separado y opuesto y, para mí, estas tres nociones deben estar asociadas. La cuarta es la relación con la naturaleza que nos enseña la ecología”.

3.
Cuando era joven se popularizaron en España los libros de una colección titulada Elige tu propia aventura. El lector, al final de cada capítulo, debía tomar una decisión que le conducía a un capítulo u otro, y así hasta un final. A modo de escritura árabe, estos libros los acabámos leyendo desde atrás, buscando primero el desenlace favorito y, a continuación, las decisiones a tomar para alcanzarlo. La libertad residía en la elección de esa página última a la que ansiábamos llegar; las decisiones hasta ella venían impuestas.

Había algo de mitológico en estos libros. El héroe, convertido en lector, debía elegir libremente el final de su historia, la hazaña por la que sería después recordado y, tras su elección, retrocedía por un zigzag de bifurcaciones que le conduciría nuevamente a él; bifurcaciones que sabíamos que ocurrirían y frente a las que sabíamos también qué camino escoger.

En la vida, por pereza o por curiosidad o porque nos aburren los gestos heroicos, sabemos nuestro objetivo pero, en muchas ocasiones, tomamos otros senderos; como si la libertad también se definiera apartándose de su objetivo.

4.
Ojos azules, de la premio Nobel Tony Morrison, es una de las novelas que algunos desean retirar en Estados Unidos. Sí, estamos en 2023. 2023 después de Cristo. La censura es tan antigua como la propia imprenta. Quién sabe si la imprenta, en su propio nacimiento, no actuaba también como censor de discursos que, con su llegada, quedaban para siempre como no escritos.

Lo que desconocen o ignoran los censores es que lo prohibido estimula siempre la curiosidad. Que muchas veces, cuando deseas que alguien no haga algo, lo mejor es darle la libertad de hacerlo. Así que censurar a Tony Morrison es una buena razón para regresar a sus libros. Gracias.

5.
Leí Ojos azules frente a unos ojos azules. En París, como lectura obligatoria de filología inglesa. Estaba enamorado, del libro y de los ojos. ¿Era consciente de que, a cada línea del libro, a cada parpadeo de esos ojos, la lectura y el amor se agotaban? No lo sé; sí sé que, en la calle, quería ser la persona que era, la que se reflejaba en los escaparates y se veía llena de amor. Pero que, en ocasiones, quería cruzar la acera y cruzarla solo, porque deseaba estar solo. Que nadie me siguiera ni observara y que los ojos azules fueran letras en cursiva.

Comencé el libro en París y lo acabé en Madrid. En Madrid, algunos días, me sentía libre. Otros, lamentaba mi soledad. De un lado de la calle quería cruzar al otro. ¿No sería posible transitar la vida por bulevares? El tiempo me ha enseñado que sí. También he aprendido que la libertad es posible, que hay que cuidarla y que merece la pena, pero que da vértigo y puede hacer daño.

6.
Sir Henry Campbell-Bannerman fue primer ministro del Reino de 1905 a 1908, año que murió en la residencia oficial de 10 Downing Street. Campbell-Bannerman apoyaba la libertad del individuo tanto como los avances en legislación social. En el día de su entierro, su sucesor, el canciller H.H. Asquith, cerró su discurso recordándolo con estas líneas:

Cuán feliz ha nacido y se ha educado
aquel que a otra voluntad no sirve;
cuya armadura son sus honestos pensamientos,
y la verdad más simple su única certeza.

Tal hombre queda libre de vínculos serviles
o de esperanza de ascender, o de miedo a caer;
señor de sí mismo aunque no de tierras;
y que, sin tener nada, lo tiene todo.

El próximo verano

Relato ganador en la Tercera Edición del Premio de Relatos Cortos organizado por GMP

Vino envuelta en un chicle de melón. Al desenrollarla, se abrió la imagen de una vidente, su pelo eléctrico, un pañuelo púrpura rodeándolo, una bola de cristal en sus manos y la locura en su mirada. Hoy las olas salpican esa calcomanía que ayer pegué en tu tobillo. La espuma diluye los ojos de la vidente, que mira desde tu tobillo hacia mí, que te observo en la orilla, tú sentado, yo de pie, los dos bajo un cielo de luz y avionetas publicitarias. Qué aburrido es cuidar de un hermano pequeño. Y cuánto tardan en venir papá y mamá. Imagino que estarán con las maletas, porque hoy es mitad de mes y hay que dejar el apartamento. Vendrá otra familia cargada de toallas, de cubos de plástico y rastrillos. Giro la mirada y ninguno está en el balcón.

Pero en verdad no los veo porque papá, recién salimos mi hermano y yo hacia la playa, cerró la puerta e inició la discusión. Le costó decir la palabra divorcio, como si fuera de otro idioma. Mamá asintió con naturalidad: ella tampoco era feliz. Papá caminó por el salón, igual que un animal enjaulado. Mamá se tumbó en el sofá. Tardaron en salir al balcón pero lo hicieron juntos, como una familia real en crisis. Estaban convencidos de que su futuro era el de sus hijos, que jugaban en la arena. Desde la arena yo me giré, los vi por fin, agité la mano, y justo por el paseo marítimo, entre los apartamentos y la playa, me devolvió el saludo nuestro vecino alemán, un chico de nombre imposible y que hablaba algo de español.

Nos habíamos conocido en la piscina. Él jugaba muy bien al pimpón, al billar, a los recreativos, al fútbol y al minigolf. Allí, al terminar el último hoyo, cogió mi mano y subimos a la azotea. Te mostraré cómo hay que besar, dijo, me besó, y yo tardé en responderle: tú no me quieres enseñar, tú lo que quieres es besarme. Decepcionada por su mentira, me acerqué hasta el borde de la azotea del lado del mar, desde donde me hubiera podido ver justo en el lugar que estoy ahora, en la playa, devolviendo tonta su saludo.

Su padre era hispanista y hablaba un español perfecto. Al igual que mi padre, adoraba el ajedrez. De ahí que se pasaran las vacaciones bajo el mismo toldo, en una mesita del bar de los apartamentos, levantando las piezas tras extensas cavilaciones, desplazándolas con cuidado, como si fueran explosivos, y celebrando cada movimiento con un trago de cerveza. Volvían a cualquier hora del bar, aunque siempre tarde, siempre oliendo a alcohol y siempre provocando el malestar en acorde de dos apartamentos.

Yo volví la vista al mío, donde un gesto de mamá me indicó que regresáramos. Mi hermano recogió la pelota y el cubo. En el vestíbulo de los ascensores alcancé a mi amigo alemán. Le conté que esa tarde nos marchábamos. Se limitó a decirme adiós.

Algo había ocurrido en el apartamento. Papá guardaba un silencio hosco. Mamá me daba órdenes con impaciencia para, un instante después, pedirme disculpas. Tras almorzar bajé al salón de juegos, aunque debía volver en una hora, pues saldríamos después de la siesta.

Mi amigo alemán se acercó. Le sudaban las manos cuando me entregó de regalo un pequeño ajedrez portátil. Compartía la afición de su padre. Luego sacó un papel de su bolsillo. Había escrito unos versos pero le daba vergüenza mostrármelos allí, y prefería un lugar más íntimo, como por ejemplo la azotea. Qué listo, pensé mientras subíamos allí y donde, de pie, sobre un suelo que ardía, leí en voz baja los versos.

¡Sí!
¡No!
¿Quién te quiere?
¡Yo!
¿Sí?
¡No!

Me sorprendió mi hostilidad cuando afirmé que, aunque solo tenía catorce años, eran los peores versos que había leído en mi vida. Él se quedó sin palabras. Su silencio me recordó al de mi padre hoy. Se alejó de mí, regresó y dijo: copié los versos de un libro de Lorca que está leyendo mi padre, así que eres tú la que tiene mal gusto. Le respondí que era imposible que esos versos fueran de Lorca, que si me había mentido una vez podía mentirme dos, y en caso de que lo fueran, había elegido los peores versos que jamás escribió Lorca. Quería besarle pero mi cuerpo se levantó, dándole la espalda y soñando a la vez que se acercara. Escuché entonces la puerta de la azotea y las piezas del ajedrez se me escaparon de las manos, y cayeron blandas sobre las baldosas.

Nos reencontramos en mi apartamento, donde se despedían mis padres y los suyos. Su papá lamentó nuestra partida: habían sido unas vacaciones estupendas. Ellos regresarían a Alemania a final de mes, pero estaríamos en contacto: mi papá tenía su dirección en Alemania, para cuando quisiéramos visitarles, y también el correo electrónico de su hijo y de él, para jugar partidas de ajedrez a distancia. ¿Seguía el plan de coincidir las próximas vacaciones?, nos preguntó la madre de mi amigo, y mis padres, cogidos de la mano, respondieron que sí, que por supuesto que sí.

Durante el viaje estuve en silencio, triste y desorientada. El paisaje era monótono y no quería volver a la ciudad. Mi padre conducía y mi madre miraba al mar. Pregunté si en casa teníamos algún libro de Lorca. Mi padre respondió que no y mi madre que sí. Al tocar mi vestido, encontré en un bolsillo la figura de una torre. ¿Qué hacía allí? ¿Y qué hice yo en la azotea? Sobre la ventanilla, contra el paisaje, se reflejaba la vidente de la calcomanía de mi hermano. Con el dedo índice rocé su transparente bola de cristal. Pedí que el tiempo volara y que papá diera media vuelta, rumbo al próximo verano. Pero papá simplemente bajó las ventanillas, porque hacía bochorno. La bola de cristal desapareció y, a lo lejos, cargada de presente, la ciudad comenzó a anunciarse.

El deseo de una varita mágica

que encienda y apague el mundo, trayendo la luz de los que están y la sombra de los que no, y con esa varita, sin moverme de la cama, ¡pum!, mi habitación llena de personas, ¡tan llena que ya no cabe un día más!, y entonces sonreír, brindar, saber que existen los teatros, la infancia, una canción, y con la varita, por fin, ¡pum!, desaparecer, desaparecer lentamente, con tiempo para abrir y cerrar los párpados, para veros a todos y a continuación no, abrir y cerrar los párpados, veros y a continuación no, abrir y cerrar y a continuación no.

Arenas movedizas

El montoncito de arena que se está formando a mis pies. Alguien silba a lo lejos. Cerca, otro montoncito, pero de patatas. En la radio se encarecen las hipotecas. Sobre el fuego, un cucharón remueve aceite, cebolla, jengibre, pimiento y cilantro.

¿Y el azafrán?

Me estrangula una mano y pone mi mundo del revés. Ahora sí, ahora el azafrán, que asciende de la mano al caldero. El montoncito de arena construye tiempo bajo mi cabeza. Las patatas se incorporan al fuego mientras que el montoncito de arena descansa, por fin, en la base de este reloj.

El ruido de los árboles al caer (un elogio a la atención)

I
Si en  un bosque cae un árbol pero nadie lo escucha, ¿hace ruido? Esta pregunta, formulada por Berkeley en 1710, no sólo cuestiona la realidad —su observación y conocimiento—, sino que plantea la posibilidad de una realidad no percibida: miles de árboles que caen sin que nadie los escuche, y que sin embargo existen.

II
Hay árboles que intentan huir de su soledad. Se acercan unos a otros siguiendo el curso de los ríos, o las faldas de una montaña, o los pliegues amplios de un valle. En su hermanamiento hay una ética de la supervivencia, porque juntos aspiran a existir y ser percibidos.

Es viernes 5 de noviembre de 1926 en el Palau de la Música Catalana. En el programa de mano del Concerto para clave, su autor, Manuel de Falla, escribe:

«Por convicción y por temperamento soy opuesto al arte que pudiéramos llamar egoísta. Hay que trabajar para los demás: simplemente, sin vanas y orgullosas intenciones. Sólo así puede el Arte cumplir su noble y bella misión social».

Termina el concierto y la noche y el frío recorren las calles. Los árboles, a su manera, se abrigan formando una confusión de ramas.

III
Hay árboles que caen solitarios porque no pueden caer de otra manera. Árboles, pero también personas o proyectos —si es que no son lo mismo—, que se apartan del mundo, porque ellos sustituyen al mundo, porque ellos lo crean y después ellos viven y después ellos mueren y, como toda muerte, lo hacen en soledad.

James Joyce exigía del lector, a propósito de su novela Finnegans Wake (1939), un compromiso tan arduo como lo fue el de su escritura. Afirmaba que en su libro residía el inicio y el fin del mundo, construido mediante un puente largo y caótico donde sonaban dieciocho lenguas simultáneas. Al lector que acepta el desafío, la novela lo aturde y lleva desde una orilla de caos a otra orilla de caos, que es la inicial. Se concluye  que el yo es incapaz de comunicarse, porque la realidad es ilegible, y sólo cabe la muerte de ese yo como salida de una sociedad que, precisamente, se fundamenta en la comunicación.

IV
Hay árboles que no quieren serlo. Desearían convertirse en humanos, y así nos lo narra el maestro Pablo Pérez desde el Teatro Monumental de Madrid cuando, apagadas las luces, se gira hacia el público y, con oratoria de teatro griego, declama estas palabras:

«Cuando Zaratustra tenía treinta años abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo. Pero al fin su corazón se transformó, y una mañana, levantándose con la aurora, se colocó delante del sol y le habló así:

¡Gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas! Durante diez años has venido subiendo hasta mi caverna: sin mí, mi águila y mi serpiente te habrías hartado de tu luz y de este camino. Pero nosotros te aguardábamos cada mañana, te liberábamos de tu sobreabundancia y te bendecíamos por ello. ¡Mira! Estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo necesidad de manos que se extiendan. Me gustaría regalar y repartir hasta que los sabios entre los hombres hayan vuelto a regocijarse con su locura, y los pobres, con su riqueza. Para ello tengo que bajar a la profundidad como haces tú al atardecer, cuando traspones el mar llevando luz incluso al submundo, ¡astro inmensamente rico! Yo, lo mismo que tú, tengo que hundirme en mi ocaso, como dicen los hombres a quienes quiero bajar. ¡Bendíceme, pues, ojo tranquilo, capaz de mirar sin envidia incluso una felicidad demasiado grande! ¡Bendice la copa que quiere desbordarse para que de ella fluya el agua de oro llevando a todas partes el resplandor de tus delicias! ¡Mira! Esta copa quiere vaciarse de nuevo, y Zaratustra quiere volver a hacerse hombre.

Así comenzó el ocaso de Zaratustra… ».

Y así comenzó, al volverse hacia los músicos, la obra de Strauss, que es también la de todos los árboles, personas o trayectos que, un día, se descubren extraños de sí mismos.

V
Hay árboles tristes cuyas ramas aguardan actos suicidas. Esos árboles, en ocasiones, alzan sus brazos, deshacen la soga y se mantienen rígidos, sin caer, sin agitar sus ramas, sin traslucir el abatimiento callado que los domina.

En la ciudad alemana de Heiligenstadt, un miércoles del mes de octubre de 1802, Beethoven escribe una carta despidiéndose del mundo. Deja tres huecos vacíos donde debía informar del nombre de su hermano Johann: Beethoven detesta escribir aquello que le duele. Para Beethoven, igual que para Joyce, la vida consiste en comunicarse con los otros. Pero Beethoven ya es sordo y se lamenta  porque no puede escuchar el sonido de una flauta, el canto de un pastor. Su salvación, que también es la nuestra, pasa por el arte, y en la misma carta —que nunca llegó a enviar, y que siempre guardó como una suerte de talismán—, concluye:

«Es sólo el arte lo que me salvó. No era posible dejar el mundo sin dar antes lo que sentía germinar en mí, y así que he prolongado esta vida miserable, verdaderamente miserable, con un cuerpo tan sensible al que todo cambio un poco brusco puede hacer pasar del mejor al peor estado de salud. Paciencia, es todo lo que me debe guiar ahora, y así lo hago».

VI
Hay árboles solitarios, hay árboles sociales, hay árboles solitarios que buscan ser sociales y hay árboles sociales que buscan ser solitarios; hay también árboles que no querrían serlo y hay árboles tristes pero cuyas ramas son fuertes, más fuertes que su propia tristeza, y resisten la tentación de venirse abajo.

Todos los árboles hacen ruido al caer cuando nosotros, también árboles, atendemos a su sonido.

Proeza impuntual

Silencio o palabra: palabra.

Palabra.
Hoy palabra.
Palabra y mecha a este fuego
que se apaga al hablar,
y en silencio te observa,
Caronte de viernes tarde,
que muerdes mis uñas
y remas tu regreso
a un mundo de estanterías,
de viajes con papiroflexia
y una estudiante que bosteza en el salón.

Silencio o mirada: mirada.

Mirada.
Hoy mirada.
Mirada que me guía por
una escalera que sube hasta ti,
que continuas abajo.
¿Escuchas este fuego,
bibliotecaria en manos de los libros?

Silencio o palabra: palabra.
Hoy palabra.
Palabra pero de dragón
que incendia al hablar su voluntad.

Adiós, adiós fuego y adiós viernes.
Malavenidos
zaguán, acera, hormigón, rejilla, acera, túnel,
noche, jardín, hormigón, puerta, ascensor, puerta.

Silencio o palabra: ¿palabra?

Mano adormecida (versión 2023)


Mano adormecida sobre hoja de cuaderno:
última reunión.

Noche intermitente y un garaje que bosteza.
En el retrovisor, un lunar.

Por el pasillo avanza
una familia en zapatillas.
Entre silencio y verduras
el padre quiere ser niño,
la madre quiere ser niño,
y el niño que lo dejen ser niño.

Si los afectos hablaran
el mundo sería un jardín de infancia.
Pero es un televisor quien habla
a una mano adormecida donde se aburre un pulgar,
y dice
que el gol no debió ocurrir,
que la suerte tocó en otra puerta,
que es variable la nubosidad y está usted,
sí, usted, nominado.

Mano adormecida que pulsa un botón:
duermevela electrónica.

Desde habitaciones contiguas
inician vuelo tres cohetes
hacia regiones remotas.

Mano adormecida que acaricia con desánimo,
mano adormecida que no sabe hablar,
mano adormecida que apaga esta luz.

La justicia de los Reyes Magos

—¡Han llegado los Reyes!
        La voz de un niño cruza la pared. Doy un golpe a la mesilla y otro al despertador: son las nueve y diecinueve de la mañana, vaticinio de un día capicúa.
        ¿Tendré algún regalo? Se pone en pie mi inocencia. En la cocina todo sigue igual: la cafetera, el exprimidor, las sartenes sin fregar. Interrumpo el runrún del frigorífico: los tomates, el queso, algunos yogures. Allí tampoco hay novedad, porque la novedad me aguarda en el salón: los Reyes se han llevado el televisor sin dejar nada a cambio.
        No está lejos la comisaría. De camino, sobre la acera, sorteo cajas de embalaje que guardaron perfumes, casas de muñecas, vinos y videoconsolas.
—Vengo a presentar una denuncia.
—¿Los Reyes Magos, verdad? Lo de estas Navidades no tiene nombre.
        Agitando el cascabel de unas llaves, el policía me ordena que lo siga. Caminamos hasta el final de un pasillo. El policía se detiene ante una puerta, la abre y  pulsa un interruptor. Tiembla dentro un fluorescente que ilumina, a ráfagas, el caos de una chamarilería: hay televisores y radios, rebujos de papel y ropa, mesas camillas, una pierna ortopédica, botes de pintura, una guitarra sin cuerdas, la mascota de la Expo 1992, un aparato para hacer abdominales. Me parece escuchar el ladrido de un perro.
        El policía se muerde las uñas, suspira y dice:
—Son objetos decomisados a los Reyes. Se encuentran bajo depósito judicial mientras la investigación siga abierta. Y seguirá abierta mucho tiempo. Es difícil detener a tres tipos que aparecen una vez al año, apenas durante unas horas, y que, cuando están a punto de ser descubiertos, allanando una morada o saliendo de ella, entran en otra con facilidad. Y al día siguiente, si te he visto no me acuerdo. ¿Qué demonios hacen el resto del año? ¿Dónde tienen su residencia? ¿En Babilonia? Ni domino la geografía ni tampoco el derecho, pero imagino lo complicado de su extracción a España.
—Querrá decir extradición.
—Usted me entiende.
        Descuidando los límites de su trabajo, o queriendo quizás descuidarlos, el policía pregunta:
—¿Se encuentra bien? Parece cansado.
—No, no estoy bien. Todo esto es un disparate.
—¿Un disparate? ¡Claro que es un disparate! La historia de los Reyes Magos es un disparate. Un cuento sin lógica. Un cuento sin lógica pero que esconde, curiosamente, una teoría de vasos comunicantes: para que unos tengan, otros tienen que ceder, por las buenas o por las malas; y entre unos y otros estamos los policías, unos parias tratando de evitar los expolios. Ay, qué cruz. Luchamos contra un robo mayúsculo, cíclico, universal y socialmente bien aceptado. Si pudiéramos sacar la porra con más libertad, y repartir justicia como es debido, ¡vaya regalo más mono que les íbamos a hacer! Todo, todo es un disparate. ¡Y para colmo escucho hoy, en la radio, que están enterrados en Alemania, donde ni siquiera los celebran! —y el policía niega con la cabeza y luego apaga la luz.
        De vuelta a casa, escuchando también la radio, un hombre cuenta que, cuando era niño, pidió a los Reyes Magos un Scalextric. Quería el modelo «Persecución Americana», que consistía en un coche de policía, de color azul, otro morado, que era el de los fugitivos, y una pieza esencial: el cruce de pistas. El día de Reyes, y tras pasar la noche sin dormir, el niño saltó de la cama. En el salón, junto al árbol de Navidad, rasgó un celofán, luego otro y, por fin, apareció la caja de un Scalextric. ¡Era lo que había pedido! La fotografía exterior mostraba dos rectas unidas por dos curvas, pero sin ningún cruce. ¡Eso no era lo que había pedido! Recuerda el hombre al niño que fue, y que ese niño miró con tristeza a su padre. Recuerda que el padre le pidió que abriera la caja. El niño obedeció e, inexplicablemente, se encontró con la ficha de cruce de pistas. Corrió hacia su padre y sintió que, al abrazarlo, era el niño más feliz del barrio, como también lo era recordando ahora, en la radio, esta historia. Tardó mucho tiempo en unir la presencia de esa ficha, alojada en un modelo que no era el suyo, con la ausencia de la misma en el Scalextric de su vecino Manuel, cuya caja sí era la de «Persecución Americana». ¿Qué ocurrió? Papá había tenido problemas con algunos vecinos, historias en los garajes, el trastero. Nunca preguntó a su padre sobre ello, sobre ello y sobre otras cosas, quizás porque no quería saber la respuesta, o tal vez porque la sabía muy bien.
        Apagué la radio, dejé el teléfono en su base de carga. Debía de ser muy tarde cuando me dormí. El grito de un niño me despertó. Eran las nueve y diecinueve de la mañana. Arrastré mi cansancio hasta la cocina, preparé un café, encendí el móvil, tenía un mensaje de texto: «Soy Mario de Tecnovisión. La imagen ya no se tuerce. Ha habido que cambiar la placa base principal. Mañana estamos abiertos, por si quiere recoger su televisor. Feliz día de Reyes».
        Me senté en el sofá. El café ardía y un rayo de sol cruzaba el salón. Pensé en ese niño que nunca tuvo su ficha de cruce de pistas; en alguien que no encontró su regalo al despertar. Hubiera querido devolver la ficha al vecino que la soñó. ¿Habría alguna en el cuarto policial de bienes decomisados? Para saberlo, hubiera tenido que preguntar a mi padre, pero eso ya no era posible. La otra opción, la única opción, era seguir creyendo en la justicia de los Reyes Magos.

Gracias a mi amigo Manu por esta foto tan apropiada para acompañar mi texto. Fue hecha en Marruecos en los primeros días de enero de 2023.

La alegría

En el Auditorio de Música de Madrid, escuchando la Novena de Beethoven, me dio por acercar la mirada hacia el atril de una flauta, con esa curiosidad, o quizás osadía, de quien pretende leer una partitura que, ya de lejos, se adivina como un bosque de obstáculos, de silencios y de fusas, de páginas que esperan, con la esquinita inferior doblada, su fugacidad, y al detener la mirada frente a la partitura que, zas, la traspasé, encontrándome por sorpresa en un sitio nuevo, aunque el fenómeno no lo era, porque esa misma partitura, abierta en otros tantos atriles, escenarios, salas de concierto y épocas, operaba desde siempre el prodigio de su trascendencia.

Y así que, tras la partitura, vi calles de adoquines, faroles de gas, calesas llegando tarde a palacios con sus ventanas iluminadas. Vi chimeneas donde siempre arde la palabra no, vi salones de baile y desde sus paredes me miraron, con rigidez, reyes y astrónomos. Vi y escuché cubiletes en los que tintineaba la pobreza, y esos mismos cubiletes, tumbados entre jarras de alcohol, repartieron duelos y fortunas, y por supuesto que vi la noche, siempre la noche, su garganta de niebla y un cuchillo paciente dentro de un pantalón, y también vi o imaginé —es lo mismo— un estruendo alegre, y es que la partitura hacía eclipse en el atril, y la mirada pestañeó de vuelta a un mundo de abrigos arrebujados, de toses y de vítores, de teléfonos que despiertan, de gente que se pone en pie y camina con lentitud, como azorados, como si la experiencia les hubiera dejado sin ganas de nada, incluso de salir de allí, y de coches y autobuses que deshacen lo que fue una efímera hermandad.

La Novena sinfonía es el latido de la Tierra; un latido que funciona con la misma regularidad que el giro de las estaciones y los cultivos y las mareas. Su música reside en nosotros, pero solo se la escucha si prestamos atención. Entonces nos levanta de esa carrera de relevos llamada humanidad y, con los pies suspendidos, observamos la inmensidad del paisaje y del tiempo, y en sus coordenadas, allá abajo, nosotros, infinitesimalmente nosotros. Frente al hechizo de esta música pierden importancia los finales de mes, las tareas pendientes y los análisis médicos, porque lo que vemos desde lo alto es un espacio luminoso, solidario y colectivo donde resuena, con la fuerza de una fanfarria, esa música que expande alegría.

Qué hará tu muerte en nosotros

Pensé en Javier Marías la mañana de un domingo en el que, al llegar la tarde, supe de su muerte. Yo esperaba mi tren a Madrid en la estación de Málaga y, por hacer tiempo, compré El País, abrí la revista y, como de costumbre, busqué su artículo en la última página donde ya llevaba escritos, como luego supe, más de novecientos, y me extrañó tropezarme con Rosa Montero, porque era 11 de septiembre y el resto de firmas ya habían regresado de sus vacaciones. Un mes antes, hacia mediados de agosto, la familia del escritor había anunciado que padecía una afección pulmonar de la que se recuperaba, y al leer entonces esa noticia sentí el alivio inesperado de una enfermedad que desconocía pero, a la vez, lo irreal de la idea de una  familia asociada al escritor, quien decidió una forma de vida —o al menos así lo creía yo— basada en una lealtad solitaria, tal vez romántica pero decididamente firme, hacia la literatura, ello para beneficio de sus lectores y, posiblemente, detrimento de esa familia que yo desconocía y que, en medio de una enfermedad, sorpresivamente se anunciaba.

Pienso ahora que rememorar a una persona viva cuando no lo está es una idea próxima a Marías, cuya escritura exploró la frontera entre personajes vivos y muertos, los espacios a los que llega la palabra —y por lo tanto la memoria— y los que no, y de esa cicatriz entre la voz y el silencio, entre la verdad y la fabulación —y dentro de la verdad, entre sus muchos matices—, que su literatura nos fascinó por esos personajes nebulosos, melancólicos o coléricos y siempre cosmopolitas —intérpretes, profesores universitarios con perfil de espías, negros literarios, incluso fantasmas—, todos en búsqueda de una voz, pero lo que de verdad pensé al llegar a Madrid, abrir la puerta de casa y saber de su fallecimiento, fue en una casualidad que a él seguramente le hubiera gustado, y es que en mi anterior visita a Málaga, nueve años antes, yo llevaba como lectura su Fiebre y lanza, publicada en 2002 —veinte años antes de su muerte—, en una edición barata de bolsillo cuyo tesoro era —es, será— una dedicatoria que escribió en la Feria del Libro de Madrid —posiblemente de ese mismo 2002—, tras hablar largamente de Juan Benet, de quien él fue amigo y valedor póstumo, y de quien yo le recordé una frase —y no sé por qué lo hice— donde Benet afirmaba que, si la herencia de Proust era la del lector, la de Faulkner era la del escritor —y en verdad Faulkner fue una influencia que siempre existió en el estilo de Benet, de Marías y de cualquier apasionado por la escritura—, y tras mi frase Marías guardó silencio, quedó su cigarrillo absorto, muy cerca de sus labios, yo me giré con temor a que, a mi espalda, se hubiera formado cola —estaba solo—, y volviendo hacia él, observé caspa sobre su chaqueta, advertí también que era zurdo y que esa mano, por fin, se ponía en movimiento, tumbaba la pluma y, con caligrafía de colegial, escribía de forma aplicada: Para Daniel, sin lanza y con la fiebre justa. Saludos benetianos.

No le conté de mi confusión al terminar Cuando fui mortal, colección de cuentos del año 1996 —cuando él tenía cuarenta y cinco y yo dieciocho, edad a la que él publicó su primera novela—, ni que tal desconcierto, en vez de alejarme de su obra, fue más bien un desafío que me invitó a seguir leyéndolo, buscando comprender esa voz digresiva, enigmática, llena de matices, nunca tediosa y siempre despierta, que te urgía a continuar, y así lo hice durante toda su vida, y así descubrí que, como todos los grandes escritores, la obra de Marías reiteraba una obsesión única y fundamental, en su caso la del puro acto narrativo, sus  enfoques y sus límites, sus resonancias, sus voces y ausencias, y que al lector le dejaban no solo la sensación privilegiada del goce narrativo, sino también el alivio cómplice de conocer secretos que, al igual que muchos de sus personajes, hubiera preferido ignorar.

Y por supuesto que no le conté ni le podré contar nunca que, veinte años después, cuando todos los periódicos lo recordaban con aprecio póstumo, me acerqué de noche a la Plaza de la Villa de Madrid, y que subí la mirada a ese balcón que me gustaba ver iluminado, imaginándolo con su cigarrillo mientras leía una novela, o quizás frente a la máquina de escribir, trabajando en alguno de esos artículos en los que mostraba una faceta más áspera, menos pulida, que en su ficción, o tal vez deambulando junto a su larga colección de libros y de películas y de fotografías y de soldaditos de plomo, celebrando el orden y la importancia que siempre otorgó a los objetos como portadores de la memoria, y pensé, en fin, lo extraño de marcharse alguien que siempre estuvo ahí —en la última página de una revista, en un programa de radio o televisión, en mi memoria lectora y en el goce perpetuo, adelantado, por el alumbramiento de un nuevo libro—, y a continuación concluí que no había nada de extraño en ello, pues lo normal es que los afectos y las personas entren y salgan de nuestras vidas, que el mundo se llene de ausencias y, con suerte, lo alumbren nuevas luces, pero en ese momento, con la noche pegada a la plaza, confirmé que mi forma de ver la vida —y por lo tanto de escribir— había sido a la estela de un escritor a quien ya solo cabría regresar, y con el miedo de haber agotado un itinerario, desconociendo aún qué haría su muerte en mí, que estuve un rato inmóvil en la plaza, con las campanas tañendo en algún campanario y yo mirando hacia su balcón sin luz.

Rintintín

Es una tragedia; una tragedia para mí, se lo aseguro. Puede que no me comprendan. O que piensen lo contrario: que la tragedia es la de los otros, aquellos que abren cautelosos la mochila que yo inspeccioné. ¿Cómo les digo que perdí mi olfato si, además, cada vez que acaba bien una misión, me regalan galletas de perro?

Sobre ruinas

Las ciudades en ruinas son siempre la misma. Reducidas a escombros, no hay nada en ellas que las diferencie. O quizás sí. Quizás se diferencian por algunos objetos: un piano necesitado de ortodoncia, como salido de un túnel del terror, o las fauces de una maleta usada, o tal vez el brazo azul, aún erguido, de un peluche pidiendo ayuda. Son elementos que activan una mirada y, a continuación, la memoria de una propiedad que ocurrió, o lo contrario, de una propiedad ausente pero que, a la vez, fue de todos, la propiedad de un espacio y un tiempo compartidos, y que al hombre que allí mira, que allí mira y recuerda, le ratifican que vivió en esa ciudad que hoy, literalmente, no existe, y que hoy, literalmente, pisa. Esa sensación de compañía y a la vez soledad, de propiedad y de ausencia, de un pasado áspero, un futuro incierto y una destrucción presente, fue cantada por Sarajlic en su poema Sarajevo:

Esta ciudad en donde, a decir verdad,
no siempre he tenido mucha suerte
pero donde cada cosa es mía y donde siempre puedo
amaros a cada uno de vosotros
y deciros que estoy desesperadamente solo.

Cómo será volver a un lugar destruido. Intuir lo que fue y estimar el esfuerzo doloroso de una reconstrucción. Caída y ascenso, caída y ascenso, caída y ascenso. ¿Será que las ciudades deben caer para después levantarse? ¿Reordenan las ciudades una destrucción anterior? Y si es así, ¿es posible combinar las ruinas y volver a la situación inicial? La validez de una réplica, de ese conjunto nuevamente ordenado de restos, fue planteada por el arqueólogo británico Bill Finlayson. En el debate sobre la recuperación del Arco del Triunfo de la ciudad siria de Palmira, Finlayson se preguntaba si, asumiendo que podamos volver a la autenticidad del original, no estamos sino abriendo la posibilidad de una destrucción que, después, será restituida.

¿Y de qué destrucción hablamos? En My city of Ruins (Mi ciudad en ruinas), Bruce Springsteen canta a una iglesia sin fieles donde suena un órgano; las calles están vacías y la respuesta a la soledad está en la fe, como así repite en el cierre de la canción. ¿De qué ruinas habla Springsteen? La ciudad que él describe no parece bombardeada. ¿Habla de ruinas exteriores, y por lo tanto visibles, o más bien de un desmoronamiento interior? Unas y otras provocan el mismos efecto: la contemplación de algo que ha desaparecido; la certeza dolorosa de que volver es imposible, y de que las ruinas han borrado el camino, y de que no sabemos cómo avanzar.

Pero se avanza, siempre se avanza; las ruinas se reordenan y se levantan para que, sobre ellas, sucedan futuros derrumbamientos. Las ruinas se parecen a esas hojitas tenaces que brotan en los intersticios de las piedras, o en las juntas que dejan las baldosas. Por esa convicción de salir adelante que Blas de Otero cerraba su poema Todo con este verso: “Gracias por morir; Gracias por perdurar”. Y por eso que Izet Sarajlic, ante la advertencia próxima de la muerte en Sarajevo, y aun consumido por la tristeza, quiere encontrar un refugio, el de una calle pequeña, simple, cotidiana. De esa búsqueda nos habla en su poema Una calle para mi nombre. Una calle sin aspavientos y que funciona como un refugio a la desgracia; una calle como un búnker, y en la cual no se edifican elevados proyectos que, antes o después, serán ruina, y terminarán derrumbados. Quizás, quizás todos vivamos en ciudades en ruinas. Pero entre los escombros la vida continua, siempre continua, y siempre hay un motivo para que suenen los pianos, para que viajen las maletas, para que nos abracen los peluches, para que, entre las baldosas, asome la vida.

Paseo por la ciudad de nuestra juventud
y busco una calle para mi nombre.
Las calles grandes, ruidosas,
se las dejo a los grandes de la historia.
¿Qué hacía yo mientras se hacía la historia?
Simplemente te amaba.
Busco una calle pequeña, simple, cotidiana,
a través de la cual, sin llamar la atención de nadie,
podamos pasear incluso después de la muerte.
No es importante que tenga un paisaje hermoso,
tampoco que haya pájaros.
Lo importante es que en ella puedan tener refugio
cualquier hombre o perro en peligro.
Sería hermoso que estuviera empedrada,
pero tampoco esto es imprescindible.
Lo más importante es que
en la calle que lleve mi nombre
no le suceda nunca a nadie una desgracia.

El poeta aspira a que el amor trascienda su tiempo en la ciudad, quién sabe si porque anticipa el vacío que será en sus calles. Sobre ciudades vacías y la durabilidad del amor afirma Fernández Mallo que «las parejas levantan ciudades de materia y afectos, costumbres y ritos únicos e irrepetibles; un lenguaje propio. La peculiaridad de ese universo creado entre los dos es que no se destruye si la pareja se rompe, sencillamente pasa a un estado de ciudad abandonada, ruina que en algún lugar ha de continuar su curso». Uno mismo, desaparecido el afecto, se siente extraño de la ciudad donde amó. El antiguo amante es una ruina y habita un lugar en ruinas, porque la mirada, siempre la mirada, construye la realidad. Quizás que nuestra pertenencia a un territorio no venga entonces por la biología de un azar, ni tampoco por esa persistencia de los calendarios llamada raíz, sino por una comunión más profunda y sentimental, una comunión que se apoya en el acto de construir, por medio del sentimiento, ese espacio donde uno escribe la vida con su propio lenguaje, el lenguaje de los afectos, las costumbres y los ritos —como señala Fernández Mallo— y que, como cualquier escritura, desembocará en un punto final, un muro en ruinas donde otros seguirán escribiendo, amando, escribiendo, amando, escribiendo, amando.

Fotografía: https://www.istockphoto.com/es/foto/antigua-court-jard%C3%ADn-gm92224755-7069743
Poemas extraídos de Sarajevo, de Icez Sarajlic. Traducción de Fernando Valverde y Sinan Gudzevic. http://valparaisoediciones.es/tienda/poesia/36–sarajevo.html

En tierra

Sobre el mundo ellos no comprenden nada,
y eso que al mundo un tiempo lo elevaron,
los aeropuertos, que planearon
discretas fugas con vuelta cerrada.

Hoy sus hangares palcos de un teatro
sin función; hoy sus puestos de bebidas
no tienen sed; hoy maletas perdidas
giran en solitario anfiteatro.

Parpadea en el aire nuestra ausencia,
y en tierra un collar de taxis se abrazan
a las vidas que van en conferencia.

Me pregunta el reloj por qué no viajo;
responde un rumor raro de impaciencia,
y este vértigo de habitar abajo.

Mil y una historias (escrito por Miguel Gil)

Hoy he conocido a un mujer sorprendente. Ha sido en un gran centro comercial. No voy a dar su nombre, (el del centro, no el de la mujer), porque no me gusta nada hacer propaganda gratuita. Yo llevaba tiempo entretenido en la sección de libros y discos. Se ha acercado a mí disimuladamente y antes de que me pudiera dar cuenta me ha cogido de la mano. No puedo negar que he sentido un pequeño sobresalto.  Para tranquilizarme me ha mirado a los ojos, como leyendo mis pensamientos, y ha dibujado una levísima sonrisa. Ha susurrado algo que no he llegado a entender. Sin soltarme ha seguido mirando stands y tras coger un par de discos se ha dirigido a caja. Yo la he seguido, disimulando normalidad, como si fuera su pareja habitual, pero por mi cabeza pasaban a la velocidad de la luz mil historias.

Hemos salido a la calle y he sentido la necesidad de decir algo. No sé…”¿Eres de aquí?”… «¿Vives lejos?»…  Pero al punto de hablar he sentido que su mano apretaba con fuerza la mía y me ha sido imposible despegar los labios.

De pronto se ha sentado en un banco del parque y me ha abierto su corazón. Yo no podía resistirme a abrirle el mío. Con el corazón se me ha desatado la lengua y he comenzado a contarle esas mil historias que, como os decía, se me pasaban por la cabeza. Ella me miraba embelesada y eso me daba alas para seguir hablando sin parar como en una nueva versión de Las Mil y una noches… «Siempre hablas demasiado”, me tienen dicho mis amigos, que conocen mejor a las mujeres. Y debe ser cierto, porque después de una semana de un maravilloso idilio en el que no he podido parar de contarle historias hoy la he visto llegar a casa con un nuevo libro de la mano mientras yo la espero inútilmente, callado ya, en un hueco de su estantería.

Photo by Boudewijn Huysmans on Unsplash

Gracias a Miguel Gil Casado por enviarme este fantástico relato y permitirme publicarlo en el blog. ¡Que sigan llegando más!

Cuerpos que nunca llegamos a abrazar

Hoy quería contarte algo dulce,
una historia que empieza cuando tomé un autobús
y me pasé de parada,
era un lunes, las diez y cuarto,
no tenía dinero ni móvil ni ganas de volver,
(¿qué año sería?, ¿tal vez 1998?).
Había un cementerio de vehículos,
había unas ovejas tristes
y una casa
a cuya puerta llamó mi curiosidad.
Me abrió una mujer que vio adolescencia
y respondió una voz que no supo ver.
Me hizo pasar,
me invitó a leche (no), agua (no), cerveza (no),
(eran las diez y veinte, las diez y veinte de la mañana),
y de pronto en un sofá me asediaron
desde la estantería
dos niños y
tres nietos y
un marido que sonrió, ¿sonrió cuándo?,
ah, en 1993, sí,
ah, en Disneyland París, sí,
y sí,
sí sé que olía a gato y abandono,
sé que su mano se acercó al pantalón,
sé que pensé pero no sé lo que pensé,
pero sé que dejé de ver las fotografías,
y sé que hice algo
que no debía (aunque lo deseaba)
y también que hice algo
que no quería (aunque lo deseaba)
y cuando bajó una cremallera
yo me levanté,
ella se recompuso y dijo que
bajandolacallealaderechaestálaplazayallípasaelautobúsdevuelta,
y toma,
tomaestasdoscientaspesetasparaelbilletedeautobús,
ella sin aire y yo el aire de la distancia,
y entonces supe
que toda la vida lamentaría esta oportunidad,
que en los bares y las noches y las almohadas
convertiría su recuerdo en equivocación,
mi equivocación,
que hay un arte del extravío
y está hecho de arcilla, porque es único,
que no es fácil tocar la puerta justa
en el momento exacto y
que los bolsillos de la juventud
están llenos de posibilidad
y así quedarán,
pero entonces tenía doscientas pesetas,
volví a la ciudad,
me olvidé de la mujer
y en Méndez Álvaro mastiqué su recuerdo
con una palmera de chocolate
(¿puedes creer que esa pastelería sigue abierta?),
y desde entonces, cada vez que estoy así, raro,
sin saber dónde ir o volver,
pienso en subirme a un autobús
y no bajarme a tiempo,
pero siempre antes veo una pastelería,
compro una palmera
y me masturbo de pasado:
¿ves cómo era una historia dulce?

Pájaros de sombra

En su libro Pájaros de sombra, Andrea Coete resume la obra poética de diecisiete escritoras colombianas, nacidas entre 1964 y 1989 y con, al menos, dos libros publicados hasta 2019, año de edición de esta antología.

Clandestinidad, ruptura, desobediencia y desesperación son actitudes ante el hecho poético que, según Coete, destacan en el trabajo de las mujeres. Esas actitudes justifican que su antología se centre en voces femeninas. Quiero pensar, sin embargo, que esas actitudes son hondas en cualquier producción poética, y que no pesan diferentes en un género u otro; la historia del fenómeno poético ha avanzado en clandestinidad, ruptura, desobediencia y desesperación con su tradición misma. Cada poeta ha hecho de lo anterior su magisterio, y ha emprendido un camino singular durante su madurez, un camino andado por tramos de clandestinidad y desesperación, a veces dominado por la ruptura y a veces por la desobediencia a la norma, y a veces su revolución ha consistido en volver al punto inicial. Aunque me cueste comprender el criterio que rige esta antología, no así me sucede con su contenido y estructura: existe una unidad temática y formal que atraviesa las diecisiete voces, una voz homogénea que nos haría pensar que esos temas y formas muestran, sí, una orientación más femenina que masculina. Pero incluso esta afirmación se me antoja imprecisa, necesitando de una antología alternativa, construida por diecisiete escritores colombianos, y realizada bajo una idéntica lupa estética, para validar así mi afirmación y concluir, quién sabe, que la pluma masculina y femenina se conducen por cauces distintos; el absurdo de esta antología paralela es también la incomprensión del criterio que rige esta. E incluso cabría preguntarse si estas diecisiete voces femeninas representarían la homogeneidad de una voz femenina que, en verdad, no lo es; si la selección viene del fondo o, por el contrario, es un criterio editorial. En resumen, se me antojan demasiadas las preguntas y no muy claros los presupuestos que gobiernan este trabajo.

Virginia Woolf defendía que la mente andrógina era la más fértil para la creación. La mente de una «mujer con algo de hombre» o de un «hombre con algo de mujer» era una mente completa, que hacía del hecho creador un ejercicio imparcial no condenado a morir. Woolf consideraba funesto que una mujer hablara «conscientemente como una mujer», y lo mismo podría decirse del hombre. Leyendo esta antología uno concluye que, un siglo después, no se ha cumplido la tesis de Woolf, porque hay una serie de actitudes que basculan el equilibrio o mezcla hacia un lado u otro. Pero tal vez estas voces femeninas —y posiblemente Woolf me hubiera dado la razón, porque sostenía que hay que escribir sin pensar en el sexo— se hubieran beneficiado de tener, a su lado, el contrapeso de las masculinas, para así detectar que, efectivamente, hay unas actitudes que dominan en una mente frente a la otra.

Quiero pensar, como solución a la duda creada, que esta antología obedece a una restitución de naturaleza histórica. Que la voz poética ha sido siempre minoritaria nadie lo duda, ni tampoco que, en ese largo susurro que es la poesía, hayan existido distintos grados de silencio y represión, y que ese silencio y represión siempre han sido de una voz, y siempre la voz femenina. Y en esa mirada diacrónica a la historia poética, que es una historia donde la mujer no ha existido, es donde encajo el motivo de esta antología, e iniciativas valiosas como la de Vaso Roto cubren, revelan, señalan, primordialmente, una vergüenza histórica: que la mujer ha sido históricamente, históricamente, históricamente, silenciada. Estos poemas aquí reunidos son una explosión cargada de presente, con creadores vivos, presentes, y si uno busca entender el motivo de su filtro de género no encuentro mejor explicación que ese deseo de judicializar, vicariamente, el pasado. Una suerte de sororidad que, precisamente hoy, no debería entender de género. Y es que la pluralidad de voces, voces de mujeres que en verdad dialogan con voces de hombres, la pluralidad también de identidades sexuales, en expansión y movimiento constantes, el número hondo de plataformas de comunicación que no sólo facilitan el acceso al mundo poético, sino su creación misma, y el propio carácter andrógeno del material poético, hacen de la autoría, y del género que lo sostiene, un asunto secundario. Cuando se accede a un portal poético, o se lee una revista poética digital, el visitante suele ignorar si el creador es un hombre, una mujer, o alguien que disfraza su identidad. La curiosidad del lector de poesía dibuja una luz en ráfagas, que vuela por mil sitios, que anida un rato aquí, golpea el aspa y vuela allá, y en esa navegación de formatos crea una conexión de temas antes que ignora los debates o filtros de género, de sesgo más filológico o académico. A ese lector no le preocupa saber qué voz le habla tras la belleza de un verso, qué voz le pide que acerca su mirada, y roce una palabra, qué voz despliega, ante su asombro, una imagen o un temblor. Si existe una reinvidación de género, claro que la quiere escuchar, pero no le importa el género del altavoz que la grita.

Cómo sería el mundo si elimináramos de los libros la identidad de sus autores, pero también las fajas laudatorias y las contraportadas chivatas, y, en la ausencia nueva de prejuicios, nos descubriera el placer libre y radical del arte, solamente el arte. Cumpliríamos el deseo de Woolf cuando decía que se debe escribir —pero también leer— sin pensar en el sexo, porque cuanta más libertad tenga nuestra mente, más advertiremos todo lo que nos falta por explorar. Si no eliminamos las portadas, que sea porque el artista se debe alimentar, y nosotros de él, y así darle, darnos las gracias. Recuerdo una sesión de taller con Andrés Neuman donde entregó el inicio de una novela sin indicar su autor. El grupo, mayoritariamente femenino, destacó la inclinación y conocimiento del mundo femenino de un autor que sólo, sólo podía ser una mujer. Y resultó que no, que no era una mujer, sino que era un hombre y, además, para hacerlo aún peor, ese hombre era Javier Marías. Me pregunto si Neuman intuyó este desenlace.

Dice la poeta —y aquí compiladora— Andrea Cote en una entrevista (Cote and Guerrero 153-160) que uno de los temas claves de la escritura femenina del siglo XX es el cuerpo. Lo justifica como la necesidad de «construcción de un espacio para la voz de las mujeres en la literatura», un espacio donde se produzca la «recuperación de un cuerpo sobre el que se han ejercido formas de control político, social y familiar». Creo que la antología, sus diecisiete voces, los casi doscientos poemas, reflejan magistralmente esta formulación. Si se leen con esta idea se descubre un sedal que los recorre y engarza. Los poemas parecen formar un documento único, un alta hospitalaria: la restitución de un cuerpo a un tiempo y un espacio que les fueron abolidos. De esa restitución habla Lucía Estrada (Medellín, 1980) cuando nos cuenta de una montaña que, pacientemente, la mujer escaló «en sentido contrario». Quizás uno de los poemas más notables de esta excelente antología —y es difícil y es cruel hacer una selección— lo escribe Beatriz Vanegas, otra poeta que indaga en el cuerpo, y que busca con su radar ese nuevo espacio —en este caso de filiación cinematográfica— desde el que la mujer encuentre su voz, y pueda volar.

Thelma y Louise

Cuando partas hacia tu abismo
pide que el asfalto arda
con soles candentes sobre la herida
que llevas en carne viva
en tu ultrajado corazón.

Pide hallar el engaño en cada sonrisa
de aquellos que te invitan
a libar la noche y las estrellas.
Persigue tu abismo en todo príncipe
que, llegado el amanecer,
termina convertido en sapo.

Pide que el mapa que extiendes
en la cama del hotelito de paso
esté lleno de incertidumbres.
Y que la duda sea tu brújula.
No des crédito al amor:
él es sólo un pretexto
para que tu cabellera ondee libre
perseguida por el purísimo dolor.

Y cuando tengas ante ti el abismo,
amada Thelma,
sabrás que desde el oscuro
país de los hombres
han venido a mirar consternados
tu alto, desnudo y encumbrado vuelo.

Obras citadas:

«Pájaros de sombra.» Web. Jan 7, 2022 <https://emea.vasoroto.com/products/pajaros-de-sombra>.

Woolf, Virginia. A Room of One’s Own. London etc.]: London etc. : Penguin Books, 2004. Web.

Cierre de año

Una noche más las ovejas no se dejaron contar, y hoy, a ti, esta noche, te toca contar, contar butacas y sillas y mesas de una fiesta de Año Nuevo, pero eso será más tarde porque ahora, ahora amanece afuera, es apenas un indicio, un murmullo de motores, una lama de luz, y lo que no es indicio sino cierto, lo que es cierto es que hay una melodía en tus labios, una melodía infantil, feliz, inesperada, una melodía que silbas aunque ya no estás en edad para silbar, son cuarenta y tres años camino de la ducha y allí seis correos en el móvil, ¡seis!, seis correos que dicen ser nuevos pero, en verdad, no, no son nuevos, son siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre idénticos, idénticos igual que la guitarra aprendiz y el café áspero, igual que la ducha y el gel con aromas de un país que no conoces y que nunca visitarás, y justo de ese país hablan en la radio, y ya sabes que es treinta y uno de diciembre y no sabes que ayer el Madrid jugó y empató, y ya sabes que debes pensar en nuevos proyectos y no sabes que la hidratante es de mañana y de noche, ¡de mañana y de noche!, y hablando de noche no sé si recuerdas que hoy, después de la oficina, te toca inventario de butacas y sillas y mesas en un hotel, te lo repito porque últimamente olvidas con facilidad todo lo importante, y a lo mejor ahí está el problema, que tu vida no lo es, y por eso olvidas también que sería fácil, tan fácil, ¡tan fácil hacer un giro!, pero si lo meditas demasiado puede que te marees, que pierdas el equilibrio y caigas, que incluso te hagas daño y llegues tarde a la oficina, así que gira el volumen, apaga la radio, aprieta, aprieta el nudo de la corbata, no pienses, coge aire y el móvil, cierra la puerta y sal a contar, auditor, la vida en fiesta de los demás.

Notas de viaje

Dedicado a Pablo Múzquiz, por una amistad que salta atriles y fronteras.

La mujer te pide el pasaporte con ojos de guerra fría. Tu brazo, con temblor de polizón, entrega el pasaporte. La mujer, con la firmeza de la autoridad, agarra el pasaporte, lo abre, mira la fotografía, levanta la vista, verifica tu agotamiento, mueve la hojas y, sorprendida, acerca sus gafas a tu visado de trabajo. Su dedo índice señala el visado y, a la vez, su voz pregunta en qué ciudad trabajarás durante tu estancia. Aparece entonces un mapa en tu cabeza, y sobre el mapa, como si fuera el panel didáctico de un museo, pequeñas luces que se iluminan y se apagan. Piensas qué ciudad escoger de la gira, pero estás fatigado y tu boca responde: soy músico. La mujer levanta sus cejas y tensa el gesto, mostrando incomodidad. Cierra tu pasaporte, se acerca a ti y, sílaba a sílaba, troceando su enfado, te pregunta otra vez la ciudad donde trabajarás durante tu estancia. Notas que tu cuerpo duele a clase turista. Piensas decir Nueva York, pero tu boca responde: Carnegie Hall. La mujer respira hondo y el vestíbulo se queda sin aire. A su espalda avanza el minutero de un reloj, aunque sientes más bien la incertidumbre de una cuenta atrás. Entonces, sin que entiendas nada, la mujer extiende su brazo, libera tu pasaporte, te lo entrega y concluye: si es usted capaz de tocar en el Carnegie Hall, sea bienvenido a los Estados Unidos de América.

Un gesto divino

Recibí el balón en mitad de cancha, lo até a mi bota y avancé. El estadio rugía, la hierba era blanda y hacía sol. Corrí, dejé atrás dos rivales, un tercero me cerró el paso al borde del área. Cansado, sin ángulo de tiro, pasé el balón a mi derecha, y hacia allí rodó la atención de los jugadores. Aproveché para desmarcarme, haciendo espacio pero evitando, a la vez, que el espacio me ubicara en fuera de juego. Merodeando por el punto de penalti reapareció el balón: venía por mi derecha, haciendo un arco hacia la portería. Una espalda ocultó al compañero que dio el pase, ¿o tal vez fue el propio rival? En la duda corrí tras el vuelo del balón, y también el guardameta, una espiga rubia que abandonó la sombra de la portería y, viniendo hacia mí, corrió y saltó extendiendo su brazo derecho, igual que un superhéroe. Desde la grada pareceríamos dos trenes de un ejercicio de álgebra mal resuelto, y por lo tanto a punto de chocar, pero antes del choque el balón hizo eclipse, no hubo estadio, no hubo aficionados ni cánticos, no hubo cámaras ni periodistas ni por supuesto sol, y en medio de la oscuridad y el silencio aceleré, tomé impulso, salté y la infancia me acompañó en el salto. Volé sobre una cancha de arena sucia y gris, rodeada de viviendas miserables, con dos galpones a modo de banquillos, una reja acribillada tras la portería norte, una pintada en el muro sur que, en mayúsculas, decía “CON LA DEMOCRACIA NO SE JODE”, y detrás del muro, del lado de la avenida, el aroma paciente de un local de uralita que llevaban Bruno, su mujer y sus tres hijos, y donde se vendían hamburguesas y vareniques rellenos de ricota, y me relamía los labios cuando, de golpe, cesó el eclipse y mis botas golpearon la hierba. El balón descendió a la cancha, botó en el área chica, con mansedumbre cruzó la línea de gol. Aunque por razones opuestas, todos los jugadores alzamos los brazos. Corrí hacia el público, en parte para celebrar el tanto, y en parte para escapar del misterio de su creación, en la cual alguien, desde allá arriba, me echó una mano.

El desierto de Dune

Salgo de ver Dune (Dennis Villeneuve, 2020) en Madrid y, a la vez, salgo de ver Mother (Bong Joon-ho, 2009) en Verona. De vuelta a casa es otoño en Madrid y, a la vez, es verano en Verona, que casi son la misma palabra. Porque he visto Dune y a continuación Mother, y porque mi memoria adora las mezclas, es natural que las mezcle, pero en verdad no pueden ser más distintas, comenzando por sus lugares de proyección: un cine al aire libre en Verona, de espaldas a la basílica de San Zeno, un patio de sillas de plástico verde, un viento que hace tremolar la  pantalla y la noche un dosel de estrellas, silencio y frío; un multicine a las afueras de Madrid —¿a las afueras de quién?, podrían preguntarme—, con salas para multitudes, butacas para obesos, precios para ricos, sonido para sordos, pantallas para abarcar el mundo y moquetas para que el mundo las ensucie.

Todo en Dune sigue un guion previsible. Es una transacción eficaz donde pagas por lo que quieres ver. Si las sorpresas suceden, lo son por el lado menos favorable: es una película sobre un planeta desértico, pero abundan las escenas de interior; es una película que muestra a colonos y nativos regañados por el control de una materia prima, pero las batallas que anuncian sus mesas militares no llegan a ocurrir, y los enredos se resuelven de forma palaciega, en una esgrima pobre de espadas que se entrechocan en pasillos y habitaciones; es una película, por fin, que debía mancharnos los ojos de sudor, sol y arena, y más bien nos arroja frío, acero y oscuridad. Siento además una impostura en cómo afectan los sueños a sus personajes, porque el día y la noche parecen flotar en un mismo delirio donde lo racional y su ausencia coinciden; el uso de idiomas vernáculos como identidad o protección de un pueblo tampoco beneficia la trama, pues su ocurrencia es mínima y su efecto marginal. Como tantos elementos de Dune, todo parece suceder de un modo que es a la vez aleatorio y previsible, grandilocuente y hueco.

Dune es fiel a la épica, en su metraje nadie canta, baila o sonríe; no hay un instante que alivie el drama, y ahí reside su falsedad, porque en cualquier género siempre se cruza, como un fallo de atrezo, una pieza de otro. Esa pieza que no encaja es la que, precisamente, da coherencia a cualquier relato. Lo pensé al salir del cine y lo confirmé al llegar a casa y ver, en la portada de El País, una fotografía del pueblo de Todoque, en la isla de La Palma. La fotografía muestra una mujer y un hombre portando cajas de almacenaje. Hay a la izquierda un coche abierto y al fondo el perfil siniestro de una montaña. El rostro de ella muestra el pavor de una desgracia que imaginamos próxima. En el rostro del hombre aparece una sonrisa que es tan inesperada como el puro que aprietan sus labios. Esa sonrisa y ese puro son las piezas erróneas de la fotografía y, sin embargo, su función es tan importante como las pertenencias que angustiosamente portan. Y es que, aunque la vida se hunda, como les ocurre a los residentes de La Palma, sucede que hay un instante, siempre un instante, donde palparse el pantalón, encender un puro, fumar. Ese puro y esa sonrisa ocurren simultáneos al abandono de una vivienda, sostienen su explicación, y confieren a la tragedia su realidad, realidad que es lo que siento falta en Dune, más empeñada en hacernos levitar que sentir. En Dune necesito de ese puro que, metafóricamente, replica dentro del hombre el volcán y el humo que, ahí fuera, han destrozado su manera de vivir.

La rigidez que imponen los géneros, y que encorseta Dune, se rompe sin embargo en Mother, película que mezcla comedia, thriller y drama, y que confirma, con la seguridad de predecir el pasado, que la estupenda Parásitos (2019), del mismo director, no surgió de la nada. Encuentro en Mother rasgos que, una década después, se repetirán en Parásitos: el alcoholismo, la sofocación de la vida en los barrios pobres, el peso de la familia, la intromisión perpetua en los espacios privados. Esta intromisión construye en Mother una escena imborrable: una mujer se ha colado en una vivienda cuando, del exterior, suenan unos pasos, gira un pomo, cruje una puerta. Oculta en un armario, con la mirada en rendija, la mujer observa a una pareja joven que entra, se desnuda, hacen el amor sobre un colchón en el suelo, duermen por fin. La mujer decide salir de puntillas. El sol está alto y entra por las ventanas, pues, a diferencia de Dune, Mother demuestra que la noche no es el único dominio del miedo. La vivienda es tan minúscula que la mujer, en su silenciosa huida, roza torpemente un vaso, el vaso cae y su contenido es pánico que se derrama, avanzando hacia los dedos dormidos del joven. La cámara se tumba sobre el suelo y sigue el cauce del agua, por donde también avanza nuestra ansiedad. En esa escena, que deja sin aire el jardín de Verona, sucede más tensión que en toda la película de Dune; Mother tiene además el mérito de alcanzar su efectividad con menos medios. La diferencia con el presupuesto monstruoso de Dune lo compensa el talento.

Cómo leer un poema, de Terry Eagleton

En el prefacio a Cómo leer un poema (2010, publicado originalmente en inglés como How to read a poem, en 2007), Terry Eagleton concibe su libro como una “introducción a la poesía” que ayude a esclarecer lo que, para muchos, es un asunto “intimidante”. Con ese objetivo, el pensador neomarxista construye un ensayo estructurado en seis capítulos, y que culmina con un breve glosario de términos poéticos.

Evitando que el análisis de un texto se circunscriba a una mera descripción de sus contenidos, Eagleton sostiene, ya desde su primer capítulo (“Las funciones de la crítica”), que solo el análisis de la forma literaria puede salvar al arte de la crítica de su desaparición. Analizar la forma literaria de un poema no es circunscribirse a sus recursos métricos —a su rima y ritmo—, sino que obliga, de una forma extensa, a tratar el poema como un discurso, estudiando la materialidad del lenguaje que lo soporta. Es en el interior de ese lenguaje donde se alojan las ideas, y de igual forma que se habla de una política del contenido, también existe una política de la forma. El grado de elaboración de la sintaxis, su adecuación al sentido habitual de la misma y al tono del poema, o los criterios de puntuación en la escritura, son ejemplos de aproximaciones formalistas al análisis de un poema, pues atienden a su literariedad lingüística. Desde estas aproximaciones, y no al revés, se constituyen las ideas de todo signo que subyacen y forman un poema.

La forma, tal y como apunta Eagleton, es un camino para acceder a la historia. No en vano los cambios en la forma artística —o más ampliamente, las crisis culturales— van ligados a episodios de alteración histórica, como así fue el salto del realismo al modernismo hacia finales del siglo XIX, en un periodo convulso que culminó con la Primera Guerra Mundial. La poesía es, por lo tanto, el vehículo que canaliza una aproximación ideológica al tiempo narrativo, pero su análisis, insiste Eagleton, debe tener en cuenta “la forma de las propias oraciones”, tomando las palabras de Fredric Jameson. O dicho con otras palabras: solamente atendiendo, con lectura atenta, a su objeto de estudio, el crítico puede trascender del texto y alcanzar, gracias al estudio del lenguaje, la consciencia del arte y de la sociedad.

Desde ese camino único que enlaza forma e historia, y observado en una óptica diacrónica, Eagleton señala que en la retórica reside el punto de partida de lo que hoy llamamos crítica. La retórica de la Antigüedad unía dos disciplinas: el conocimiento técnico de un lado, el arte del discurso público del otro. Una de las variedades de ese discurso era la poesía, y no en vano el estudio de la estrategia estilística tenía una finalidad política, mostrando de nuevo esa ligazón entre la forma y la política, pues solo el lenguaje, capaz de convencer, si bien articulado, por medio del discurso, diferenciaba a los hombres libres de los subordinados.

El declive del Imperio romano provocó que el acto civil y social de la retórica quedara recluido a un ámbito escolástico, subordinándose a la lógica. Así se mantuvo hasta el Renacimiento y su triunfo humanista. Con la llegada del racionalismo científico, y como si así fuera su naturaleza, la retórica perdió, otra vez, su función política y pública. Se adueñó entonces una concepción negativa de la misma, a modo de enemigo grandilocuente y autoritario que obstaculiza la verdad. Esta condenación a la retórica persiste hoy, pese a los esfuerzos que, desde el Romanticismo, han tratado de vengar lo poético contra la retórica, y significa, sostiene Eagleton, regresar a la visión platónica de la misma.

Tras esta visión histórica Eagleton llega al presente, y en el presente nos alerta sobre la desaparición del arte de la crítica literaria: reducida la sensibilidad hacia la forma literaria, y afectado el crítico por el escepticismo hacia su perfil social y político, el análisis de la forma ha quedado huérfano en ambos campos. Escepticismo cuando no también indiferencia dentro de un mundo capitalista sin profundidad, mercantilizado e “instantáneamente legible”, donde la experiencia, por la propia fugacidad de la vida, ha quedado sin valor. Los eventos no se crean como materia para una tradición, sino apenas para una percepción y consumo fugaces, rompiendo todo lo que la poesía tiene de fenomenología del lenguaje. Si, como dice Eagleton, el lenguaje es “aquello de lo que siempre queda por venir”, cuesta creer en la significación de la poesía en un mundo que ha dado la espalda a la experiencia propia del lenguaje. El reciente ámbito de los estudios culturales, si bien ha incorporado nuevos ángulos a la lectura política de los textos, ha desatendido también el análisis de la forma tradicional.

En su segundo capítulo, Eagleton se pregunta qué es la poesía. Dejando atrás la visión sombría acerca del futuro de la crítica, pero retomando la importancia al lenguaje, Eagleton enfatiza que debemos prestar una atención particular al lenguaje, no porque haya que desatender lo que el lenguaje tiene de sensorial, de puerta hacia otros contenidos, sino porque en el significante existe una experiencia material, incrustada en el volumen físico de las palabras, y porque de ellas, y no al revés, podemos alcanzar un sentido. De esta idea de simultaneidad se explica que Eagleton sospeche sobre la clasificación de los poemas por un ratio entre significante y significado. Una gran cantidad de lo que consideramos poesía (Eagleton utiliza ejemplos de Lowell y Manley Hopkins, pero también podríamos añadir a Whitman o Lee Masters, entre tantos otros) funciona como paisajes escritos en prosa, es decir, discursos donde la experiencia y la materialidad, el significante y el significado, las imágenes y su conexión, van de la mano, y donde no cabría hablar entonces de ratios o juegos poéticos de autoconsciencia. En resumen, Eagleton, siempre apoyado sobre el lenguaje, hace un elogio de este, y defiende que lo pragmático y lo poético son simultáneos, que la experiencia y su símbolo no deben separarse, y que el hecho de que un poema cualquiera no tenga un solo significado debe hacernos decodificar lo escrito (nuevamente el lenguaje) y proporcionar un contexto único y nuevo al poema, para así entenderlo.

En su tercer capítulo, titulado “Formalistas”, y el más breve de los seis, Eagleton analiza la escuela de los formalistas rusos que, a principios del siglo XX, estudiaron la materialidad del lenguaje cuando el lenguaje era autorreferencial, consciente de sí mismo, en lo que se vino a denominar función poética o literariedad. Para Eagleton se trata de una corriente estética negativa y ya superada, pues lo poético depende de la realidad alienada contra la que chocan y responden las palabras, que no dejan de ser un “medio transparente para ver el mundo”. Según Eagleton los formalistas rusos conducen a una desfamiliarización o extrañamiento del poema, rompiendo la estructura lingüística comprimida que llevan en su estructura donde, por fortuna, la función estética domina sobre la comunicativa. Recuperando el final de su capítulo anterior, Eagleton nos vuelve a recordar que, aunque existen una relación volitiva entre significante y significado, la postura moral que un autor codifica lingüísticamente no convierte al análisis del significante en significado, pues existen, como él llama, “asociaciones mágicas entre las palabras y las cosas”, que cuestionan esa falacia de la encarnación según la cual el significado de un poema está encarnado en su lenguaje, visto el lenguaje despojado de todas las posibilidades vivas en las cuales se puede convertir.

Ya en su capítulo cuarto, “En busca de la forma”, Eagleton deja atrás las cuestiones teóricas acerca de la naturaleza poética, adentrándose de lleno en su interior. En este capítulo, el más largo del libro, y del cual su autor recomienda se inicie la obra para aquellos lectores menos experimentados, Eagleton afianza su idea, ya planteada anteriormente, acerca de los rasgos formales como fundamento del significado del poema, aunque sin atenazarlo. Para analizar la poesía debemos trazar un puente entre la voluntad semántica del discurso poético y aspectos formales como la puntuación, la sintaxis, el ritmo o la rima. Que los poemas son, siempre, acciones o estrategias contenidas dentro de una forma lingüística, lo demuestra Eagleton cuando afirma que la forma y el contenido pueden chocar, entrando en contradicciones performativas, si lo que se hace y lo que se dice se oponen. Es en estos casos, tales como los juegos irónicos, cuando la poesía revela que es, a la vez, un “lenguaje organizado” (que provoca efectos) y un artefacto con un efecto de exploración o instrumental. De nuevo Eagleton subraya la importancia de que la naturaleza de las palabras y su finalidad, incluso aunque su finalidad sea el pragmatismo (y trae, acertadamente, el ejemplo de las Geórgicas de Virgilio) sean conceptos de mutua dependencia. No deja de ser significativo, por fin, que Eagleton haya elegido, para muchos de los ejemplos de este capítulo, a T.S. Eliot, poeta de quien Borges dijo que, como Valéry, podía ser deficiente en el verso pero siempre “un prosista ejemplar”. Y es que Eagleton parece disfrutar antes de una poesía con tendencia digresiva, donde los recursos métricos parecen estar escondidos o con un fuerte desequilibrio entre forma y contenido, como es también el caso de Dylan Thomas, que una poesía donde se revela, de forma más nítida o precisa, su artefacto formal.  En suma, y pese a la importancia que Eagleton confiere a la forma, da la impresión de que su itinerario poético busca más bien aquellas lecturas poéticas capaces de elevarse por encima de los materiales y estructuras que la dan, precisamente, forma.

“Cómo leer un poema” es el título de su quinto y penúltimo capítulo. La hipótesis de partida es que la ausencia de acuerdos a la hora de analizar los poemas no significa caer en un subjetivismo. De igual manera, plantear puntos de vista diversos sobre cuestiones como el modo, la distancia del lector, los efectos retóricos o la sensibilidad, no debe tampoco hacernos olvidar que existe un campo de acuerdo mayor de lo que las opiniones más enconadas pueden sugerir, precisamente porque emanan de voces que, normalmente, comparten idénticas hipótesis culturales. Partiendo de esta idea, Eagleton defiende que ni los significados ni los juicios de valor están presentes de una manera objetiva en el poema, pero tampoco brotan por azar ni por la voluntad del lector, pues existe un límite a la subjetividad, muy preciso si hablamos del significado y sus elementos relacionados, tales como la altura, la pausa, el modo o el registro. Eagleton deja bien claro la separación de la subjetividad a la hora de afrontar el contenido de un discurso poético, y así leemos que “un poema no nos notifica que pretende ser melancólico; pero, a pesar de eso, ese modo de lenguaje queda incorporado a él”.

Si los significados quedan fuera de los esfuerzos interpretativos, cabría preguntarse cómo se gestiona la variedad amplia de contextos con los cuales cada lector, de manera individual, se acerca a un poema, pues la poesía es lenguaje y llega desnuda de claves contextuales. De nuevo Eagleton apela a la cultura como un marco común que, de forma más amplia a como nosotros podamos creer, dirige e interpreta nuestras interpretaciones hacia conceptos y creencias bien arraigados en nuestro imaginario.

A continuación Eagleton teoriza una serie de elementos poéticos a los que debemos prestar atención en nuestra lectura, como son el tono, modo y altura, la textura, la sintaxis, gramática, puntuación, rima y la posible ambigüedad. Destaca el crítico la importancia del ritmo, o adecuación de las subidas y bajadas del poema a las inflexiones de aquel que, de forma hablada o silenciosa, lo lee. Dice Eagleton que en un buen poema las frases deben pertenecer a las estrofas, y no al revés, dando por lo tanto un carácter primordial al efecto que el lenguaje debe lograr en el oyente en su forma de respirar el primero, leer el segundo.

Cierra el ensayo su sexto y último capítulo, titulado equívocamente “Cuatro poemas de la naturaleza”, pues no todos los poemas que en él se tratan giran en realidad sobre los objetos naturales, sino más bien de la Naturaleza como medio que se entremezcla con los seres humanos y el propio lenguaje. La selección de poetas es de fuerte cariz británico (William Collins, William Wordsworth, Gerard Manley Hopkins y Edward Thomas). Se trata de un capítulo que desdice en parte los postulados anteriores, porque Eagleton hace un énfasis muy pormenorizado en el contenido poético, en los modos, los tiempos, y de estos postulados, y no siempre, subraya algún elemento que considera relevante a efectos de rima o de sintaxis. Da la impresión de que, cuando se abre al goce de la poesía, deja a un lado el artefacto teórico y logra una gran profundidad en aquellos elementos que parecía haber criticado con anterioridad. Este capítulo, hecha la objeción anterior, se lee como un necesario manual poético para quien gusta de escribir versos. Resulta muy relevador que Eagleton advierta de errores habituales que suceden incluso en grandes poetas, como de los que aquí se ocupa, y que se deben evitar. Así por ejemplo afea a William Wordsworth la acumulación de imágenes, pues la atención del lector corre el riesgo de distraerse u olvidarse del motivo que llevo al autor a convocar las mismas. Si algo parece unir a los poemas aquí congregados es, precisamente, la saturación de imágenes, e Eagleton parece con ello sacar al lenguaje, mediante esta selección, de su estado cotidiano, que él define como “emborronado de comercio”, y darle ese vuelo poético que los formalistas defendieron como una cierta “vigilancia organizada”.

Es precisamente con una mención a los formalistas que Eagleton cierra este último capítulo, tomando las palabras de Roland Barthes quien dijo que un poco de forma podría hacer mucho daño pero sería por el contrario saludable “una gran cantidad de ella”. Barthes, como representante muy significativo de la semiótica en Francia, planteó desde sus inicios la relación entre la lengua y la sociedad, y Eagleton toma sus palabras para hacer hincapié en cómo la forma resulta socialmente significativa para servir de medio de la propia historia. Si el verso libre representa la “anarquía individualista”, para Eagleton la forma está “saturada de significado social”, y el estudio de la materialidad de las formas, desde una óptica diacrónica, es también el estudio de la historia de las culturas políticas.

En resumen, “Cómo leer un poema” es un ejercicio de reconocimiento hacia el papel clave de la forma como punto de partida para una lectura poética atenta y sustento de la crítica literaria en su generalidad. Aunque a veces pueda caer en aquello mismo que él denuncia, Eagleton busca que dejemos a un lado el contexto de un poema, y sepamos hablar del poema en sí, lo cual deviene en hablar de sus temas, de sus imágenes, y evidentemente de su forma. Eagleton, a lo largo de los seis capítulos que abarca este ensayo, busca que retomen con fuerza las preguntas claves de cualquier lectura, en este caso poética, y que serían saber si estamos o no ante un buen poema, sin preguntarnos, pues caeríamos en lo teorizante, qué es un buen poema, o si el poema es o no elegíaco, por ejemplo, sin preguntarnos tampoco que es un tono elegíaco. Ello no significa que ignore la importancia del sustrato teórico, del aparato crítico, sino más bien un énfasis en el acercamiento al texto, en apoyar la lupa de la lectura atenta sobre el papel, y desde esa óptica de proximidad, levantar una teoría. El último capítulo es un fantástico análisis de cómo se realiza un análisis crítico con la atención pegada al verso. Es asombroso advertir cómo Eagleton extrae toda una información amplia que los versos —sin necesidad de artefactos postestructuralistas o de bastones contextuales— contienen. Sirven como cierre al libro y abren al lector la necesidad de que leer poesía es un ejercicio que, aparte de su goce innato, exige de una práctica de trabajo y observación.