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Todos somos una mezcla de dulzura y maldad. Una parte divina, otra diabólica. ¿Cómo sacar la segunda a pasear? Basta una llamada a los servicios de atención al cliente (oxímoron). Qué recuerdos, o más bien qué pesadillas mis llamadas infinitas a Wanadoo, pidiendo de todas las maneras posibles que liberaran mi línea, pues el ADSL no funcionaba y necesitaba que soltaran el anzuelo para picar en él otro. No me escuchaban cuando razonaba lo largo e inverosímil del proceso, tampoco cuando perdía los nervios y les mandaba a la otra punta del planeta, posiblemente porque era justamente allí donde les estaba llamando, y mucho menos cuando de rodillas les imploraba, voz temblorosa, que mi único sueño en la vida era cambiar de operador. Nada más que eso. Puede ser que por la distancia veneráramos a distintos dioses, porque ni siquiera apelando a Dios escuchaban mi lamento. Así que el número de teléfono vivía una cadena perpetua de unos sin ceros, o ceros sin unos, y los recibos seguían llegando por debajo de la puerta, y de golpe me ví devolviéndolos e identificado como moroso.

Se ha removido este pasado cuando he tenido que llamar por una nueva incidencia. Los tiempos han cambiado. Tal vez por las bajas psicológicas sucedidas en estos centros de atención al cliente, tal vez para ahorrar costes, ahora te responden máquinas. Debes introducir tus datos, tarea angosta cuando la pantalla decide apagarse en mitad del tecleteo, y una alocución automática te va informando del estado de la avería. Mientras sigo los pasos en el router aletean las luces alocadas, pero no logra iluminarse la que debería, y me pregunto: ¿quién se está encargando de esta llamada? ¿Otros contestadores automáticos? ¿Se derivan unos a otros mensajes, se hacen también esperar entre ellos por melodías repetitivas? ¿Hay algún humano detrás de este proceso? ¿O bien han huido de una realidad automatizada e incontrolable? ¡Qué ganas de hablar con alguien, qué ganas de rogar, de insultar, de llorar, de intentar explicar mi situación! Pero el mundo ya no funciona así. Los días de Wanadoo son historia. No me queda sino seguir de forma aplicada los pasos que una voz metálica me ordena, y con especial cuidado cuando me dice que la fibra óptica puede producirme daños oculares (sorpresa: pensé que de eso se encargaban ya solas las pantallas). Qué sátira que se gasta el robot, que me pregunta a modo de despedida mi valoración del servicio. ¿De verdad la quieres? Ahí la tienes: quince minutos perdidos, un número de catorce dígitos con mi avería (¿tantas hay?) y la conexión sin funcionar.

Mal tiempo, buena cara. Dado que no hay Internet, leamos. Book sin face. Pero es difícil concentrarse, porque estoy atento al móvil. La máquina quedó en llamarme. Voy con el teléfono a cuestas, y como la avería puede venir de una llamada de un número desconocido sufro conversaciones no deseadas: la tintorería ofreciendo descuento, un abono de conciertos del que no hay manera de darse de baja, otra compañía telefónica ofreciéndome Internet (¿un vaticinio de que mi problema no se arreglará nunca? ¿un ejemplo de argumento circular, recordando mis días de Wanadoo?).

Al bajar a la calle para pasear a mi perra y la ansiedad me cruzo en el portal con dos técnicos de Teléfonica. ¡Es un milagro! ¿El conserje? ¡Les amo! ¿Tenemos que esperar hasta las cinco? ¡Les daría un abrazo! ¿Usted no sabe dónde están los cajetines? ¡Estoy salvado! Perdonen: sí, Ángel, Ángel viene a las cinco, en diez minutos, y los cajetines están en el garaje, bajo llave. Él les ayudará. Así es: él les ayuda para abrir los cajetines pero, como en una trama policíaca, el misterio no se arregla allí. El problema está cerca, pero en otro lugar. Cuando vuelvo del paseo les observo trabajando en la esquina, junto a un mojón metálico del que asoman cables retorcidos. ¿Tienen que arreglar ese galimatías? Subo a casa más tranquilo, sabiendo que detrás del número de avería 20150117764507 existen personas. Personas que, al día siguiente, restablecen la conexión. Aliviado al observar la luz verde de internet, ya puedo apagar el router y empezar a leer.

Crema de brócoli

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¿Recetas en Taganana? Así es. Y no, no es un intento por atraer lectores a mi blog. He perdido la ilusión en las visitas (o el desprecio mutuo a la indiferencia) y he asumido alegre la clandestinidad de lo que uno escribe. Mi objetivo es otro: compartir con vosotros (¿o más bien debería usar el singular?) una riquísima crema de brócoli. Esta crema (o textura, si tienes la suerte de usar Thermomix) la probé en casa de mis padres. Le pedí entonces la receta a mi madre, temiendo que luego la perdiera en su maremágnum de papeles (como así ha ocurrido: es ella ahora quien necesita recordarla).

Brujuleando por Internet he dado con la fuente de la misma, o más exactamente una de sus fuentes, porque en mi indagación advierto que el plagio gastronómico es infinito. Parece que las recetas, entendidas como instrucciones de uso para llegar a un fin, no fueran de nadie, y por lo tanto saltaran de un libro a otro o de un blog a otro blog con alegría, sin miedo a estar infringiendo derechos de autor. O bien exactamente lo contrario, es decir, que las recetas pertenecieran a todos, fueran por lo tanto de dominio público, y solamente defendieran su autoría (¡las vindicaran!, horrible verbo) aquellos que justamente las utilizan, e introducen además sus propias variaciones como aportación. Sea como fuere es una suerte poder tener tantos recursos gastronómicos al alcance de uno: se estimula el aprendizaje, se descubre la tarea cansada y a veces ardua que es la cocina, se goza más aquello que se mastica y, en definitiva, se inicia uno en un mundo apasionante, porque el mantel de quien cocina es siempre compartido.

Salvada esta disgresión, como tantas otras curiosa pero innecesaria, me reafirmo en mi cualidad metálica: soy un eslabón más en la cadena de la receta que (pienso) empezó aquí: http://www.greenkitchenstories.com/creamy-broccoli-soup-corn-biscuits/.

Ingredientes:

150 gramos de cebolla blanca
1 diente de ajo (la receta americana debe estar escrita por un dentista: él incluye cinco dientes).
20 gramos (pesado antes de pelar) de gengibre en rama, rallado.
700 gramos de brócoli (lavado y cortado el tallo).
250 mililitros de leche de coco.
750 mililitros de caldo de ave.
1 manzana verde decorativa (en la receta original prepara unas galletas de lentejas: no entiendo muy bien dedicarle más tiempo al acompañamiento que al fondo. Aunque bien pensado es una buena definición de la literatura).

Ahí vamos:

– En un caldero se rehoga la cebolla, el ajo y el jengibre sobre cuatro cucharadas de aceite.
– Volcamos los bonsais de brócoli y los dejamos morir unos minutos. En la receta americana observo que añaden agua hasta cubrir la mezcla, dejando que llegue a ebullición, y después de que el conjunto hierva a fuego lento veinte minutos, retiran 3/4 del agua. En mi receta no puse tanta agua, y tal vez ahí está la clave del resultado.
– Si el extractor no da la talla (y no la da) abrimos la ventana para que se escape ese aroma tan extraño de la planta. Aprovechamos para servirnos una copa de vino.
– Se agrega la leche de coco y el caldo de ave.
– Se tapa el mejunje y se deja unos veinte minutos a fuego lento.
– Finalmente licuamos: bien con brazo de cocina (y el consiguiente temblor en el brazo del cocinero) o bien con las cizallas del monstruo alemán. Entre las dos opciones median mil euros, y bien que se nota. Porque en mi caso, y tras tres procesos de triturado, tengo el brazo contracturado e indeseados grumos en el caldero.
– Para decorar, se puede cortar una manzana verde en forma de barrita. Ya sólo queda llamar a tus amigos vegetarianos, disfrutar cuidándote (oxímoron) y al mismo tiempo, ay, llorar por una buena Big King con triple planta de carne, de oferta en el Burger King por 1,99 euros (así es: ya sólo la hamburguesa vale menos que la lata de coco, pero más que este blog).

Maldita música

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Como si la historia de la música no fuera ya un magnífico hilo conductor, la programación del auditorio de Madrid para la temporada 2015/2016 se anuncia apoyada por un título genérico. Se trata de Malditos. Denominación que me trae la visión romántica del artista asomado al abismo, dejando a la espalda tiempos de oscuridad e ignorancia, abrazando un tiempo nuevo dominado por la razón, la ciencia y el respecto a la humanidad. Este título tan atractivo es, sin embargo, difícil de integrar coherentemente con el programa ofrecido. Pretender que obras tan dispares como las de Brahms, Debussy, Mozart o Shostakovich sean iluminadas por un mismo neón, sólo puede ser explicado por esa maravilla, inexplicable en sí misma, que es la evolución artística. Tratar de unirlas con una misma etiqueta, y pese a su indudable interés, es más bien consecuencia de ese gusto actual por catalogar y uniformizar, dotando a las temporadas de un nexo que, aunque pueda gustar, ¡y gusta!, no tiene por qué existir. Decía Daniel Gatti que un concierto no tiene por qué ser líneal o coherente en su estilo. En el interludio, «la gente charla, fuma, toma un café, y ya se ha despejado para abrirse a otros lenguajes». Si este argumento que comparto se aplica al espacio de un solo concierto, cómo no va a ser transitivo a toda una temporada. Por eso que debemos celebrar lo atrayente del leit motiv como un punto de partida, como una forma de analizar cada obra o compositor, individualizados dentro de una corriente historiográfica que los supera, y evitar la búsqueda de una coherencia global de elementos dispares. Dejemos esas piruetas circenses de algunos musicólogos, que pretenden convencernos de que dos más dos son cinco, y buceemos en la música, un mundo en el que, si uno se engancha, puede llegar a creer que dos más dos son cinco.

Y en la temporada 2015/2016 hay mucha música por disfrutar. Se abre con la Segunda de Mahler, y en la batuta el director titular David Afkham. Para neófitos de Mahler, el número de orden de sus sinfonías tiene una función didáctica: conocer el creciente grado de locura musical. Así, la Primera Sinfonía, o Titán, es todavía un ejercicio de sobriedad, contención, de ideas con un principio y un final y un todo con un significado. En línea con este razonamiento, la sinfonía número 8 es de diagnóstico clínico: si conoces a alguien que disfruta con ella, ¡huye! Posiblemente él lo ha hecho de la López-Ibor, y unos hombres de bata blanca se acercan desde el final de la calle. En términos alimenticios, las últimas sinfonías de Mahler son como esas bolsas variadas de frutos secos, que uno abre sin saber si va a masticar la cáscara de un pistacho, una almendra amarga o un kiko. Todo pringoso, todo mal mezclado, todo caloría y sal, repitición si no plagio. Un tutti frutti de sonidos. Algún día (y tal vez entonces hagan falta esos hombres de blanco que ya están cerca) un tribunal dictaminará las razones de ese reciente amor yihadista hacia Mahler. Pero la locura no aplica, por la razón numérica expuesta, a la Segunda Sinfonía, primer éxito comercial de su compositor, y que se abre con un ventanal de energía de cellos y bajos en tremolo fortissimo. Una obra extensa, espectacular, de gran presupuesto sonoro. Queda por saber cómo gestionará Afkham, con su naturaleza comedida y sobria, una obra de alto rango dinámico y una orquesta con tendencia al sobregiro.

Otro momento destacado, y estamos aún en la segunda semana, será la presencia del pianista noruego Leif Ove Andsnes, que tocará el bien conocido Concierto para piano y orquesta número 20 de Mozart. Leif Ove Andsnes viene con el premio de la BBC Music Magazine en la mochila, reconocimiento a la mejor grabación del año para los conciertos de piano número 2 y 4 de Beethoven. Se debe remarcar que en esta grabación para Sonny Classical es el propio Andsnes quien conduce a la Mahler Chamber Orchestra. En la entrevista para el número de mayo de 2015 de la citada publicación, el pianista lanza una demoledora crítica al papel de las batutas: «If you rehearse a lot and everyone feels this together, then you don´t need to stand there and follow my stick» («Si ensayas con frecuencia y los músicos sienten lo mismo, no necesitas que nadie esté ahí siguiendo la batuta»). Como si el director artístico de la OCNE hubiera recogido esas palabras antes de ser pronunciadas, y sin llegar a extremos de tocar sin maestros, la temporada 2015/2016 detiene al menos el sinsentido económico y musical de la rotación semanal de directores: David Afkham presentará ocho conciertos, y Juanjo Mena otros tres. En sólo dos grandes batutas se va a a gestionar casi la mitad de toda la temporada. Ojalá que la línea a seguir sea esta, lo que pemitirá profundizar en el sonido de la formación, y dejar el espacio a lo que nos levantan de los asientos: los solistas.

Y de solistas habló Félix Alcaraz, director artístico de la OCNE. Pienso que acertó al no revelar el programa concierto a concierto. La gala fue más ágil, centró la atención en los excelentes momentos de videoarte, y multiplicó la curiosidad por hacerse con el programa a la salida. De los solistas me alegré al ver los nombres de los pianistas Christian Zacharias y Mitsuko Uchida, de la violinista Janine Jansen (¡qué foto!) y, cómo no, del barítono galés Bryn Terfel, a quien Gerard Mortier «le dio la llave de oro», siguiendo sus propias palabras, al escucharle cantar «La flauta mágica» de Mozart en 1991. Al auditorio aterrizará Bryn Terfel a mediados del mes de enero en el papel de «El holandés errante» de Wagner; ojalá que se represente sin interrupciones, siguiendo así las instrucciones del compositor alemán. Un apunte: que la Nacional de España se embarque en óperas es para mí, abonado también del Real, un regalo inmerecido. Supongo que los músicos de la OCNE no pensarán lo mismo, porque la duración de algunas óperas les exige de un plátano o un trozo de fuet colgando del atril. La ópera de Wagner, sin embargo, considero que es una obra muy bien elegida: su duración no es excesiva y puede defenderse sin todo su aparato teatral. Y como pedir es gratis, ojalá que algún año podamos escuchar en el auditorio esa maravilla de Glück llamada Alceste, un compositor del que ya escuchamos su ópera Orfeo y Eurídice en versión concierto bajo la dirección de Josep Pons.

Vuelvo a casa leyendo el programa con la avidez de un comic. Al mismo tiempo voy escuchando en mi cabeza las obras que conozco, y lo hago abreviándolas, haciéndolas avanzar en apenas unos segundos desde su principio a su final. Me viene a la memoria cuando de niño adelantaba las cintas de cassette girándolas sobre un lapicero. Y con un lapicero apunto la Séptima de Beethoven (su segundo movimiento es para mí de lo mejor que escribió Beethoven), el Réquiem de Fauré y la Sexta de Brückner. Esta última tuve la suerte de escucharla con la Orquesta Sinfónica de Chicago, dirigida por Mutti, y aún recuerdo la explosión final de alegría de un espectador el cual, como si se tratara de un partido de baloncesto, se levantó, puño en alto, y empezó a gritar en bucle: ¡yes, yes, yes!. O más bien: ¡YES, YES, YES! Así que redondeo la obra, y escribo: YES. También salivo, pero de curiosidad, por el concierto de violín de Thomas Adès, compositor que conocí con una obrita maravillosa llamada Arcadiana, y de la que hace algunos meses puse el enlace a uno de sus movimientos (https://www.youtube.com/watch?v=nP5__SSf3dk).Y no redondeo, porque ya lo hace él solo, la programación de un gran número de obras de Brahms que dirigirá Afkham, a quien me hubiera gustado escuchar en la gala.

Si redondeo en lápiz estas obras no es tanto para recordarlas, como más bien una alerta a los demás: el aviso para que mis padres y amigos vengan también a disfrutar de esos conciertos. Tener en Madrid una orquesta de esta calidad, con solistas de prestigio, programaciones acertadas, y a un precio más que razonable, es un privilegio del que uno solo se da cuenta que existe cuando no lo tiene. Por eso que estos trazos de lapicero son la llamada a una fascinación futura, y que espero además sea compartida. Qué difícil es explicar el gusto por la música, y qué difícil transmitir la alegría a un porvenir de veinticuatro conciertos. Veinticuatro sábados que no terminan después de los aplausos, sino volviendo a casa y tatareando alguna melodía, con esa felicidad rara y única que da compartir la belleza, o conciertos que continúan luego en el vestíbulo del auditorio, las risas, los teléfonos móviles actualizándose, los saludos y las despedidas, y luego acodado en un bar próximo comentando todo lo ocurrido con algunos de mis amigos músicos: yo quiero saber de ellos la intrahistoria del concierto. Ellos saber de mí qué ha sentido ese misterio oscuro de toses y aplausos para el que tocan cada semana. Unos y otros bebemos cerveza hasta que el dueño da la vuelta a las sillas, las sube sobre las mesas. ¿He bebido demasiado, y la realidad está del revés, o efectivamente los taburetes están boca abajo? Voy al baño, vuelvo del baño, y en el camino toco madera: sí, están boca abajo, cierran el bar. Es tarde, estoy cansado, algo borracho, y es hora de volver. Ay, malas compañías las de estos malditos músicos. ¿He dicho malditos? Ya entiendo mejor el por qué de esta temporada.

https://www.youtube.com/watch?v=zGBXA1tBiLw

Toda la información de la temporada en el siguiente enlace:

: http://www.joomag.com/magazine/programa-ocne-2015-2016/0927167001430136508?short

Área infantil

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Hay un columpio, dos toboganes, hay

media luna de madres preocupadas.

Hundida en la hierba, la granada de una guerra

por los historiadores olvidada:

choca un balón del último Mundial, explota un gol.

(Carlos hoy vomitó).

Carlos se acerca al explosivo, lo agarra,

lo levanta.

Corre hacia mí con su aliento de seis dientes,

reivindica su hallazgo.

(Carlos deja al señor tranquilo).

(Carlos: ¿qué te he dicho?).

Leo las líneas violentas en sus manos infantiles:

desde niños sabemos lo fácil que es hacer daño.

El gran teatro del mundo

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«Si Romeo y Julieta agonizan y mueren para despertar sonriendo cuando cae el telón, mis personajes en cambio queman la cortina y mueren de verdad. Hay que destruir el teatro o hay que vivir dentro del teatro. Romper todas las puertas es el único medio que tiene el drama para purificarse, viendo por sus propios ojos que la luz es un muro que se disuelve en la más pequeña gota de sangre».

Federico García Lorca.

Hacia la luz

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La música deja de sonar. Nadie aplaude. No. Alguien aplaude. Sí. Pero las palmas callan al poco, palmas anticipadas, palmas avergonzadas, palmas en retirada. El teatro sigue a oscuras, comprimido en el interior de un túnel. En el túnel elegimos jugador: podemos ser alemán o ser británico o ser ruso. Los roles son indiferentes, porque es un juego sin ganador. A oscuras no se distingue el color de uniformes o banderas. Qué raro: aún se siente la vida del enemigo que acabamos de matar. Enemigo. Vete tú a saber qué demonios significa esa palabra. Enemigo. Toc, toc, toc. En la guerra la muerte es solo una pausa. Porque en la superficie siempre continua la batalla. Su sonido llega lejano, como atracciones de feria en un pueblo vecino.

El camino hasta el túnel, y el habernos encerrado en su claustrofobia una hora y media, y no ver nunca la luz, se lo debemos a Benjamin Britten y su War Requiem. El milagro de hacernos subir hasta la luz, a la dirección musical de Pablo Heras-Casado. En el Libera me su batuta hace un último toc toc, toc, rompe el suelo, se abre un hueco. Del butrón salen unas manos. Manos sin cuerpo, como marionetas. De las manos un cuerpo, y del cuerpo la luz nueva de la araña central del Teatro Real en Madrid. ¡Qué extraño viaje! Todos estamos salvados y todos, ahora sí, con las manos libres, aplaudimos de alivio y felicidad.

«None», said the other, «save the undone years,

The hopelessness. Whatever hope is yours,
Was my life also; I went hunting wild
After the wildest beauty in the world,
For by my glee might many men have laughed,
And of my weeping something had been left,
Which must die now. I mean the truth untold,
The pity of war, the pity war distilled.
Now men will go content with what we spoiled.
Or, discontent, boil boldly, and be spilled.
They will be swift with swiftness of the tigress,
None will break ranks, though nations trek from progress.
Miss we the march of this retreating world
Into vain citadels that are not walled.
Then, when much blood had clogged their chariot-wheels
I would go up and wash them from sweet wells,
Even from wells we sunk too deep for war,
Even from the sweetest wells that ever were.
I am the enemy you killed, my friend.
I knew you in this dark; for so you frowned
Yesterday through me as you jabbed and killed.
I parried; but my hands were loath and cold.
Let us sleep now…»

Tabula rasa

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Como los móviles sirven ahora de linterna, de cámara de fotos, de localizador GPS, de radio, de podómetro o de medio de pago, es fácil olvidarse de su finalidad primera: permitir la conversación con alguien lejano. O en otras palabras, hablar ayudados de electricidad. Para hablar hace falta saber escuchar. Y escuchar es un virtud rara y valiosa, porque es escasa. Uno mueve los labios con el temor de saber que en algún bolsillo una pantalla va a iluminarse, o bien una mesa va a vibrar, y su discurso quedará definitivamente interrumpido. Parece que la realidad solo puede ser luminosa: los labios de carne y hueso han perdido la batalla. En esa cascada nueva de funciones el móvil se ha convertido en un objeto cada vez más necesario: su funcionalidad se ha ampliado, pero su naturaleza inicial, que era la llamada, el simulacro de una conversación, se ha difuminado.

Nos cuesta escuchar porque, atrapados por aplicaciones, hemos perdido el hábito natural de la paciencia. Y pese a que en el auditorio avisen por la megafonía de que se debe apagar los teléfonos móviles, y pese a que ese mismo mensaje se avise en carteles que llenan las paredes del edificio, y que dan incluso vergüenza ajena, pues parecen dirigidos a alumnos de instituto, resulta que el mensaje no es atendido. Cada vez aparecen más llamadas y más mensajes extemporáneos en los conciertos, y que logran sacar de quicio a músicos y a público. En el del pasado 7 de marzo, el director John Storgards detuvo la hermosísima Tabula rasa de Arvo Pärt, después del sonido de una llamada y luego de un mensaje Whatsapp. Sonidos que no estaban en el pentagrama, ni en el programa. Storgards se giró hacia el público en media verónica, como avergonzado incluso de mirarnos a la cara. Gritó la palabra no lleno de indignación; al rato nos preguntó: ok? y el público respondió con aplausos. Luego volvió al atril, movió aireado los pentagramas, e hizo Tabula rasa, en todo el sentido del término.

Ni las advertencias acústicas, ni los carteles, ni el incidente anterior, bastaron para que volviera a sonar un móvil en la segunda parte del programa. Concluyo que la gente, terriblemente soberana, se niega a apagar sus móviles, o si lo hace es con pena, sintiendo que ellos mismos también se desconectan de la realidad, se empequeñecen, y esperan con ansia el momento gozoso de volver a encenderlos, o lo hacen subrepticiamente en cualquier momento del programa. Cada generación de móviles va incorporando usos sorprendentes, insospechados poco tiempo antes. Pero los usuarios olvidamos que una de sus mejores funciones existe ya: su tecla de apagado. Una tecla que construye el silencio, estado que en un auditorio debería darse por descontado.

Desmemoria

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La noche está pegada a mi ventana.

La noche dice: estudia, estudia y repasa.

La vista en los papeles,

la memoria en la cocina,

en el baño,

en alguna novela,

la memoria a la azotea,

salta de casa en casa,

y en tres párrafos,

rotulador amarillo,

subraya la fachada. Resumiendo:

tengo ganas de comerme un bocata de calamares

porque la pared del dormitorio hace el amor y

para Locke somos una tabula rasa, y la experiencia

es la base del conocimiento.

¿Qué pienso, qué resumo, qué digo?

¿Qué quiero? ¿Qué hago? Soy ausencia de datos:

un conjunto vacío infinitamente cansado.

Alarma de luz. En la cocina

el café avisa con su temblor

el temblor de mis manos.

Los apuntes me persiguen por la calle, el metro

los bulevares. En la ventana

dos niños balancean un columpio; me consuela

saber que en un rato,

bajo esta misma mañana de sol,

todo,

absolutamente todo,

será desmemoria, luego naufragio.

Una caída

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Bajo al andén a toda velocidad. En el letrero parpadea ATOCHA Y ALCALÁ. Algo más atrás, un rombo protege un número nueve. El tren no ha llegado aún. Respiro. Giro la cabeza. El tren se está marchando a mi espalda.  A mi espalda regreso, y en la escalera mecánica trato de recuperar el aliento. Algunos peldaños más arriba, una mujer se encoge contra el pasamanos, dominada por su propia maleta. Debe haberse apeado del tren que yo he perdido. La maleta parece ganar espacio, aprisionando a una mujer empequeñecida, que emite un quejido con voz de pajarito, un ay breve y multiplicado, y comienza a caerse hacia atrás, al principio lentamente, como en un ballet esperando que alguien la recoja, y por un instante pienso si ese movimiento es voluntario o no, o más bien de quién es la voluntad, si la de ella o la de la escalera, y cuando descubro que quien manda es la máquina ya es demasiado tarde, como en todos los accidentes, es tarde porque estoy lejos y tengo las manos ocupadas (en una el teléfono, en la otra el billete de cercanías), los guardo en el bolsillo, la mujer cada vez más combada, subo dos peldaños pero es tarde, siempre es tarde, un golpe, su cabeza contra el peine de un peldaño, el pelo revuelto en las ranuras metálicas, por un instante pienso que se ha muerto, o más bien mi memoria imagina hoy, al escribir, hechos que no han ocurrido, porque al momento dice: ay, ay, qué golpe, y también de golpe ya no estamos solos, hay gente a mi espalda y gente arriba, en el rellano, alguien grita llamen a seguridad,  me quito la mochila de la espalda (¿por qué?), sostengo a la mujer como si fuera a darla un beso, pero mis labios se giran y gritan paren la escalera, la escalera se detiene y la maleta cae a nuestros pies como un alud de ropa aplastada. Un segundo hombre sin cara me ayuda a sujetar a la mujer, a incorporarla. Le preguntamos a coro cómo está, bien, bien, qué susto, dice, qué susto, ay, ¿seguro que está bien?, sí, sí, me enredé con la maleta (¿por qué pienso en Up in the air?) y entre el hombre sin rostro y yo levantamos a la mujer, y la mujer queda sentada a media altura, en un lugar que no existe porque siempre es movimiento, una diagonal de tránsito entre el andén y el vestíbulo. Aprovecho para mover la maleta expansiva hasta el vestíbulo de la estación, bajo de nuevo y ayudo a la mujer a levantarse, a subir poco a poco hasta el vestíbulo, allí por fin nos miramos verticalmente, recuperando la distancia, también la compostura de dos desconocidos, nos miramos y pienso que tiene buena cara, no parece sangrar y habla con fluidez (¿qué habría ocurrido si fuera lenta de palabra antes del golpe?) y dibujo un relato breve antes de su caída, el cansancio feliz después de un largo viaje, llegar a la estación, alguien que le espera arriba, o tal vez un taxi para volver sola a casa, el buzón de correo, publicidad de comida asiática, una ducha caliente, llamar a su hija, ya llegué a Madrid, etcétera, y todo la secuencia alterada por una caída, una caída y un joven que no fue demasiado rápido, que se enredó en sus cosas, o que estaba en sus cosas tan absorbido que tardó en saltar al mundo real, al mundo en el que la gente corre y cae, ¿qué habrá ocurrido dentro de su cabeza?, vuelvo a pensar, ¿está bien?, tal vez nada, sí, sí, estoy bien, solo sé preguntarle si está bien (¿seré yo quien me caí?), sí, me responde, estoy bien,  (¿miente?), me enredé con la maleta, ¿de verdad?, Atocha vía 11, de verdad, estoy bien, y vuelvo a las pantallas (qué metáfora), hay un tren a Atocha en vía 11 (no sabemos escuchar), y desciendo al andén usando la escalera mecánica, caminando ahora con una lentitud adquirida, como si tuviera todo el tiempo del mundo por delante (aunque voy a llegar a clase quince minutos tarde, y tengo un examen), y bajo los peldaños con cuidado, mirándolos con detenimiento, y siento en el cuerpo una tibieza rara  de culpabilidad. Guardo el móvil, guardo el billete, y guardo por fin mis manos libres en los bolsillos. Cuando llego a Recoletos sigo viendo la cara de la mujer, y me sigo preguntando si me dijo la verdad, y de verdad ella está bien, y de verdad yo estoy bien.

Carta de una perra llamada Volga a unos Reyes llamados Magos

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Sería injusto pedirle cosas a los Reyes Magos. Pero aún así, lo haré: si algo he aprendido este 2014 es que los milagros existen. Comencé el año en un hogar de cuyo nombre no quiero acordarme (y aunque quisiera, soy incapaz). Deambulé por carreteras, viviendo entre basuras y miedo. Fui acogida en un refugio en Pedro Muñoz. De la jauría escapé una tarde de domingo, cuando aparecieron Alicia, Patrice y Dani. ¿Por qué me eligieron a mí? Tal vez porque actué mejor que mis compañeras de talego: ningún otro galgo fue hacia ellos como yo, ninguno apoyó su cuerpo sobre las rodillas humanas. Y los humanos abrazaron el calor de mis intestinos, la tristeza de mis ojos, la debilidad natural de mi cuerpo. Al mes me había mudado a la capital.

Para Dani, me gustaría pedirle que no fuera tacaño, y que por favor encienda la calefacción en invierno. Sabe el poquito pelo y grasa que tengo. Me debo ovillar al máximo para darme calor. También, si es posible, debe cambiar el sofá. Puede que me haya ablandado con el lujo, y olvidado mis duras raíces en los días de carretera y refugio, días donde mi catre era el asfalto o una habitación compartida. Pero apenas recuerdo, y en el presente vivo entre oropeles, tengo la ración de comida asegurada, mis cuatro paseos diarios por convenio, y en esa atmósfera de opulencia canina no puedo sino comparar los sofás, que es donde transita mi existencia. Dani: vete a Ikea, ese lugar que veo desde la parte de atrás del coche, y cómprate un sofa. Mis huesos se lo agradecerán. También me gustaría pedir, otra vez a Dani, que ronque menos, y así pueda dormir a su lado, como es la obligación de cualquier perro con su amo. Solo eso, pues: la calefacción, el sofá y los ronquidos.

De lo demás no tengo queja. Me sacan con frecuencia, y a lugares diferentes. Disfruto en el parque Juan Carlos I y en la Casa de Campo; no tanto corriendo por la calle. Ah, sí, la calle. Me gustaría, si es posible, que las rejillas de ventilación se cubrieran, para que pueda avanzar sin miedo sobre ellas. También que haya siempre una alternativa a las escaleras mecánicas. Me dan pavor y obligo a mis dueños a cogerme en brazos. Aún recuerdo los brazos temblando de Dani tras subirme a lo alto de Toledo. Tampoco quiero olvidarme de las vacaciones que he disfrutado, con dos viajes a Francia que han sido la envidia de la camada, y por eso que todos corren a mi espalda, y nunca me tocan. Soy la más rápida, la más lista, y la más feliz. Debo decir que, cuando les cuento de mis aventuras de este último año, exagero algo todo lo que me ha ocurrido, y así multiplico su envidia. Pero lo hago casi por imitación a los humanos: ellos también magnifican todo el cariño que les doy.

Respecto a la carta que escribo a los Reyes a través de Alicia, solo puedo decir que, en el pasado, Alicia me alimentó con un pienso de muy mal sabor. ¡Y mira que yo como de todo! Los productos de marca blanca no gustan a los humanos, pero tampoco a los perros. Ahora, y gracias al educador canino, me alimento igual en las dos viviendas. Y hablando de la vivienda, me gustaría pedirle a Alicia y Patrice que cometan algún error. Dani suele olvidar un alimento que deja, sin saberlo, a mi alcance: una puerta mal cerrada, y en el armario la celebración de un panettone; una tartera sobre la campana extractora, y en su interior unas albóndigas congeladas; una cremallera que se abre, y en la mochila el paraíso del chocolate. Qué goce entonces esos momentos solitarios donde devoro alimentos prohibidos. Lo hago con la convicción feliz de que luego llegará una bronca, que tendré que esconderme o poner cara triste (aún más triste) y que tal vez me encierren y griten y amenacen. ¿Pero es que ellos no tienen fallos?, me pregunto.

Por mi parte, me gustaría prometer que no voy a arañar la puerta cuando se marchen de casa, ni chantajearles con injustos lloros. Que solo comeré aquello que me sirvan. También podría tratar de controlar esos pedos terribles, y cuyo olor hace huir a los humanos a otra habitación. Podría ser más obediente, y no subirme a la cama, o no hacerme la despistada cuando me interesa. Sin embargo creo que, si intento cambiar, pierda la gracia de quienes ahora me quieren. Y que en mi nuevo papel se encuentren con una mascota aburrida y prescindible, y por lo tanto se abra una puerta hacia el pasado, a los días de abandono. Así que prefiero mantenerme como soy: una perra tranquila, dormilona, cariñosa, con tendencia a la tristeza y adicción a la comida y que, en suma, trata de devolver desde sus cuatro patas y veintidós kilos todo el afecto que recibe de sus queridos amos: Alicia, Patrice y Dani, y ahora también del recién llegado Gaël.

Los números de 2014

Los duendes de las estadísticas de WordPress.com prepararon un informe sobre el año 2014 de este blog. Como siempre, muchísimas gracias a todos los que me leéis y seguís. Que recientemente haya bajado el número de entradas no significa que haya dejado de escribir, sino más bien todo lo contrario. Espero daros una sorpresa la próxima Navidad.

Aquí hay un extracto:

Un teleférico de San Francisco puede contener 60 personas. Este blog fue visto por 2.600 veces en 2014. Si el blog fue un teleférico, se necesitarían alrededor de 43 viajes para llevar tantas personas.

Haz click para ver el reporte completo.

Cacahuetes para Midnite

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Existe en inglés un modismo que dice: «sell it for a song». Significa vender algo por una suma de dinero escasa. He leído esta expresión en Moll Flanders de Daniel Defoe. Moll Flanders reside en Londres cuando inicia su cadena de hurtos. Cada robo hace olvidar al anterior. Cada robo endurece su corazón. Poco importa el valor de los objetos robados, porque siempre tienen que malvenderse. O como ella misma dice, «thieves are fain (glad) to sell it for a song».

Luego he saltado de idea y he recordado la historia del origen de la copa músico. Según me transmitieron oralmente, en el calor de las cervezas de un bar, este postre viene de la época de Mozart, y de ahí que también se la llame copa Mozart. Entonces los músicos tenían el mismo régimen laboral que la gente de servicio. Antes o después de las actuaciones comían en los sótanos de los palacios. Dado que con frecuencia no se les pagaba por su trabajo, se les compensaba al menos en especie. Y la especie era un plato de frutos secos, alimento no excesivamente caro pero muy calórico. De ahí viene, al parecer, el origen de este postre. No he podido encontrar en la red información al respecto, así que es muy probable que lo que me contaron sea cierto.

Si unimos el modismo y la copa Mozart, malvender una canción y mendigar unos cacahuetes por ser escuchado, se puede entender el placer inmenso de volver a casa un viernes por la noche, y en el bolsillo sesenta euros. Sabiendo además que ese dinero viene, magia, de la música. Es decir, de un grupo de amigos que han venido a escucharnos y que ya lo han hecho en ocasiones anteriores, así que parece cierto que les gustan las canciones de verdad, les ata una fuerte amistad con el grupo, o ambas cosas.

Hacer música, como cualquier actividad artística, tiene algo de suicidio. Nadie piensa en tocar un instrumento por dinero. Rasgar un acorde, escribir un poema, abocetar un cuadro. Acciones que no encajan en la vida de las aceras y los móviles, donde todo debe ser breve, donde todo tener un efecto inmediato, como inmediato es su olvido. Para lograr que los dedos se ubiquen sobre los trastes, y que la mano contraria dibuje un sol, uno debe robarse a sí mismo de otros intereses más urgentes, y por lo tanto menos apasionantes. Porque al final lo que se admira es la persona que nos deslumbra con una canción, una historia o una imagen. En un mundo dominado por el monopolio de las pantallas, seguimos enamorados del que dibuja un rostro en una servilleta, del que coge una guitarra y canta, del que habla o escribe y en su voz o en su palabra relata.

Ese amor se traduce en tres billetes azules en el bolsillo, y en la cara la sonrisa tonta que se le cada a uno tras tocar en directo. Al bajar del escenario termina una historia. Los dos escalones son una barra de pentagrama. Como una película que se rebobina, se baja la escalera y acaba el concierto, la prueba sonido, el montaje de los instrumentos, su traslado al lugar de la actuación, su descarga y transporte y carga en el coche, los ensayos y el trabajo individual. Cada fotograma es una ilusión que empuja al siguiente. Si uno pensara en la música en términos económicos, rentabilidades en una rejilla de datos, no habría música, como tampoco posiblemente novelas o películas o gastronomía. Son actos todos que uno hace porque ama la vida más que a sí mismo. Lo cual no es sino una definición bastante exacta de la felicidad.

Así que con esos tres billetes azules y mucho hambre salgo de la Boca Club. Camino en dirección al coche, aparcado en la plaza de Santa Ana. Camino saboreando ya el kebab que voy a comerme cerca del teatro cuando, ay, el turco cerró. Miro el reloj: dos de la madrugada. Las calles son madrileños y turistas que beben o hacen cola para entrar en algún local. Les compadezco: el frío se aplasta en las calles estrechas como una venganza. Los taxis se abren paso entre la gente a ritmo de procesión, y en la acera me entregan ofertas de bares. Los desprecio con la felicidad de pensar que vuelvo a casa.

Esa película rebobinada de un concierto también avanza en presente. La tecla play, y el coche parado frente al bar del concierto, volver cargar los instrumentos, el olor a sudor, el vehículo como un bazar marroquí camino del local de ensayo, y luego vaciar todo el equipaje con el cansancio de un exilio. Por último el regreso a casa, y en el retrovisor la felicidad inmerecida de unos amigos que nos siguen, que nos escuchan, que hacen que esa actividad tan innecesaria que es hacer música se haga colectiva, y por lo tanto esencial. El milagro por el cual la idea musical que alumbró un flexo, una noche cualquiera de martes en Madrid, se comunica por fin a los demás con la certeza de un calambre.

A todos los que os conectasteis a Midnite esta noche de diciembre en Madrid, a todos los que nos escuchasteis en un formato nuevo, acústico, guardando además un silencio de iglesia, superando el frío que apretaba contra la puerta, y en un día que invitaba a dar un brinco a la ciudad, y huir fuera de ella, y también a Pablito por ser tan amables y sonar tan bien, a todos solo os podemos dar, ahora y siempre, las gracias. Nos hicisteis sentir que las canciones valían mucho más que un puñado de frutos secos.

Las fallas de Valencia y Schöenberg

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En la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, dirigida por Gustavo Dudamel, no va a sonar ni un segundo de música de Schöenberg en la temporada 2014/2015. Salvo algunos pasajes de acompañamiento a la película Metrópolis de Fritz Lang, la Orquesta Sinfónica de Chicago tampoco interpretará ninguna obra del compositor austriaco. Schöenberg no corre mejor suerte en Europa: la Filarmónica de Berlín le deja en el banquillo esta temporada, y lo mismo sucede con la Filarmónica de Viena, su casa espiritual.

Que se ignore la obra de una de las más grandes figuras del siglo XX plantea un debate sobre la vigencia de sus postulados. ¿Por qué no se escucha a Schöenberg en Los Ángeles, en Chicago, en Berlín, en Viena? ¿Hay miedo a que la revolución de sus planteamientos se transmita de Schöenberg al público y que el público, enaltecido, asalte lleno de ira escenarios y queme pentagramas atonales? ¿Por qué se teme que el público reaccione así? ¿Porque es soberano de su gusto, y al pagar el disfrute es innegociable? (lo cual nos daría a entender que el gusto actual está muy lejos de Schöenberg). Y en cuyo caso la pregunta es directa, como una inyección: ¿por qué no gustan las obras de Schöenberg? ¿No gustan porque como se programan poco, el público apenas se reconoce en ellas? ¿O es que está el público agotado de haber tratado entender, sin éxito, el serialismo, como esos libros de imágenes en tres dimensiones que sólo lograron hacernos bizcos, pues de allí nunca se levantaron imágenes? ¿No se programa a Schöenberg, en suma, porque no emociona, y se temen bostezos y altercados en las butacas? ¿Y si se alguien se arriesga y programa Schöenberg, por qué lo hace? ¿Por luchar contra la casta de los compositores, que también la hay, o porque se persigue un fin didáctico, es decir, educar al embrutecido público, una vulgar res sexuagenaria de toses y teléfonos encendidos?

Todas estas preguntas darían para un caluroso debate, sobre todo si el Auditorio estuviera bien dotado de grifos de cerveza. Pero como al auditorio se va con sobriedad y rigor, con sobriedad y rigor es indiscutible afirmar que Schöenberg hoy es una decisión valiente, tomada a contracorriente de otras grandes orquestas. Por esta radicalidad, pero también por la rebeldía artística de su autor, encaja Schöenberg en una temporada bautizada bajo el nombre de Revoluciones. Doble radicalidad: la de hacer sonar a Schöenberg en el siglo XXI, y la de su propio repertorio, por mucho que Gurrelieder, la elegida para esta ocasión, esté en el lado moderado del mismo.

También es de su lado más amable el Pelleas und Melisande, obra que sonó en febrero de 2013 bajo la batuta de Juanjo Mena; si mi memoria no falla, y lo suele hacer, ha sido la última vez que se ha programado Schöenberg con la Orquesta Nacional de España. Guardo un recuerdo positivo de este poema sinfónico, compuesto antes de que Schöenberg volviera un día a su casa y, provisto de un martillo, acabará con la tonalidad. A un conocido, que sufre arcadas y espamos cuando escucha el nombre de Schöenberg, le conté lo mucho que había disfrutado escuchando el Pelleas und Melisande. Dio un paso atrás, asustado, y afirmó luego que la única explicación posible es que a Schöenberg se le apareciera la Virgen en lo alto de un árbol, bajara con cuidado, le entregara esta partitura, pero ninguna otra. Y que el martillazo, concluía este persona, debía habérselo dado en las manos. A ese supuesto vacío de obras que nadie aparentemente le regaló o inspiró pertenece el Gurrelieder (o Canciones de Gurre). Gurre es el topónimo de un pueblo al noroeste de Dinamarca, y Gurre Sø el nombre de un pequeño lago situado a cincuenta kilómetros al norte de Copenhague. Leo que aún se conservan los restos del castillo donde los reyes daneses vivían allí durante la Edad Media, aunque en Google Earth no encuentro sino la superficie verdosa del lago (la foto de la cabecera corresponde, no obstante, a las ruinas que yo no consigo ver).

Una leyenda nos cuenta que el rey Valdemar II, que vivió a finales del siglo XII y principios del XIII, tenía una amante llamada Tove. Tove fue asesinada por la esposa de Valdemar II en un ataque de celos. Esta leyenda fue reescrita en numerosas ocasiones por escritores románticos, entre ellos el mismo Hans Christian Andersen. Una de las más afortunadas adaptaciones tuvo lugar a mediados del siglo XIX, y fue a cargo de Jacobsen, escritor que tuvo un fuerte impacto en Freud. En una obra póstuma de Jacobsen de 1886 encontramos el ciclo de poemas Gurresange, siendo sange la palabra danesa para referirse a las canciones.

Gurresange consta de tres partes: en la primera Valdemar y Tove se enamoran. En la segunda la reina Helvig, presa de los celos, asesina a Tove. En la tercera todos están muertos, y el rey Valdemar es un fantasma que cabalga hacia el castillo de Gurre. Allí cualquier imagen le recuerda a su amada Tove. La peripecia es sencilla, pero su alcance se complica en la lectura de Jacobsen. El autor plantea un determinismo fatal en la relación de Valdemar y Tove. Uno y otro son conscientes de la ruina que supone su amor. «Vamos a la tumba como una sonrisa que muere en un beso dichoso» dice Tove a su amante. Valdemar sabe también de que el erotismo va a conducirle a la muerte, en un avance de las teorías freudianas: «Nuestro tiempo ha acabado» dice al morder el fruto prohibido, que son los labios de Tove. Cuando ella muere, Valdemar cabalga de noche hacia el castillo de Gurre, retomando otra leyenda danesa. Valdemar blasfema al Dios que se esconde tras la noche, y le acusa de «ser un tirano, no un monarca». El galope de Valdemar, en un nuevo adelanto de Freud, es el ritmo triste de un deseo sexual inalcanzable.

Si el texto es de un gran interés y belleza poética, no lo es tanto en lo musical. La obra requiere, entre otros instrumentos, de diez trompas, seis timbales, cuatro arpas, cuatro tubas Wagner, y así hasta superar los cien músicos en escena. A lo que debemos añadir la intervención del coro en la tercera parte. Esta orquestación monumental le lleva a uno a pensar en Wagner, y de éste Schöenberg se hace eco en momentos de gran lirismo y en la recurrencia de los temas. Pero también aprende de Wagner lo malo, y al orquestar tantos elementos juntos uno queda aturdido. Más que una sala de conciertos, el auditorio parece un accidente pirotécnico en un almacén de fuegos artificiales y el resultado es que, después de tantos esfuerzos de todos los músicos, resulta que no se puede escuchar a ninguno con claridad, y sólo queda humo.

Pero aún está por llegar lo más grave: el fallo en las proporciones de la obra. Porque frente a este ejército de músicos, Schöenberg sitúa un equipo vocal (soprano, mezzosoprano, dos tenores y bajo) que tiene la hérculea tarea de hacerse escuchar. Tarea en ocasiones del todo imposible, y lo digo con tristeza pues la calidad general de las voces, cuando pudieron ser escuchadas, fue muy alto. Tove estuvo cantada de maravilla por Christine Brewer, y también brilló José Ferrero como un suave Waldemar. Ojalá que esta actuación de Ferrero sirva para hacernos olvidar el desatino absoluto del Carmen en el Teatro de la Zarzuela esta misma temporada.

Uno no logra entender esa obsesión de algunos compositores, y de ciertos directores tras ellos, por situar en atriles obras donde la amplitud oculta el vacío o las intermitencias. Las canciones de Gurre comienzan muy bien. De hecho la obra resuena hacia delante, como la bocina de un trasatlántico, y su arranque recuerda el final de Harmonielehre de John Adams. Pero luego la obra se hace pesada, los momentos de belleza más esporádicos, y los sobresaltos sonoros reiterativos e innecesarios. En las dos primeras partes la música esconde momentos de gran romanticismo, que chirrían con unas líneas vocales planas. El desaguisado de la mezcla lo arregla Schöenberg en la tercera parte, donde entra el coro y en el cual las voces, menos mal, son más definidas, audibles (¡parece mentira que esto sea una virtud!) y melódicas, palabra que para Schöenberg podría resultar un insulto.

Cómo me gustaría poder decir que disfruté del concierto. Pero no fue así, o al menos no lo fue en su conjunto. Hubo momentos emotivos, donde la música levantó la poesía trágica de la historia. Momentos donde el amor y su ausencia, el dolor, la muerte y las blasfemias paganas llenaron el auditorio. Pero entonces Schöenberg encendía la pólvora, y con sus detonaciones sonoras nos alejaba de cualquier emoción. Encogidos en la bútaca observábamos, allá abajo, a unas voces desgañitarse por contarnos algo que, ay, no escuchábamos.

Santiago Martín Bermúdez, en sus notas al programa, escribía que el director Josep Pons dijo a los interpretes de esta obra: «piensen que puede que la mayoría de ustedes no vuelva a tocar nunca esta obra». A lo que yo le añado, en forma de coda, con las palabras del campesino en la tercera parte: «Rasch die Decke ubers Ohr!» («¡La manta, rápido, sobre los oídos»).

Al morir Schöenberg dijo de él Britten: «I mourn the death of Schoenberg. Every serious composer today has felt the effect of his courage, single-mindedness, and determinaction, and has profited by the clarity of his teaching. The world is a poorer place now this giant is no more». («Lamento la muerte de Schöenberg. Cualquier compositor serio actual debería contagiarse de su valentía, decisión y determinación, y aprender de la claridad de su enseñanza. El mundo es un lugar peor sin un gigante como él»). Que un compositor como Britten, a quien admiro, ensalce de esa manera a Schöenberg, y que a la vez no haya conectado con su Gurrelieder, me da pena. Es una cadena de admiración rota, y que me recuerda a esos dibujos en tres dimensiones que nunca se llegaron a levantar del papel.

Liszt, Shostakovich y las revoluciones que vienen

Shostakovich

El compositor polaco Krzystof Penderecki abrió el programa del sábado 15 de noviembre en el Auditorio Nacional. En el estrado las manos de un tocayo, Krzystof Urbanski, joven director, también polaco, y que se puso frente a la Orquesta Nacional de España. La obra elegida fue el Treno a las víctimas de Hiroshima (1959), la más popular de su autor. Tal y como apunta Marisa Manchado en sus notas al programa, esta obra fue inicialmente titulada 8´37´´, posiblemente en un guiño a John Cage. Por sugerencia de su editor cambió luego de nombre.

Así que no había ninguna referencia al dolor de Hiroshima cuando Penderecki imaginó y compuso esta obra, pero qué duda cabe que el título, aparte de dotar a la obra de un carácter más comercial, encaja con la música, sombría y desesperada. Música que se inserta dentro de la corriente denominada sonorismo, una etiqueta musical polaca caracterizada por una expresividad pura, sin artificios, mediante el movimiento y yuxtaposición de masas musicales. Para acompañar esta novedad, ciertamente revolucionaria, se utiliza una notación musical de carácter gráfico, tal y como recoge el enlace adjunto: https://www.youtube.com/watch?v=HilGthRhwP8. Algunos directores emplean un cronómetro en la dirección de esta obra. Urbanski, sin embargo, se bastó con sus manos para dar entrada y salida a los volúmenes musicales, en una interpretación algo desganada e imprecisa de la Orquesta Nacional. Pude escuchar, en la retransmisión del domingo, mucha mayor precisión en la obra. Con respecto a la evolución de Penderecki su obra avanzó, desde la década de los setenta en adelante, hacia territorios más canónicos, incluso retomando elementos románticos. Algo inusual y que fue lamento parar muchos críticos de vanguardia y alivio de otros.

Pero lo que evolucionaba en ese momento era el programa del concierto, pues ya subía por el ascensor el piano. Tras un desbarajuste de sillas y atriles, con media orquesta afinándose y la otra entrando aún por la puerta de los contrabajos, puerta que además quedó abierta durante el Adagio, comenzó el concierto para piano y orquesta número 2 de Franz Liszt. En el teclado disfrutamos de la interpretación de la pianista Khatia Buniatishvili. Una interpretación magnífica de un concierto breve y largamente revisado por el compositor húngaro. Frente a otros conciertos de piano, Liszt orquestó con voluntad decidida la obra, y de ahí que el piano rivalice con casi setenta músicos que a veces arropan y en otras arrastran al piano como un instrumento más, hasta hacerle casi desaparecer. Este hecho, unido a que la obra sean seis momentos de una misma idea musical, explica que muchos críticos consideren a la obra como un acercamiento de Liszt hacia el poema sinfónico, y no en vano el propio autor lo tituló inicialmente como Concerto symphonique.

Khatia Buniatishvili recibió grandes aplausos del auditorio. En el bis se decidió por el tercer movimiento o Precipitato de la sonata número 7 de Prokofiev, consiguiendo, tal vez sin saberlo, hacer de bisagra con la segunda parte del programa. Porque Prokoviev murió el 5 de marzo de 1953, el mismo día que Stalin, y en la segunda parte del programa nos esperaba la sinfonía número 10 de Shostakovich, un compositor que utilizó el pentagrama como testimonio del la época que le tocó vivir, pero desde una peligrosa proximidad al régimen que pretendía subvertir, o al menos retratar. Así que en las manos de Khatia se adelantaba la llegada de Stalin y, con él, Shostakovich.

Tras el descanso, en el cual tuve ocasión de felicitar a Khatia Buniatishvili por su actuación, volvimos para disfrutar de la décima sinfonía de Shostakovich. Cuando uno piensa en el compositor ruso no puede sino imaginar sus gruesas gafas redondas y, como si se tratara de una broma, de Stalin tras ellas. En Shostakovich arte y política estuvieron siempre juntos; su música fue a veces panfleto comunista, a veces rechazo a los ideales del realismo socialista, y en ocasiones, las más destacadas, expresión de una voz propia en conflicto. Es fácil juzgar y dividir su obra con el paso del tiempo, con la certeza de que lo que uno escribe o piensa no tenga consecuencias, no significa críticas furibundas ni amenazas personales. Es difícil, en suma, lograr entender la labor de un creador en una atmósfera de miedo. Con todo, y pese a la innegable relación con Stalin, la Décima fue estrenada en diciembre de 1953, unos meses después del fallecimiento del dictador. Sobre la relación de Stalin y Shostakovich hay un libro excelente titulado Shostakovich and Stalin: The extraordinary Relationship Between the Great Composer and the Brutal Dictator, escrito por Solomon Volkov.

Escuchar la décima sinfonía de Shostakovich es de estas proezas que uno incluye en su currículum musical. Bien conocido por todos es el uso que hizo de sus iniciales D S C H en el monograma musical que abre la obra. Obra oscura, melancólica, profundamente personal, y que por lo tanto fue atacada por aquellos defensores de Stalin, la música como un arma de guerra, un estilo fuerte, de raza, y alejado de cualquier pretensión experimental. Krzysztor Urbanski y la Orquesta Nacional hicieron un trabajo memorable, de esos que justifican el goce de la música, y así abandoné el Auditorio, feliz tras otra gran noche de música.

P.D. Sobra decirlo: sonaron cuatro teléfonos móviles, en la media de otros días.

Corrientes circulares en el tiempo

SSC

– Vamos con el caso de estudio de hoy. Escuchen. La empresa británica SSC tiene como fin social el comercio inglés con América Latina. Se trata de una empresa con capital estatal, y el fin último de sus beneficios será el repago de la deuda nacional británica. Adelantando ingresos futuros, la compañía busca financiación mediante la compra de bonos del gobierno, y entrega a cambio acciones de la empresa. ¿Todo claro hasta aquí?

Un silencio afirmativo en la sala.

– Por razones que no vienen aquí al caso, los beneficios nunca llegan a materializarse. Los accionistas, sin embargo, mantienen la fe en la empresa. SSC pasa a convertirse en un juego inversor antes incluso que en una empresa exportadora, que es su objetivo natural. Las acciones de la compañía suben… dejadme que busque el dato exacto, aquí está, sí, las acciones suben en seis meses de 128 a más de 1000 libras.

Caras de sorpresa entre los alumnos, alguna sonrisa.

– Lamentablemente los beneficios siguen sin aparecer; algún inversor sospecha que la compañía está sobrevalorada, y vende con éxito su participación. Otros muchos accionistas siguen luego el mismo camino, y se deshacen de sus títulos. El precio se desploma y SSC anuncia que no puede hacer frente a los pagos. Pueden imaginarse el drama. El Reino Unido toma cartas en el asunto, y ante la gravedad de la caída decide reflotar la empresa, o como se dice ahora, rescatarla. SSC, que tenía como fin último reducir la deuda británica, produce el efecto contrario. El gobierno inglés adquiere casi nueve millones de libras en el mercado para salvar su quiebra. ¿Habían oído hablar de este caso real?

Nuevo silencio en la sala, pero una mano se levanta.

– ¿Quién tomo esa decisión? ¿Y por qué?

– El por qué daría para un largo debate. Digamos que pienso que hay negocios, o sectores productivos, que no deberían ser un juego del mercado. O que deberían estar vigilados muy de cerca. La otra pregunta es más rápida y fácil de responder. Se llamaba Robert Walpole.

– No me suena nada.

– Es normal. La codicia tiene amnesia, pero la historia no. Robert Walpole fue First Lord of Treasury desde 1721 a 1742. Porque el caso que acabo de contarles ocurrió en el siglo XVIII.

Hay un ruido de asombro en la sala.

– Robert Walpole fue algo así como el Prime Minister, si se me permite la salvedad ,pues no existía ni ese cargo propiamente dicho ni con ese nombre. Las siglas SSC corresponden al nombre real de la empresa: South Sea Company. Preferí daros el nombre en siglas para contribuir al engaño. Su objeto social era quitarle el comercio de esclavos a las colonias españolas en el Nuevo Mundo. Los problemas de gestión de los que hablaba tuvieron que ver con la guerra de Sucesión española, y la tardanza en la firma del Tratado de Utrecht, firma que no llegó hasta 1713. Por entonces la empresa ya estaba endeudada y a merced de los especuladores. El derecho de los británicos que reconocía este Tratado, el llamado Asiento, no se pudo llevar con facilidad a la práctica, en parte, ya os lo podéis imaginar, por culpa de los obstáculos que pusieron los españoles. De ahí que los ingresos nunca llegaran como estaba previsto. Pero las fechas o los nombres son secundarios, y por eso les he contado la historia omitiendo todos estos datos. Podemos concluir que se pueden olvidar los detalles, los hechos, los datos, la historia en su conjunto, pero el hombre nunca olvida las motivaciones, las más altas y las más bajas, siempre juntas, dominando a veces unas y a veces otras, en el siglo XVIII, antes y después. Siempre las motivaciones, la humildad y la codicia dando vueltas a nuestra cabeza, como corrientes circulares en el tiempo.

http://en.wikipedia.org/wiki/South_Sea_Company

Los perros y los lobos, de Irène Némirovski

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Irène Némirovsky nació en Kiev en 1903. De origen judío, desarrolló su carrera literaria en Francia. Los perros y los lobos apareció en 1940. Fue su última novela publicada en vida: en 1942 fue deportada a Auschwitz donde, al igual que su marido, sería asesinada. A sus dos hijas les dejó una maleta con numerosos manuscritos. Uno de ellos, Suite francesa, fue publicado en 2004, recuperándola postreramente del olvido, y desencadenando un éxito de crítica y público sin precedentes.

Los perros y los lobos dibuja un movimiento que es el de la propia autora. El relato comienza en Ucrania, su país natal, a principios del siglo XX. Irène Némirovsky escapó de la revolución bolchevique en diciembre de 1918, apenas con quince años, y así también lo hace Ada, protagonista de la novela, subiéndose a un tren en mayo de 1914. Los primeros capítulos de la obra nos describen la forma de vida de una familia judía en Ucrania y cómo, a sus ojos, se estratifican los barrios. A través de Ada leemos que es el dinero lo que diferencia unas zonas de otras. El dinero «era bueno para cualquiera, pero para el judío era como el agua que bebía y el aire que respiraba. ¿Cómo vivir sin dinero? ¿Cómo pagar los sobornos? ¿Cómo meter a los hijos en la escuela cuando se había cubierto el cupo? ¿Cómo conseguir la autorización para ir aquí o allá, para vender esto a aquello? ¿Cómo librarse del servicio militar? ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo vivir sin dinero?» (página 24).

Junto al dinero, Ada y su primo Harry Sinner son los protagonistas de la novela. Irène Némirovsky, que fue hija de un banquero judío, y casada igualmente con un banquero, los sitúa en los extremos de la pirámide social y económica. La autora, aprovechando sus distintas fortunas, nos describe las maneras de ambición de uno y otro. El éxito y la ruina fluctúan con facilidad y definen el carácter de los judíos: «La suerte y la desgracia, la prosperidad y la misera los fulminaban como los rayos del cielo al ganado, lo que originaba en ellos tanto una perpetua inquietud como una esperanza invencible» (página 67). Frente a Ada su primo Harry «temblaba de aquel modo ante ella», y «no era porque a sus ojos representara la pobreza, sino el infortunio». Porque al final «para un judío no había más salvación que la riqueza» (página 75) y el dinero era su idioma (página 160).

Los dotes de la autora para observar cómo afecta el dinero a cada uno deja fragmentos admirables: «Los judíos de la ciudad baja eran religiosos y fanáticamente apegados a sus costumbres. Los de los barrios ricos se limitaban a observarlas. Los primeros sentían que la fe judaica estaba arraigada en ellos a tal punto que les habría resultado tan difícil prescindir de ella como vivir sin corazón. A los segundos, la fidelidad a los ritos les parecía de buen tono (…). Entre esos dos grupos, piadosos cada cual a su manera, estaba la pequeña y mediana burguesía, que vivía de otro modo. Invocaba a Dios para que bendijera un negocio o curara al hijo (…), pero acto seguido se olvidaba de Él o, si se acordaba, era con una mezcla de miedo supersticioso y tímido resentimiento: Dios nunca concedía lo que se le pedía… del todo» (página 40).

Esta visión de su propia comunidad hizo que la misma rechazara a Némirovski, acusándola de antisemita. Todo una paradoja sabiendo cuál fue su terrible destino. Pero tampoco fue aceptada por la patria francesa, a la cual ella siempre aspiró. Porque Los perros y los lobos, siguiendo el itinerario biográfico de la autora, se cierra en una Francia que imaginamos ocupada por los alemanes. Según Némirovsky la alta burguesía parisina tiene como único interés el buen vivir, y es indiferente a un mundo que se derrumba. Suponemos que Europa está en guerra, pero la novela nos oculta los hechos. Mudos los diarios, la obra observa las consecuencias de la contienda sobre las costumbres, y así consigue hacer crítica social. Pese a la crudeza de esta crítica Némirovsky nunca dio la espalda a su país de adopción, se convirtió inútilmente al catolicismo y, tal vez agotada, no intentó ni siquiera huir cuando Francia capituló y tuvo tiempo para hacerlo.

Los sentimientos entre Ada y Harry complican la peripecia de la novela. Son parientes cercanos pero media entre ellos una larga distancia: la de sus fortunas tan dispares. Si el amor se hace común es porque se levanta sobre la experiencia individual: los enamorados se identifican en la memoria común de un pueblo perseguido, dividido entre perros fieles y lobos salvajes, entre el servilismo y la insolencia. Este amor responde por lo tanto a una oscura llamada de la sangre. Un amor estólido, porque los judíos son «una raza ávida, hambrienta desde hace tanto tiempo que la realidad no basta para alimentarnos», y logrado gracias a una «necesidad casi salvaje de conseguir lo que se desea (…)» (página 130).

Esa pasión prevista entre Ada y Harry se alcanza tras unas escenas memorables: de un lirismo amargo son los lienzos que ella pinta y cuelga en una librería, esperando que Harry algún día los vea y, activándose los mecanismos del recuerdo, llegue a París una realidad lejana y olvidada. El arte funciona como una vía para que Harry consiga encontrarse consigo mismo, con su historia, y por lo tanto con Ada. Pero también causa una honda impresión la imagen de Ada sentada en un banco de la calle, observando una fiesta en el palacio de Harry, las risas y las copas y las intrigas y todo lo que imagina que la gente habla desde los balcones abiertos. Ada y Harry, dos ruedas que confunden voluntariamente «el pasado y el presente, el sueño y la realidad» (página 146) y que giran desde su nacimiento sobre el mismo eje.

La obra se cierra con un movimiento que es la biografía de un pueblo: el espanto del regreso al lugar del que se había huido. Irène Némirovski, su marido y sus dos hijas tenían suficientes razones como para escapar del odio nazi: una familia acomodada, de origen judío y ruso. No lo hicieron, y en ese momento la biografía de Irène y de Ada se separan para siempre.

La primera permaneció en Francia, pensando que tal vez la conversión al catolicismo y su dinero, y por lo tanto sus contactos, podrían salvarla. No fue así: fue obligada a portar la cruz amarilla que estigmatizaba su origen judío, deportada y finalmente asesinada en las cámaras de gas de Auschwitz. En julio de 1942 escribe una última nota dirigida a su familia: «Mi querido amor. Mis queridas niñas. Creo que marchamos hoy. Fuerza y esperanza. Estáis en mi corazón. Os quiero». No supieron nunca más de ella.

La segunda, Ada, seguirá viva en la memoria libre de quienes hoy leemos esta obra. A pesar de algunos brincos temporales y de ciertas descripciones estereotipadas, sobre todo en referencia a los rasgos judíos, todo parece vivo y real. Cada detalle encaja con el resto y ningún dato resulta superfluo, y hace que la obra tenga la perfección liviana de los buenos cuentos.

Los perros y los lobos es una instantánea tomada sin cámara: el relato de un espanto que la propia Irène rechazó mirar, tal vez porque no pensó que lo escrito pudiera ser cierto. El libro se cierra con nostalgia: el sentimiento entre Ada y Harry supera el tiempo de la novela. Parecen Tristán e Isolda, condenados a quererse, y por eso que aún hoy escribo estas líneas sobre ese amor, compartiendo un sentimiento único mezclado de fuerza y de esperanza; de servilismo e insolencia; de austeridad y riqueza; de perros y lobos, como leitmotiv de un pueblo extranjero y solo. Un pueblo y un amor perseguidos por un pasado más largo que el resto de los mortales.

Los números de página indicados en la reseña corresponden a la edición de Salamandra, S.A. en su catálogo de «Letras de Bolsillo».

Negocios

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Hola Paco, ¿qué tal? Si, ya estoy de vuelta, qué viaje, perdí el avión de la mañana, sí, el atasco, cuando llegué a la puerta de embarque el avión estaba aún en pista, llamaron al piloto, pero nada, cogí el avión de las dos, tres horas en el aeropuerto, trabajando, ciento y pico euros el billete, en fin, mira, de dinero te quería comentar, estuve hablando con mi padre, está preocupado porque ve que acaba el año, hay que liquidar la antigua sociedad, empezar a dar algo de actividad a la nueva, facturación, impuestos, el cambio de propiedad, pero macho, estamos a octubre y es ahora cuando se preocupa, no antes, claro, claro, sí, dime, te escucho,… bueno, me alegra saber que tú lo tienes controlado, si te parece podemos organizar una comida, darnos un homenaje, ¿cómo?, ah sí, sí, sí,… claro, con mi padre también, digo, darnos un homenaje, pero lo que te llamaba es para que le dieras un toque en la espalda a mi padre, para que sepa lo que hay ahora mismo, lo que tenemos que hacer, ver los puntos pendientes, y trazar un plan de acción, porque como te decía es octubre, se acaba el año, se pone ahora nervioso pero a su manera, ya lo sabes, por eso te pido que le llames como algo tuyo y le des un toque, y quedamos la próxima semana… sí, sí, ya te decía que vuelvo hoy, de hecho estoy ahora mismo en el autobús yendo al avión, y eso, nos damos un homenaje, de acuerdo, venga te dejo, un abrazo, ciao,… sí, hola papá, qué tal estás, bien, nada, ya volviendo, qué día, perdí el avión de la mañana, ah, ya te lo contó Julián, pues eso, con el atasco llegamos al embarque cuando estaba cerrado, pero el avión aún no había despegado, la chica del mostrador llamó a la cabina pero no hubo manera, doscientos euros la broma, en fin, así que anulé la reunión de la mañana, y solo hemos tenido tiempo de hablar con David Peña, pero ya te cuento en Madrid tranquilamente, mira, te llamaba porque se acaba el año, tenemos que cerrar bien la sociedad, ya lo sabes, que no se nos salte nada al 2015, es algo crítico, sí, sí, ya sé que te preocupa, como a mí, papá, lo que te digo es que a ver si la próxima semana quedamos a comer, nos tomamos algo con Paco,… Paco el abogado papá, y precisamente por eso te llamaba, porque me gustaría que le llamaras y aceleres todo, dale un toque porque veo que el tiempo se nos echa encima, con la administración, luego está traspasar los activos, cerrar el ejercicio contable, liquidar impuestos, ver qué dejamos sin pagar, qué pasamos a la otra sociedad, cambiar los apoderamientos, ponernos Julián y yo, son muchas cosas pequeñas que hay que aclarar, por eso te digo que le pegues un toque, un toque de teléfono pero también de verdad, literalmente, para que se ponga las pilas, cerremos ya la dichosa sociedad y pasemos lo que haga falta a la nueva, exacto, exacto, mira, estoy en la escalerilla ya y te oigo mal, llama por favor a Paco y dale un aviso, ¿ok? Venga,… ¿eh, qué dices? Sí, en una hora, bueno, con la diferencia horaria aterrizaremos a las diez en Madrid… ¿cómo? Sí, sí, todos bien, pero por favor pégale el toque a Paco, vale, vale, venga un abrazo papá.

El hombre a quien he seguido la doble conversación cuelga por fin su teléfono móvil. Le tengo delante de mí en la escalerilla de entrada al avión. Un traje elegante, algo arrugado a la altura de los hombros. Como si supiera que los observo, los sacude sin motivo: no tiene caspa. Llegamos al rellano frente a la puerta de acceso al avión. Es un lugar más amplio y nos ponemos uno al lado del otro. Le espió con la esquina del ojo. Ahora mira en el móvil la página de un periódico deportivo que dice: Triplete de Cristiano frente al Bilbao. Entramos a la claridad amarillenta del avión. Se sienta en primera clase. Con cara de alivio guarda su móvil en la chaqueta. Cruza las piernas y se mira el calcetín izquierdo. Cuando le supero por el pasillo hacia la clase turista, le oigo suspirar: ay, negocios. En el avión se bebe una cerveza y picotea cacahuetes. En Madrid le pierdo de vista para siempre. A él, a su padre estafado, al abogado, y a la empresa que no existirá nunca más. Negocios.

Sobre Orgullo y Prejuicio (Pride and Prejudice) de Jane Austen

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Para aquellos que no hayan leído la novela, se advierte que esta reseña hace explícita el fondo de la trama.

«Too light & brigth & sparkling». Palabras que podrían hablarnos de un dormitorio, o tal vez del sol. Palabras que podrían también hacer referencia a un vino de aguja. Pero que realmente fueron la descripción que hizo Jane Austen de su novela Pride and Prejudice (Orgullo y prejuicio). Fue publicada en 1813, cuando su autora tenía treinta y cinco años y le quedaban apenas cuatro para morir.

¿Por qué se sigue leyendo una novela inglesa escrita en el siglo XIX, en un mundo tan diferente al actual? ¿Cómo ha conseguido brincar sobre dos siglos, y romper a cada instante con la tiranía de lo inmediato? La razón no es otra que Elizabeth Bennet y su búsqueda de la felicidad. Como todas las heroínas de Jane Austen, Elizabeth Bennet sueña con un buen matrimonio. El matrimonio es la única solución vital para mujeres bien educadas y de escasa fortuna. Ese es su caso, y Fitzwilliam Darcy su elegido. Un hombre cuya belleza y dinero le interesan por igual. Si la novela atrapa es porque, para llegar al matrimonio, Elizabeth y Darcy vienen de regiones equidistantes. La primera es el epítome del prejuicio, uno de los pilares de la novela. Su opinión sobre Darcy está llena de consideraciones previas y equivocadas, que le hacen errar en el juicio, y por lo tanto en el sentimiento. El segundo representa el orgullo: se trata de un millonario arrogante y esnob que sin embargo esconde un amor hacia Elizabeth. Vivien Jones, en sus notas a la edición de Penguin Classics, apunta a este respecto que, dado que la felicidad personal no puede separarse del mundo donde le da abrigo, los sentimientos privados de Darcy tienen justamente una implicación exterior poderosa e inevitable.

El proceso de aproximación de Elizabeth y Darcy es complejo. Ocurre en amplios salones, buscándose la mirada en los espejos, o haciéndola converger a lo lejos, arboledas en sombra detrás de anchos ventanales. También se buscan en cada correo matutino, en una relación epistolar que ella lee en soledad, con las manos juntas y el corazón sofocado. Las cartas tienen un papel clave en la novela: en una sociedad rígida, marcada por rutinas y ceremonias, lo escrito permite formular aquello que en público no está permitido. Se buscan también, o más bien se esconden y se encuentran, en el laberinto de jardines que rodean las casas de campo. La naturaleza es un personaje, les protege y les espía. Salones y jardines y cartas son, en resumen, los escenarios de un romance que tiene que luchar contra el orgullo genético de Darcy y el prejuicio alegre de Elizabeth, sus «first impressions», que era como se iba a llamar inicialmente la obra.

Pero incluso se buscan y encuentran cuando uno de ellos está ausente. Así ocurre en la visita de Elizabeth a la mansión de Pemberley, y que constituye a mi juicio uno de los momentos más hermosos de la novela. La mansión, propiedad de la familia Darcy, era abierta a los turistas durante las largas estancias de sus dueños en Londres. Elizabeth camina asombrada por los pasillos de la casa, observando y siendo observada por los retratos allí colgados. Varios de ellos representan a Darcy. En la mirada de Elizabeth los lienzos cobran significado: su opinión sobre Darcy termina de orientarse, y sale al jardín confirmando que le ama.

Elizabeth y Darcy deben salvar también los obstáculos familiares y sociales que los rodean, por no hablar de la disparidad de sus fortunas. Estas trabas se aprecian con sutileza en la conducta de otros personajes. Por ejemplo en Charlotte Lucas, amiga de Elizabeth, que acepta casarse con alguien a quien no ama. En Charlotte las reglas del decoro esconden antes una situación desesperada que un sentimiento sincero. O la boda de Lydia, hermana de Elizabeth, con un militar enfrentado a Darcy, y que coloca a ésta en una situación comprometida: ¿cómo va a querer Darcy casarse con ella, y tener entonces a un enemigo como familia? Todo está conectado, todo debe tenerse en cuenta para que el afecto funcione, y así que de cualquier conversación en un paseo, o junto a una taza de te, se disparan consecuencias que afectan a muchos personajes. Por eso que Elizabeth y Darcy no solo tienen que buscarse tras un largo viaje afectivo, sino que su romance debe además analizar todo lo que a su alrededor se dice, murmura o calla. Y para asimilar toda esa complejidad, la lectura debe ser atenta.

Se discute si Pride and Prejudice defiende o no los valores familiares tradicionales. Si hoy hablamos de whatsapps y twitters y redes sociales, cuando Austen escribió la novela se escribía de aristocracia, caballería, propiedad, jerarquía familiar, lealtad al género masculino, decoro, modestia, elegancia y, como la mezcla de todo lo anterior, de matrimonio. Entre todas esas palabras, revolviéndolas, aparecían las primeras críticas feministas a un orden que solo legitimaba a la mujer a través de un buen matrimonio. Eran voces aisladas y perseguidas en la Inglaterra conservadora de las Guerras Napoleónicas. Sin embargo, y en analogía a lo ocurrido durante las Guerras Mundiales, son los años bélicos donde el papel de la mujer hace raíz. Como una veleta averiada, el feminismo sopla en dos frentes a la vez: uno radical, revolucionario, y por lo tanto perseguido, y otro conservador, que busca perpetuar la abnegación sumisa de la mujer, su papel elegante y decorativo.

Elizabeth Bennet es una heroína empujada por un viento de cambio. Una mujer independiente, de mente viva, espontánea, impaciente, y que lucha por ser reconocida. A William Collins le rechaza su insistente oferta de matrimonio en los siguientes términos: «Do not consider me now as an elegant female intending to plague you, but as a rational creature speaking the truth from her heart» («No me veas como una mujer coqueta buscándote las cosquillas, sino como un ser racional cuyo corazón habla de verdad»). El desenlace feliz de la novela no deja sin embargo de ser muy convencional. La alegría multiplicada de la señora Bennet da muestra de ello. Elizabeth ha logrado un salto social y también económico, en un mundo donde la aristocracia pierde peso y lo gana el lucro urbano de una nueva burguesía, perfectamente representada en la novela a través del señor Gardiner.

La novela nos muestra a sus protagonistas persuadiéndose de un mismo sentimiento. Las escenas son el itinerario racional de sus afectos. Un camino en el cual Darcy se despoja del orgullo, Elizabeth de los prejuicios, y descubren que son complementarios. El final es feliz, pues el amor triunfa y vence al control social. Pero la autora suspende el desenlace, porque vive y escribe en una sociedad donde la prudencia va antes que el amor. Una sociedad con una rendija de cambio, donde se vislumbra una burguesía y una nueva sensibilidad. En ese camino en curva de las emociones quedan dolores de cabeza, lágrimas, tiempos de ausencia, ansiedad. Y para el lector el goce de esas cartas (¡cuarenta y cuatro!), que uno lee como recién escritas. Cartas que parecen tratar de decir más, pero en las que el pudor tiene a veces la cualidad del silencio. Y cuando la respuesta de un sentimiento tapado es otro corazón con coartada, uno no puede sino resistir al sueño, dejarlo al borde de la cama, y seguir espiando esa correspondencia, en una búsqueda nocturna que logre romper las fronteras, para que entre Elizabeth y Darcy se materialice al fin lo que la palabra anticipa, oculta o calla.

Decía John Mortimer que no se puede leer, escribir o vivir en plenitud sin conocer todos los tesoros literarios del pasado. Y que la mejor elección era siempre las ediciones Penguin Classics. Yo también recomiendo leer este clásico, como cualquier otro, pero saltando todo tipo de introducciones. Como si Pride and Prejudice hubiera ganado el último Premio Alfaguara, y estuviera en las vitrinas de una librería, después en el metro y luego en casa. Un libro nuevo, recién publicado, del que no sabemos nada. Y después de la lectura, para profundizar en la obra, leer las notas explicatorias. El sistema anglosajón, que las ubica al final de la obra, me parece la forma más sensata de mantener la pureza del texto.

Desmontando lo público (y Midnite viéndolo desde el aire)

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La naturaleza, bien observada, refleja una época. Que un hombre muera aplastado por una rama puede parecer un hecho fortuito. Si las ramas no cesan de caer y sale a la luz los recortes en jardinería, se aclara el suceso. Pero si el mismo periódico cuenta, unas páginas antes que el suceso de la rama, que los directivos de un banco rescatado han gastado quince millones de euros con sus tarjetas de crédito, todo cobra un sentido único. De la tarjeta el gasto, y luego la crisis y el recorte y la rama y su caída y la muerte. A los que ponen luz sobre estas relaciones los llaman de múltiples formas: demagógicos, bolivarianos, izquierdosos, desencatados. Pero los árboles no entienden de ideologías, sino de estaciones.

En el proceso de desmantelamiento de lo público solo advertimos aquello que es necesario cuando ya no está. Es tarde para comprender que en la ciudad no solo se deben talar los árboles, sino garantizar la seguridad de quienes por ella paseamos, asfaltar las calles, dotar de transporte público a los ciudadanos, proporcionar salud y educación. ¡De disfrutar no hablemos! Pero qué menos que pedir que el nieto tenga un parque donde jugar, y el abuelo una pensión justa. Que aún no estemos de acuerdo en la extensión universal y obligatoria de los derechos humanos habla mal de nuestra sociedad.

Escribo y pienso lo anterior porque hoy viernes tres de octubre, a las doce de la madrugada, sonó Midnite Special en Radio 5 de Radio Nacional de España dentro de su programa Siete pulgadas. Siete pulgadas fue grabado en los estudios de la Casa de la Radio, en un proyecto que vuela gracias al entusiasmo de Alma Navarro. La Casa de la Radio es un edificio de aspecto universitario, que como tantos edificios públicos parece más bien una sede sindical. A los que gobiernan resulta que las antenas les preocupan más que los árboles: aquí sí hace falta una poda. Pero no sorprende tanto que este organismo quiera ser desmantelado, como la aceptación tibia a una nueva privación. Cuando la realidad aprieta, todo parece superfluo. Y en la definición de ese todo el tsunami de la tijera no conoce límites.

Por eso que apago la radio con la ilusión contagiada de Alma, otra ramita de un árbol que no quiere caer, que sigue agarrada a un tronco que ya pocos defienden. Su conducta es una prolongación de su nombre, un faro mientras se apagan las luces de aquellos lugares a los que uno accedía sin necesidad de tocar la cartera: espacios fuera del lucro como bibliotecas, salas de exposiciones, museos, fundaciones. Pero también lugares interiores, como la ruedecita del volumen de una radio, y en el baño el milagro de un concierto lejano sonando junto al champú. Programas distintos, sin más vocación que agitar el espíritu, y por lo tanto comercialmente insostenibles, que necesitan ser podados.

En un mundo gobernado por hojas Excel e informes de beneficios, la realidad es doblemente aburrida. En sus matrices de datos solo entran números, que además vienen de unos pocos, aunque luego sumen quince millones de euros. Desde sus edificios de cristal, como siluetas del Roto, se abrazan y exclaman: ¡podemos, claro que sí, podemos, pero del verbo podar! Y luego ríen subjuntivamente.

Puedes escuchar el programa de Siete Pulgadas en la siguiente dirección: http://www.rtve.es/alacarta/audios/7-pulgadas/7-pulgadas-midnite-special-03-10-14/2788200/.

Bruch, Dvoràk y la revolución que viene

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Revoluciones es el nombre que define la temporada 2014/2015 de la Orquesta Nacional de España. Su estreno tuvo lugar en el Auditorio Nacional de Madrid el viernes 26 de Septiembre. La Sinfonía «del Nuevo Mundo» de Antonín Dvoràk y el Primer Concierto para violín y orquesta de Max Bruch formaron el programa. Dos obras de repertorio, y que por lo tanto carecen hoy de cualquier aspiración revolucionaria o de vanguardia. En ese sentido, fue mucho más audaz el arranque de la temporada anterior, con esa partitura inmensa que es el War Requiem de Britten.

Miguel Harth-Bedoya dirigió un concierto que comenzó con el estreno en Madrid de Bach in Himmel (Bach en el cielo), obra del compositor Bernat Vivancos (1973). Apoyado en el Preludio en Do Mayor del primer libro del Clave Bien temperado de Bach (BWW 946), Vivancos construye un desarrollo orquestal. Para el mismo dispone sobre el escenario dos pianos equidistantes, situados bajo los aleros de la grada, y entre ellos, comprimidos, una orquesta amplia. La duración incomprensible (casi treinta minutos) de la obra, así como lo previsible y repetitivo de la misma, malogran el interés despertado en su inicio. Bach en el cielo muestra una música sin capacidad de sorpresa. Música que se la oye llegar, y que tal vez tenga eficacia en el mundo cinematográfico, como acompañamiento a unas imágenes. Sin ellas, la partitura aburre. Su pretensión de melodía infinita está lejos de ser Wagner, y por eso que a los diez minutos la broma cansa, a los veinte seguimos en un crescendo que no acaba nunca, salvo con mi templanza, y a los treinta el castigo termina con el piano inicial, como no podía ser de otra manera en una escritura previsible. El público, sin embargo, pareció de otra opinión, y aplaudió encantado. Halagado por la recepción de su obra y por el gran honor de abrir toda una temporada, Vivancos regresó en dos ocasiones para recoger largos aplausos.

A continuación entró en escena Anna-Sophie Muter para tocar el Primer Concierto para violín y orquesta de Max Bruch. Obra técnicamente menor, fue estrenada en el año 1866 en Coblenza (Alemania) bajo la batuta del propio Bruch. Su autor contaba entonces con veintiocho años, pero ya había escrito su obra más inmortal. En la línea romántica de Schumann y Mendelssohn, la partitura de Bruch está lejos de la ruptura (esta sí que revolucionaria) que Brahms llevaba a cabo en esos mismos años. Se trata de un breve concierto melódico, de gran hermosura y que, aunque escrito fuera de las coordenadas de su tiempo, se ha hecho inmortal gracias a su belleza.

Carecería de todo fundamento que cuestionara la valía de Anna-Sophie Mutter, violinista que nos lleva maravillando durante casi cuatro décadas. Debo admitir sin embargo que no disfruté con su manera de tocar el Adagio, movimiento donde considero que abusó de los vibratos, tanto en cantidad como en tiempo. El exceso de oscilaciones sonoras, en una búsqueda de la expresividad, produjo, por su reiteración, el efecto contrario. Me quedo antes con la forma de tocarlo de Janine Jansen (http://www.youtube.com/watch?v=UxZbVwrGOrc), mucho más sobria y contenida, como un sentimiento que no puede expresarse. Fue en el Allegro energico final donde Anna-Sophie Muter, sin embargo, me dejó deslumbrado; y aún fue mayor mi sorpresa en la propina, una obra de Bach tocada a la velocidad de la luz, pero con un sonido puro, limpio, donde, pese a su fugacidad, las notas podían casi separarse, como la luz que se fragmenta al pasar por un prisma. Anna-Sophie Mutter fue merecidamente ovacionada por un público que llenó el auditorio, y mientras aplaudía soñé con verla tocar algún día piezas con más ardor, como un Paganini. Me informó mi padre que en el mismo concierto del sábado la violinista dio una propina triple. Una pena entonces haberla disfrutado el día anterior.

Después del descanso llegó la Sinfonía «del Nuevo Mundo» de Dvoràk. A diferencia de Bruch, Dvoràk logró el favor y amistad de Brahms, sentimiento que es raro de observar en el mundo de la música. Fue gracias a Brahms que el compositor checo recibió un estipendio con el que componer sus Duetos moravos, obra que le dio a Dvoràk fama internacional. En 1892 Dvorák aceptó una invitación para el National Conservatory of Music de Nueva York. Pudo así componer un año después su Sinfonía «del Nuevo Mundo».

Como en el caso de Bruch, Dvorák utiliza motivos de la melodía folclórica como fuente de inspiración. Su estancia americana le permitió conocer melodías indígenas y cantos espirituales negros, elementos que mezcló con su carácter eslavo. La sinfonía es una obra absorbente, la Orquesta Nacional de España la ejecutó con energía, y uno no sabe con qué movimiento quedarse, pues el goce fue completo. El Adagio-Allegro molto nos enseña una bella melodía popular en la voz de una flauta, luego repetida por los instrumentos de cuerda. El Largo es la parte más popular de la obra, y sin querer ser frívolo uno no puede sino recordar aquel bonito anuncio de papel higiénico que fue dirigido por Pilar Miró, y gracias al cual descubrió esta composición. Tal y como señala Stefano Russomanno en sus notas al programa, tan solo en este movimiento existe una referencia a un tema americano, el espiritual Swing Low (http://www.youtube.com/watch?v=Thz1zDAytzU). Movimiento por lo tanto de una fuerte religiosidad, solemne, oscuro, y donde se produce un grandísimo diálogo con los temas del Adagio. El Scherzo supone un salto hacia otra idea melódica. Es un movimiento alegre, y que recupera en su final elementos de temas anteriores. Para terminar, el Finale. Allegro con fuoco, y donde la Orquesta Nacional volvió a sacar pecho a través de su sección de metales y percusión, que a veces parece vivir en un fortísimo permanente. El tema fue cerrado con vigor y rapidez, y los merecidos aplausos llenaron el auditorio.

Bajando hacia el vestíbulo el público despertó de golpe a la realidad: era de noche y había una cerveza o una cena para ser disfrutada. Ya volviendo a casa pensé que la obra de Dvorák no tendría mejor preludio que Hanacpachap cussicuinin (http://www.youtube.com/watch?v=nCdTOdcBkNU), obra polifónica anónima datada a primeros del siglo XVII, y que está considerada la primera escritura musical compuesta y publicada en el Nuevo Mundo. Se trata de un himno procesional en honor de la Virgen María, y que bien podría servir de arco poético a la sinfonía de Dvorák. La búsqueda del folclore americano en el compositor checo, y el testimonio de la primera obra del Nuevo Mundo que se conserva registrada.

Y ya en la preparación de esta reseña al estupendo concierto, pensé en las direcciones que marca el tiempo, muchas veces arbitrarias y opuestas a la voluntad humana. Dvoràk siempre consideró sus óperas como las cimas de su producción. Éstas, sin embargo, son raramente programadas. Bruch vivió ochenta y dos años y compuso más de cien obras (sinfonías, música de cámara, otros ocho conciertos de violín, cuatro de cello, canciones, y música coral). Sin embargo entró en la historia de la música con una obra publicada antes de cumplir los treinta años. Del resto, como de las óperas de Dvoràk, apenas escuchamos hoy en día nada.

Pentagramas en silencio, apiñados en cartones con polvo o en archivos digitales. Música sin volumen. Pese a este imagen sombría, no hay rastro de tristeza en mis palabras. Ha comenzado el goce de una nueva temporada, y los pentagramas esperan la luz amarillenta sobre los atriles. Quinta temporada consecutiva con esa rutina feliz de los conciertos cada sábado, y en la que espero escuchar nuevas obras, y aprender cada día algo más sobre el mundo de la música. Al igual que cualquier mundo en el que uno se introduce, la música nunca tiene final, como si alguien le diera patadas al horizonte, que es una doble barra. Quinta temporada y el deseo idéntico de que la música me siga emocionando y, tocado por ella, poder luego transmitir a las teclas de un ordenador su placer inexplicable. La Orquesta y la programación confeccionada son aliados seguros para prolongar este sentimiento.

La magdalena de Proust (receta de cómo hacer pan)

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Gracias a la generosidad de Alicia, Ainhoa y Iosune, fui invitado a un curso sobre cómo hacer panes. La primera conclusión del mismo fue haber pasado una mañana estupenda. Cuatro horas en las que aprendí el proceso del pan y me llevé bajo el brazo mi creación rústica, después de haber disfrutado también de un aperitivo servido en el propio centro: pan, ensalada de tomate, queso y una cerveza fría que nos borró el sudor, y después embutidos y vino sobre un tonel de madera en Chueca, luego la harina yéndose al suelo y a continuación una copa en la plaza de Santa Bárbara, la siesta y después más sucesos que puede que escapen al curso, o tal vez no, porque todo ese día estuvo conectado por la misma amistad. La segunda conclusión del curso es que, para hacer pan, puedes bajar a la tienda de la esquina, o bien esperar cuatro días a conseguirlo. Al igual que todas las cosas importantes en la vida, merece la pena el tiempo dedicado. Así que vamos con la receta.

En un bote de cristal se añade harina y agua en proporciones idénticas: 50-50. Digo se añade y no añadimos porque, pese a que todas las recetas van en tiempo plural, normalmente uno cocina solo, ayudado por la radio o alguna mirada extraviada o un niño agarrado a la pierna, diminuto koala, gente que pasa por la puerta, huele o cata una parte del proceso y luego se marcha, adivinando con placer el plato en formación. Tal vez las recetas se escriben en plural porque por norma la cocina se parece al amor, siempre se hace para alguien, incluso aunque sea en soledad, y entonces ese verbo plural es la anticipación de un placer colectivo. Pasada esta innecesaria disgresión, recuerdo nuevamente las proporciones: 50-50. La harina en gramos, el agua en centilitros y una copa de vino en vaso, pero esta última para el cuerpo. Hay que continuar.

Remuevo con decisión hasta alcanzar una papilla. Unas cincuenta vueltas, unos cinco minutos. Tal vez porque agosto entra por la ventana, el calor se bebe el agua con la velocidad de una sequía. Observo la mezcla, más próxima a un proyecto de croqueta que a una deseada textura de vómito. El resultado debería ser una pasta espesa, y lo que tengo entre las varillas es una bosta. Con dudas en la frente cierro con papel film el cuenco, y me pregunto por qué se llama así a este tipo de papel transparente, cuando un film es justo lo contrario: hacer viajar la vista hacia algo opaco y que no existe frente a nosotros. Como no quiero que esta receta de la Madgdalena de Proust acabe con el grosor de un libro de Proust, me centro en el bol, ya protegido, y lo traslado hasta un lugar a temperatura ambiente, evitando además el sol. Es decir, a una baldosa junto al váter.

Pasadas veinticuatro horas, la mezcla debe tener pequeñas burbujas en la superficie. Señal de que la masa está fermentando. En mi caso no hay burbujas, pero continúo adelante. Añado 100 gramos de harina, pero en este caso blanca, y 100 centilitros de agua. La razón del cambio de harina es para que el pan tenga un color blanco. La razón de que se use inicialmente la integral es favorecer la fermentación, proceso que yo no observo.

Al segundo día me encuentro la sorpresa: ¡burbujitas en el bol! Son buenas noticias que alivian el raro olor ácido de esta mezcla. Repito añadiendo 100 gramos más de harina, 100 centilitros más de agua, y ya solo queda esperar otras veinticuatro horas para tener la masa madre. Tensa espera.

Como a los familiares incómodos, una vez a la semana hay que dar vida a la masa madre, refrescándola con las mismas cantidades que vamos retirando. Tanto si se hace pan una semana como si no, hay que llamar a los abuelos, es decir, abrir el bote, derramar una cantidad, y sustituir ese vertido por una mezcla nueva de harina y agua, manteniendo siempre las proporciones, y dejándola a temperatura ambiente unas doce horas. Con estas dos sencillas reglas la masa madre siempre dará sus buenos hijos.

Ya estás en condiciones de hacer pan. Los porcentajes de un pan según la Magdalena de Proust son los siguientes:

– 100% harina blanca de fuerza,
– 65% de agua,
– 20% de masa madre,
– 0,5% de levadura de cerveza deshidratada
– y 1,5-2% de sal.

Es decir, suponiendo 500 gramos de harina, se usarán 325 centilitros de agua, 100 gramos de masa madre, 2,5 gramos de levadura de cerveza deshidratada y entre 7,5-10 gramos de sal. Me sorprende ver que la proporción de harina de fuerza es mayor en otras recetas, como en el fantástico vídeo del Forner de Alella (https://www.youtube.com/watch?v=PZm1b1TfVLM), cuyos porcentajes serían como siguen:

– 100% harina panificable (blanca, de trigo, y de fuerza),
– 70% de agua,
– 44% de masa madre,
– 0,5% de levadura (si bien señala el vídeo que este porcentaje depende de la época del año: en verano la levadura se pone bruta más fácilmente, y es necesaria la mitad que en el duro invierno, estación en la que la levadura actúa como una Viagra),
– y 2% de sal

O lo que es lo mismo, y volviendo a suponer 500 gramos de harina, usaríamos 350 centilitros de agua, 220 gramos de masa madre (¡más del doble que con Proust!), 2,5 gramos de levadura y 10 gramos de sal.

Comienza así el proceso de mezcla. Se puede usar la máquina o bien hacerlo a mano. Se tamiza la harina, para que el pan final sea más esponjoso; se añade la sal, y algo de agua. Después la masa madre, la levadura y el resto del agua. Debe mezclarse muy bien el resultado de esta unión. Calcular unos quince minutos de amasado para saber que le hemos dedicado el tiempo suficiente. El primer movimiento de la séptima de Beethoven dura exactamente novecientos segundos: https://www.youtube.com/watch?v=V6yp9XJfDK0). Como las malas ideas, la mezcla debe dejarse crecer en soledad, bajo un paño húmedo, durante un periodo de dos, tres o cuatro horas, esto último si se nos ha olvidado que estamos en el largo proceso de hacer pan.

Una vez mezclado, se enharina la mesa de trabajo y, arremangados los brazos, comienza el proceso inquisitorial de azotes. En la mezcla se descarga toda nuestra ira, rencores, malestar. Sacamos el muerto del armario. Se vacía nuestro cuerpo, se relaja, y de resultas la masa, tras moldearse, queda además oxigenada. El gluten es un músculo, y trabaja a golpes. Es muy importante alcanzar una masa de textura suave y flexible, casi elástica. Al estirarla, no debe sufrir esguince o dolor, y debería volver casi sola a su forma inicial.

No hay que olvidar que es necesario reponer la masa madre (refrescarla, en el argot del panadero), manteniendo la equivalencia entre agua y harina, mezclando bien a los recién llegados, y dejando el mejunge a temperatura ambiente unas doce horas. Pasado este tiempo lo volvemos a meter en la nevera. También recordar que, al contrario, la masa madre tiene que estar dos horas antes fuera del frío para despertar y recuperar su energía. Y sí, en efecto, para hacer pan hay que tener la agilidad mental de un ajedrecista, y recordar muy bien los tiempos.

A continuación hay que jugar a ser un Dios creador, y hacer una esfera con la masa, como si crearas el mundo. El proceso de boleado tiene su dosis creativa, y alivia los brazos después de una buena ración de golpes y correcciones más bien primitivas. Ahora toca de nuevo esperar a que la levadura haga su labor invisible. Lo mejor es dejar la masa esférica en un bol tamizado de harina, para evitar que se pegue. Un cestillo de mimbre puede servir. Tras una hora, la masa ha debido fermentar. Se espolvorea harina sobre la encimera, se coloca la pieza sobre la misma y se vuelve a oxigenar un buen rato, o lo que es lo mismo, a darle esas ostias que nos han quedado pendientes.

Como un Da Vinci de la harina, damos la forma final a la pieza. Con la ayuda de un cuchillo, se pueden dibujar líneas superiores sobre la masa, boceto de lo que luego será un montículo churruscado. La masa se tapa con un paño para que repose otros quince minutos. A estas alturas, si has seguido las instrucciones, es muy posible que te hayan despedido del trabajo, un helicóptero ande en tu búsqueda, el abuelo no tenga oxígeno y el perro, hambriento, te esté mordiendo la pierna. Pero debemos, aquí si uso el plural motivador, resistir. Queda poco. No sabemos de qué, pero queda poco.

Con la forma deseada, y espolvoreada de de harina, dejo a la pieza fermentar en un lugar cerrado al vacío. Debe aumentar de volumen en unas tres o cuatro horas. En efecto, esto es una locura. Pero ya hemos llegado, sí, a las puertas del infierno: con el horno precalentado unos quince minutos, metemos nuestra obra. Se pulveriza algo de agua, como quien da la extrema unción, y se motea un poco de harina sobre el pan.

La cocción debe ser a unos 200 grados durante cuarenta minutos, con el horno en posición de calor superior e inferior. Según la Magdalena de Proust, para saber si está hecho debe sonar como un tambor al golpearle en la base. Recomiendan también en este centro que el horno esté algo abierto (trabando por ejemplo la puerta con una cuchara de madera). De acuerdo, no es una medida de eficiencia energética, pero después de llevar cinco días preparando un pan, qué más da el despilfarro. También ayuda, para que tenga una corteza crujiente, colocar unas piedras (por ejemplo de cactus) con algo de agua. Estas piedras, situadas en un reciente para horno con agua, actúa a modo de sauna, el vapor rodea la cocción, y se logra un pan con acabado crujiente.

Tras esta tortuosa explicación, y si alguien sigue aún leyéndome, llegan ya las conclusiones:

– aunque mi blog sufre una caída estrepitosa en el número de visitas, niego haber escrito esta entrada para arreglar el mes de agosto. También desmiento que vaya a escribir sobre recetas de magdalenas y de tartas con adornos.

– el resultado de todo el proceso fue un pan incomestible, con la consistencia de un bate de béisbol. Seguramente que mi pistola, haciendo honor a su nombre, habría sonado en los arcos de securidad de los bancos.

– como en cualquier mundo al que uno se adentra con entusiasmo (y eso es justamente el mundo, la pura curiosidad), estoy convencido de que mejorarán mis futuras creaciones. Si el pan lleva acompañando a la humanidad desde el año 8000 antes de Cristo, yo, que por genética he superado la etapa paleolítica, debo ser capaz de hacerlo.

– treinta años después he comprendido de primera (y enharinada) mano un canto misal de la niñez. El pan me ha traído el recuerdo de un tiempo en el que todo era ingenuo y todo era perfecto, la vida un lugar sencillo, nuevo, y yo adulto era entonces un niño con el pelo alborotado, caminando hacia la cabina de un confesionario, guiado por una espiritualidad rara hasta una luz tenue, de culpa, una rejilla y a través de ella un aliento y una voz antiguas, el padre confesor, y tras la confesión purgar luego los pecados (¿qué pecados puede tener un niño?), después de rodillas tres padrenuestros (mirando de reojo los tomates en calcetines ajenos), y por último en fila india la clase entera hacia el altar, un vector de piedad espigado, como llamitas de fe, sostener la ostia con manos que huelen a maíz (acabamos de volver del recreo), y al regreso al banco el sonido amplio de un órgano, y nuestras bocas de dientes blancos o torcidos o metálicos cantando, en desafino coral, una letra que decía: el pan de nuestro trabajo sin fin. ¡Gran verdad litúrgica, gran verdad de la que me he acordado ahora, tantos años después! (aquí esta el enlace a la hermosa canción: https://www.youtube.com/watch?v=XZ1JrgQ0g-Q).

– y por último, dar las gracias de nuevo a mi amigas por la sorpresa que me dieron. Recomiendo a todos mis lectores de Madrid (seis) que se acerquen a la Magdalena de Proust (http://lamagdalenadeproust.com/). Este centro, además de ser escuela de cocina, es también tienda ecológica y de alimentos preparados. No trabajo allí ni me llevo comisión alguna, pero si me leen desde la Magdalena quiero dejar claro que no tengo ningún inconveniente en recibirlas. ¡Así son los tiempos que vivimos! ¡Trabajo sin fin!

La obediencia nocturna (o la búsqueda de una revelación)

Juan Vicente Melo

En el periodo 2000 a 2009 el porcentaje de traducciones publicadas en España osciló entre el 22,9% y 27,2%. Cifras muy elevadas y que contrastan con el 3%, que es el porcentaje medio de traducciones que se publica anualmente en Estados Unidos. Tal y como señala Luis Magrinyà en su artículo «¡Vivan las traducciones!», la traducción en Estados Unidos, pero también en Inglaterra, es un fenómeno extraño, insólito y sospechoso. Su idioma es hegemónico y domina con la certeza impuesta de un pensamiento colonial.

Pero los datos anteriores también nos deben hacer reflexionar en otro dirección: hablamos y pensamos y escribimos en español, una lengua transoceánica, de una riqueza y diversidad cultural enormes, y donde cualquier gusto estético puede quedar de sobras satisfecho. ¿Por qué entonces ese elevado porcentaje? ¿No será que estamos aceptando resignados la invasión editorial extranjera? ¿No será que rebajamos nuestro criterio ante lo que viene de fuera, y multiplicamos nuestra exigencia con lo próximo? Porque cuesta creer que un idioma sobre el que han creado Cervantes, Galdós, Borges, García Márquez, un idioma en el que ahora escriben Muñoz Molina, Piglia, Mendoza, Marsé o Marías, no logré ser el vehículo de ficción principal de todo un pueblo.

Y porque por encima de su amplitud geográfica, y por lo tanto de su variedad, y por encima también de las firmas que han pasado por su historia, y han hecho su tradición, el lector nativo o competente de español goza de un privilegio: leer sin necesidad de traducciones. Es un lujo inmerecido abrir un libro de Cortázar o Rulfo y saber que vemos el espejo exacto de lo que Cortázar o Rulfo pensaron y escribieron. Toda traducción es una cirugía, un proceso sin retorno donde el timbre y el tono cambian, donde se mantiene un título y una portada pero ninguna palabra coincide con lo que su autor pensó y escribió.

Por este motivo La obediencia nocturna (1969) es un libro luminoso desde su nacimiento. Escrito por el mejicano Juan Vicente Melo, es el resultado de un parto natural, sin modificaciones, tal y como él lo quiso. No debería sorprendernos esta obviedad, pero sí que hay que destacarlo cuando uno de cada cuatro libros salen de ese hospital de las traducciones, y ojalá muchos se hubieran quedado en una eterna convalecencia. Que el libro mencionado sea un reflejo exacto de su autor no significa nada más que eso, porque la novela en sí ni es fácil de conseguir, ni tampoco de leer e interpretar.

La fortuna de una novela, menos mal, no la dan tanto la cantidad de su lectores como la calidad de los mismos. La obediencia nocturna es celebrada alegremente por una minoría lectora, pero ignorada con la misma intensidad por el gran público. He tratado en vano de recordar dónde leí su recomendación: sé que fue en una entrevista a algún escritor que admiro, que apunté de inmediato el título y su autor en mi cuaderno, porque si algo he aprendido con los años es que no hay mejor recomendación literaria que la de un escritor, pero no consigo visualizar ni el medio de comunicación ni la persona entrevistada.

Decidido a empezar su lectura, la primera gran dificultad es encontrar la novela. La editorial Era la publicó en 1969, y solo en 1994 ha recibido una segunda reimpresión. Según leo en la red la serie Lecturas Mexicanas de la SEP la publicó en 1987, con un tiraje de veinte mil ejemplares, y su edición está agotada. Tecleando su título en el omnipresente Amazon solo existe un volumen a la venta, evidentemente de segunda mano y con un precio elevado para sus apenas doscientas páginas.

¿Merece la pena, me pregunto, hacer crítica de una novela que presumiblemente nadie va a leer, porque ya solo el hecho de conseguirla es toda una proeza? Sí, rotundamente sí: el gozo de su lectura me obliga a ser parte de esa cadena minoritaria que, ojalá, deje de serlo con estas palabras, o que al menos logre avanzar otro eslabón. Porque no hay que olvidar el propósito de una buena crítica: buscar el milagro de cambiar la vida. La labor de un crítico debe ser enseñar al lector esa obra de arte capaz de cambiar la vida. Al público, ¡yo mismo también!, nos adormece lo placentero, pero como bien señalaba Platón lo bello es lo difícil, y hay que mirarse en los espejos donde continuar esa luz milagrosa, minoritaria, un haz al que alguien nos está invitando, y que busca un reflejo.

No solo es La obediencia nocturna una novela difícil de conseguir, sino también de comprender. El resumen de su argumento es tan complejo como llegar a la propia obra, y lamentablemente no evoca la belleza oscura de la novela. En mi contracubierta de la edición de la biblioteca ERA, un volumen de hojas amarillentas a punto de soltarse, que han ennegrecido, y que al moverse huelen a tiempo, se presenta de forma breve la siguiente sinopsis: «Cuando el narrador de esta historia llega a estudiar a México, hace ya tiempo que su infancia provinciana quedó enterrada (…): «El juego ha terminado». Pero el verdadero juego va a empezar apenas. Sólo que éste es un juego siniestro, asfixiantes, sin escapatoria. El narrador se ve envuelto sin saber cómo en una vasta e incomprensible conspiración nocturna (…) a la que ya no podrá dejar de obedecer. Es el elegido, es decir, la presa (…)».

Por su parte, la contracubierta de la edición de la SEP presenta también su propio resumen del argumento, algo más clarificador, y que dice así: «El narrador de La obediencia nocturna se halla envuelto en una vasta e inexplicable conspiración en la que desempeña el papel de víctima. Perseguido por el recuerdo fantasmal de su hermana Adriana, confundido por las equívocas señales de los sentidos y las imágenes contradictorias que le ofrece la memoria, se aplica a descifrar un misterioso cuaderno que ponen en sus manos Marcos y Enrique, dos compañeros de estudios cuyas identidades parecen ser intercambiables, y se esfuerza por alcanzar a una Beatriz ideal y escurridiza, cuya última realidad es sólo un nombre y una fotografía».

La obediencia nocturna es un libro maldito, en el sentido de que, como ya indicado, está condenado a llegar a muy pocos, a ser interpretado con cierta dificultad y desde puntos de vista a veces opuestos, y maldito también porque, hermenéuticamente, las referencias dantescas atraviesan el texto desde su propia esencia: el centro de la obra es ese misterioso cuaderno del señor Villaranda, una colección incomprensible de signos y garabatos que deben ser descifrados para dar sentido a la realidad, y liberar así al elegido de su penosa carga.

Como bien señalan los resúmenes ya apuntados, la obra se inicia con el fin de la infancia del protagonista. Digo protagonista porque nunca sabremos su nombre, y más tarde descubriremos que los personajes pueden ser, incluso, intercambiables. Son de una calidad poética y musical inusuales las páginas donde se describe el descubrimiento del mundo adulto, la felicidad última del protagonista con su hermana Adriana y la lucha de éste contra el perro-tigre, epítome de la angustia que dominará entonces su vida. El perro-tigre es también una evocación del incesto, pero sobre todo la victoria del mal contra la pureza de la infancia, la destrucción definitiva del paraíso.

Parece claro pensar que la pérdida de la pureza conduce a la perdición. Se despierta uno del letargo infantil, donde el amor era ignorante, y por lo tanto puro; se pierden las certezas, que son las que dan un sentido a la vida, y ésta misma queda cuestionada. «No se puede vivir. Eso dijo y sentí vergüenza de creer lo contrario y estar vivo. Porque no se puede vivir», es un leitmotiv que recorre la novela.

Acabada pues la infancia, surge un mundo subversivo y de opresión mucho más fuerte que los creados por Kafka o cualquier escritor de la generación beat. El protagonista se hunde en un mundo cerrado y dominado por el mal, un mundo que le somete, le alcoholiza y le domina la consciencia. Un mundo en el que todo está controlado, su vida domesticada, y sin embargo nunca toma las decisiones adecuadas, siempre llega tarde y se equivoca y no logra los objetivos que para él se han definido por un plan superior y desconocido.

Los recuerdos son elementos invasores que hace aún más dura la existencia, multiplicando su humillación y su locura. El recuerdo fantasmal de su hermana Adriana, pero también la ausencia de Beatriz, que acaso no llegó nunca a existir sino como un ideal soñado de perfección. Recuerdos confusos porque le traiciona la información de sus propios sentidos, y así que el lector de esta obra exigente, inverosímil y a la vez del todo creíble, se ahoga también en esa falta de cualquier certeza.

¿Y cuál parece que es la única certeza, la única puerta para escapar a ese mundo de perdición? Podríamos pensar en el descifrado de ese cuaderno del señor Villaranda, un mandato nocturno que exige de obediencia. Un cuaderno en cuya última página se encuentran los siguientes versos: «O tal vez no sepamos nada, no inventemos nada, tal vez no sepamos con exactitud si fuimos palpados por una vida que no acertamos a conocer (…)».

Descifrar el cuaderno, como la vida, parece carecer de cualquier propósito. Es una broma pesada, un rito impuesto que se debe cumplir, y que nadie elige voluntariamente. Es un mandato nocturno a obedecer, un papel que hay que representar, y los encargados de descifrarlo cumplen su misión con la rigurosidad de una orden monástica. El rito, de fuerte cariz religioso, es más bien una amenaza que parece que ha conseguido de antemano su fin, y así que los personajes se nos muestran completamente acabados. Frases del Réquiem Latino adelantan los pasajes más significativos de la novela, y parecen justificar esta idea.

Frente al cuaderno, que es el misterio de la vida, todos somos los mismos, nadie es el otro, y de ahí que los personajes, en otra dificultad más de la novela, sean intercambiables: «Enrique y Marcos (…) me miran sorprendidos. ¿A quién me parezco yo? ¿A él, al otro?», se pregunta el protagonista, sumergido en ese sueño de delirio que es toda la novela, esa dolorosa búsqueda de lo que significa el cuaderno y que, metafísicamente, le lleva a buscar el origen de la culpa como única posibilidad para recuperar la certeza, la cual solo habita en el mundo de la infancia, y así la felicidad.

En el estilo, la novela combina unos pocos elementos de forma repetitiva. Esta austeridad de medios remarca que nos encontramos ante una obsesión, el texto es circular, y de ahí que abunden las repeticiones, los espejos, los puntos de partida a los que se vuelve una y otra vez por cada uno de los personajes, que a veces parecen ser uno solo. En definitiva un único movimiento repetido una y otra vez, que trata de cumplir el rito y así trascender a la muerte, dejando en el camino el agotamiento paranoico de los personajes.

Son frecuentes las referencias a la música, con epígrafes de los réquiems de Mozart y Verdi. Pero el propio tiempo narrativo es también musical y no en vano su autor, médico de profesión, fue periodista y crítico musical. Juan Vicente Melo buscó en la música una salvación a su propia vida, marcada por el tabaquismo, el alcohol y los vaivenes anímicos. En el texto se insertan fragmentos gráficos de códigos musicales que, según el propio autor, debían leerse literariamente, como distintas formas de llamar a una presencia inexistente, y enfrentando así dos códigos distintos al lector.

También encontramos abundantes notas religiosas, pues el rito exige de una dedicación absoluta, mística. El señor Villaranda es un poder en la sombra: despliega una teología que somete a todos los personajes, y también al lector. Unos y otros acabamos la novela moralmente agotados. Pero también le ocurrió algo parecido a su autor: Juan Vicente Melo tardó dieciséis años en volver a publicar, un silencio contundente y en cierta manera inevitable, como lo que en esta novela se cuenta.

En resumen, La obediencia nocturna es una novela metafísica, dominada por la noche, la ebriedad como vía al conocimiento, y la perdición a la que conducen la falta de certezas. Solo la infancia parece un lugar donde merezca la pena vivir. El mundo adulto está gobernado por planes que trascienden a los personajes, planes dictados por otros y que dominan y ahogan sus vidas. La lucha por dotar de significado al tiempo está contada en un lenguaje austero, con elementos circulares, donde cada personaje se perfile como él mismo y también como los demás. Un lenguaje moteado con referencias musicales y religiosas, y en el que brillan momentos de gran belleza poética: son instantes fugaces, que parecen no buscados en un texto donde el sueño es siempre pesadilla.

Sirva un ejemplo de esta altura poética como punto final de la recomendación, y como invitación o punto de partida para la búsqueda y lectura de esta obra maestra. Una obra que por su exigencia lectora y su amplitud interpretativa ha quedado relegada al goce de un círculo minoritario.

«Cuando entro en el cementerio suena una campana. Me detengo, sorprendido. Un ataúd avanza lentamente seguido por cuatro mujeres viejas. Sus rostros ajados están cubiertos por afeites que resbalan con el sudor. Caminan con pasitos tambaleantes, sosteniéndose unas a otras. De trecho en trecho, se detienen, respiran profundamente, se arreglan los sombreros, el cabello grisáceo, las mechas que caen o se revuelven, las faldas. Luego, dan una carrerita y siguen al ataúd. Sus gemidos, sus voces se confunden con el lamento de la campana. Empiezo a llorar. Veo cómo se detienen, al fin, sofocadas por el calor y el esfuerzo. Veo cómo desciende el cajón negro. Las veo, inclinadas, arrojando flores marchitas, fotografías, reliquias, en el agujero. Tratan de contener los sollozos. Se ha ido -dicen en coro-, se ha ido y nos ha dejado solas. ¿Quién de nosotras nos abandonará primero? Eso nos preguntamos todos los días después de persignarnos, desde hace ya no sabemos cuántos años. Se murió primero ella, la más olvidada del mundo. Las mujeres regresan después de echar la última mirada a la tierra que se amontona tontamente. No tuve tiempo de esconderme y las mujeres me han visto que estoy llorando. Era una gran artista -eso dicen, en coro-, la mejor artista del mundo. Pero ya nadie se acuerda de ella. Rece usted por ella. Rece usted por la salvación de su alma. Solicite usted el eterno descanso de ella. Yo, siento una gran vergüenza.

No, no es ésta. La tumba blanca de tu madre virgen se halla en otra ciudad cuyo nombre te parece extraño. Tampoco está aquí la tumba de tu tío por la sencilla razón de que él morirá tres años más tarde. Eso, al menos, anunció la Presencia. «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Solo el murmullo de las oraciones interrumpe el silencio tranquilo. Los cipreses se balancean lentamente. Por primera vez, comprendo que el silencio, los cipreses, las tumbas, son otra cosa y, por tanto, lo único que me pertenece. ¿Una de estas tumbas es la de mi madre? ¿O la de mi padre, el que desapareció, el que decidió ser un nómada, el que se fue -acaso- en busca de la honra, el que quiso fundar otro hogar, el que se fue -acaso- para vivir, todavía vivo, pensando en fundar la ciudad que solo podrá edificarse con su palabra, con la única palabra por él inventada, él, todavía vivo, bautizado con el nombre de Abel, oculto bajo otro nombre? Padre Nuestro. Tu ataúd pasa frente a mí. Nos hemos perdido. Hoy, esta tarde, te encuentro, te reconozco. Estoy suponiendo que te quería, padre, tú, desconocido, quiero decirte que soy tu hijo, para que así, padre, tú sepas que fuiste mi padre, padre, yo, el siempre fiel, el único capaz por tanto de traicionarte.

Ya no quiero preguntarme qué hago aquí, a esta hora. Voy al sitio en que acaban de enterrar a esa mujer cuyo cortejo formaban las cuatro o cinco mujeres disfrazadas. Murmuro, tontamente: «Ruego por la salvación de tu alma».

A lo lejos apareces. «Beatriz», me digo, tratando de aplacar el golpeteo del corazón. Pero no: es Graciela, que camina con pasos lentos, tan lentos que parece no avanzar porque estoy en el presente. No es hoy o mañana: tampoco sueño ni soy víctima del recuerdo. Es de día. El sol no se ha oscurecido. Palpo ávidamente todo mi cuerpo. Permito que el aire inunde mis pulmones hasta que me duelan de tanto tragarlo. Graciela avanza. Reto al sol: a ver quién cierra primero los ojos, a ver quién es más fuerte. Graciela avanza y eso quiere decir que estoy en el presente, en el primer día, que ella va a invitarme a una fiesta, que todo está en orden y en su sitio. Al fin, ya está a mi lado y toma una de mis manos. Caminamos en silencio. Graciela es otra. No podría precisar exactamente en qué consiste la diferencia. Adivina mis pensamientos y sonríe, apenas. «Sí, he envejecido». Luego, me mira con ojos bondadosos. «Tú también», murmura. «Tú también ya no eres el mismo»».

Esta reseña fue escrita para la web del Buscalibros. Pocas obras tan complejas, pocas lecturas tan dolorosas y tan placenteras. La obediencia nocturna es una hoguera. Una luz que persigue una revelación. El conocimiento de uno mismo. Un proceso del que no importa su resultado. Pasar unas páginas dentro de ese jardín secreto, rodeado de perros-tigre, y soñar que uno sigue dentro de la infancia, justifican de sobra el camino. Estamos ante una de las mejores novelas mejicanas del siglo XX, pero la altura de esta hoguera es poco conocida. Abrir las páginas, prender la luz, quemaros con su llama.

Verdi y la luz

Verdi

Verdi dejó dicho: El artista debe escrutar el futuro, ver en el caos nuevos mundos; y si en el nuevo camino ve muy al fondo una lucecita, no debe asustarle la oscuridad que le rodea: debe caminar, y si alguna vez tropieza y se cae, levantarse y caminar siempre derecho.

El Réquiem de Verdi es una cumbre alcanzada. Un cénit de luz contra un mundo de sombras. Nosotros, todos los demás, caminamos a oscuras, escuchando este Réquiem con una mezcla de admiración y miedo. Una música de difuntos tan hermosa que parece una celebración de la vida. Puede ser que celebremos la vida porque al final es lo único que conocemos. Puede ser que Verdi, desde esa cumbre, alcanzara a ver algo que a nuestra mirada escapa.

Caminar, tropezar, caer, levantarse, caminar. Y en la mano un arpón que pide luz. Prendido, atravesamos el silencio oscuro de los días. Caminar.

Primer amor

amour

Un amour de jeunesse (2011) es una película francesa dirigida por Mia Hansen-Love. Love. Su apellido es corneta de la historia: el primer y apasionado amor de una joven pareja, sus grandes pequeños problemas y lo contrario, y el recuerdo en forma de chimenea que el presente expulsará, como una sombra o como una luz, sobre el resto de sus días.

La película es la estela de esa larga tradición francesa en la cual numerosos cineastas inician su obra con un recuerdo a su infancia. Cineastas como Francois Truffaut en Les Quatre Cents Coups o Marice Pialat y su L´Enfance nue. Otros tratarán el mismo tema más adelante, en pleno dominio de su arte. Erich Rohmer y Pauline en la Playa, Jean Eustache y Mes petites amoureses, Louis Malle y Le souffle au coeur. En todas las obras se advierte que en la vida adulta las piezas del puzzle ya no encajan, y que ese juego infantil, casi natural y casi sin consecuencias, llamado amor, tiene ahora otras reglas. Como advierte la madre de Daniel en Mes petites amoureuses, «tu prends tes désir pour des réalités». En la vida adulta los sueños son luces rasas.

Un amour de jeunesse respeta tanto la tradición que al resultado le falta por momentos cierta naturalidad. La directora no esconde su aprendizaje. Es una alumna aplicada en la manera como extrae emociones, en el melocotón de los cuerpos desnudos, la cámara bizca y nuestros ojos desorientados. Enseña también su aprendizaje en silencios de larga distancia, vendaval de pentagramas, y el sonido solo de los goznes de las puertas y de las ventanas y del viento; solo la naturaleza habla, solo los cigarrillos hablan, solo los cuerpos hablan en un lenguaje de forcejeo. Todo lo que se escucha es al natural, en esa larga herencia callada de la nouvelle vague, y también de la nouvelle vague los cierres de lente como puntos y aparte. Una herencia tan fuerte que a veces la tradición desborda el cauce, saltan resortes de realidad, y se descubre entonces el decorado de una ficción.

Pese a lo anterior, la historia de Un amour de jeunesse es un abrazo necesario y fuerte, como de amistad. Un abrazo que a todos nos hermana, porque todos hemos vivido y repetido la memoria de ese amor inicial, ese amor que será luego el sismógrafo donde medir futuras emociones. Una historia por lo tanto ya escuchada y vista e incluso sentida, pero que en la mirada de Mia Hansen-Love se disfruta con la inmediatez de lo recién sucedido.

Acabo de ver Un amour de jeunesse y pienso que el celuloide es el ADN de un país. Una historia con forma de hélice que Francia sabe contar mejor que nadie, como si tuvieran el patrimonio de la infancia, de la sensibilidad y de su pérdida. Facilidad para desarrollar historias íntimas, llenas de post-its autobiográficos, de señales que solo pueden entender sus personajes, pero al mismo tiempo historias llenas de resonancias, el celuloide un campo de antenas, y por lo tanto historias radiadas con las que la identificación es inmediata, y que conectan con una sensibilidad única, la de la vida como una vena, como aquel río infantil de Manrique que sonaba tan remoto en la ventana abierta de un colegio, y por la ventana torbellinos de tiempo, y ahora (ay) la misma ventana abierta a ese caudal que sí, que allí estaba y que ha empezado mucho antes, que viene de un lugar y de un tiempo anterior a nosotros; un río al que nos subimos con el ímpetu de un coche en marcha, pero del que sabemos (¡sabíamos!) su final, y por lo tanto no hay dramatismo en lo conocido, no hay lágrimas en el sombrero que cierra la historia, en ese barquito de ala ancha que se pierde hacia el océano, donde la infancia se llena de espuma y estrías.

Destello

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Fue un destello:
el saludo fugaz de dos autobuses que se cruzan,
se miran, se abrazan.
A tus luces quedé pasmado. ¿Eres del barrio?,
dijiste, y abriste el sentido de la vida.
Yo respondí: epifanía de los días.
Pero los labios dijeron: de aquí, de aquí al lado,
y señalé a ningún sitio.

Fue un destello:
la mirada en aspa de dos autobuses
que se iluminarán para siempre.

Alienígenas (o el vector de homogeneidad cósmica)

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– Cierre de toberas. Iniciada apertura de oxígeno en cápsula.

El platillo volante acaba de aterrizar en mitad de una rotonda. En su interior las hileras de luces aletean alocadas, y de la megafonía llegan órdenes sin pausa. Una mano metálica comunica con el centro de control:

– ¡Que os den por el culo!

Quien habla es el teniente C, pero por las carcajadas parece hacerlo en nombre de todos. La tripulación ríe de agotamiento. Han esquivado asteroides, han bordeado agujeros negros, han extraviado la ruta. Hartos de pensar en la muerte, se extrañan de seguir vivos.

Suena un suspiro largo, con la forma de un ciprés. El teniente C ha abierto su casco y se acerca al ojo de buey. La nave regurgita y el suelo vibra, como un recuerdo del viaje. Hay un estallido de vapor y las ventanillas se empañan de misterio.

Así que nadie de la tripulación sabe que en el exterior ocurre lo contrario: todos les observan. Hay un vals de cortinas, los vecinos se asoman a la ventanas, y el tráfico de la tarde hace anillos de atasco alrededor de la rotonda. Los oficinistas se bajan de los coches y miran con asombro el caparazón rugoso. En un lateral se abre una línea de luz, y comienza el descenso hidráulico de una plataforma.

– Papá, ¿quiénes son?

pregunta un niño,

– Pronto lo sabremos,

responde el padre mientras el vapor se diluye, la plataforma se aprieta al suelo, y de la nave descienden tres figuras humanas.

Los terrícolas las miran con el asombro de los espejos.

– ¡Papá, se parece al abuelo!

– Calla niño.

Y el niño y el padre guardan silencio. La tripulación desciende por la pasarela. Pasos metálicos. En el interior de la nave la megafonía es un molino de órdenes. A medida que la distancia se agota, las fisonomías de unos y otros se hacen idénticas. La tripulación se pregunta quién visita a quién. Los terrícolas se preguntan quién visita a quién. La tripulación y los terrícolas se preguntan cuál es su lugar: el que habitan o el desconocido que se abre ante sus ojos. Un paso, otro más. Cada paso es una hoguera que pierde altura. La noche avanza. Un paso suena al sello de una alianza. El siguiente al tambor que declara una guerra. La megafonía contra el silencio, y dentro de un vehículo una canción que nadie escucha. En el cielo los planetas se mueven siguiendo planes desconocidos.

Los amantes de Todos los Santos

Los amantes no están hechos para meditar sobre las consecuencias de sus propios actos. Con esta reflexión se activan las cinco historias que dan forma a Los amantes de Todos los Santos, del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez. Ambientadas dentro de la neblina de las Ardenas belgas, o recorriendo la noche por carreteras desde París hacia el mar, los protagonistas de estas cinco historias transitan dentro de esa misma reflexión, y la obra funciona pues como un conjunto.

Dice el autor que la epifanía de cada historia está en el momento en que el hombre descubre algo esencial sobre sí mismo. Los protagonistas de estos cuentos son personas maduras, sometidas a la tiranía de sus propias costumbres, y que de golpe abren una ventana, y quieren huir: es esa epifanía de la que habla el autor. La separación de lo establecido brilla en el horizonte, como un signo de interrogación, y responder a esa pregunta puede llegar a herir tanto como la rutina.

Cada uno de los cuentos es una averiguación de por qué se quiere abrir esa ventana; de lo difícil que es el arco que une el pasado y el presente, y de cómo en el tránsito se pierden las motivaciones, especialmente la de amar. Una pérdida que a veces viene por una cuestión de sospecha, como en El inquilino, pequeña obra maestra de un nivel poético mayúsculo, y donde la definición de los celos, ese paraíso del que el propio amante va a desterrarse, está llena de inteligencia y verosimilitud.

En otras ocasiones la epifanía es una bomba de tiempo dentro del protagonista: una angustiosa contrarreloj que le hace abrir la ventana y correr hacia la calle, pues hay que ordenar los sentimientos antes de que sea demasiado tarde. En el café de la République es un relato exigente para el lector, que ve a su protagonista disminuyendo al ritmo de esa cuenta atrás, enfrentado al desorden del orden minúsculo de su vida y la sombra final. La definición de la ansiedad se contagia a las manos que sostienen el libro, y la escritura es un ejercicio maravilloso de funambulismo.

Pero es posiblemente Los amantes de Todos los Santos, relato que también da nombre a la obra, donde la escritura de Vásquez alcanza una mayor sutileza. Su protagonista, cómo no, abre esa ventana a la rutina, y se pregunta: ¿en qué momento había llegado este fracaso? ¿Qué palabras usaría para clausurar las posibilidades? Relato que es un ejercicio de mímesis: todos los elementos están controlados por su autor, dirigidos a un sorprendente final. El manejo del tiempo es clave y, como un soplido de sal, sobre el tiempo se dosifican las gotitas de información.

Dice el autor que la novela ocupa un espacio cada vez más reducido en la vida contemporánea, y se desconfía de la ficción. De ahí ese torpe reclamo publicitario del basado en hechos reales. La ficción de estos cinco cuentos es, sin embargo, plenamente verosímil, hasta el punto que sus historias se guardan y despliegan luego en el lector, y siguen con él, con la certeza notarial de hechos que han ocurrido. Porque están escritos con elegancia, misterio y una calidad que, ¡menos mal!, no es la habitual de estos días.

Y si la mejor reseña literaria es aquella que hace testimonio de una buena lectura, ojalá haya invocado las palabras adecuadas para, haciendo de médium, contagiar el placer de esta obra. Cinco relatos que hacen abrir cinco ventanas, que miran al pasado y buscan dónde quedó el empuje del amor, que analizan los efectos de su ausencia, y sus alternativas. Relatos escritos con inteligencia y donde se no juega con las emociones del lector, porque el lector está frente a esas mismas grandes preguntas que acechan a los personajes.

 NOTA: Por alguna desconocida razón existe otra versión de este mismo libro, también de Alfaguara, y que incluye dos relatos más. En la edición reseñada aquí, del año 2001, solo se incluyen cinco relatos. Es la única edición y volumen de la que dispone la biblioteca municipal de Madrid, y por lo tanto no he podido leer ni valorar los dos cuentos adicionales.

SEGUNDA NOTA: Como viene ya ocurriendo, mientras dedico el tiempo a perderlo, es decir, a continuar con la novela y otros quehaceres más rutinarios, y descuidando por lo tanto mi querido blog, aprovecho para reflejar en este cuaderno lo ya escrito en otro,  www.elbuscalibros.com, y evitar así que las hordas de seguidores os mordáis demasiado las uñas.

Una noche real

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Una ciudad es una tela donde las historias se mezclan: historias que, sumadas, hacen a la población protagonista. El reparto de papeles es tan amplio que nos lleva a desempeñar roles contrarios: somos formales en oficinas matutinas, y algarabía en la nocturnidad; somos gritos en el abrazo entre amigos, y silencio sin distancia al dar un beso. Pese a la confusión de identidades, todas las historias son tramas de una misma urdimbre, de un mismo pentagrama del telar, y por lo tanto historias que resuenan las unas con las otras, y que nos alivian pues confirman que el mundo no es un lugar tan caótico como pensamos.

En la noche del 18 de junio del 2014, bajo el calor creciente de Madrid, se han mezclado tres historias. Tres tramas que han dejado en el aire aspas de vapor, como la espuma de aviones que, pasando por un mismo lugar, solo se tocan en el recuerdo. La primera de estas historias es real, en todo el sentido del término: el viaje de un país hacia un nuevo monarca. España ha salido del aeropuerto Suárez con el pasajero Juan Carlos I, y en el destino Felipe VI. Antes del despegue ha habido un sobresalto mecánico, como el tirón de una vagoneta de montaña rusa. Bajo los pies un ruido de mecanismo de cremallera, un movimiento controlado porque la realidad ya está escrita, y avanza por donde nos indican. Primero el tirón, después una barra metálica que se tumba sobre las piernas. En esta historia el papel nos ha venido a todos impuesto, sin la posibilidad de contrarios. A modo de torre de control, en el edificio del Congreso una mayoría ha tomado el micrófono: ¡despeguen, es una orden! Y uno se extraña que, si son mayoría en el edificio, y el edificio es un espejo de nosotros, por qué multiplican el esfuerzo para controlar a unos pocos. ¡Ingratos, son ganas de molestar, y no es el momento de cuestionarse ahora nada, por favor!, nos dicen desde su megafonía. ¡Con todo lo que han hecho por nosotros! Y al metal que aprisiona las piernas se añade una vigilancia bizca sobre manos y ventanillas: la uniformidad cromática sirve de baliza en el camino, y hay algunos colores que nos pierden.

Otro color que pierde es el de unos jugadores de rojo que corren detrás de la pelota. Estas palabras podrían servir como definición del fútbol, pero no el fútbol español de los últimos años, donde solo corrían los rivales, selecciones que se desesperaban persiguiendo el balón, y el balón en los pies de unos jugadores muy bajitos, muy hábiles, y que, como una monarquía absolutista, parecían llevar toda la vida dominando el césped. De golpe, en una noche, hay dos historias que se cruzan, la de la selección española y la de Juan Carlos I, y su mezcla se tritura en un misma derrota: su jubilación. Una a una, callan las voces que defienden a los jugadores; son voces cada vez más secas y distorsionadas, porque la memoria es un músculo débil y la realidad (¡y dale con la palabra real!) desprecia las glorias pasadas. La monarquía y la selección española se me aparecen como salas de un museo arqueológico, sucesos que se tienen que recordar para saber que ocurrieron. Visualizo un sueño raro: vitrinas custodiando copas de Mundiales de fútbol y diademas de princesas, y en mi oreja una audioguía informándome que, sin Juan Carlos I, no hubiéramos tenido democracia, y mi cabeza preguntándose: ¿y sin Iker no hubiéramos recibido siete goles en contra en apenas dos partidos, y por lo tanto podría haber un trofeo más? Miro a la ventana, la ventana me devuelve un signo de interrogación, y como no hay respuestas a lo que nunca ha ocurrido, concluyo que ni la audioguía ni mi pregunta tienen sentido, como tampoco tiene sentido dar mucho espacio a los disgustos deportivos o reales.

Para apartar los disgustos, llega el postre o tercera historia, el tercer hilo de la urdimbre, y que compensa la doble derrota anterior. Se trata de la celebración de mi cumpleaños con muchos de mis amigos. Un cumpleaños cuya fecha ya pasó, como ya pasó el tiempo de las cruzadas, de los reyes y de los vasallos, de las guerras mundiales y de los éxitos futbolísticos, y así que soplar las velas me resulta divertidamente anacrónico. Como solo importa lo que hacemos en cada gesto, en cada conversación que iniciamos, en cada abrazo que damos, en cada avance que damos hacia algo o alguien, como solo importa cada vez que de verdad dejamos de escucharnos, y por lo tanto escuchamos, esta última historia es una madeja de presente, un cruce atestado de otras muchas historias, una maraña de hilos dotados de esa lucidez que primero da el alcohol, y que solo se alcanzan a escuchar tumbándose sobre el oído de los demás.

Así que esta tercera historia es una síntesis, un tejido capilar por donde circula la ansiedad feliz por todos los libros y películas que nos quedan por disfrutar, el eco de risas porque solo el gallego puede expresar complejos sentimientos, el recuerdo de ascensiones a montañas, también la sombra de personas que ya no están y de aquellas otras que llegarán, el boceto de planes vacacionales, de fotos de casas que pronto tendrán sus historias que contar. En resumen, todo lo que se teje entre uno y los demás,  lo que hace trama, a veces por caminos que uno no había pensado, y que ha completado el telar de un 18 de junio bajo la hospitalidad atenta y de Miguel, y en su bar D´Pikoteo todos los que habéis venido en vuestro papel único, Alicia, Patrice, Ignacio, Guille, Jacobo, Ane, Ana, David, Ene, Javi, Susana, Beatriz (por partida doble, y de una de las partidas sus hermanas) Pablo, Chabe, Sergio, Bárbara, Cassandra, Miguel, Isa, Manu, Cristina (también duplicada), Ernesto con retraso y con tristeza, Bruno, Carmencita, Fidel, Pepe y Franz, algún otro que se me pueda olvidar, algunos muchos que no pudisteis venir, y a todos, cómo no, las gracias por estar allí, por vuestros regalos, pero sobre todo por ser la victoria en esta historia.

Dobles vidas

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Hay una mujer aferrada a un rastro de paisaje. Hay dos mochileros que parecen hechos de verano. Hay una madre y un niño sin rostro: leen.

La estación es en curva, y el tren sufre lumbalgia. De algún lugar una megafonía defectuosa:

– Atención señores viajeros: el tren en vía dos no admite teléfonos.

Como un acorde, los viajeros y el tren suspiran a la vez. Un silbato y el sueño vuelve a rodar sobre las vías, y dentro del sueño los paisajes y la juventud y la ficción. Locomotora y pasajeros regresan a su doble vida, felices de ser tránsito.

El viaje existencial en Manfred

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¿Cómo se musicaliza un poema? Chaikovski se encogió de hombros: desconozco el misterioso proceso detrás del acto de crear; esa voz interior que convierte las imágenes en notas. De ese enigma surge Manfred, poema sinfónico compuesto en 1885 sobre un texto de Lord Byron. Chaikovski había comprado la obra en el otoño del año anterior, y su ejemplar le acompañó hasta los Alpes, a donde acudió a visitar a un amigo moribundo.

También fue en los Alpes donde Byron escribió su poema. Pero tampoco Byron sabía hablar de su obra. Preguntado por los espíritus del poema, su respuesta era el silencio. Como si su brazo hubiera sido articulado, un mecanismo en las manos de otro. Como si Chaikovski, contagiado de las mismas inquietudes, hubiera movido en la distancia y en el tiempo las manos de Byron. Tal vez el mismo Byron soñó con dotar de música a sus palabras: el rugido de la culpa, los sonidos peligrosos de la naturaleza, el acorde imposible de la consolación. El tiempo abrió y cerró las puertas de Byron y Chaikovski en momentos distintos, pero eran las piezas de un mismo sentimiento. Chaikovski y Byron juntos, escribiendo a cuatro manos un mismo poema sobre papel pautado. Contando uno las notas musicales como si fueran sílabas, y el otro silbando las sílabas como si fueran notas.

Enorme, seria, difícil y absorbente: así definió Chaikovski la composición de Manfred en una de sus cartas. Y así fue la experiencia de escuchar la obra en Madrid, a cargo de la Orquesta Nacional de España. Un recuerdo que tiene la nitidez del presente. Y el presente es un niño en la butaca de mi derecha, que pregunta a su madre: ¿qué es un poema sinfónico, mamá? La madre se pone rígida, como si le hubieran traicionado una coartada, suenan los aplausos, aparece el maestro Kasuzhi Ono y la mujer, aliviada, responde al hijo con un dedo sobre los labios.

La obra se inicia en el borde de una roca: la sala se rodea de vacío, los pentagramas parecen dar golpes al horizonte y, colgadas del horizonte, preguntas circulares. La desoladora alienación del ser humano; la lucha del hombre contra una culpa que le agota; la dolorosa certeza de la mortalidad, que hace absurdo cualquier esfuerzo, incluido el del aprendizaje, porque el árbol del conocimiento no es el árbol de la vida.

La orquesta es una sola nube de sonido, un solo cuerpo erizado de arcos y metal. Los músicos oscilan al unísono, como empujados por el mismo viento, y al escucharlos se tiene la certeza de que Manfred no solo impresiona por su belleza, sino por la exactitud de su concepto. Ni Chaikovski ni Byron ni esa madre saben explicarlo, porque hay algo sobrenatural en la integración de la música con el texto, tan notables en la descripción virtuosa de la cascada del valle alpino durante el Vivace con spirito, en el pestañeo bucólico del Andante con moto, o en el pasaje fugado del Allegro con fuoco, donde el fantasma de Astarte anticipa la tragedia final. La destreza persigue a la emoción, y las butacas son un sismógrafo enloquecido.

Pero es en la coda del poema cuando se materializa el milagro: un sonido irreal nos sobresalta y todos levantamos nuestras cabezas a la vez, como un globo en un partido de tenis. El organista, en silencio hasta entonces, expresa todo el lamento acumulado. Se dobla un instante sobre las teclas, como si alguien le hubiera herido por la espalda, y tal vez no sea esa imagen sino la expresión más pura de la tragedia de Manfred. Su espera solitaria, su llamada imposible a la supervivencia, su sonido último que a todos nos alcanza.

Acaba el poema y hay una algarabía de aplausos, pero también el silencio ansioso de quien ha abierto una ventana a su vida, y se ha atrevido a mirar. Nos reunimos en el salón de entrada con el alivio raro de ser los restos de un naufragio, sintiendo el asombro de venir de regiones lejanas y estar ahora todos juntos, en tan poca distancia. El sol de primavera da una luz de cobre al vestíbulo y define nuestras caras, sombras alpinas poco antes. La realidad parece todavía un lugar distorsionado cuando, por casualidad, me vuelvo a encontrar a la madre y su hijo. ¿Has comprendido qué es un poema sinfónico?, me atrevo a preguntarle. El niño tiene las pestañas dobladas y el pelo revuelto, como si viniera de un sueño. Mira a su madre y luego me responde: un poema sinfónico es un viaje, un viaje que tiene un final.

En Madrid se hace de noche y pienso en la muerte y en esos ojos infantiles llenos de vida.

Esta crónica fue enviada al concurso que el Auditorio de Madrid organizó con motivo de sus veinticinco años de existencia. El relato tenía que basarse en algún concierto dado por la Orquesta Nacional durante ese periodo, y mi recuerdo fue una flecha a la Sinfonía Manfred. La Sinfonía Manfred es una obra que raramente se programa, tal vez porque cuestionar la existencia puede ser una experiencia tan intensa como desgarradora. Mi relato no quedó premiado, pero volviendo a leerlo hoy me gusta cómo quedó, y espero que a vosotros también y os anime a escuchar la obra. Aquí tenéis su enlace: https://www.youtube.com/watch?v=ujaenZA9CTk.

El individuo y la utopía

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La muchedumbre es una entidad ficticia. Las masas son una entidad abstracta y posiblemente irreal. (…) Suponer la existencia de la masa, es como suponer que todas las personas cuyo nombre empieza por la letra «b» forman una sociedad.

Lo que realmente existe es cada individuo. Solo existen los individuos: todo lo demás, las nacionalidades y las clases sociales, son meras comodidades intelectuales. (…) Si cada uno de nosotros pensara en ser un hombre ético, y tratara de serlo, ya habríamos hecho mucho; ya que al fin de todo, la suma de las conductas depende de cada individuo.

Jorge Luis Borges.

Que en este momento donde la realidad está llena de hipótesis hermosas, de estímulos colectivos, nadie se olvide de su responsabilidad individual. Es la inspiración que conduce a la utopía.

La vida escrita en Trieste

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Trieste podía haber sido yugoslava, pero Italia alargó el brazo y, con la punta de los dedos, la hizo suya. Dibujó en el suelo una frontera, y en su extremo emplazó la ciudad, casi como un punto final. En las ciudades de frontera, y Trieste es una ciudad de frontera, hay noches en las que suenan las bisagras: la realidad se fuga por las calles, y de golpe tras una esquina hay una nueva lengua. Llamas por teléfono para avisar de esa transformación, pero tu operador telefónico también ha cambiado, y no reconoce tu existencia. Vuelves sobre tus pasos, y en la plaza Unidad te alivia regresar a la realidad perdida.

Cada mañana en Trieste la luz del Adriático sube del mar, toca el cielo, rebota, se cuela por las ventanas, entibia los pupitres, sobre ellos un mapa político, y sobre el mapa los ojos atentos de un niño: es clase de geografía y nadie bosteza, pues sus padres les han enseñado la trascendencia de los fronteras. Padres que saben que cada vida es una sucesión de pérdidas, que es algo así como traspasar fronteras.

Las fronteras se dibujan con línea continua, pero no es el caso de la de Trieste, donde la frontera es una sucesión alternada de segmentos y puntos. Por ese perímetro agujereado entra y sale la vida. La de los escritores que en alud abrieron sus cuadernos en Trieste: Stendhal, Italo Svevo, Rilke, Claudio Magris, Freud, Henry James. La de los imperios que, atraídos por su localización, fueron llegando y sustituyéndose: los austrohúngaros, que hicieron de la ciudad el puerto de los Habsburgo; los italianos tras el final de la Primera Guerra Mundial y hasta 1943 cuando, derrumbado el régimen fascista, fueron desplazados por los alemanes; nuevamente Italia tras el final de la contienda, pero con el territorio dividido en dos, otra frontera más para ser aprendida, niños, una zona controlada por británicos y americanos, otra de autoridad yugoslava.

En esa línea discontinua que es Trieste al tiempo lo corta la obstinación del viento: el viento bora baja de las montañas durante el invierno, se precipita ladera abajo por las gradas abruptas, invade la ciudad y comba la forma de sus calles vacías, y es que sus habitantes lo escuchan pasar en el sofá, viendo los informativos de televisión. A veces lo más próximo, para separarse uno de ello, es mejor vivirlo reflejado.

Cuando el viento lo permite, los lectores de la ciudad salimos a caminar por la ciudad. Lo hacemos gracias a Jan Morris, un soldado galés destinado en la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. A semejanza de Trieste, Jan Morris también tiene una identidad discontinua, pues cambió de sexo años después de vivir en la ciudad. Así que en su obra, también llamada como la ciudad, su autor habla desde la voz de una mujer que recuerda el hombre que fue allí, y que ya no existe.

Paseando junto a Jan nos vamos deteniendo en el castillo de Miramar, memoria del pasado austrohúngaro, visitamos el interior de un campo de exterminio alemán, el único en territorio italiano. Conversamos con los habitantes de la ciudad, pero sobre todo con nosotros mismos, reflexionando sobre el patriotismo y el paso del tiempo, sobre el amor y el sexo, sobre el auge y caída de los imperios. En cada lugar de Trieste nos topamos con una imagen que, a modo de metáfora, redobla la exactitud de nuestros pensamientos: las fachadas son pantallas de la mente. Parece que las ideas y la ciudad juegan al escondite: se dan distancia, se escapan, se buscan, se encuentran, se vuelven a escapar.

Estatuas y cafés y rincones nos recuerdan el importante pasado literario de esta ciudad: Trieste es el plató cinematográfico de un libro abierto. Dice Muñoz Molina de Trieste que lo más sorprendente de las ciudades de la literatura es que a veces también existen en la realidad. Nunca he estado en Trieste, pero el viaje fluido y melancólico de esta obra hace sentir que uno ya ha estado allí, y que el viaje, que es lectura, ha merecido la pena.

Esta reseña al libro Trieste and the meaning of nowhere, de Jan Morris, fue publicada en la web http://www.el-buscalibros.com/ donde colaboro mensualmente. Os recomiendo lo visitéis.

Principio y final de Lohengrin

Lohengrin

Comienza Lohengrin en el umbral a un mundo desconocido. En una calle hacia el interior de un barrio que nunca hemos habitado. De la fascinación antigua hacia ese pasillo musical, Franz Listz dijo: «la obertura es una especie de fórmula mágica que, como una iniciación misteriosa, prepara nuestras almas para la contemplación de cosas inesperadas y de un sentido más elevado que los de la vida terrenal, revelando un elemento místico siempre presente y siempre escondido en la obra».

https://www.youtube.com/watch?v=lqk4bcnBqls

Termina Lohengrin cuando Elsa decide preguntar el nombre y origen de Lohengrin. Elsa, que vive en la felicidad de un mundo mágico, aquel que brotó cuando Lohengrin entró en su vida, teme que ese amor tenga la misma fugacidad que un truco de magia, y que su vida sea un fondo de engaño. Vive dentro de un sueño, pero necesita que el sueño tenga peso, realidad. Incapaz de mantener su promesa de silencio, pregunta a Lohengrin de dónde viene, y Lohengrin le responde:

«En una lejana tierra, inaccesible a vuestros pasos, existe un castillo llamado Montsalvat. En su interior se levanta un luminoso templo, hermoso como ningún otro en la tierra. Dentro del templo hay un cáliz bendito, de naturaleza maravillosa, y que se conserva como una reliquia sagrada. Para que solo hombres puros lo custodiaran, un ejército de ángeles lo trajo hasta ese lugar. Cada año una paloma baja del cielo, redoblando así la fuerza de este poder maravilloso: su nombre es el Grial, y la fe más pura y más bendita la concede a la Hermandad de los Caballeros. Aquel que es elegido para servir al Grial recibe un poder divino. Ni las flechas del demonio le hacen daño. Ni la sombra de la muerte se atreve a acercarse. Aquel que, como yo, es enviado a una tierra lejana como defensor de la virtud, no se verá privado de su santo poder, a menos que sea descubierta su condición de Caballero. La bendición del Grial es tan maravillosa que, cuando se revela, rehuye a los no iniciados. Por ello que nadie debe dudar nunca del Caballero. Si es reconocido, tendrá que abandonarlos«.

Mientras escuchaba en el Teatro Real estas palabras de Lohengrin, ya muy cerca del final de la obra, hubo un momento en que la pantalla de subtítulos pareció quedar en blanco, aunque su color fuera más bien el contrario. De golpe quedé abstraído, y advertí entonces que la respuesta de Lohengrin era una definición buscada de otro misterio: el de la poesía. Esa virtud mística hecha de palabras que solo algunos poseen, que vence a la muerte y que nadie es capaz de explicar: de hacerlo, se rompe el sortilegio.

Midnite Special

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La vida es la imposibilidad de lo que buscamos. De ahí que la vida se parezca tanto a los sueños. Hacer música en grupo tiene algo de imposible y algo de sueño, porque en la trastienda del sueño está la imposibilidad misma de dominar la música.

Hay un mundo entre lo que suena dentro de nuestras cabezas y la melodía que nos devuelve la vida. El misterio de un eco defectuoso. Cuando tocamos otras existencias, nuestros dedos son los médiums de ese misterio. Un misterio que recuerda el montaje defectuoso de una película, con las imágenes huyendo de las palabras, muertos que siguen hablando y diálogos sin voz.

En la música, para que labios y sonido se abracen, necesitamos de una presencia. Porque sin testigos la música se observa a sí misma, en silencio. El sonido, que es niebla, rodea a esa presencia, y sus ondas actúan como el médium de un sueño común. Un sueño real, imposiblemente real. Un sueño hecho de sonidos.

Sonidos y sueños. No es casualidad que suena y sueña tengan caligrafías vecinas. Las separa apenas una llamita tumbada: es el calor de una presencia.

El jueves 15 de mayo Midnite Special actúa en la sala Boîte de Madrid, presentando su EP Power Lines. Vuestra presencia es ese fuego necesario. Un eco que nos permita escucharnos, y alumbrar así un misterio compartido. Porque tan importante es tocar como escuchar. Abrazar como ser abrazado. Podéis comprar las entradas y conseguir información del evento en el siguiente enlace: http://www.bandeed.com/concierto/midnitespecialboitemayo14. ¡Os esperamos!

La mala memoria

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– Cariño, está ahí Carmen.
– ¿Qué Carmen?
– Carmen Blanco.
– Yo no conozco a ninguna Carmen Blanco.
– Sí, hombre. Carmen. Carmen Blanco.
– No me acuerdo.
– La profesora particular de María.
– Ni idea de quién es Carmen Blanco, amor.
– La mujer con la que me estuviste engañando.
– ¿En serio?
– En serio. Un año y medio.
– No me acuerdo de nada.
– Eso es ya lo de menos. Vete a saludarla, que se va a ir.
– ¿Estás segura de que te engañé con ella?
– Sí amor. Pero hace ya tiempo, no le des más vueltas.
– Me sorprende haberme olvidado de ello.
– De verdad, no le des más vueltas, olvídalo y vete a saludarla.
– No, si olvidado está. Eso es lo que me preocupa. ¿Y cómo nos descubriste?
– En nuestra casa. Ella y tú. Yo volvía del dentista antes de tiempo.
– ¿Y me perdonaste?
– Pues claro que sí, tonto. Si no, ¿qué hago aquí contigo, ahora?
– No sé. Tal vez no tenías otra opción.
– O tal vez sí, y como me pediste perdón, acabé perdonándote. Aunque ahora que lo pienso, es triste.
– ¿El qué es triste?
– Que me preguntes si te perdoné.
– Porque te lo pedí, ¿verdad?
– Me lo pediste, sí.
– ¿Y me perdonaste?
– Te perdoné. Me pediste luego que olvidara todo.
– ¿Y lo olvidaste?
– No. Nunca. No he podido. Veo a una Carmen Blanco en cada cola del supermercado. En cada fila de un teatro. En cada cine. La veo incluso en nuestro dormitorio.
– ¿Es eso lo triste que pensabas antes?
– No. Lo triste es que me pidieras que olvidara, y que hayas sido tú el que hayas olvidado del todo, para siempre. Como si Carmen Blanco no hubiera existido jamás. Que tú no recuerdes nada de ella y yo la recuerde cada día.
– Me gustaría poder acordarme de ella, de lo que tal vez sentí hacia esa mujer. Poder pedirte de nuevo perdón. Y pedírtelo hoy. Pero soy incapaz, porque lo he olvidado todo.
– Ya lo veo. En fin… ¿por lo menos recuerdas que me quieres?
– Por supuesto amor. Claro que te quiero. ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque tengo miedo.
– ¿De qué?
– Miedo a ser la próxima Carmen Blanco. Miedo a que un día te despiertes y te sea ya invisible. Como si nunca hubiera habitado en ti. Que alguien te diga: mira, ahí está tu mujer. Y no te acuerdes ya de nada.
– ¿Pero por qué le das vueltas a algo tan sombrío, amor?
– No puedo evitarlo. No puedo evitar darle vueltas a esa idea. Pensar que ahora me quieres porque mantienes esa memoria activa. La estela de un afecto. Algo que, poco a poco, se está extinguiendo, y que ya no puedo hacer nada para que crezca. Me tengo que resignar.
– No tiene por qué extinguirse. Tú eres mi pasado: si se olvida, o más bien si yo me olvido de él, yo también desaparezco. Pero tienes que ser feliz: hoy y ahora sigo aquí, queriéndote. Y te lo voy a demostrar, pero con una prueba. Ahora soy yo el que te obligo a hacer memoria: ¿recuerdas el postre que descubriste en Granada?
– ¿De qué postre me hablas?
– Durante nuestra luna de miel. Corrías como una loca hacia el escaparate de una pastelería en el Sacromonte. Te peinabas con coleta, y la coleta daba brincos, como diciendo que sí. Luego, sentados en un banco mirando hacia la Alhambra, nos dábamos la mano con los dedos pegajosos.
– Pues vaya. Ahora soy yo la que no me acuerdo.
– Los piononos. Así se llamaban.
– ¡Los piononos! Si tu lo dices, será verdad. Los piononos. No lo recuerdo.
– ¿Qué te parece si vamos a la pastelería junto al auditorio y merendamos, y así dejas de pensar en cosas que ocurrieron hace un siglo?
– Me parece una buena idea. Nos animará. A mí al menos.
– A mí también. Quiero verte contenta. No olvides tu bolso. ¿Me acercas mi abrigo?
– Te lo llevo yo, anda. Creo que hace calor fuera, no lo necesitarás. Mira que te dije que no hacía falta. De verdad que eres un cabezota. Y agárrate bien al andador.
– Andemos, andemos pues.
– Andemos, y a ver si se me olvido de esa mujer, al menos mientras nos zampamos ese pastel. ¿Cómo decías que se llamaba?
– Piononos.
– Te preguntaba por la mujer.
– Carmen, cariño, Carmen.

Mortaja para un ruiseñor, de P.D. James

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En 1971 P.D. James publica Shroud for a nightingale (Mortaja para un ruiseñor). Es su cuarta novela policíaca, y también la cuarta protagonizada por Adam Dalgliesh. Adam Dalgliesh es un eclipse: proyecta sombras allá donde va. No se sabe si es él quien se aleja del mundo, o el mundo de él. Es un hombre viudo, sin apenas relación con familiares y amigos. De su vida privada apenas conocemos, por un ventanuco, que es aficionado a la poesía. De su vida pública, la admiración de Scotland Yard a su trabajo. Adam Dalgliesh es un observador nato. Su mente un faro, una luz contra la oscuridad que tal vez él mismo provoca.

En Shroud for a nightingale Inglaterra comienza la década de 1970. Adam Dalgliesh se enfrenta a un crimen en una escuela de enfermería. Las hermanas y enfermeras, de golpe sospechosas, viven en edificios victorianos de techos infinitos. Caminan en silencio, como ocultándose, arrastrando sus carros por pasillos que parecen enmascarar la muerte con su olor a desinfectante; enfermeras que descansan luego y beben té, los árboles en las ventanas del hospital, y murmuran y cotillean y callan sobre la tragedia ocurrida.

El ambiente en la escuela de enfermería es opresivo: la intimidad de unas y otras está anulada. Todo se sabe, las horas de entrada y salida de sus cuartos, los novios que suben a escondidas, pese a que todas ellas son mayores de edad, sus manías, sus aficiones, sus sueños, su pasado más o menos oculto o alterado, si no ambas cosas. En ese ausencia de lo privado dominan el chantaje y la sexualidad reprimida. P.D. James desnuda la psicología exacta de cada una de las enfermeras que habitan esa suerte de campo de concentración, la forma en que reaccionan ante lo imprevisto, sus estallidos de rabia o dolor o indiferencia, y cómo los sucesos y sus reacciones materializan en una maraña de rencores y sospechas.

Sabe mostrárnoslo desde la primera línea, donde uno deja de prestar atención al mundo exterior y de golpe se pone a seguir el sonido aún dormido de unas zapatillas, el ruido luego de un chorro de ducha, el olor del té que parece hecho en la propia casa donde sigo la lectura. La peripecia se va complicando a medida que se suceden los interrogatorios, y para evitar cualquier monotonía la escritura es una veleta de puntos de vista: la escritura como un juego de espejos, y los personajes observados desde diferentes ángulos. Un salón de vals sin baile que multiplica la dificultad de la trama y también el goce del lector.

Es una novela narrada de forma portentosa, con la intriga dosificada con la precisión de un metrónomo; la solución del misterio no es el único placer de la lectura: entre interrogatorios se alternan observaciones imborrables sobre la estadía del inspector Adam en el hospital. Una estancia incómoda para él mismo, rodeado de la muerte que investiga, pero también la que se adivina en la enfermedad del hospital. Reflexiones que se guardan en la mente del lector y en trazos que hacen memoria al margen del texto. Abro el libro, leo y ahora escribo:

“Sentía en los hospitales ese desagrado del hombre con buena salud, un desagrado basado en parte en el miedo y en parte en la repugnancia, y encontraba falsa y amenazadora esa atmósfera impostada de alegría y normalidad. El aroma a desinfectante, que para la Señora Bale era el elixir de la vida, le infectaba sin embargo con la pesadumbre de la mortalidad. No temía a la muerte, no: había estado cerca de ella una o dos veces ya en su carrera y no le había apenas consternado. Pero sin embargo temía los efectos de la edad adulta, la enfermedad mortal y la incapacidad. Le asustaba pensar en la pérdida de su independencia, las humillaciones de la senilidad, la pérdida de la privacidad, la maldición del dolor, las caras compasivas de amigos cuyas penas hacia él sabía no durarían demasiado”.

Las buenas novelas policíacas exigen rapidez lectora. No tanto porque los sucesos ocurran con velocidad vertiginosa (a veces el muerto se presenta en el primer párrafo, o incluso se nos chiva en la contraportada) sino por la urgencia natural de resolver una situación, el asesinato, que no es una situación natural de la vida. La lectura va dejándonos montañas de datos, y suelen ser aquellos en apariencia superfluos los que, bien entendidos, otorgan explicación a los sucesos más complejos. Para no olvidarlos la lectura debe ser tan atenta como acelerada. P.D. James, con su prosa exacta, va lanzando las cargas de profundidad por la que las páginas y el tiempo se hunden, sin darnos apenas cuenta que ya es casi de día y la noche se ha marchado dentro de su gran novela. Recomendada está, así que solo falta que elijas un día lluvioso, un sofá, prepares una buena taza de té, y no quedes con nadie.

Esta crítica fue escrita para la web elbuscalibros.com. La reproduzco nuevamente por aquí dado que, cómo no, ha sido muchas veces modificada en esa espiral que es la escritura.

Etimologías

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En francés solo una letra separa los libros de los labios: livres y lèvres. Tal vez sea una buena explicación de por qué Francia ama tanto la lectura.

En inglés escuchar y callar tiene las mismas letras: listen y silent. Como si esas seis letras fueran un único interruptor con dos únicas posiciones: escuchar o callar. ¿Cuándo instalarán ese interruptor en las salas de conciertos de España?

En italiano la palabra ciao deriva de otra bizantina: s´ciàvo, que significa esclavo. Así que cada vez que un italiano dice adiós a alguien le está recordando su tragedia mortal.

En español, y hablando de la soledad, Blas de Otero explica que el yo, por su misma configuración, deviene en hoyo, o lo que es lo mismo, en vacío: el yo se extraña del tú, y se destierra del nosotros.

Volviendo al francés, y gracias a Manuel Rivas, aprendo que en algunos lugares de Francia llaman remembrement a los caminos en gran parte ocultos por la maleza y el desuso. Dice Rivas que allí reside la poesía: la topografía secreta de los caminos que no aparecen en los mapas.

A veces los caminos de las palabras no son solo misteriosos, sino hasta contradictorios. Las palabras black (negro en inglés) y belo (blanco en ruso) están relacionadas. Complicando algo más el asunto, resulta que en inglés antiguo se encuentran las formas blac y blake, que en lugar de significar negro, querían decir blanco, de igual manera que la palabra inglesa bleach significa, aparte de lejía, blanco.

La contradicción la soluciona la raíz indoeuropea, y sobre ella las palabras griega phlox y latina flamma. Ambas significan llama: el concepto de brillo o resplandor se materializó en llama, la llama en quemadura, la quemadura en color carbón, y el color carbón en negro. Es también una lección poética pensar que, en el origen, no era el color, sino el fuego.

El recuerdo y el sueño sobre el Grand Budapest Hotel

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La película The Grand Budapest Hotel cuenta una peripecia menor. Lo que importa y le da valor es el decorado: una Europa intelectual y elitista que está a punto de desaparecer. La aristocracia vive sus últimos días alojada en un hotel asomado a lo alto de una montaña. Un lugar de cuento al que se accede con la ayuda de un teleférico y donde el tiempo parece un espacio sin límites, como el de los veranos de la infancia. En el Grand Budapest los huéspedes se dedican a no hacer nada, a contemplar la naturaleza, a comer y beber y conversar o a darse largos baños de aguas termales. Los días son la nostalgia de un presente que se acaba, pero allá arriba, en salones refractarios, nadie sabe o quiere saber que sus vidas serán asaltadas en el tren de vuelta a casa, el tiempo entonces roto por un control de pasaportes, por dedos extranjeros buscando la traición de una fotografía, de una mirada que de golpe es falsa porque en los ojos ya solo habita el espanto, los mismos ojos que ahora contemplan tropas combadas erizando el horizonte, moviendo con su paso miedos y fronteras.

El acierto de la película es ese equilibrio raro entre un mundo que ama el lujo y la vida, idealista y algo extravagante, con el de un conflicto que se advierte cada vez más cercano, como si los presagios y las fronteras subieran por el funicular. Allá arriba Ralph Fiennes lucha por mantener un mundo que se extingue, o que tal vez hace tiempo acabó y él no quiera admitirlo, como esos pueblos remotos que tardan en descubrir que hubo un armisticio y la guerra ya terminó. Para dibujar ese hotel fuera del mundo y del tiempo, el director Wes Anderson dice haberse inspirado en las obras de Stefan Zweig, escritor austriaco que huyó de Europa tras la llegada de los nazis. Zweig se quitó la vida en Brasil en 1942, y en su nota al suicidio dejó escrito un deseo: «vivan para ver el amanecer tras esta larga noche». A modo de repetidor en la cumbre, el hotel funciona como recuerdo de todo lo que Zweig soñó y perdió, y la película es el reflector de esa luz antigua e imaginada. Un reflector también ficticio, y en la pantalla el goce de una luz doblemente soñada.

Hipotecas (o la gran cadena del ser)

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– El notario vendrá dentro de un instante. Aquí les dejo las hojas que deben firmar: son el calendario completo de pagos de su hipoteca -y el oficial cerró la puerta a su espalda.

Ada y su novio comenzaron a pasar las hojas. Ella las fue contando en silencio. Ocho. Nueve. Diez. Hasta doce folios conteniendo las mensualidades del préstamo. Sus fechas de pago e importes. Sus vidas reguladas hasta un remoto 2028. A su lado estaba Elena Lago, la directora del banco, que observaba a la pareja con una mezcla de codicia satisfecha y de temeridad: ¿sabía realmente a quién estaba prestando el dinero? ¿Quién era Ada? ¿Quién era su pareja, ese tal Harry?

En el caso de Ada, ella era ahora una mirada extraviada al tráfico infatigable de Madrid. Su rostro fue un trazo de miedo al regresar a las hojas y leer 2028. ¿Se mantendría durante todo ese tiempo la certeza de sus ingresos? No solo los de ella: también los de Harry. ¿Y qué pasaba con el amor? ¿Lograría sobrevolar todas esas cuartillas? Porque si resulta que en un plazo largo a cualquier persona le ocurren todas las cosas, entonces todas las cosas debían contemplarse, todas las excepciones a la regularidad. Pero lo que aquí se firmaba decía que el futuro siempre iba a ser como hoy, monótonamente igual.

Ada se levantó de la mesa y se dirigió hacia la ventana para que no le viera nadie. Suspiró con profundidad, y entonces casi creyó escuchar la voz de su madre. Se preguntó qué habría sentido ella en ese mismo momento, a punto de firmar lo que parecía una cadena perpetua de pagos. Y en su ausencia la visualizó allí misma sentada, en el rostro una risa nerviosa y en la mirada un brillo travieso, como burlándose con una inconsciencia juvenil de la solemnidad del acto.

Sobre la acera jugaba una niña que podía haber sido Ada, pero también su madre. Con qué facilidad le devolvía el mundo los ecos de una vida anterior. Luego sonó un claxon. Ada parpadeó y su rostro volvió a tener treinta y cuatro años. Advirtió entonces que en ella se había contagiado la misma risa nerviosa del recuerdo, la misma mirada traviesa, idéntica inconsciencia. No le extrañó este fenómeno, pues se sabía parte de una ausencia fatigosa. Lo que sí le sorprendió fue la manera en que el recuerdo se abría camino hacia la superficie. Pensaba entonces en su cuerpo como el cono de un cráter, y en su interior un magma de lava y memoria. No era una invención suya: algún amigo o familiar asistían también al milagro de esas erupciones cuando, por un gesto o por una frase, visualizaban a la madre en el cuerpo de la hija.

Ada regresó a la mesa y se sentó nuevamente entre su novio y Elena Lago. Decidió ignorar las dudas sobre qué le ocurriría a su vida dentro de la del préstamo, y para tomar la decisión le bastó la certeza de contar con ese río de lava a su favor. Un río amplio, sin márgenes, un río ruso que a su paso iba abriéndose a nuevos afectos. No sabía nada del futuro, solo era dueña del pasado, y el presente era ese gran espacio acuático: la cadena ontológica de todos los que habían nadado hasta llegar a ella.

El notario apareció al fin. Ada sintió su propio sudor al darle la mano, como un vapor de agua transpirando desde su piel. Empujada por una explosión, su brazo se abalanzó sobre los papeles. Mientras Ada y Harry firmaban el oficial de la notaría permanecía quieto junto a la pared, como un friso. Luego se separó y revisó las firmas, al tiempo que el notario comenzó a despedirse. Le volvió a dar la mano a Ada, ahora con más fuerza, y mirándola al fondo de los ojos sonrío y le dijo:

– Gracias. Estoy seguro que todo le marchará muy bien -y sorprendido por haber dicho algo fuera del protocolo, el notario guardó con rapidez su pluma y continuó-. Vayamos fuera, que hoy hace aquí un calor enorme. Esta habitación parece un horno -y Ada se sonrió al fin, reforzada en su fortaleza de lava.

El mundo gótico de Lord Byron: Manfred

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Lord Byron y Mary Shelley coincidieron en Ginebra durante el verano de 1816. Fue un tiempo fructífero para ambos: Lord Byron, con veintiocho años, comenzaría la redacción de Manfred, un poema dramático «especulativo»; Mary Shelley iniciaría la escritura de un pequeño cuento, fruto de una pesadilla, y que se convertiría después en su novela Frankenstein.

1816 fue además un año singular: el año sin verano. A raíz de la erupción del volcán Tambora (Indonesia), una nube de ceniza llenó el cielo de Europa de rojizos y alteró la meteorología: hubo fuertes lluvias, los ríos se desbordaron, las cosechas se perdieron, y el continente sufrió hambre y saqueos en la lucha por la supervivencia.

Después de cenar, y debido a las inesperadas lluvias de agosto, Lord Byron y Mary Shelley se distraían con su familia y amigos deambulando por los salones de la villa Diodati, una mansión ubicada cerca del lago de Ginebra. Mientras el mundo exterior era un conjunto desordenado de tormentas, en la comodidad burguesa de las habitaciones se narraban oralmente historias de fantasmas.

Lord Byron crea Manfred en un momento histórico que es puro romanticismo, exaltación del sentimiento, desequilibrio, pero también ambición del conocimiento, ansia que no está exenta de peligro. La escritura es el espejo de los últimos avances científicos de París y sobre todo Londres, del trabajo de grandes investigadores de la época victoriana como Sir Joseph Banks. La escritura se contagia de ellos y aspira a ser el fruto de un método científico: el escritor parte de la observación rigurosa de los hechos, una observación al natural cuando el tiempo permite salir de la casa y caminar por las eternas montañas suizas, después la corroboración empírica de lo que uno ve o siente, pero al final la pluma y el tintero (¡menos mal!) traicionan la exactitud científica, y llevan el goce del lector hacia alturas poéticas como las de Manfred, donde ese rigor en la investigación y el detalle se cruzan con la locura más absoluta.

Manfred es un héroe introspectivo, insondable (y como diría Borges, cualquier hombre lo es), dominado por la melancolía y la culpa. Un «half dust, half deity», cuya lucha es la de un cuerpo mortal contra una mente que aspira a ser tiempo fuera del tiempo, y así no sucumbir a la locura. Un hombre marcado por la culpa, y que no puede sino ser el trasunto del propio autor, que debió huir de Londres a Suiza tras el escándalo social provocado por la relación mantenida con su hermanastra.

El poema de Lord Byron es la pieza simbólica del mundo donde se escribió: un lugar que parece estar siendo descubierto, donde la naturaleza es siempre un personaje, a veces peligroso, un mundo donde las emociones se adivinan en los progresos científicos del momento, y así que las metáforas utilizan conceptos cosmológicos recién descubiertos. Manfred es un poema que no impresiona por bello, sino por la pureza de su concepto, por su ajuste, como un complejo engranaje, al mundo en que está escrito, a los motores del mismo, a la necesidad del saber, al conflicto entre mente y corazón, a la búsqueda en vano de los propios sueños como curación a la vida, al roce constante de la muerte.

Se suele decir que el nivel de una obra literaria lo marca el número de veces que ha sido mencionado, copiado, o servido de fuente de inspiración. La singularidad de Manfred radica en que ha dejado una huella más musical que literaria: el verso puesto de pie y hecho sonido. Sumergido en la misma tragedia que su personaje, Robert Schumann compuso en 1849 un poema dramático musicado (http://www.youtube.com/watch?v=A74nG-Aq07k). Tchaikovsky hizo lo propio en 1885 con su Manfred Symphony (http://www.youtube.com/watch?v=INceRhl05mo).

El Manfred de Tchaikovsky es una obra monumental, infinita, y que se cierra con el sonido estremecedor de un órgano: quedan apenas unos minutos para que acabe la obra y sobresalta el sonido de este instrumento. Sobresalta porque el organista ha estado sentado de espaldas a la orquesta durante una hora, en silencio, esperando a que llegue su compás y pueda expresar todo el lamento acumulado. Esa espera solitaria, ese sonido último que parece una llamada imposible a la supervivencia, no pueden ser mejor evocación sonora de la obra de Lord Byron.

Manfred es un poema que puede encontrarse en cualquier antología del escritor británico. En Amazon las obras completas de Lord Byron pueden descargarse gratuitamente; su correspondencia es también muy recomendable. El cuarto movimiento de la sinfonía Manfred de Tchaikovsky puede escucharse en este enlace, bajo la dirección de Riccardo Muti: http://www.youtube.com/watch?v=NTtZ6Fw9JyQ. Para quien quiera llegar al momento del órgano, que adelante el cursor hasta el minuto quince. Al poco rato aparecerá.

La sombra única de Mortier

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«Aquí no se viene a bostezar o a disfrutar pasivamente. Aquí se viene a pensar, reflexionar, irritarse, sobrecogerse, asustarse y enfadarse». Así pensaba Mortier que debía ser la ópera: un espacio insólito de relación cultural. Así lo he vivido también yo en mi primer año de abonado al Teatro Real, y el último en vida de este gestor belga.

Si bien la temporada 2014/2015 mantiene proyectos de Mortier, nadie duda que sucederle es una tarea difícil: la de alguien que no sabe si volver al orden anterior o continuar un camino de vanguardia. Recoger el cuarto, apagar el fuego, o por el contrario continuar la grieta de la pared: buscar un nuevo desorden que lleve a una nueva emoción.

De esta primera y única temporada de Mortier recordaré algunas obras y puestas en escena memorables. Por ejemplo The Indian Queen, de Purcell, que en algunos medios se malinterpretó como un ataque al papel de los españoles en la conquista de América (¿es que fue de otro modo?), o el estreno mundial de Brokeback Mountain de Wourinen, obra de amor puro, fuera de los límites, y que ligaba muy bien con Tristán e Isolda, de Wagner, programada en esas mismas fechas.

Mortier dejará los rescoldos de una última batalla: en su paso por cualquier teatro luchó siempre por imponer sus convicciones, y Madrid no fue menos que París o Viena. Participando o no del entusiasmo de sus afirmaciones, uno disfrutaba de encontrar en periódicos y foros debates febriles sobre sus opiniones, tan lúcidas como arrogantes. Hizo de Madrid un faro de cultura operística con relevancia mundial, y lo consiguió gracias a trabajo y una decidida voluntad de ruptura. Como cualquier funambulista que asume riesgos, su balance fue desigual.

Qué paradoja que Mortier dudara de que algún español pudiera continuar con su tarea, pensar que ahora él está muerto y que un español, Joan Matabosch, vaya a sucederle; un español elegido porque así se impuso políticamente, en una decisión atávica que Mortier ni comprendía ni aceptaba. Mortier, que tanto conocía y amaba España, nunca llegó a entender el clientelismo dominante. Y qué coincidencia lo que evocan sus apellidos: muerte en Mortier, matar en Matabosch.

Mortier se ha ido, pero su espíritu guerrero seguirá dominando durante algún tiempo los intermedios de cada ópera. Continuará así la educada pelea entre conservadores y vanguardistas, aunque a veces de sus palabras escapen furores de hincha deportivo. Algunos hablarán de Haneke y de estrenos mundiales. Otros dirán que ningún proyecto quedará en el recuerdo, que poco importa haber logrado que el Teatro Real sea un espacio elitista internacional, y que por lo que se paga la necesidad de entretenimiento es innegociable. Indignados, los rupturistas les llamarán zarzueleros, les hablarán de que hay que ir más allá del puro ocio, de la importancia de la razón y la inteligencia por encima del belcanto y los perfumados de ajoaceite.

Unos y otros mirando a la Plaza de Oriente desde el ventanal del restaurante, discutiendo con una copa de vino en una mano y un canapé de salmón en la otra. Unos y otros bajando la mirada hacia la pantalla de sus teléfonos, que recuperan el frenesí tras un acto impuesto de silencio. Tal vez, en el fondo, unos y otros no piensen de forma tan diferente, y la discusión, aunque encendida, no sea tan importante. Con los tobillos sobre mullidas alfombras, rodeado de tapices y dorados, es fácil caer en un arrullo aburguesado. Al final todos somos acomodaticios y nos parecemos a los demás mucho más de lo que creemos. ¿No será tal vez esta indolencia gris aquello contra la que Mortier luchó hasta su último día?

La mala educación

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– ¡Luis, no te compliques la vida! -Luis debe tener apenas diez años y ya recibe esa dolorosa lección del mundo adulto, para luego escuchar:- ¡Manda el balón a tomar por el culo!

Y el balón, saltándose la ley de la gravedad, se va a tomar por culo.

Desde mi perspectiva, en la ventana, viendo el partido en pijama, el balón asciende primero sobre el pelo revuelto del delantero rival, llega luego a la altura de mi café, sigue subiendo por la mañana del sábado, el sol en Madrid, el balón un meteorito que dibuja una diadema entre las Torres Kio, que golpea invisible el perfil de otro rascacielos y que, agotado del viaje, comienza un descenso en vertical.

Los espectadores, apoyados sobre una barandilla, han seguido también el movimiento al unísono, como en un partido de tenis. El balón cae finalmente a plomo en una zona fronteriza entre el portero y el delantero, un Sarajevo que desencadenará la tragedia: el portero hace visera con la mano, duda un instante si correr a por la pelota o esperar. Cuando decide que el balón está a su alcance es tarde: el delantero ya corre con su vida, alcanza el balón y le regatea con el giro leve de una bailarina, y con la portería un horizonte abierto se regodea en una carrera lenta hasta gritar gol.

Otra persona grita, pero de rabia. Un hombre pequeño vocifera y va bordeando la cal, avanzando hacia el portero, que es también avanzar hacia mí, y pese a que se acerca nunca acaba de crecer, es siempre idénticamente pequeño, una menudez progresiva o regresiva, ajustada a las distancias.

– ¡Pero qué cojones haces! ¿Se puede saber qué cojones haces?

Enaltecido por sus propias palabras invade el campo y se dirige como una tijera hacia el portero. El arbitro, que apunta algo en su cuadernito, sale disparado a detener al energúmeno, y éste a empellones se marcha hacia el banderín de córner y sigue insultando al portero, un chico pelirrojo, con unos pantalones de luto que le quedan enormes y que mira hacia el centro del campo, sin ni siquiera girarse o responder a aquel que le insulta y que ahora le dice:

– Imbécil, imbécil, que eres un imbécil,

lo último que escucho antes de cerrar la ventana, limpiar la taza de café, y mientras me preparo para salir a correr me entristece pensar en esas palabras contra la infancia, palabras que me traen ecos tardíos, un viento lejano que sin embargo nunca acabó, y me pregunto por qué ningún adulto ha defendido al chico que apenas ha medido mal una distancia, un error o tal vez un miedo, y en un instante el gol y el insulto.

Al rato termina el partido y en la acera, a la salida del campo de fútbol, me cruzo con el chico. Lleva una mochila colgada del brazo y en su cara parece que va al exilio.

Me quito los cascos y le digo:

– No deberías dejar que te traten así. Tienes que defenderte, o decírselo a alguien.

– ¿A quién? -me responden unos dientes con aparato dental-. ¿Y para qué?

No sé qué decirle, y le pregunto:

– ¿Cómo te llamas?

– Tito.

Suena un claxon.

– Tengo que irme -me dice y me da la espalda, y su espalda me confirma la verdad de su nombre: Tito.

A unos metros hay un coche esperándole, una puerta, una madre que se baja, que le da un beso y le revuelve el pelo. Observo al conductor, un hombre que retuerce el volante y que ahora, callado, sigue siendo igual de diminuto.

Cuaderno en blanco

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Esta nota fue escrita el día 5 de enero de 2014.

Un cuaderno nuevo: sus páginas como pantallas de la mente. Cuando las rutinas aturden me alivia pensar en mi cuaderno, siempre en la mochila o junto a la ordenador o en la mesilla de noche o en el baño, su presencia próxima, cotidiana, tan necesaria como el teléfono móvil o las llaves de casa.

En el cuaderno su creador inicia una miscelánea intramuros que solo tiene sentido ante sus ojos. Un creador que vulnera alegre la propiedad intelectual, porque los mejores cuadernos son los que nacen para el ámbito privado: el cuaderno es entonces la memoria de citas ajenas, de pasajes que uno subraya emocionado y luego transcribe, con la esperanza vana de sentir que son suyos. También de ideas propias, relámpagos que puede que anuncien tormenta, o que sean nada más que electricidad pasajera.

Para su autor, el cuaderno en blanco (que va dejando de serlo) es una domesticación del caos. Sus tapas y su cinta elástica son la valla contra una realidad desordenada, que ha renunciado a la reflexión y a la certeza de la muerte. Las páginas como un coto de caza invertido: desde su interior se observa e incluso destruye la realidad, pero la realidad no puede entrar dentro de ella si no es por la puerta de su propietario.

He pensado en mi cuaderno viendo la neurosis social de El Corte Inglés en la víspera de los Reyes Magos: turbas de clientes eligiendo libros al vuelo, atropellándose camino de las cajas registradoras. Empleados exhaustos, aguantando a duras penas las fórmulas de cortesía, y preguntándose entre ellos con sarcasmo si toda ese vaivén de tarjetas de crédito acabará en una lectura real.

También yo soy parte de ese rumor de consumo impuesto. Paseo por los pasillos buscando qué regalar, y me sorprende no encontrar ninguna obra de Onetti, pero sí cuatro metros ocupados con la misma novela, titulada El tiempo entre costuras de María Dueñas: desde luego que su apellido ilustra el dominio de esa estantería. Ausencias de Onetti, pero también de Neuman y de Borges, y me temo que su falta es más una cuestión de huecos en el catálogo que de ventas reales.

Deambulo entre estanterías de colores tratando en vano de encontrar el libro adecuado para un amigo. Busco obras que yo haya leído, pues nunca me he atrevido a regalar lecturas que no hayan vivido antes dentro de mí. Una mujer joven a mi lado coge un libro sin más junto a la cajas de pago, de regalo, por favor, dice. Un libro comprado como si fuera goma de mascar o una pila alcalina, y pienso en lecturas que seguramente tendrán la misma fugacidad que esos objetos. Me desoriento y agoto por la algarabía y los empujones y, con los Reyes Magos llegando casi por la Castellana, descubro que la solución viene de un cuaderno en blanco.

Vuelvo a casa en el tren y lo observo apoyado sobre mis piernas: un mundo de papel no escrito, pendiente de que una mano de vida a las páginas, las vaya combando con el registro de las películas vistas, los conciertos escuchados, también de información práctica que al paso del tiempo deja de ser relevante: la cita del médico, debe cuidar el colesterol, la lista de la compra, cómo llegar a la boda de José y Cristina. Páginas en blanco que ordenan una parte del mundo y lo hacen más habitable, páginas que son un espejo de fantasías y frustraciones, una claraboya desde donde traslucen pesadillas y sueños, ideas que hacen volar la imaginación tanto como la reserva de un vuelo a París.

Y me pregunto: ¿no es esa definición la misma que empuja también la escritura de este blog? Un lugar sin eco aunque falsamente solitario (el cuaderno descubierto), donde uno trata con el mejor cuidado todo aquello que le emociona, un cuidado lento y en permanente corrección, como de caligrafía de monasterio. Una mota dentro del caos que no tiene otro propósito que irradiar algo de luz y orden a su manera, con las misma ausencia de reglas por las que se va llenando un desván, un orden propio que solo uno conoce y que tal vez genera más confusión al exterior. El cuaderno como un reflector encendido desde un tragaluz, iluminando una parte de lo oscuro, buscando desentrañarlo y multiplicando así la oscuridad a su alrededor. Un cuaderno del que uno acaba teniendo una sensación de ansia recogida y de alivio placentero.

El Aleph de Borges

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Con frecuencia se le preguntaba a Borges cuáles eran sus obras favoritas. Él respondía sentirse más orgulloso de las que había leído que de las que había escrito. Y mientras uno imaginaba la altura celeste de sus lecturas, el entrevistador insistía con la pregunta, y Borges, a regañadientes, señalaba El Aleph como uno de sus libros más logrados.

Si los lectores siguen cuestionándose hoy por el lugar donde empezar a leerle no es tanto para buscar atajos hacia su talento, que pocos discuten es el más grande después de Cervantes, como más bien encontrar un sendero por el que poder seguirle hasta el final del camino. Esa recurrencia sobre por dónde empezar, también ese deseo por saber qué es lo mejor de Borges, se multiplica hoy en las redes sociales, espacios donde Borges ya no tiene voz para responder. En esos patios virtuales la gente no discute tanto su obra favorita del autor, como más bien la búsqueda policíaca de aquella lectura que alguien celebra y uno todavía no conoce. De lo cual se concluye la original vigencia de toda su obra y la necesidad, sí, de un camino luminoso por el que no perdernos en el descubrimiento de su belleza.

Dado que Borges nos marcó El Aleph como el primer peldaño, por qué no entrar en el universo del escritor a través de esta obra. Y El Aleph se abre con un arco sobre el espacio y el tiempo: El inmortal, pórtico de los diecisiete cuentos, es un viaje al pasado y a un lugar desconocidos, con su protagonista persiguiendo la Ciudad de los Inmortales. En apenas unos líneas nos encontramos dentro del estilo de Borges: su síntesis narrativa, la capacidad para desplegar información con una economía máxima de caracteres. Borges es contención: como si hubiera anticipado los límites del twitter, es capaz de sugerir en una frase lo que a otros les exige un párrafo, aunque a Borges, que rechazaba la modernidad (pese a que entró en ella para siempre), no le hubiera gustado ser el inventor de una herramienta que corta los pensamientos, si presuponemos además que existen. Sirva este ejemplo de su maestría en lo breve: «Al pie de la montaña se dilataba sin rencor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena». En diecisiete palabras ha logrado una imagen para la que otros necesitan líneas y líneas.

Apenas unas páginas y los temas de Borges también están allí, esperándonos: la muerte y el infierno; la verosimilitud dentro de un mundo mágico; el problema del tiempo; la solución a juegos mentales, que son en verdad problemas metafísicos; el humor, impregnado de su cultura universal y políglota; la fascinación por la violencia; la presencia de laberintos, que desorientan y angustian al protagonista, multiplicando el enigma, y donde la historia principal se hace grietas en nuevas narraciones. Temas donde nunca encontraremos, ni siquiera sugerida, la sexualidad, que Borges omitía obsesivamente.

El Aleph es un viaje hacia planos de irrealidad. En sus momentos más logrados, como tras subir las escaleras de El inmortal, llegamos a una altura literaria desde donde se contemplan las fuentes de inspiración del propio Borges. Y en el valle, lejanos en altura, la falsa literatura. A veces los viajes son del espíritu, como en Los teólogos, donde las vidas parecen obedecer a planes superiores, las agendas de los dioses. Este cuento, que diría que es magnífico si no lo fueran también los otros, puede entenderse como una radiografía del propio Borges, que desde niño supo sería escritor, la vocación que su padre cultivó a medias y multiplicó en su hijo. Otros viajes son del recuerdo, como las confesiones del criminal nazi en Deutsches requiem. En ocasiones los viajes no son posibles: esos laberintos que son la marca de estilo de su autor, y también de sus imitadores, aunque muchos de éstos se atrapan en su propia creación. Los sueños, por último, pueden ser un vehículo para el viaje, como en La espera, donde la confusión entre los mundos onírico y real condiciona el desenlace.

¿Te gusta Borges?, me pregunta alguien que ha espiado estas líneas, y de mi cabeceo afirmativo encuentro como respuesta un gesto desganado. Gesto que es el de gente que no le ha leído, con ese desprecio altivo que es una celebración triste de la ignorancia y un grafiti contra la belleza de su obra. Gesto que me recuerda una cita del propio Borges, donde decía que toda palabra presupone una experiencia compartida: si alguien ignora la peculiar felicidad de un paseo en globo es difícil que él pudiera explicarlo. No le despreciemos por su cultura inmensa ni desfallezcamos cuando, encerrados en alguno de sus laberintos, no veamos otra salida que cerrar las páginas. Sus enigmas existencialistas exigen de un esfuerzo, porque nada en él hay didáctico ni fácil: las dudas se despejan en otras nuevas. Pero en el proceso nuestro pensamiento levitará. El Aleph es ese viaje en globo, hace falta de experiencia lectora e inteligencia para embarcar, pero si contamos con ese equipaje Borges nos propone un vuelo luminoso. Las peleas alegres acerca de su canon, la novedad constante de ediciones críticas de su obra completa, los estudios universitarios y la admiración de la comunidad escritora, son la confirmación de un pensamiento: la certeza de que gracias a Borges es posible una felicidad física, la felicidad de un viaje que se abre en su obra.

La caja rápida

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— Señor, lamento decirle que no le puedo cobrar su compra.
— ¿Por qué?
— Lleva más de diez artículos. Esta es la caja rápida. A partir de diez artículos, debe acudir a una caja normal.
— Ya sé que es la caja rápida, señorita. No es la primera vez que vengo aquí. Y llevo un buen rato esperando, así que lo de rápida es un eufemismo.
— Lamento su espera, pero como le digo no puedo cobrarle.
— No me lo paso a creer.
— ¿Dice que ya ha estado antes en este supermercado?
— Todos los lunes.
— Entonces sabrá que el límite por cliente son diez artículos. El ordenador me indica que se ha excedido de diez, y no me permite cobrarle.
— Esto es increíble —el hombre se gira:, a su espalda, una columna de clientes se extiende hasta un cartel que promociona galletas. Luego se vuelve, y en un tono elevado pregunta a la cajera—. ¿Cómo es que llevo más de diez artículos?
De una ranura surge un papel impreso. La mujer lo estira como si leyera un pergamino.
— Le enumero los productos: yogures, cerveza, fruta, queso de barra, tres loncheados de jamón, dos botellas de vino, los biscotes de pan y la caja de preservativos. En total, once productos.
— Once productos.
— Once, señor.
El hombre traga aire y su tórax parece un globo que se infla. A su espalda la gente se impacienta y empieza a mover el torso y volver luego a su posición inicial: tentetiesos.
— ¿Me está diciendo que porque supero en un artículo el máximo no me puede cobrar?
— Así es. El sistema me da un mensaje de alarma, y no puedo cobrarle.
— Eso es mentira.
En ese momento interviene una mujer de la cola.
— Disculpe: ¿por qué no cambia a otra caja, o bien retira un producto, por ejemplo esos loncheados, de los que lleva tres?
— Llevo tres porque están en oferta. Y no pienso volver a hacer otra cola, ni tampoco desprenderme de nada. Y ahora que lo pienso, ¿usted qué demonios le importa lo que yo compre o no, y por qué se tiene que meter con mi cesta?
— Me meto porque está siendo grosero con esta mujer, que no tiene culpa de nada, y porque por su cabezonería la cola no para de crecer, y nos estamos impacientando los demás.
— Si la cola crece no es mi problema. Que contraten más personal.
— Sí es su problema, porque no está cumpliendo las normas. La señorita se lo ha dicho bien claro. Por favor, cambie de caja, o deshágase de un producto.
El señor siente una columna de ira entrando en su cuerpo, un rayo vertical que desciende de la megafonía y le posee. Ahora mismo no es una persona, sino una llamarada. Le arden las mejillas y los labios, y dice:
— Escúcheme: su vida será muy feliz, habrá contado que sólo lleva diez artículos en su cestita, luego llegará a su casa en un monovolumen, una casa donde todo está ordenado y los niños son guapos y los impuestos están pagados y la televisión es enorme. Pero su vida feliz es la suya, no la mía, yo tengo otra bien distinta, y le aseguro que voy a salir de este supermercado con mis once artículos. Mis once putos artículos. ¿Le ha quedado claro?
Y por si no le ha quedado claro el señor da un manotazo al aire, su mano se tropieza contra una estantería, suena un golpe y el suelo se llena de chicles y cuchillas de afeitar. El señor se agacha colérico a recogerlas y la mujer, asustada de ver a un desequilibrado con filos de metal entre las manos, da un paso atrás y marcha hacia otra caja. El resto de la cola, entre murmullos, se va disolviendo en filas paralelas.
La cajera se acerca hasta el señor y extiende un brazo metálico que indica que la caja está cerrada. Otro brazo, a lo lejos, señala a las dos figuras en cuclillas: algún fleco de la cola ha llegado hasta el guardia de seguridad y narra lo ocurrido. La estantería vuelve a su estado inicial, también la cajera en su taburete y también el cliente junto a la cinta transportadora.
El señor recupera el resuello y finalmente se dirige a la cajera.
— ¿Tú también estás amargada, verdad?
— Sí.
— ¿Y la máquina acepta más de diez artículos, verdad?
— Sí.
— Mi día ha sido para olvidar, como el tuyo.
— La máquina acepta más de diez artículos —repite ella como si no hubiera escuchado al señor—. Simplemente avisa de que se ha superado el número, pero se puede cobrar. Luego la jefa de sección nos da un toque en la reunión semanal de los viernes, nada más. Que les recordemos a los clientes que es la caja rápida.
— Máximo diez artículos.
— Exacto. Máximo diez a pagar. Pero la he pagado, valga la palabra, contra usted. Llevo todo el día viendo aparecer ese mensaje en la pantalla, luego está el cansancio, el trabajo, que es lunes, todo, yo que sé. Pero no es su culpa. Le pido perdón.
— Yo también quiero disculparme. No sé por qué la he tomado contra usted. Por debilidad, seguramente.
Ella le da las gracias y el señor continúa.
— De lo que no me arrepiento es de lo que le he dicho a la estúpida de la cola. Una estirada entrometida.
— Desde luego. Yo a esos clientes los distingo al momento: suelen comprar pavo, bolsas de lechuga listas para el consumo, galletas de arroz y cereales de dieta.
— Con esa alimentación no me extraña que también estén amargados. Como nosotros.
Los dos ríen hasta que aparece el guardia de seguridad.
— ¿Hay algún problema?
Antes de que él diga nada, la cajera responde.
— Todo bien, no se preocupe.
La autoridad les da la espalda y la misma megafonía de la que bajó el fuego informa que el supermercado cerrará en diez minutos.
— Bueno, le voy a cobrar, que es para lo que estoy aquí.
Los productos vuelven a volar sobre el escáner. A su alrededor alguien apaga una línea de luces y el señor aprovecha ese recogimiento y pregunta:
— Por curiosidad, ¿qué va a hacer al salir?
— Ir a mi casa, en Moratalaz, ¿dónde si no? Coger el metro, llegar, preparar la cena, acostar a mis hijos. ¿Y usted?
— Vivo cerca de aquí. Abrir el loncheado, tomarme una copita de vino, ver la tele, y dejar que acabe el lunes. ¿Por qué no viene a mi casa y cenamos juntos? Así podremos reducir los artículos, al menos hasta diez.
— No es usted poco listo. ¿Con los condones, verdad?
— Mejor eso que acabar los yogures, desde luego.
Ambos vuelven a reír. Ella le tiende la factura y la vuelta.
— «Le atendió Susana».
— Vanessa, me llamo Vanessa. Susana está de baja, yo la reemplazo hoy. Si es que esta no es mi caja, ni mi día ni nada.
— Vanessa —repite él, como un conjuro—. ¿Cuál es su caja?
— En el centro del pasillo, junto a los detergentes. La caja amiga.
— La caja amiga —repite él—. Es un buen giro a nuestra relación.
El supermercado se oscurece algo más. Ella se viste una chaqueta que cuelga de su taburete. Mira su reloj, se ajusta la coleta y luego le dice:
— No tiene demasiado sentido que vaya a su casa. Este día se va a ir de todas maneras, que al final es de lo que se trata. Más si se trata de un lunes.
El hombre se queda un rato ensimismado. Después agarra sus dos bolsas y le dice:
— Tienes razón: los lunes no son un buen día. Es mejor que se vaya a Moratalaz, que cene y acueste a los hijos, y yo abra mi loncheado como tenía previsto. Le vuelvo a pedir mis disculpas.
Y sintiendo ya el peso de la compra sobre sus brazos, concluye:
— En cualquier caso ahora me siento mucho mejor. Más liberado. Creo que me ha salvado el día.
— Lo cierto es que usted también a mí. No volveré a enfrentarme a un cliente en un buen tiempo. ¡Por lo menos, hasta dentro de otras trescientas pantallas de advertencia!
Ambos ríen y el señor le pregunta.
— ¿Trescientas pantallas coinciden con el próximo lunes?
— Espero que no. Sería injusto con usted.
— Lo averiguaré dentro de una semana: cuento con verla de nuevo.
— Yo también. Pero mejor no cuente tanto conmigo y sí cuente más los productos, si es que se dirige a la caja rápida. Ah, y elíjalos un poquito mejor: ese queso de oferta es un puto asco.
— Tomo nota — y el señor reflexiona que uno no sabe el destino de su vida, eso lo tenemos claro, pero ni siquiera el presentimiento de entidades menores, como el de ese queso lácteo de oferta que cuelga de su brazo: quién lo masticará, junto a qué otros alimentos, y sobre todo dónde, en la soledad de Chamartín o en el misterio de una casa con niños en Moratalaz. Tampoco el destino de cada día, con quién hablaremos y de qué manera, en qué momento se nos acabará la paciencia, qué pantalla de ordenador o qué voz entrometida nos harán perder los nervios y levantar la voz, gritar. Todo es misterio.
Ella se aleja a una puerta reservada para el personal mientras teclea velozmente en su teléfono móvil. Levanta la vista de la pantalla, se gira y le busca con la mirada, pero solo ve una espalda que mengua hacia la puerta de entrada: el hombre ha consultado su reloj y sabe que, si se da algo de prisa, llegará para ver el final de la segunda parte del partido.
La megafonía del supermercado da las gracias por su visita a los pasillos en sombra y el señor sonríe.

El trampantojo de Gustav Mahler

http://www.youtube.com/watch?v=cQFjDBFXN58

Gustav Mahler abrió el papel pautado y se dijo: quiero reproducir los sonidos de la naturaleza. El sonido de una hoja que cae, el sonido del viento que mueve las ramas. Pero si la naturaleza es cíclica, gobernada por estaciones bien definidas, los sonidos que mi mano escriba deben serlo también: las notas serán bucles de movimiento, repeticiones ordenadas en una estructura mayor y fija, que es la madre tierra.

La relación entre música y naturaleza en Mahler fue definida años más tarde por Theodor Adorno como «suspensión»: la oposición sonora entre ese rama o esa hoja que se mueven y caen de forma repetida con la de una naturaleza que, observada con tiempo y rutina, parece un universo estático. O el efecto contrario: la rama o la hoja detenidos y todo su contorno en movimiento.

¿Pero cómo explicar esta aparente contradicción? ¿No eran la hoja o la rama las que se movían de forma reiterativa, como el parpadeo cromático de un semáforo, y el resto a su alrededor estático? ¿No es el comienzo de la sinfonía Titán el despertar de cada una de las familias de instrumentos dentro de un entorno de paz? ¿Cómo es que podemos estar equivocados, y que el movimiento sonoro que nos abraza es realmente una ilusión, porque lo que de verdad se mueve y suena y emociona es el todo que no escuchamos?

Para comprender esta dualidad, básica en el arte de Mahler, sigo dándole vueltas al ejemplo de la rama y de la hoja. Estamos apoyados en un árbol, observando la silueta de otro cercano. El viento bracea y mueve las ramas. Cae una hoja. Si alguien nos pregunta: ¿qué ha ocurrido?, responderemos: cayó una hoja. Luego otra, después una tercera. Las mismas respuestas. Una cuarta hoja, una quinta, una octava. Idénticas respuestas: cayó una hoja, cayó una hoja, cayó una hoja. Una vigésimo octava. La misma respuesta. Así hasta la caída de número desconocido, aquella que interrumpe la idea del movimiento, la hoja que tiene la consistencia y mentira de un ritual: el movimiento se ha producido tantas veces frente a nuestros ojos que ya es una rutina, y por lo tanto no existe, y entonces, entre las ramas, surgen ante nuestra mirada otros movimientos (¿o tal vez han estado siempre allí?), y las hojas que pensábamos caían verdaderamente no se desplazan, sino que están dotadas de una cualidad estática: son una especie de continúo melódico, un flujo wagneriano.

¿Existieron siempre esos otros movimientos a los cuales, por tener nuestra vista enfocada en la hoja y en la rama, no les prestamos atención? ¿O solamente cuando la rama ha sido un continuo surgen ante nuestra mirada y oídos? El misterio de la respuesta es la gran virtud y defecto de Gustav Mahler. Su mente es la de un cuentacuentos hábil que sabe atrapar la atención, que nos invita a subir por una escalinata de sonidos, una ascensión en espiral hacia la belleza, cada peldaño alejándonos del suelo, otro más, y otro más, más y más cerca del azul pero, de golpe, a nuestro lado, se abre una ventana: ¿ha sido Mahler? Un viento arrasa la melodía, la hace sorda, y al asomarnos se observa que de la fachada arrancan cortinas como fantasmas en estampida. Cerrando el horizonte un perfil de bosque donde una hoja cae y luego otra y luego una tercera y luego ya no hay movimiento porque de golpe la escalera se mueve, parece mecánica, y con sorpresa advertimos que las hojas que veíamos en la distancia nunca llegaron a moverse, eran solo un trampantojo, no existe ni bosque ni fachada ni cortinas como fantasmas, no existen porque ahora la única realidad es la ascensión suspendida de estos peldaños, una subida ficticia y que por lo tanto terminará, como en un cuadro de Escher, en el mismo sitio: el auditorio, y dentro de su batiscafo, una butaca apasionada.

En tierra de nadie

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Tierra de nadie, originalmente No man´s land, fue escrita en 1974 por el dramaturgo británico Harold Pinter. El título de la obra sirve como una quiromancia cumplida: la tierra de nadie es el lugar a donde nos transporta el texto, «un espacio duro, inmutable y predecible, que permanece por siempre helado, oscuro, silencioso». Ese camino comienza apagando los teléfonos móviles, también las conversaciones. Oscuridad, y de golpe luz sobre la escena: un amplio salón rectangular, abierto por sus lados más largos hacia dos graderíos. En el centro de la escena un enorme mueble bar. A su alrededor apenas una mesita y una butaca, algunas sillas lejanas, un sillón.

Que el espacio sea diáfano y que lo domine un gran surtidor de whisky y vodka son dos valiosas pistas para comprender el texto. Por un lado está ese espacio sin límites y sin estructura, un lugar poroso por el que se cuela el tiempo pasado. Y el tiempo pasado resulta ser un caos: los recuerdos llegan en oleadas no deseadas, sacuden el momento presente de los personajes, que discuten sobre la realidad de lo que alguna vez ocurrió, o tal vez no, porque parece más importante la exactitud de lo contado que su propia veracidad. Solo a través del lenguaje poético puede gobernarse la vida pasada, esa que entra sin ser llamada, y alcanzar así la redención.

Y por otro lado está ese gran mueble bar, un tótem al que los personajes se acercan constantemente para servirse una copa. De la importancia de la bebida se explican las incoherencias de la obra, las discusiones que no solo carecen de sentido para sus protagonistas, sino también para los espectadores sobrios. Discusiones que son más bien largos soliloquios: tras una descripción llena de belleza y humor, la respuesta del otro es la indiferencia, como si no le hubiera escuchado, o directamente el insulto más burdo. Y es solo al final de la obra, y solo parcialmente, cuando la falta de una arquitectura dramática se atenúa.

José María Pou es Hirst, el dueño de la mansión. Un artista que parece acabado pero al que dos jóvenes rinden un culto servil. Él les desprecia con una mirada siempre tensa, como de bisonte a punto de atacar. También desestima a Spooner, papel que interpreta Lluis Homar. Spooner ha llegado a la mansión sin saberse muy bien por qué: es un hombre desaliñado que halaga a Hirst y que, tal vez sin saberlo, también desea convertirse en su vasallo.

Entre ambos la obra avanza a golpe de alcohol y de absurdo y de monólogos sobre cuestiones inconexas pero, en un latido de lentitud vegetal, se empieza a adivinar frente al espectador una relevancia del pasado: un lugar común que parece, por fin, unir las vidas de Hirst y de Spooner, y explicar lo que carece de sentido aparente. En ese tránsito de los recuerdos en común el lenguaje poético tiene una importancia clave: es el único refugio contra el presente, la medicina que hace soportable el dolor de los recuerdos.

La obra tiene imágenes con fuerza evocadora, como ese álbum de fotografías donde el tiempo ha traicionado los rostros, o el cuadro de una escena ocurrida en Ámsterdam y que Spooner jamás llegó a pintar, pero que lo visualiza y describe como si realmente existiera. Son imágenes del pasado, un tiempo que sobre la escena es siempre un lugar mejor: allí quedaron los sueños que no se han cumplido, allí se demostraba que la vida tenía sentido, y su sentido era vivirla.

José María Pou y Lluis Homar están magníficos. El primero habla a trávés de una mirada siempre contenida, y por la sala se mueve entre tambaleos y caídas. El segundo es puro verbo: sobre él recae un esfuerzo de memorización notable, pero lo borda incluso mientras mastica una tostada. Dos grandes actores entre los que apenas fluye el diálogo. Parece más bien como si, a modo de almohadas, uno se recordara tumbado encima del silencio del otro. ¿No serán almohadas del tiempo, también, los dos jóvenes que entran y salen de escena?

Los focos despiertan sobre el público, suenan los aplausos: las palmas orientan su sonido hacia los actores, como si felicitándoles se aliviara uno del temor a no haber comprendido el texto. Certifico que la duda es multiplicada: bajo los arcos de salida un espectador pregunta a otro:

¿Tú qué piensas de esta obra?

No puedo escuchar la respuesta pero sí de nuevo la misma voz que dice: pues vaya, yo he interpretado otra cosa totalmente distinta. ¿Vamos a discutirlo en la cantina con una cerveza?

Enfilo la noche y pienso en ese diálogo que ahora empieza entre los espectadores, y que posiblemente sea uno de los objetivos que suscita la obra: azorarnos en un viaje hacia nuestro propio pasado, hacia un espacio donde quedaron los ideales inalcanzados. Un viaje que acaba y que, ay, nos devuelve a ese espacio duro, inmutable y predecible, que permanece por siempre helado, oscuro, silencioso. Las claudicaciones de la vida adulta en la tierra de nadie. ¿No es acaso así la realidad? Durante dos horas de actuación logró no serlo.

Tierra de nadie se representa en las naves del Matadero de Madrid hasta el día 2 de febrero de 2014.

El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa

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Los libros destinados a convertirse en recuerdo llegan así, por accidente, casi sin quererlo. Me había levantado en el hotel AC de Lisboa, me había afeitado y duchado y cerrado la puerta a mi espalda, y en la mesilla de noche siempre mi libro de El corazón en las tinieblas. Llegué a la terminal del aeropuerto de Lisboa, tan próxima a la ciudad, y solo tras cruzar la niebla de un café mi mente advirtió la ausencia del libro.

Recordé las últimas líneas leídas, últimas en todo el sentido del término. Marlow, agotado de remontar el río Congo, acababa de conocer a Kurtz, un personaje que trafica exitosamente con marfil y del que se adivina ya un perfil siniestro. Alguien también traficó con mi libro, pues llamé al hotel y no había rastro del mismo. Si lo encontramos le llamaremos, y la mentira puso fin a la conversación. Miré las pantallas de embarque e imaginé quién continuaría leyendo donde yo ya no podía seguir.

La ausencia de lectura me hizo a echar un vistazo a la librería del aeropuerto de Lisboa. La literatura de aeropuerto suele constar de obras menores, prescindibles, como si a once mil metros de altura la mente no pidiera demasiadas complicaciones, ¡y cuál fue entonces mi sorpresa al ver la calidad de los libros que allí se vendían!. Activada por la cafeína, la mirada hizo un rápido zigzag hasta frenarse en un lomo plateado, y escrito sobre el mismo The book of disquiet (traducción al inglés del original Livro do desassossego). Su autor, Fernando Pessoa.

Libro que había llegado hasta mí como un accidente, pero cuya existencia también era fortuita: Fernando Pessoa, bajo el heterónimo (otro más) de Bernardo Soares, dejó una colección desordenada de miles de fragmentos en el interior de un baúl. Fragmentos sobre la vida, la filosofía, la literatura, la soledad. Nunca pensó en la existencia de su libro, tal vez porque sabía de la imposibilidad de ordenar todos esos trocitos en la lógica de un puzle.

Esos trocitos poéticos formaron una nube estable de electrones porque alguien, también por accidente, los descubrió y logró unir en un átomo de lectura. Un átomo mínimo (el pensamiento hecho aforismos) y que emite una energía inversamente proporcional a su tamaño. Un átomo mínimo y además oscuro: para leerlo, y así poder observarlo, la vista debe abrirse en silencio, sin prisas, parpadear de inteligencia y, al final, con gozo, comprender.

Fue la propia exigencia de Pessoa la que ensanchó sin pausa ese baúl. Decía su autor: “me sorprende terminar algo. Me sorprende y angustia. Mi perfeccionismo me impide acabar cualquier texto (…). Texto que inicio porque no tengo la fortaleza de pensar. Texto que termino porque no tengo la voluntad de abandonar. Este libro es mi cobardía”. De ese perfeccionismo soñado la realidad de este volumen, páginas enlazadas donde la angustia se escapa y confirma el título del libro, un libro que no se acaba nunca porque nunca es el mismo: ni el libro ni nosotros.

Libro nocturno, de lecturas sucesivas, de llevarlo en la mochila o en el pantalón o tenerlo en la mesilla de noche o en el baño (ese lugar de lectura sin renombre). Libro que nunca tendrá una edición definitiva (el baúl se puede vaciar en infinitas posibilidades), libro deconstruido antes de que llegara Adrià, libro reconocido entre las mejores y más hermosas obras del siglo XX (en el mundo abundan los insomnes y los artistas), libro para los insomnes que escuchan los sueños de los demás.

P.D. El día que escribí esta crónica para El buscalibros (www.elbuscalibros.com) era un 15 de julio y se cumplían diez años de la muerte de Bolaño. La constancia trágica de las efemérides certifica la vida de uno, el alivio de la existencia, pero también el balance cada vez más frágil con el que ya no está: los años solo cuentan ya en una dirección. Diez años de mi vida y diez años sin Bolaño, aunque él nació en 1953, así que podemos pensar en veinticinco años anteriores sin mí. Me pregunté entonces qué se había perdido Bolaño en este decenio. Levanté la vista: en las noticias sin volumen una camioneta de la Guardia Civil entraba en un juzgado. Qué se ha perdido Bolaño, pensé, y solo me venían personas y hechos que nada tienen que ver con lo bueno de la vida. Quería cerrar la crónica y se me cruzó la idea rara de que Bolaño seguía vivo. Que disfrutaba de una de sus muchas ausencias infantiles, de sus escapadas literarias, de un largo viaje de Chile a México y de México a su casa en Blanes. Hoy que redacto y corrijo esta crónica descubro que Bolaño no se ha perdido nada en estos diez años, sino más bien todo lo contrario: somos nosotros quienes le hemos perdido a él.

Libro del desasosiego, Fernando Pessoa, editorial Acantilado; traducción de Richard Zenith. 608 páginas. 27 euros.

Año muerto, año nuevo

Blas-de-Otero

Otro año más. España en sombra. Espesa
sombra en los hombros. Luz de hipocresía
en la frente. Luz yerta. Sombra fría.
Tierra agrietada. Mar. Cielo que pesa.

Si esta es mi patria, mi vergüenza es esa
desde el Cantábrico hasta Andalucía.
Olas de rabia. Tierra de maría
santísima: miradla: hambrienta y presa.

Entré en mi casa; vi que amancillada
mi propia juventud yacía inerte;
amancillada, pero no vencida.

Inerte, nunca desesperanzada.
Otro año más camino de la muerte,
hasta que irrumpa España a nueva vida.

Blas de Otero incluyó este soneto en su libro Que habla de España (1960-1964). Poesía social es la etiqueta con la que estos versos se enseñan en los libros de literatura. Versos como testimonio y denuncia de una realidad acordonada. Versos que con frecuencia no lograban escapar de sus vigilantes: el órgano censor, escondido tras unas iniciales cobardes, los regateó, tachó y mutiló en numerosas ocasiones, y así que uno no sabe ni sabrá nunca qué es lo que realmente quiso decir Blas de Otero.

Lejos de sorprenderme por los tajos de la censura, lo más llamativo es conocer lo trabajoso de su proceso de control, las peticiones y denegaciones y los archivos de entrada y salida, unos órganos remitiendo sus dudas a otros superiores, y éstos a su vez a otros por encima, y que todo esa tarea hercúlea girara, en este caso, sobre la poesía. Cuesta imaginarnos que la publicación hoy de un conjunto de poemas pueda tener algún impacto social, no tanto porque vivamos en una sociedad donde la expresión es libre, sino más bien porque la poesía parece haber perdido la relevancia que tuvo. ¿Qué pasaría si volviéramos a una España con archivos de denegaciones, con forcejeos entre autores y mutiladores? ¿Recuperaría su importancia la voz del poeta, o estallarían nuevas formas de expresión del descontento?

Y en medio de esa incertidumbre y de esa lucha, ¿cómo era la vida creativa de un artista censurado? ¿Cuántas veces levantaba su vista del papel y pensaba en ese lector implacable? Releo el soneto de Blas de Otero, acaricio después el estupendo volumen con las obras completas del autor. Blas de Otero: Obras completas. ¿Sentiría su autor que esa obra que ahora leo era ciertamente suya? Cuando el poeta se miraba frente a un poema modificado, ¿lo reconocía como propio? ¿Qué palabras pronunciaba en su cabeza: las impresas, o las ocultas para siempre bajo un trazo grueso rojo? Porque en suma: ¿no debía aparecer en el lomo, junto a su nombre, una larga lista de códigos anónimos que también contribuyeron, destruyéndola, a su obra? A su manera, impune y furtiva, también están dentro del poemario.