2013

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La alegría es continuidad: una flecha feliz que corta los calendarios, ahora el del 2013, un año que ha levantado la persiana a un mismo trabajo, a una misma soledad bajo las sábanas, a idénticos hábitos y opiniones. La costumbre puede ser tedio, pero también la sonrisa de un hábito bien escogido, y que además se perpetua. Esa es la alegría hoy: continuidad.

También es un hábito resumir los años en viajes y lecturas y teatro y música y películas, como si la cultura solo importara cuando se cambia de almanaque. ¿Cultura en el 2013? Cierro los ojos y veo a Standstill actuando en el Sonorama de Aranda de Duero, el Kindle devorando The Age of Wonder, Andres Neuman descubierto en los libros y en persona, el pentagrama sin final del auditorio, la novedad del Teatro Real, el aprendizaje eficaz aunque lento del francés. De viaje recuerdo mis pasos por la noche de París, una bicicleta en Versalles, el horizonte incansable de los Pirineos.

Incluso yo he sido semilla humilde de cultura: a través de este blog, al que agradezco vengan mis visitantes silenciosos (más del doble este año que el pasado, pero igual de callados), a través también del Buscalibros (www.elbuscalibros.com), un lugar de recomendaciones literarias que tiene aquí en Taganana su reflejo, y también cultura en la grabación de cuatro canciones a comienzos de año con Midnite Special.

Abro ahora los ojos y sonrío al gotelé amarillo en la pared. Si sonrío es porque detrás de esa rugosidad están la pureza idéntica de mis amigos, de mi familia y del grupo de música, que es una combinación de los anteriores. Han estado las mismas personas, y su repetición es una pulgar en alto. Se han juntado nuevas, como Pablo de la Orquesta Nacional o el mismo Neuman descubierto detrás de las palabras, pero que también es parte de esa satisfacción: a veces la amistad es la sola posibilidad de un abrazo.

Cerramos los años y hacemos inventario de alegrías, porque las penas dejan cicatriz y se bastan para recordarse. La sonrisa es el arco cóncavo de un funambulista, algo excepcional, frágil e inconsciente, en todo el sentido de este término. Pero la sonrisa es un paraíso real y ha sucedido durante el 2013, un número cuya trama empezó in medias res, cerrando el dolor a una abuela ajena, tan distinta de la amada, como si la muerte hubiera hecho un istmo dentro de la vida, un año que luego continuó con esa felicidad rara y perpetua que da el abrigo de la ficción, las realidades desdobladas, los sueños lúcidos, las historias que uno inventa y olvida, las películas en las que entras y el celuloide te eleva con la facilidad de una escalera mecánica, un año como un negativo de una vida no vivida, de besos al aire y lugares no compartidos y escenas de portal donde mi imagen está siempre en el espejo, pero qué inexacta la palabra negativo si sobre el mismo han brillado doce meses, y en su resumen la certeza de que esa ausencia ficticia me alegra y hace fuerte, me permite sonreír y mirar a la vida con más seguridad y asombro, porque sé que todo es un simulacro y porque nadie sabe realmente quién es, y esa desorientación de las vidas vacuna de la ceguera de las rutinas y de las vanidades hinchadas.

Que lo mejor pagado no es lo más importante lo sabemos todos. Que todos valores son relativos, porque incluso ninguno de nosotros es nadie, lo saben o quieren saber pocos, sobre todo cuando la cultura del goce se quiere imponer contra la certeza de la muerte. Y bien que conocen el relativismo los seres más sencillos, cada parte del orden natural y el orden natural dentro del ciclo de las estaciones. En ese microcosmos relativo habitan las hortalizas de mi huerto, otra de las novedades del año. Hortalizas que duermen el invierno bajo un sueño de plástico e imploran la llegada del nuevo año: para ellas el tiempo también significa crecimiento y felicidad. Qué parecida mi vida a la de las guisantes, tumbados alegres esperando también que alguien les cuide, les escuche, les agarre, cambiando de muda y proyectos en cada estación pero manteniendo siempre la misma esencia, esa nada esférica alegre y algo ingenua, ese yo que es una fachada móvil que avanza por decorados ajenos, que observa la vida que ocurre frente a ella y que al final siempre ríe para adentro, mira para afuera, y vuelve a sonreír, porque en ese reflejo de los demás también está, estoy, viviendo.

Historias de taxi

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Se llama Liborio y es de Badajoz. Conduce un taxi que es un memorativo de Héroes del Silencio. Hay pegatinas del logotipo de la banda en el volante, el salpicadero, las ventanas. Un pequeño pin brilla con la bandera de España, y en el reproductor suena Maldito duende.

– Tengo cincuenta discos con música de Héroes del Silencio -me dice al abrirse el semáforo de Plaza de Cataluña, y mientras pienso lo exagerado del número continúa: mi madre me pregunta si no me aburro de escuchar la misma canción toda la vida, y yo le digo que no, como tampoco te aburres de la persona enamorada, si de verdad hay amor.

Habla mezclando frases propias con fragmentos de letras de la banda. Le confirmo que la calle Buganvilla es la continuación de Bambú, me responde enojado por la manía de cambiar el nombre a calles en Madrid que son línea recta, y a continuación, como si su cerebro fuera un espacio diáfano, dice: esto es un viaje a través de Asia, cruzando los Himalayas, entre la India y Nepal.

A la ventana baja la luz del neón del Alcampo de Pío XII, aunque para mí el supermercado será siempre Jumbo, pues los lugares de la memoria solo guardan su primer registro, la primera vez que fueron nombrados, y nos es imposible llamarlos de otra manera, como si en ellos el presente entorpeciera al recuerdo. A Liborio le ocurre algo parecido: admite que no sabe nada de la realidad, no lee los periódicos ni ve los telediarios. Él se enganchó a Héroes del Silencio de adolescente, y desde entonces solo ellos le acompañan.

Cualquier taxista suele explicar por qué llegó a esa profesión, como si su trabajo fuera el extravío de un ideal. Liborio vino a Madrid para ser maestro. Era de letras, me dice desde el retrovisor, y por esa expresión antigua parece haber pasado más tiempo que por su perfil, el de una persona joven, con patillas bien recortadas y pelo corto. Era de letras, me dice, y no pude con la estadística en la asignatura de psicología de la educación. Ni una ni dos. Tres. Tres asignaturas de psicología de la educación. El calvario de los números dejó su carrera a medio terminar, luego su vida una garita de vigilante nocturno, ahora el taxi. Y acompañándole siempre, Héroes del Silencio.

– Tenía que haber estudiado traducción e interpretación. De pequeño me gustaba la historia y la literatura. Se me daban mal las matemáticas -vuelve a confirmarme con fastidio-. Pero en este trabajo soy feliz, lo hago lo mejor que sé, hablo con los clientes, incluso con alguno en inglés, cuando cargo extranjeros en el aeropuerto. Intento hacer bien mi trabajo porque eso da sentido a tu vida, como estar enamorado.

Le respondo que me parece admirable su filosofía de vida, esa fortaleza del deber, aunque tal vez puede que no me habla él sino Bunbury. Y entonces se gira hacia mí y me dice que es fuerte porque lo ha pasado muy mal. Su cara ahora completa se agrieta de golpe, como una torrentera sin lluvia, es un óvalo lleno de misterio, y tengo la certeza de que es él quien realmente me habla.

Casi estamos llegando a mi calle. Le cuento que vengo del auditorio, de escuchar a la Orquesta Nacional de España, y luego de tomar algo en un bar con uno de sus músicos. ¿Tú también tocas?, me pregunta. Y como justamente vengo de escuchar a la orquesta le respondo con humildad sincera que no, que solo soy un aficionado, pero que ojalá la vida de uno fuera la que se va soñando en las calles, o por noches como esta, en un taxi donde Bunbury le dice a una sirena que vuelva al mar, que no quede varada por la realidad. Y pienso en esa idea y advierto que ahora soy yo también el que mezcla las frases del grupo con mis pensamientos, una confusión feliz mientras pago ocho euros y medio, y justo al salir del taxi Liborio me da la mano y me dice:

– Me alegra mucho que te guste la música.

El portal se cierra a mi espalda y no sé si se refiere a Bunbury o a la música en general, la que él no escucha atrapado en un amor infinito.

Cápsulas de luz

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Según Steven Weinberg cuanto más comprensible parece el universo, tanto más carece de sentido; sientes la decepción que deja un truco de magia recién revelado. Y en la vida humana resulta también que cuánto más fácil es la solución de un problema, tanto más carece de sentido. Y como nuestras vidas solo avanzan si los problemas se resuelven, es fácil concluir que la vida se desarrolla y agota sobre el consuelo fugaz de soluciones prácticas.

Pero la mente es inquieta: quiere saber idiomas, quiere escuchar nuevos sonidos, quier crear archivos de aromas y sabores, quiere leer, aprender, quiere que el mundo sea un atlas, y visitarlo. En esa curiosidad nos protegemos contra el imposible de la realidad, contra ese cine en sesión única, y en la pantalla una trama débil y un final conocido.

Así que para que la función merezca la pena solo queda el remedio de la inquietud: con el fósforo de la mente, prender las antorchas de lo que nos emociona. Alumbrar la orilla y, sobre su pentagrama en curva, dibujar el braille de nuestros pasos.

Lógicamente siempre es de noche: la playa es un largo abanico inacabado, pero sus varillas de arena tienen sensores fotoeléctricos. Alumbremos.

Viena

Para acompañar la lectura, te recomiendo pulses este enlace: http://www.youtube.com/watch?v=VTd2aXLTA84

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Si lo que lleva uno de vida se pudiera extender en una superficie, y doblarla luego con la facilidad de una cartulina, una ciudad quedaría en el doblez. Viena. Viena a los dieciocho años, el primer viaje fuera de España, un viaje como despedida del colegio y en el horizonte el miedo a la universidad, Viena hoy, camino de los treinta y seis, con una vida laboral en marcha y la certeza que el tiempo tiene limites, y que por lo tanto no sobra.

Viena parece un decorado de sí misma: regada por lluvia que alguien acciona a intervalos, veo figurantes que sorben café en los salones, que mueven los labios casi en silencio, pues saben que lo importante en la vida empieza en la voz, y se expresa en susurros, casi con miedo. Figurantes que miran a la calle cruzada por jóvenes, por bicicletas pedaleadas con juventud, bicicletas que luego descansan junto a sus amos mientras ellos beben vino caliente en puestos navideños, un tumulto alegre y en la acera ancha el paso militar de actores veteranos, dando zancadas dentro de sus gabardinas de buen paño, con los rostros limpios, bien afeitados, rostros que parecen siempre los de un cardiólogo o un consejero delegado, y caminan erguidos del brazo de mujeres altas, y en sus conversaciones temas que, pese a no entender el idioma, uno imagina interesantes.

Que haya un parque de atracciones encajado dentro de la ciudad multiplica la sensación de que Viena es magníficamente falsa. Lo extemporáneo de los palacios, de los carruajes de caballos, se continúa de golpe en las atracciones de feria y la noria del Práter. Miro a lo alto de esta estructura, buscando algo de consistencia al sueño de Viena, un andamio donde agarrarme, y de golpe pienso en el vértigo del vagón abierto de El Tercer Hombre.

El recuerdo es inmediato porque parte de Viena es aún esa ciudad de posguerra, de calles en curva, adoquinadas, de portales que, como arterias, son largos pasillos hasta el sistema vascular de las casas, patios desde los que arrancan escaleras de caracol hasta cada una de las viviendas. Viena es un delito para el intruso que, aparentemente desubicado, avanza goloso por un pasillo de arcos, la curiosidad creciendo a cada paso, y descubre por fin, desde su centro, la vida privada del edificio. Esa ciudad filmada aún se mantiene, la llevamos en la memoria y la proyectamos, como un linterna mágica, en las sombras ampliadas contra las fachadas.

Así que no ayuda nada a mi confusión sobre Viena mi sesión nocturna en el Burg Kino, un pequeño cine cerca de la Ópera y que proyecta ante seis espectadores la película de El Tercer Hombre, acercándome aún más a la ficción, y por eso que cuando se encienden las luces y salimos a la calle Viena está igual de vacía que en la película, y regreso a la pensión Mozart y me giro a la espalda varias veces, pensando que tal vez estoy siendo perseguido, pero únicamente me acompaña el recuerdo de quien yo mismo fui allí hace 18 anos, la mitad de tiempo que ahora.

Viena está en ese doblez de mi vida, y mientras que el tiempo sí que avanza en nosotros la ciudad, sin embargo, busca y consigue ser idéntica siempre a sí misma, la autenticidad de su tarta y de su ópera y de sus museos y de sus avenidas.

– En 1996 esuché Andrea Chénier, de Umberto Giordano ahí abajo, de pie. La primera ópera a la que asistía en mi vida.

– Seguro que has cambiado mucho en todo este tiempo -me responde con suavidad una anciana sentada a mi izquierda.

Y mientras el telón de la ópera se levanta y comienza Peter Grimes de Britten pienso que no me responde ella, ensortijada y elegante, sino más bien la ciudad, dotada de esos mismos atributos, y que sus palabras están cargadas de razón. El tiempo avanza desinflándose como un globo, un orden cada vez más minúsculo, y el corazón a veces se angustia, no solo de no saber por qué late, sino hasta cuándo debe hacerlo. La erosión del tiempo en Viena, sin embargo, camina hacia adelante, dándole puntapiés al horizonte, y no puede medirse por criterios humanos sino más bien en eras geológicas, y en esos intervalos de tiempo tan amplios la vida de uno inevitablemente se agota, es apenas ese pliegue o cicatriz en un plan mucho mayor y desconocido.

Pero la certeza feliz de que Viena seguirá obstinadamente idéntica hace que ya quiera, en otro giro del tiempo, volver a ella. Porque el vínculo a un lugar es un mecanismo que, una vez arrancado, sigue solo, para bien o para mal, y luego nosotros lo vamos cargando de contenido: las fachadas de Viena continuarán siendo las pantallas de nuestra cinematografía, pizarras en blanco sobre las que proyectar nuestras sombras, a veces solitarias, fugaces como la de Orson Welles, en huida de sí mismas, o bien sombras morosamente lentas, con la mente sumergida en una pecera de sueños; a veces sombras duplicadas, la amistad o el amor buscando nuevas geografías, recordando el lugar que deseábamos compartir y que finalmente así ha sido. Y a veces, por fin, sombras vacías: las fachadas ausentes, como las aulas cerradas de un colegio durante las vacaciones de verano.

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NOTA: Aconsejo un alojamiento en Viena: la pensión Mozart, en la calle Theobaldgasse 15. Quince porque está a quince minutos caminando de la ópera, y algo menos de la zona de los museos. Lo regenta una familia amable que no habla inglés, y que transmiten su hospitalidad con un lenguaje de gestos: gestos en la decoración algo abrumadora del pasillo de entrada, en el platito de frutas frescas en el cuarto, una habitación silenciosa de techos altos, con un baño limpio y bien surtido de jabón y champú, gestos al descubrir que han hecho la cama durante tu ausencia, la posibilidad de WI-FI gratis y, por último, el gesto de amanecer con un desayuno variado servido en una habitación familiar. (http://www.pension-mozart.at/)

Cómo viajar sin ver

The Third Man

Andrés Neuman nace en Buenos Aires en 1977. De padres argentinos, reside desde los catorce años en Granada. En 2009 gana el Premio Alfaguara con su novela El viajero del siglo, obra que recibe otros importantes galardones, entre ellos el Premio de la Crítica. A raíz de conseguir el Premio Alfaguara el autor se embarca en un largo viaje de presentación de la obra por América Latina. De este viaje sobre una obra surge otra: Cómo viajar sin ver.

En la bienvenida con la que nos introduce al libro el autor señala la razón de su título: un exhaustivo itinerario de promoción le impide pasar el tiempo suficiente en cada lugar. De este lamento salta una pregunta: “¿y si esa velocidad (…) pudiera ser también una ventaja?”. Este es el punto de partida de la obra: admitir que viajar se compone, sobre todo, “de no ver”, y que la vida, por extensión, apenas es un fragmento. Si no es posible la mirada “exhaustiva y documentada sobre un lugar” sólo queda “el recurso poético de la inmediatez”.

¿Y por qué los viajes siguen revelándonos tanto?, se pregunta el propio autor. De ese gran no lo sé está hecho el libro. Libro que es una colección variada de relatos cortísimos, donde cada sílaba importa, como si fueran versos. Aforismos que nos hablan de lecturas, películas, de viajes en avión o en taxi, de salas de espera de aeropuertos; hay crónica política, microcrónicas sobre la infancia, sobre el sentimiento de pertenencia a un lugar, sobre el tiempo, sobre las gentes y países que recorre.

Variedad de temas donde la lucidez de Neuman se enciende y apaga con la rapidez de un fósforo, y luego se vuelve a encender. Sirvan algunos ejemplos como invitación a la lectura.

a) sobre la experiencia de viajar: “Al viajar a determinados lugares, nos desplazamos hacia delante con el cuerpo y hacia atrás con la memoria. Entonces avanzamos hacia algún pasado”. En una sala de espera: “Todos hacemos tiempo, y quizá no reparamos en el prodigio de la situación. Los pasajeros estamos fabricando tiempo (…) y el futuro tan cercano se suspende”. “En mi despertar limeño, descubro que el inconsciente también puede padecer jet lag: he soñado que seguía en La Paz”.

b) sobre la pertenencia a un lugar: “(…) por ley es obligatorio hacer ondear una bandera peruana (…). A menudo los españoles elogian el apego que los países del continente, a diferencia de España, muestran por su propia bandera. Quizá no sea mala idea contemplar los colores patrios con precaución. En temas de banderas, es muy fácil pasar del orgullo al decreto”.

c) sobre los lugares que visita: de La Paz: “Metáfora de su propia Historia, la capital de Bolivia ha crecido escalándose a sí misma, construyéndose un destino cuesta arriba”. Del tráfico en Bogota, el siguiente letrerito en el interior de un taxi: “¡Exija al conductor el cumplimiento de las normas (…)! Si usted no protesta o reclama, su vida está en peligro”.

Texto instantáneo, divertido y plural, Cómo viajar sin ver es un libro de lectura ágil y agradecida, donde la brevedad e ingenio de sus greguerías hace que la lectura vaya saltando de un lugar a otro, muchas veces de forma circular, y así que apenas terminado un párrafo queramos volver a leer desde el principio, y encender de inmediato un nuevo fósforo.

Esta reseña fue publicada en la web donde colaboro cada mes recomendando un libro: http://www.el-buscalibros.com/. Gracias a esta lectura vinieron tantas otras de este escritor, y como una continuación natural llegó nuestro encuentro (https://taganana.wordpress.com/2013/10/15/un-encuentro-esperado/), así como algún correo electrónico lleno de humildad y cariño por parte de Andrés. De cariño y de calidad literaria, pues Neuman se esmera hasta para escribir la lista de la compra. Y con admiración feliz y algo de asombro sé que en el futuro me seguirá acompañando. Pues como él mismo dice, las coincidencias son un mecanismo que se pone en marcha y sigue solo.

Punto de fuga

Chagall

Buscando el punto de fuga
a cuadros que no he pintado.
No hay salidas de emergencia,
no hay trampillas disfrazadas.

Naturaleza muerta: nadie
regó de adjetivos las plantas.

Podía haber caído en
tablas de luz y color. En
puntitos o espirales ser
admirado. Podía haber
dado un brinco, besado el sol.
Podía, mas me acostumbré
a la oscuridad, y cegué.

Quién eligió mi tema, quién
la tenebrista paleta.
Dónde el valor para saltar
al arrullo de los flecos
de pinceles extranjeros,
para los que lo único sacro
es beber la vida a diario.

Beban quienes con fosforencias
alegran esta sala. Yo les miro
sin ver, sufro la envidia
de sus sanas carcajadas,
y me ciego a la sombra
de bodegones y santas.

Este poema surgió de manera automática: las palabras brotaron en la pantalla, y reflejada sobre ella la cúpula que Chagall pintó en el teatro Garnier de París. Estuve un rato largo observándola, tiempo de silencio, y mientras mis ojos estaban allá arriba los versos aparecieron en la pantalla, como un código de barras. Parecía que las palabras hubieran caído desde regiones celestes hasta mí, y me quisiesen decir algo. Como si alguien quisiera habitar en mi interior, y yo le hubiera abierto las puertas.

Al volver a las calles de agosto en París, y no sin asombro, leí el poema telefónico con la sensación de un texto ajeno. Las palabras eran un código, luces de un semáforo espacial. Caminando sin propósito las fui corrigiendo, cambiando una y otra vez de lugar, como un juego de cromos conmigo mismo, y empecé una de esas grandes circunvalaciones que es la escritura y que acaban, mucha veces, en la primera palabra desterrada. Pero en este viaje circular sabía, con la misma certeza que una verdad matemática, dónde estaba el principio y dónde el final. Sabía dónde las sombras, dónde el color. Sabía dónde estaba la culpa y cómo darle la espalda. Pero sobre todo sabía de dónde venía, y dónde quería estar : dentro del cielo de Chagall, en ese caleidoscopio que siempre está girando, y que por lo tanto siempre es nuevo, porque el cielo mirado nunca es el mismo.

Una charla de cine en Montmartre

Montparnasse

Luis Doncel (Torreblascopedro, 1978) es un joven director de cine español. Joven, director, cine y español son palabras que, agrupadas, nos hablan de sueños tristes, de ojos en vela, mantenidos con vida a través de mucho esfuerzo; sueños que terminan en reproches a uno mismo, agriando el carácter de quien los mantiene. Ese amargor no es el caso de Luis, o al menos no lo fue hasta donde yo le traté, cuando en el verano de 1996, contando él, también yo, con dieciocho años, decidió marcharse a estudiar a París. Me voy allí porque en Madrid no tengo proyectos, tampoco dinero, así se decía a sí mismo con frecuencia, como para ratificar el acierto de su decisión, pero el tiempo diría lo contrario, una huida sin retorno aún hacia una realidad que, con distinto decorado, repetiría los problemas de origen.

¿Y cuál era el origen? Una docena de cortometrajes grabados con una voluminosa cámara VHS. Las historias se rodaban en la casa de sus padres, un piso situado en la urbanización de la Piovera, al norte de Madrid; los exteriores de cada corto eran también los de esa misma casa, el portal de acceso a la vivienda, el garaje, los trasteros, el jardín y la piscina. La limitación de escenarios no le impedía ambientar sus historias en San Petersburgo (unos abrigos y una botella de vodka), el Lejano Oeste (sombreros de ala ancha, un ventilador oculto, arena en el suelo) o Estambul (una alfombra iraní y quinqués de colores que el padre habían comprado de negocios por Marruecos).

Sus actores éramos sus amigos, sin capacidad alguna para la actuación, y que cuando abríamos la boca era para añadir sugerencias disparatadas a un guión que ya las incluía. Guión que Luis convertía en imágenes con la arrogancia de quien cree haber escrito El Rey Lear, y de esa exigencia y de nuestro incapacidad resultó que su grupo de amigos se fue recortando hasta tres incondicionales, tres estoicos que soportábamos sus cambios de humor, entre el desprecio y la ira, sus cabreos ante nuestros huecos de memoria en los textos, a veces farragosos, aguantando en suma su obsesión por alcanzar la toma perfecta, algo que parecía imposible vestidos de romanos en el pasillo de su casa.

En último extremo, y aunque nunca lo hablamos, el trío superviviente creía, con la ingenuidad de la adolescencia, que nuestro amigo en común era un genio. Tenía lucidez, un sentido crítico plagado de referencias que se nos escapaban, hablaba de películas y directores y actores tal vez inexistentes salvo en su imaginación, pero esenciales para la educación en la vida, y nos prometía historias de las que luego nos hacía partícipes; el proceso de grabación solía ocuparnos las tardes de sábado y domingo y todos, salvo él, acabábamos muertos de risa.

El resultado era lamentable: imágenes desenfocadas, la voz de la madre preguntando si queríamos merendar cuando en la mesa del salón, caracterizados como militares rusos, decidíamos el futuro de Europa, un montaje a trompicones, pues Luis ya tenía en mente otra idea y la grabación en curso resultaba ser un estorbo a quitarse cuanto antes, y en definitiva un proyecto casero que, al tratar de asuntos ambiciosos y que exigían de técnica, dinero y talento interpretativo, evidenciaba aún más en sus pretensiones todos sus defectos.

De Luis me despedí con cariño y tristeza cuando supe que se marchaba a una universidad en las afueras de París; no solo yo, sino también su madre y seguramente el propio Luis, sabíamos que el viaje no era sino una excusa para vivir en la ciudad donde se refugiaba todo lo que él pensaba que necesitaba para triunfar y vivir del cine, y que no podía encontrar en Madrid. Ese cariño que era mutuo, y lo digo con orgullo, no fructificó en ninguna correspondencia o forma de contacto posterior, porque la admiración no necesita de contacto para que perdure, y nos habíamos perdido por completo la pista el uno del otro. Al menos eso pensaba yo, erróneamente, pues apenas llegado a París recibí un correo electrónico de él. No me sorprendió tanto pensar cómo había conseguido mi dirección o cómo sabía que estaba de vacaciones en su ciudad, sino constatar que la última vez nos habíamos despedido en un mundo en el cual no existían los correos electrónicos, absueltos entonces del porvenir tecnológico que nos esperaba en la vida.

Lo cierto es que recibí su correo con una gran ilusión, y quedamos en vernos dos días después, el último martes de agosto a las tres de la tarde, en un banquito de piedra que encontraría a la entrada del cementerio de Montmartre, a la izquierda, bajo la sombra del puente y junto al panel que informa de los muertos más ilustres. Luis sabía también de la existencia de este blog, y me dijo que por qué no le entrevistaba para el mismo. La idea me pareció graciosa, no a él, que me envío en el mismo correo una pequeña nota biográfica para que me preparara la entrevista, y me rogó puntualidad.

Por mi desconocimiento de las distancias y el tiempo de transporte en París llegué al cementerio con media hora de antelación. La entrada al mismo era por su parte superior, desde donde las avenidas de tumbas y mausoleos descendían la colina. El sol calentaba mis pasos y disfrutaba de un silencio insólito en el centro de la ciudad, un lugar que por su finalidad quedaba liberado de las hordas de turistas con niños. Un búnker de silencio, donde el tiempo solo giraba en un sentido, el del reloj de mi muñeca, y que me llevó precipitadamente hasta la entrada. Me había despistado pues en el banco y hora señalados ya me esperaba ya Luis.

O bien había engordado solo su cuerpo, de cuello hacia abajo, o bien se le había reducido la cara, o posiblemente ambos procesos simultáneos. Lo cierto es que su porte era desproporcionado y lo coronaba un rostro diminuto que no estaba en orden con el conjunto, como esos decorados de cartón que simbolizan alguien conocido, y donde la gente sitúa su rostro en un espacio ovalado y demasiado grande para sus caras y piden que alguien les haga fotografías estúpidas, cuando lo que tal vez merezcan es un guantazo.

Desde esa cara abreviada dos ojos como canicas observaban algún lugar perdido entre las lápidas, aunque parecían más bien buscar en los recovecos de la memoria. Fuimos poniéndonos al día en asuntos convencionales, las novias que trocaban en ex novias, los amigos en común, los recuerdos del colegio. Convencionales porque Luis quería hablar de cine, se sentía director, y yo había adoptado con facilidad el papel de periodista y quería empezar también mis preguntas.

DANIEL: En los últimos diez años has dirigido en Francia la grabación de quince bodas, y otros tantos bautizos.

LUIS: Efectivamente. Que el número de bodas y bautizos coincida no es casualidad. Aquí la gente, cuando se actualiza en los sacramentos, decide hacerlo en masa, por lotes. Les faltaría añadir a la fiesta la unción de enfermos para el abuelo.

DANIEL: ¿Surge entonces la idea de esa obra imposible llamada Funerales?

LUIS: Así es. Todos sabemos que los bautizos son razones para una merienda con la familia y los amigos. Un atracón de medias noches de salami y chocolate caliente. Y qué decir de las bodas. Esa impostura farisea de un lujo que las parejas no pueden mantener, y recurren entonces a la ruina de sus congéneres. Nefasta contaminación de Hollywood. Cuando falleció mi padre tenía quince años. Mi padre estaba vivo hasta que sonó un teléfono. Seguía vivo cuando estaba en el tanatorio, velándole. También estaba vivo cuando fue enterrado. Estaba vivo porque era incapaz de entender su ausencia, y de comprenderme a mí mismo allí. Sentía que todo lo que me estaba ocurriendo era una ficción, me veía de lejos, desde un helicóptero. Me abrazaba gente desconocida. Lloraban por él personas a quienes nunca he visto. Entonces, en ese momento, surgió la idea de Funerales.

DANIEL: Grabar funerales.

LUIS: Grabar funerales como representación auténtica de los sentimientos humanos. Sus reacciones ante el dolor. Personas que lloran sin miedo, como un sentimiento noble, enriquecedor. Personas que se quedan a una cierta distancia, entre muertos de salas contiguas, mirando el vaivén de personas que entran y salen de la habitación, personas que se alejan luego aliviadas cuando alguien del mundo real les llama al móvil. Otras personas que no aparecen siquiera por el tanatorio pero están rotas por el dolor. El sufrimiento como algo privado. O las que están allí hieráticas, como si fueran miembros de un gobierno o de una dinastía real, soportando el sufrimiento dentro de su estómago y generando úlceras futuras. Quería grabar el dolor más intenso, más desconocido, aunque es por el que pasan todos los seres humanos, y no la celebración de vestidos y peinados y niños guapos.

DANIEL: ¿Por qué el proyecto fracasó?

LUIS: Porque una parte esencial era grabar una situación real, documentar un velatorio sin actores, con un muerto real y un grupo de personas a su alrededor que soportaran un dolor igualmente real. Me puse en contacto con varios tanatorios. Ninguno accedió a permitirme filmar este proyecto. No tenía ninguna alternativa. Podía haber recurrido a enfermos terminales y proponerles esta grabación póstuma. Sin embargo cuando la muerte viene avisando ya hay un factor de anticipación que mi cámara hubiera perdido.

DANIEL: Surge entonces una variante al proyecto.

LUIS: Así es. Seguía convencido que grabar un funeral era cinematográficamente interesante. Hay grandes escenas de entierros en el cine. Pero ninguna película es un funeral en sí. Entonces escribí un guión sobre enterramientos de personas más o menos célebres. Se me ocurrió pensar en una docena de personas singulares, y le di vueltas a cómo hubieran sido sus funerales, buscando documentación de la época: me preguntaba qué personas habrían acudido, de qué se habría hablado, cuáles hubieran sido sus vestimentas, sus diferentes protocolos según cada momento histórico.

DANIEL: ¿Quiénes eran esas personas?

LUIS: Me ha atraído mucho la época del Romanticismo: escritores como Lord Byron o Mary Shelley. También investigadores británicos con vidas fantásticas, como Sir Joseph Banks o Faraday. Pero también músicos, como Beethoven o Schumann, también algún cátaro caído en las manos de la Inquisición, qué se yo, ya ni me acuerdo. Eran muertos que tenían un denominador común: sus vidas habían sido artísticamente relevantes, y por lo tanto muchas veces vidas azarosas o crudamente penosas. Presenté mi guión en varias oficinas de producción, que aún deben estar riéndose, o tal vez lo estén usando como folios en sucio. Desde entonces imprimo los guiones a doble cara, para joderles al menos y no darles papel gratis. Pero si alguien lee tu blog, que bien lo dudo, y le interesa este guión, se lo regalo. Con la condición de que tiene que ser grabado.

DANIEL: ¿Qué tienes ahora entre manos?

LUIS: Entre manos tengo ahora crêpes. Trabajo por las mañanas, hasta las cuatro de la tarde, en un restaurante cerca de la rue Lappe, detrás de la Bastilla. He caído en la rueda del sistema. Vine aquí para ser cineasta y he acabado de repostero. Al salir del bar, oliendo a Grand Marnier, suelo lamentarme por las calles: París es una gran ciudad para hundir a un artista fracasado. En cada esquina hay una plaquita donde algún músico o pintor o escritor construyó algo inmortal. Y pienso dónde me equivoqué, y solo en días de optimismo trato de encontrar la manera de encarrilarme por otro camino, aquel que me interesa.

DANIEL: ¿Has dejado de escribir guiones, de intentar dirigirlos?

LUIS: No, en absoluto. Pero escribo y veo cine menos de lo necesario, o menos de lo que necesito para ser feliz, para que me alimenten las ideas y poder así crear otras, por contagio o inspiración.

DANIEL: Has mencionado que ves cine. ¿Sigues lo que se hace en España?

LUIS: España es un atraso cultural en su conjunto. Luego hay milagrosas excepciones, milagrosas porque lo que se celebra es la ignorancia. El cine español es un gran error en los tres aspectos claves de este arte: actores, directores, y temas.

Luis guarda entonces un silencio melodramático. Su vista va paseando por las lápidas. Se pone en pie y caminamos un rato por el lugar.

LUIS: En los cementerios nunca nadie te da un pisotón: sus visitantes ponen cuidado en ver dónde ponen el pie, no vayan a pisar alguna tumba. Sienten que es un mal presagio invadir con la vida de sus zapatos las parcelas de piedra. ¿De qué estábamos hablando?

Antes de responderlo advierto que, con bastante frecuencia, Luis se pierde en el hilo de sus pensamientos, y tiene que repetir sus propios argumentos, no tanto para remarcar algo al oyente como para escucharse a sí mismo y poder continuar, como así sigue ahora tras recordarlo los tres grandes errores del cine español:

LUIS: Actores. Por un lado está la contaminación televisiva en el cine. Gente con dientes blanqueados que con triunfos efímeros arruinan, y no efímeramente, sino de por vida, una película. Aunque con la precariedad de su trabajo pienso que poca culpa tienen: la interpretación exige esfuerzo, pero también tiempo, la educación sobre las tablas o frente a las cámaras. Todos hemos visto grandes actores de cine mejorar con los años. Lamentablemente en el caso español, con la limitación de producciones, es difícil esa progresión.

DANIEL: ¿Y sobre los directores?

LUIS: Sobre los directores. Viven en torres de marfil. Quieren dirigir, pero también escribir el guión, e incluso la banda sonora. Amenábar es un buen ejemplo. ¿Por qué no piden ayuda, sobre todo en un país con escritores magníficos? Piensa en el cine italiano de los sesenta y primeros de los setenta: un grupo fantástico de guionistas, verdaderos escritores de talento que se aliaron con grandes directores. Es un pena que no se aproveche el magnetismo entre el mundo literario y cinematográfico. Me viene a la memoria ahora la figura de Juan Mayorga, un dramaturgo excelente. ¿Le conoces?

DANIEL: Por supuesto. Fui el año pasado al teatro a ver su obra El crítico, con Juanjo Puigcorbé y Pere Ponce.

LUIS: Qué curioso. De Puigcorbé te iba a hablar.

DANIEL: Adelante.

LUIS: Vayamos antes con Mayorga. Un dramaturgo enorme. ¿Cómo es que ningún director o productor españoles se echaron a por él, a su texto de El chico de la última fila? Él mismo, en una entrevista, decía no dar crédito. Los franceses, mucho más listos, usaron la obra para construir una gran película, Dans la maison, ganadora de seis premios César en 2013. No entiendo por qué no hay ese canal del teatro al cine. De textos que ya funcionan comercialmente bien, que a nivel artístico tienen profundidad, están bien orquestados. Textos donde habría que hacerlo muy mal para que no funcionaran en el cine.

DANIEL: ¿Y Puigcorbé?

LUIS: Puigcorbé… ¿qué te quería decir yo de él? Ah, ya sé, el tercer gran fallo del cine español. Los temas. Venimos de un gran atraso. Mientras España se analfebitizaba (no sé si existe el verbo) con Sor Citroën en 1967, y por compararnos de nuevo con Francia, nuestro vecino trataba temas como el incesto en Le soufflé au couer (reviso después de la entrevista que el dato es algo inexacto: la película francesa es cuatro años posterior, de 1971). Los años ochenta y noventa fueron dominados por triángulos amorosos, donde la gente se reía viendo a Puigcorbé sacando un pescado del horno, o bien la sempiterna Guerra Civil. Ya en el siglo XXI, y nuevamente por contaminación de Hollywood, se estrenan películas de terror con una ambientación escasamente española o europea, comedias tontas donde niños ricos meten el coche de sus padres en la piscina, ligan junto a las taquillas del instituto, y esperan el baile de fin de curso con las hormonas descontroladas. ¿Siente el público empatía con estas grabaciones? Evidentemente que no, y la prueba son las salas vacías.

DANIEL: ¿Qué temas deberían tratarse? ¿Más próximos al realismo?

LUIS: No necesariamente. Parece que solamente se puede hablar o de monjas travestis, o del paro, o de casas embrujadas. La mayor virtud del carácter español es su sentido del humor. Tiene un punto trágico, de mea culpa, es siempre irónico, y donde domina la autocrítica. Literariamente El Quijote es la mejor novela española de la historia, también una de las mejores a nivel mundial, pero la obra que representa más fielmente el carácter del español es El Buscón, un pícaro criado en ambientes sórdidos y que hace del soborno y la escaramuza su modo de vida.

DANIEL: Pero volviendo a mi pregunta, y sin entender demasiado bien la analogía con El buscón: ¿qué temas deberían tratarse?

LUIS: Temas que a la gente le llenen: la función del director es saber encontrarlos. Me gusta pensar que las buenas películas son pistas de despegue. Aeródromos que, de un lugar común y conocido, te transportan a otro que no lo es tanto. Por ejemplo, hay fenómenos recientes en la sociedad española: el programa de becas para estudios internacionales, los famosos Erasmus. Las aventuras de españoles yéndose a estudiar a Estocolmo o Berlín deberían dar no para una película, sino para un género. Cómo se ve la otra realidad de un país con veinte años, la fiesta, el dinero insuficiente de los padres, las gamberradas, la novia italiana o alemana con fecha de caducidad, las fiestas, la permisividad de los estudios en otras geografías, la ilusión de un abanico de posibilidades que se abren, el desengaño último del regreso. O la emigración laboral: ¿cómo es que no hay películas sobre todos los españoles que se van a Londres a aprender inglés, películas que en tono de humor narren sus peripecias, su búsqueda de pisos, sus tragedias con el idioma de allí, sus amores, sus dificultades laborales? Un último ejemplo: la corrupción. ¿Dónde está la gran película española que se atreva a tratar este tema? Ya la literatura lo ha hecho gracias a Rafael Chirbes. ¿Y el cine?

DANIEL: Cambiando de tema, ¿qué opinión te merecen los nuevos hábitos de consumo? Menor asistencia a los cines, mayor consumo de series televisivas, la piratería.

LUIS: Cualquier cambio tecnológico siempre ha supuesto una pérdida. La llegada de grandes televisores en las casas, a un precio razonable, la facilidad para descargar contenidos multimedia en algunos países (más en España que en Francia) y el precio de las entradas al cine, han hecho el todo. Hay gente que se empeña en destacar unos factores frente a otros. Creo que es una mezcla de todos ellos. Nadie se pregunta por qué hasta hace bien poco no se pirateaban libros. Seguramente porque un libro de bolsillo de diez euros, por dar un ejemplo, y que genera un disfrute lector de treinta horas, configuran una relación comercial que parece justa. Lo que sin embargo no lo parece es cobrar diez euros por una película que, además, no aprovecha las mejores condiciones tecnológicas. ¿Dónde están los reproductores digitales? El intento desesperado del 3D para recuperar el público, a precios aún mayores, es una medida errónea. Todo este fenómeno lo observo con pena: pocos placeres son mejores y parecen ya tan antiguos como el de acudir al cine, el ritual de vestirse con cierta elegancia, la compra de las entradas, la sala que se oscurece y la concentración absoluta luego del espectador con la película, sin interferencias sociales.

DANIEL: Tal vez esa sea la razón de que la gente prefiera ver series en sus casas.

LUIS: Suelo leer que el fenómeno de las series tiene mucho que ver con la expulsión de espectadores del cine, por precio o los factores que antes he comentado. ¡La historia del cine parece la de una permanente amenaza de desaparición! ¿Has visto The Last Picture Show? Gran película, y cuyo título hace referencia a la última proyección en un cine rural de Texas, que cierra en los años cincuenta por culpa de la llegada de la televisión. ¡En los años cincuenta! Han pasado siete décadas y el cine ha superado todos esos malos augurios. ¿Por qué? Por algo tan sencillo como la necesidad natural, humana, de escuchar y ver historias, con su principio, su nudo, y su desenlace. Por eso no creo que la gente haya dejado de ir al cine por la comodidad del sofá de su casa, donde suenan los teléfonos y la cisterna del vecino. Creo más bien que la razón de ese cambio está en la concentración.

DANIEL: ¿Puedes explicarte?

LUIS: La realidad que vivimos se actualiza a cada instante: las noticias, lo que hacen nuestros amigos en Facebook, lo que publican en cualquiera de las redes sociales. Es muy difícil estar concentrado el tiempo que dura una película. Más aún si exige apagar el móvil: en dos horas tus amigos pueden pensar que estás muerto.

DANIEL: De ahí que se prefiera ver series en casa.

LUIS: Efectivamente. Si la misma serie de éxito se proyectara en forma de película, las salas de cine seguirían vacías. El dominio de las redes sociales, el perpetuo conocimiento del estatus ajeno, la invasión absoluta del tiempo privado, hace que sea muy difícil conceptos como el pensamiento privado, la meditación, el tiempo en dosis largas, la lectura prolongada o el goce sin pausas de una película. Son actividades que exigen de continuidad, y la continuidad es algo que no congenia con la luz roja intermitente de una Blackberry. El flujo de información es constante, y escuchar una sinfonía de una hora o disfrutar de una película de tres son barreras incómodas a ese tsunami de datos. Somos la primera generación que sufre este cambio tecnológico, que evidentemente tiene sus aspectos positivos, pero que también ha descubierto que por un lado no sabemos utilizar correctamente estos aparatos, y que además afectan a nuestra forma de pensar y disfrutar de la vida.

DANIEL: ¿Tienes móvil?

LUIS: Sí. Tengo móvil, o más bien dos, uno francés y otro español. Además tengo un blog, dos cuentas de correo electrónico, un perfil en Facebook y en Linkedin, Instagram, Twitter, el Blackberry Messsenger y el Whatsapp. Todo lo cual no contradice lo que anteriormente te he comentado. Actualizarme en cada una de estas vías, responder a todos mis amigos o conocidos, es una tarea agotadora, que me consume, a mí y también a ellos. Recuerdo algún verano de la infancia, en Denia: la sensación de estar leyendo un tebeo, y que el mundo fueran las viñetas y yo. La sensación de estar realmente solo en el mundo con ese tebeo.

DANIEL: La calidad del tiempo ha empeorado.

LUIS: Por supuesto. Y la sensación de estar permanentemente desubicado. De estar perdiéndote algo importante que ocurre en otro lugar, y la imposibilidad de construir un pensamiento, de disfrutar de un paisaje sin haberlo observado antes de fotografiar. El otro día escribiste en el blog algo al respecto.

DANI: Así es.

Se acerca hasta nosotros una joven asiática y pregunta en francés por la ubicación de la tumba de Berlioz.

LUIS: Elle est là-bas au fond, chienne de mère.

Y la joven se va sin haber entendido demasiado bien la respuesta. Miro ojiplático a Luis.

LUIS: No te sorprendas. Estoy harto de las personas que van a los cementerios y preguntan por dónde está éste o aquél. ¿Es que no les pueden dejar tranquilos, ni siquiera muertos? ¿Es que no habíamos quedado en que la muerte nos igualaba a todos? Igual soy algo brusco. Yo vengo aquí con frecuencia, como si fuera Lovecraft, disfruto del lugar y el silencio y la certeza de lo que nos llegará: estamos rodeados de muerte, pero este lugar reivindica nuestro refugio en la vida. Frente a los sobresaltos del porvenir, la certeza del final. No necesito de la excitación mórbida de saber dónde se encuentra la tibia de Berlioz, que por cierto está en dirección contraria.

A lo lejos suena la campana. Son las cinco menos cuarto. Miro a Luis y le digo a modo de resumen:

DANIEL: No puedo estar más de acuerdo en todo lo que hemos hablado. Esta conversación ha sido casi como hablar conmigo mismo.

LUIS: Es bastante exacto lo que dices, ¿verdad? Los mejores diálogos son conversaciones con uno mismo.

Me sonríe y nos abrazamos camino de la salida. Nuestra sombra es una sola mancha larga, compacta, como la sombra de una única lápida, una sombra puntiaguda que señala el camino de salida. El guardés vuelve a hacer sonar la campana, interrumpiendo el sueño infinito de los muertos.

LUIS: ¿Sabes cuántos grandes directores de cine hay enterrados aquí?

DANIEL: No lo sé.

LUIS: Tres. Nada más que tres. Joris Ivens, Frédéric Rossif y Claude Sautet. No hace falta que me lo digas: no conoces a ninguno de ellos. Tal vez los hermanos Lumière tenían razón sobre su invención: el cinematógrafo no tiene futuro. ¿Esperemos que estén equivocados, verdad?

DANIEL: Por supuesto.

LUIS: Y como se suele decir: aún nos queda París. Caminar por esta ciudad es en sí mismo una experiencia estética, una emoción que le salva a uno del mal.

DANIEL: ¿A qué te refieres con el mal?

LUIS: ¿A quién va a ser? El mal del capitalismo, de las cadenas de televisión, de los periódicos, de los bancos, de los gobiernos, de los anuncios. Las nuevas tecnologías no hacen sino multiplicar su poder sobre nosotros. Verás, y déjame un segundo que hable de otra cosa, o tal vez no, más bien es hablar de lo mismo. Me gusta pasear por los mercadillos de los sábados en muchos lugares de París. En ellos suelen reunirse grupos de hippies, con sus pelos largos, sus ropas amplias, sus flautas y sus cerámicas y sus perros pulgosos, sus objetos hechos a mano, y lo cierto es que no puedo sino sentir lástima. Es descorazonador que otras formas de vida queden como algo minoritario, gente que vive feliz, o eso suponemos, en las montañas, en el extrarradio, qué se yo, y bajan los sábados porque necesitan del dinero del sistema.

DANIEL: Es descorazonador, sí. ¿Qué solución hay?

LUIS: A los intelectuales les encanta dar soluciones sociales. Pero el intelectual ya no tiene peso. La solución debe venir del interior mismo de esos mismos sistemas. Reivindicaciones como la primavera árabe o la sentada frente a Wall Street son buenos ejemplos de ello. Las tecnologías han dado el soporte. Pero el contenido es pobre, porque hemos fragmentado nuestro tiempo y conocimiento. Nos hemos olvidado de conceptos como soñar despiertos, estar aburridos, desconectar, la meditación, el vagar por las ideas, el puro hecho de pensar, el silencio. No quiero sonar pesimista, porque no lo soy, y porque hay una tendencia natural a convertirnos en profetas de la desgracia, pero hace falta una revolución, siempre han hecho falta, y no podemos manifestarnos y twittear a la vez, no sé si me explico.

DANIEL: Reivindicar como estenotipistas.

LUIS: Efectivamente: así no sirve de nada criticar. La indignación, para que funcione, debe ser mayoritaria, dotada de toda la violencia necesaria para lograr sus fines. Y por cierto, otro gran tema que el cine también ha olvidado: los indignados. Y es que al final apenas hemos hablado de cine. Eso sí, tengo la boca seca y con ganas de una cerveza. ¿Me acompañas?

DANIEL: Claro, no tengo nada mejor que hacer.

La poesía sonora de Lou Reed

Lou Reed

Qué fácil es caer en las redes de la novedad: escuchar siempre el último disco, ver siempre la última película, asistir siempre al último espectáculo. Las tendencias son un secuestro, nos maniatan, nos informan que no existe más momento que el de ahora, que ignores todo lo anterior a sus palabras. Ver películas en blanco y negro o mirar al pasado o escuchar música de ayer, y por lo tanto antigua, es una impostura de viejos o pedantes, si no ambas cosas.

A veces uno sale de ese foso de lo reciente por una afortunada casualidad: la misma que el 7 de agosto de 2004, sábado, me puso delante de un escenario a escuchar a Lou Reed. Iba sin los deberes hechos: apenas le conocía cuando de golpe sonó su música y ya no estaba en Benicassim, sino que escuchaba a alguien hablándome de marcharse a vivir a un bote en Amsterdam, pasar las tardes en el Museo Van Gogh, o comprar tal vez una granja al sur de Francia.

Vestía una camiseta ajustada, que planteaba la duda de si estaba en forma o enfermo; miraba a sus músicos con cara descontenta, y éstos le respondían tocando con brillantez, como si necesitaran de la agresividad visual de su líder para ese logro. La actuación duró apenas hora y cuarto pero nueve años después, en una noche de domingo donde leo que Lou Reed ha fallecido, la luz de ese día regresa con exactitud notarial, como salida de la lámpara de Aladino por primera vez.

También vuelve el recuerdo de mis pasos en polvareda dejando atrás el escenario, camino ya del aparcamiento, sintiendo a cada paso el rubor de no haberle escuchado con anterioridad, y sin darme cuenta en mi mano la publicidad del último disco de The Libertines, media cuartilla recordándome que solo importa la novedad, la de ese disco que es ya fundamental aunque aún no se ha publicado, y luego mi rabia y la cuartilla infiel arrugándose en forma de esfera, un vuelo breve, su impacto sin peso ni historia en un contenedor. Llego al hotel, estoy cansado, pero como ha dicho el propio Lou Reed el día ha sido perfecto, y el único vuelo posible es el de su música: el panfleto puede marcharse por los remolinos de la novedad.

http://www.youtube.com/watch?v=QYEC4TZsy-Y.

P.D. Un 30 de octubre de 2008 mi pierna derecha roza la falda de mi madre: estamos en el Palacio de los Deportes de Madrid, impacientes ante la actuación de Amaral, que presenta su disco doble Gato negro, dragón rojo. Una gran cortina roja oculta el escenario, se apagan las luces, y por un minuto vuela la música de The Velvet Underground. Luego se abre la cortina, aparece Eva Amaral, brillan los focos, ruge el pabellón, y me pregunto si soy el único que prefería seguir escuchando a la Velvet. Arrancar un concierto con esa introducción es un ejercicio de pedagogía musical y de honestidad, pero también de riesgo: ninguna canción posterior deja la misma huella que ese mantra infinito llamado All tomorrow´s parties. ¿De quién era esa canción con la que empezaron?, me pregunta mi madre volviendo en coche a casa. ¿Kamikaze? le digo y me responde: no hombre no, la anterior, cuando aún no habían salido al escenario. Sonrío, pues no existe la culpa: ya he hecho los deberes, y el esfuerzo ha merecido la pena.

http://www.youtube.com/watch?v=CrRVaYF-O4U

Intromisión

Orden de Malta en Roma

Una llave me despierta: el extremo de una corbata, los dientes metálicos de Sergio y Javier, el calambre de un portazo. Al rato un bolso caótico, otra vez olvidaste las gafas. Luego el calor de una luz diagonal, me atraviesa, estalla contra la puerta de un ascensor que, cada mediodía, anuncia el mismo bolso pero distinta corbata.

La infidelidad es rutina pero también miedo, el temblor al abrirme, el estiramiento del pestillo, la trabilla en lo alto. De nuevo el ascensor, de nuevo la corbata matutina. Una llave me asfixia con rabia pero la puerta apenas avanza. Suena un timbre de queda, pasa un mundo y los tres personajes aparecen por fin en escena. Como ante un agente de aduana, se miran entre ellos. Sus estómagos soplan, en los labios que no veo, silencio.

Hoy, de los goznes, me dolerá la espalda, pero ahora, en el saloncito de clase media, empieza una tragedia palaciega.

Un encuentro esperado

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Diez euros, una consumición, tres escalones de bajada: acabamos de entrar en Toni2, un piano bar de la calle Almirante de Madrid. Del fondo nos llega una algarabía de voces desafinadas. Su error colectivo es la verdad de una alegría, una celebración única que flota sobre la gente, y se contagia.

– Este lugar cierra a las seis de la madrugada -me dice un hombre que parece advertir que soy novicio allí- así que el local sirve de acueducto por el que pasan y escapan los restos de la noche -y como si hubiera cumplido su deber informativo, se gira y me da la espalda.

Acodado en la barra paseo la vista por el local: gente de todas las edades posibles ocupa el espacio entre sofas de terciopelo rojo y mesas bajas. Al fondo un tumulto de espaldas ahoga el sonido del piano. Las paredes devuelven mi imagen entre brillos dorados, y el aire parece demandar humo de tabaco. Si sonara música de cabaret podíamos estar en una ciudad alemana de entre guerras.

De pie, en una esquina, un rostro familiar. El alcohol envalentona y me dirige hacia una cara, la misma que mi dedo gordo izquierdo ha presionado en la contraportada de algunos libros. Si llevara en el estómago un café no me hubiera movido de la barra, preguntando a la margarita (la flor, no el cocktail) si era él o no. Pero no es el caso: avanzo con la certeza de una línea recta, me acerco y le pregunto y me afirma con la cabeza.

Andrés Neuman tiene ojos de buena persona. Le doy la mano: me entrega unos dedos blandos, casi sin hueso, y donde imagino se guardan anticipadas el porvenir de las palabras que luego leeré. Me mira con unos ojos amplios, cruzados de tristeza o melancolía y tal vez de cansancio, si no son lo mismo a las cuatro de la madrugada. Recuerdo una cita de Aristóteles: la mirada de toda persona interesante está cruzada por una línea de melancolía.

Dado que la mente amplifica la imagen de quienes admiramos, Neuman al natural resulta ser delgado y no demasiado alto. Cuesta creer que su obra, la que teclea con las manos que yo ahora rozo, haya surgido de la persona a quien me dirijo, tan reducida en sus dimensiones, más aún porque le hablo muy de cerca, tratando en vano de controlar el torrente de preguntas que me gustaría hacerle, de disimular la emoción mitómana del encuentro, y porque el silencio puede ser una despedida le arrojo un monólogo sin comas y así le cuento que vengo de tocar el bajo en un concierto y que soy el que le mandé un correo para una charla en la librería de mi amiga Bea en Leganés y que he leído casi todos sus libros desde el día en que me acerqué a la biblioteca municipal a por un libro de Onetti y por el orden alfabético la letra N de Neuman estaba justamente encima de los cuentos completos de Onetti y que me encanta cómo escribe y que no te lo vas a creer pero hoy mismo quise ir a comprar uno de tus libros a mi madre porque su cumpleaños es mañana porque se llama Pilar y mañana es el día del Pilar, es su santo pero también su cumpleaños, y que tampoco te vas a creer que también hoy mismo o mejor dicho ayer mandé a dos amigas un correo con una frase tuya, sí, sí, fíjate que parece que está preparado pero no, qué va, y recupero la respiración y a trompicones saco la Blackberry del vaquero y en la pantalla brilla (en todo el sentido del término) la siguiente frase, naturalmente suya, tuya, Andrés:

Amar pertenece al orden natural: como colgar la ropa en una percha. Ser amado es tan raro como colgar la percha en una ropa.

Y resulta que Andrés tiene dientes: lo descubro ahora, que por fín le he dejado hablar. Sonríe y me pregunta la reacción de mis amigas a esta frase. No sé qué le respondo, pero le recuerdo otro cofre suyo que guardo en mi poder, y que dice así:

Los trasnochadores se quedan despiertos porque contemplan, proyectados en las paredes, los sueños ajenos. Después, cuando amanece, se acuestan a soñar con lo que han visto. Puede decirse que sueñan dos veces.

Vuelve a interesarse por la reacción a sus palabras, y como la boca es una catarata no sé que le respondo y le hablo de lo que me gustan los Pirineos y de su blog y el de Muñoz Molina, a quien Andrés define como un hombre «cordialísimo», que para mí Muñoz Molina es un Cristiano Ronaldo de las letras y Eduardo Mendoza un Messi, la eterna doblez entre forma y fondo, me responde, le pido que por favor nunca hable de la Guerra Civil y de por qué no hay ninguna buena novela sobre los Erasmus y la tragedia de su brevedad, de ser el final cierto de la adolescencia, le pregunto luego en qué proyectos anda metido, tomando notas, me dice, y aunque no quiero giran las aspas de su reloj y entonces un vuelo próximo destino Ecuador, nos despedimos cuando hubiera querido seguir tanto tiempo con él, al menos para así haberle dejado hablar, y vuelvo con mis amigos y me siento a la vez orgulloso y triste del encuentro, con la sensación feliz de haberle conocido en persona, pero deseando a la vez que esa persona en retirada sea la figura de una amistad próxima.

La música de Wagner

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La música de Wagner te hace parte de un viaje en coche cama, atravesando con sus pentagramas fronteras de países, cruzando apeaderos vacíos de nombres impronunciables, un viaje sin reloj y en la litera superior dos enamorados, Tristán e Isolda, abrazados como si avanzáramos hacia un muro, que es la luz del día. Pero sigue la noche y Wagner aún compone y sufre y se enamora de cada mujer y pide dinero y sabe que nunca lo devolverá. Todo eso es Wagner: transgresión de los límites, movimiento, emoción fuera de la cordura. Un estado de alerta permanente.

Gracias al texto anterior he ganado el primer puesto del concurso Wagner de El País. El premio, para desgracia de mis vecinos, es una caja de 43 discos con las óperas completas de Wagner.

Si uno se escribe para sí mismo, le es raro y hasta incómodo saberse leído, como una intimidad asaltada desde el ojo de una cerradura. Si además ha encontrado que esa lectura acaba en una distinción, la sensación es doblemente extraña: de invasión, pero también de misterio ante el placer ajeno.

Uno escribe, elige las palabras, las une, las lee en voz alta: el acorde es terrible. Decepcionado las destruye: las palabras vuelven aliviadas al diccionario. Arrasando y civilizando van parpadeando palabras en el cuaderno o en la pantalla. En un momento definitivo y tal vez errado brilla el destello de una cámara: el documento se guarda y se lanza a ese buzón que casi siempre es un pozo y a veces, en días como hoy, un eco que vuelve inmerecido, y ante ese boomerang solo puedo sentir un agradecimiento tímido, la vista pegado al suelo sin poder mirar al frente, el secuestro de una mirada que mezcla algo de orgullo y mucho de vergüenza, el placer breve de ser leído y de un premio que girará en en el reproductor, dará raíl al tiempo, y por lo tanto nunca olvidaré.

La pérdida de la lucidez

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Dedicado a Ricardo.

Inventario al despertar: un silencioso espejo, el lavabo que besa el agua dormida, las noticias de la mañana detrás de la pared, el rumor de una tubería invisible, una bombilla rala iluminando el alicatado geométrico, el pijama plegado sobre los tobillos, y bajo sus piernas las gotas perdidas del inodoro, cayendo casi sin ruido, una filtración débil de la cisterna que no podía sino comparar con el sueño aún reciente, entrometiéndose en la realidad, ese pozo oscuro de rutina que ahora giraba alocado.

Un agua real porque goteaba, lo podía escuchar, lo observaba deslizarse hacia el fondo. Repunte de la inflación en el baño contiguo. ¿Y ella? ¿Existía también o era una ficción, alguien que se nos esconde, siempre a la espalda, la misma donde la cisterna le tocaba dejando esa lágrima perdida? Había llamado al fontanero hace ya diez días y el portero tenía la llave para abrir su casa, así que no había excusas: ¿cuándo demonios pensaba venir?

No era real, concluyó con el alivio de un inspector que reduce el número de sospechosos. Tanto tiempo perdido buscándola en el orden de los vivos, en los amigos y vecinos y compañeros de trabajo, en la gente que va y viene por las calles con trayectorias y horarios regulares, y por lo tanto cruzados también de forma regular e infructuosa a los suyos.

No era real pero en los sueños aparecía recurrentemente, como una sesión continua de cabaret, y su constancia multiplicaba el juego de la autenticidad. No era real, ¡sabía doblemente que no era real!, porque dentro del mismo sueño la podía soñar, una invocación lúcida de su presencia que a veces, como por un encantamiento, lograba crearla dentro su mundo onírico, y mientras toda la fachada dormía él y ella estaban en otro punto de la ciudad, trasnochadamente despiertos, cenando sin hambre en mesas contiguas tras salir de un cine (¿habrían visto la misma película?), caminando bajo la sombra idéntica de los árboles, allá en la alameda, o cruzadas sus vidas en lugares donde no habita la poesía: la cola del túnel de lavado, la salita de espera del dentista, los espejos infinitos de un probador de ropa.

El Real Madrid ganó cero tres y no supo quién marcó los goles: la ducha ahogaba el transistor del vecino. Gracias al baño se desprendía de la sensación de vigilia y recuperaba el raciocinio, pero no era posible olvidar la filtración incómoda de la cisterna, ese recuerdo exacto de sí mismo dentro de lo soñado. Camino del trabajo dudaba si despertaba de un mundo onírico al real, el del café con tostada, atascos e impresoras y reuniones y gimnasio, o bien si el proceso era el inverso, si el sueño nocturno era un arco hasta ella, lo único real, o por lo menos lo único auténtico y que importaba.

Solo un amigo sabía que estaba enamorado de un sueño. Alguien del más allá, le dijo, se estaba queriendo poner en contacto con él mediante un viaje astral, y con tal objetivo utilizaba una puerta onírica, la de sus sueños. Esta respuesta no había aliviado su inquietud, y menos aún cuando ella apareció al girar la esquina, su cara detrás de un cristal labrado, los nervios y luego una puerta giratoria que le dio la vuelta al mundo, pues en el interior, flotando en el aroma del café, estaba el sueño físico que había tocado e imaginado debajo de las sábanas.

Ella apoyó un libro abierto sobre la mesa, y luego le miró como si llevara toda la vida esperándole. Sostuvo su mirada y en el aire del café se dibujaron dos líneas eléctricas. Sonó el silbato de una cafetera y, como si fuera de vapor, se levantó de la mesa, pasó a su lado sin tocarle, y la puerta giratoria rodó con una tristeza lenta. Sintió hundirse en un lugar sin límites, y a duras penas alcanzó un taburete en la mesita ausente: había olvidado el libro. Pensó que podía intentar seguirla y devolvérselo, pero le temblaban las piernas de confusión.

Aterrorizado volvió a casa: ¿qué efecto tendría esta aparición en el sueño?, y al no encontrar respuesta pasó la noche en blanco, acariciando las páginas de su libro como si leyera braille. Apagó despierto el despertador y, mareado por el cansancio, orinó sentado en la taza; advirtió entonces que el inodoro ya no goteaba y en la cocina se lo confirmó una factura del fontanero. En la oficina pidió el día libre y se acercó en autobús hasta la misma mesa del café, que parecía seguir vacía desde que ella se marchara. Abrió por fin el libro y empezó a hacer tiempo con la lectura, sabiendo que posiblemente no volvería a verla. Los sonidos de la calle llegaban lejanos, como desde la trastienda de un sueño del que había despertado.

Viajes sonoros

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La música puede definirse por los paisajes donde fue escuchada. El sonido es un viaje que llena un lugar, así que música y espacios son conceptos fácilmente asociables. Lo que escuchamos de viaje queda grabado encima de la naturaleza, como una infinita película transparente: se pega a la superficie de los lagos, al perfil boscoso de las montañas, a las curvas que en zigzag nos bajan hasta el mar, a un horizonte urbano que adivina la llegada de la ciudad.

La Sexta de Brückner me lleva hasta las carreteras eternas de Ohio, tan anchas que parece que el destino nunca avanza, como si se escapara por los flancos del asfalto. Una sinfonía que no solo me lleva a un lugar sino a un momento: el verano de 2012, haciendo tiempo hasta el día de una boda, cruzando pueblos y centros comerciales y paisajes, y en el coche de alquiler las tubas de Brückner rivalizando contra la rodadura ruidosa de los camiones.

Dominique A suena en cambio por las carreteras arboladas de Michigan, la conducción lenta sobre pasillos de asfalto más estrechos, donde la naturaleza es una pared constante e invasora, que se entromete buscando la música, bajadas las ventanillas, y se conduce con inercia, como en un largo encantamiento, un viaje dentro de un horizonte sin final y donde el destino no es que se escape, como en Brückner, sino que más bien parece que se ha olvidado, la conducción como un movimiento sin otra finalidad que el placer, y que tal vez es una buena definición para la música.

Brückner o Dominique A: en el acto inconsciente de elegir la música de un viaje se determina el paisaje. Y si la música consigue adherirse al paisaje, ser intrínseca al mismo, es porque la música es inmensa, subterránea y terrenal y aérea, un concepto total que se superpone a los horizontes, los amplia y quedan por ella marcados.

Pero la música también puede definirse por las personas con quienes ha sido compartida: en la sala sinfónica de un auditorio, en un alud de gritos dentro de un pabellón, en la cercanía erótica de un sofá. Qué hermosa la declaración de afecto a través de recopilatorios de canciones, esa tarea casera y algo pasada de moda y que, de una forma acertada y respetuosa, relató Nick Hornby en su libro High Fidelity. También la música y las personas, o más bien su ausencia, en la ruptura de una relación, la tristeza superada por el puente de las canciones. Discos que al escucharlos pasado el tiempo lo hacen retroceder, y remueven heridas viejas. La música entonces como una fotografía antigua, memoria de pasiones fidedignas.

Sobre la relación de música y personas, y de la música como premonición, canciones como cartas de tarot, no he podido sino emocionarme al leer estas palabras de Rufus Wainwright, entrevistado por Rafael Gumucio, y que dieron precisamente pie a esta entrada del blog:

«Justo antes de que diagnosticaran a mi mamá el cáncer, fuimos un grupo a ver La Traviata en la Metropolitan Opera de Nueva York, una maravillosa producción. La historia de esta mujer enferma todo el tiempo de alguna forma anunció lo que le sucedería a mi mamá después. Fue como prepararse para el diagnóstico. Cuando ya estaba enferma fuimos a ver Parsifal en una versión muy intensa con banderas nazis (…). En esa ópera está el rey que tiene una herida en el costado que no se sana con nada. Muy poco después mi mamá ingresó en el hospital con una herida muy similar, hubo un error médico y tuvo una fístula durante meses. Lo único con que podía relacionar esto era con esa ópera. Vimos Orfeo de Monteverdi en la Scala (…); esa fue la última ópera que vio, una de las primeras que se escribió en la historia de la ópera. Una ópera que justamente trata de una mujer que está en el país de los muertos».

Puede que la música sea la suma de todo lo dicho: el paisaje donde uno la contempla, la persona con quien se comparte. Pero también la música es la soledad alegre de volver a casa de noche, por calles secundarias que multiplican la música solitaria de los cascos, sintiendo el privilegio raro pero irresistible de una canción que parece escrita para que solo uno, yo, la escuche, un yo incomprensible aunque realmente no lo es tanto: la música es entonces compañía y paisaje, y detenerla es bajarse de un sueño. Pues como decía Lobo Antunes:

“…me asombraba que tocasen con los ojos cerrados, sacudiendo la cabeza en estado de éxtasis, y que, al acabar, regresasen despacio de regiones celestes, con las manitas suspendidas, pestañeando felicidades prolongadas, de vuelta a un mundo de sopas de espinacas, cajones combados y autobuses repletos que la ausencia de Chopin hacía inhabitable”.

Paisajes y personas como vías con las que definir la música, pero nunca palabras. Si uno intenta poner palabras a qué es la emoción de la música, las palabras huyen, igual que banderilleros miedosos. Y queda uno frente al animal, ese toro que puede ser una bestia pero también belleza noble. Queda uno quieto, en una suerte de don Tancredo: si se mueve corre el riesgo de ser embestido. La relación con la música es extraña: la de un hombre y algo que no se comprende nunca del todo, pero que se admira por el misterio su totalidad.

De la música disfrutamos hacia dentro, en paradójico silencio: no debemos hablar. Cuando la magia de la música actúa nos transporta a otro tiempo o lugar, a lejanas cumbres, al inicio de la adolescencia. Nuestra mente se libera y puede volar lejos, a un cielo de melodías, una biblioteca musical aérea que a veces no vemos (¡cuánto cuesta mirar al cielo!, y nosotros entonces terrenales, estáticos, observando el animal, puro misterio).

Accidentalmente una lágrima. Es triste, pero si baja hasta los labios sabe a felicidad. Uno sigue siempre quieto, escuchando la nobleza de un ser desconocido pero necesario, y gracias a él un vuelo por encima de tejados y antenas que solo conectan tedio. Un ser raro que, como una camisa que se abre (¡euforia!), revela bajo su piel el tamtan de una caja de música.

En este enlace (http://www.youtube.com/watch?v=KGRiyyqwYuA) podéis teletransportaros con la Sexta sinfonía de Brückner, de la mano (batuta) de nuestro gran director Juanjo Mena. Y para viajar con Dominique A, esta canción: http://www.youtube.com/watch?v=r2oPjMoSFfw, incluida en un disco muy recomendable (Vers les lueurs, 2012). ¡No olvidéis mandarme una postal desde vuestro destino!

Las orillas del Sena

París en agosto de 2013

Turistas desaliñados con axilas de mes de agosto invaden las orillas del Sena. Fotografían a la catedral de Notre Dame antes siquiera de mirarla, no sea que se la vayan a llevar, aunque ella lleva siete siglos allí, sufriendo en su piedra la catalepsia de cada fotografía, sonriendo rígida ante cada destello de las cámaras. A mi lado, un asiático levanta su tableta para capturarla: de espaldas parece Moisés mostrando las Tablas de la Ley.

Es de noche, los turistas alivian sus tobillos en hoteles minúsculos, y las riberas del Sena se convierten en dos largas barras de bar para los jóvenes. Suena música rap, risas, hay siluetas largas como llamaradas, que se dibujan náufragas sobre el agua, y las botellas vacías bailan golpeándose en los adoquines. Un barco turístico largo y silencioso cruza el río y desde su cubierta manos ensortijadas observan a los jóvenes, pensando tal vez en que podían ser sus hijos.

Yo también pienso. En el Sena de día y en el Sena de noche. En el turismo matutino y en el olor nocturno a alcohol. En hacer fotografías antes incluso que mirar y en beber hasta no poder mirar. Dos maneras no tan diferentes de poner pantallas al abismo del mundo, dos desvaríos para no ver cara a cara a la vida, ese lugar abstemio y sin flashes al que nadie nos ha enseñado a mirar bien.

Camino de la Bastille unas chicas vienen bailando, miro el móvil, las dos de la madrugada, una de ellas me abraza y dice: samba. Intento acompañarle en su baile, aunque moverme es como lograr girar un edificio. Dejo a la espalda sus risas, sin saber muy bien cómo vivir la vida, pero decidiendo que sea siempre en el lado de la noche, esa que en un instante, de imprevisto, me tocó y dijo: samba.

Y al volver al apartamento se me ocurre que esta noche se parece un poco a mi infancia, niños y niñas de diez años sentados contra la cal de un patio de Sevilla, desafinando con dientes blanquísimos una canción, las manos acompañando la música, manos que trenzan palmas sobre pantalones con parches y faldas, y al terminar la melodía una última mano, la mano afortunada, la mano de alguien que se levanta, se acerca a otra cara infantil y, con los ojos cerrados, besa unos labios.

El Sena, Notre Dame, el asiático y la tableta electrónica, sus tobillos doloridos, un hotel diminuto, la noche y la fiesta, barcazas que miran con curiosidad o preocupación o envidia a muelles curvados de alcohol, un grupo de chicas al volver, el recuerdo de un juego donde se ganaba un beso, la música del azar hasta un beso ciego y alegre, y esa misma ceguera sobre los afectos hoy en París, veinticinco años después, bailando penosamente una samba que solo estas palabras recordarán, y sin saber aún cómo mirar (pero siempre de noche) a la vida.

Cupcakes de Standstill

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[ANA] Q tal Dani cuánto tiempo
[DANI] Sí, es verdad, a ver si nos vems, q tal todo?
[ANA] Bien todo… oye, q he visto q tienes un blog muy chulo, el tangana ste.
[DANI] Sí, gracias, bueno, pongo cosillas que me interesan.
[ANA] Está muy bien… yo tb tng uno.
[DANI] Ah sí, dime cuál es
[ANA] Se llama cupcakesdeana.wordpress.com
[DANI] Cupcakes? Es sobre madalenas?
[ANA] Sí
[DANI] Ahhh… muy bien no?
[ANA] Sí, bueno, tengo bastantes visitas, alguna vez es un stress actualizar
[DANI] Yo tb tengo mis visitillas, la verdad.
[ANA] ¿Cuánta gente diaria te visita?
[DANI] ¿Cuántos visitantes tienes?
[DANI] Jajajaja… hemos preguntado lo mismo
[ANA] 75
[DANI] 6
[DANI] ¿75 al día??
[ANA] Yep
[DANI] Joder, 75 son muchísimassssssssss visitas, enhorabuena
[ANA] Bueno, 6 no está mal
[DANI] A ver, entiendo que la gente no le mole o interese algunas cosas que pongo, yo qué sé, la historia de la primera mujer q cruzó en glbo el Canal d la mancha.
[ANA] Ya t entiendo. Vamos, q es un espacio libre.
[DANI] Sí.
[ANA] Q escribes sobre lo q t interesa, y t da la gana.
[DANI] Exacto.
[DANI] Jdr, pero 75 visitas diarias son muchas.
[ANA] Y seis son una mierda… jejejeje
[DANI] Para mierda la plastilina d colores d tus madalenas, no sé cómo alguien se las come
[ANA] Jajajaja envidioso
[DANI] 75 al día.
[ANA] Claro, es q poniendo un artículo d stndstill que vete a sber quiénes son, pues qué esperas, siete visitas, los dl grupo y listo
[DANI] Pues sí.
[ANA] ¡Pon una receta d cupcakes, hombre! jejeje
[DANI] Oye pues es una idea. Cupcakes d Standstill
[ANA] Jejeje
[DANI] Mira, espera, q voy a escribir la receta
[ANA] A ver, espero.
([DANI] escribiendo)
[DANI] Hoy en mi blog Mandarina POP: CUPCAKES DE STANDSTILL
[ANA] Jejeje
[DANI] Ingredientes: una cuerda d guitrra. Siete pelos d barba. Pizca d saliva.
[ANA] Buagg
[DANI] Se lava bien la barba cn agua d la costa Brava, previamente hervida
[DANI] Se cuece la brba
[DANI] barba
[DANI] durante diez canciones.
[DANI] Mientras tanto, s corta en juliana la cuerda d guitarra, evitando ser desafinada
[ANA] jejeje stas loco
([DANI] escribiendo)
[DANI] Se pocha la guitarra con la barba, removiendo para q nunca pare la música.
[DANI] Servir sbre un mantel a cuadros, tipo leñador, con el pizco d saliva por encima. Abrir una estrella Damm, y aguardar el aplauso d los comensales.
[ANA] jejeje… no entiendo nada! pero creo q es una buena receta
[DANI] en serio?
[ANA] Sí, yo la publicaría en el blog, q oye, no escribes mal, pero es un poco largo lo q pones, y la gente no quiere leer tanto, y con los cupcakes seguro q tienes más visitas, q aunque digas q no, las necesitas!
[DANI] ¡todos tenemos nuestro ego! Hecho, lo subo al blog.
[ANA] Ok, eso sí, m tienes q dcir cuánta gente visita el blog.
[DANI] ¿Sirve eso d algo???
[ANA] Sí, para q no me tngas envidia, =) bsssss!

Un viaje dentro de la luz de Standstill

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Que una banda con la trayectoria de Standstill hayan financiado su disco Dentro de la luz con el apoyo de donativos (crowfunding) nos confirma que, con demasiada frecuencia, el talento artístico significa penurias e incertidumbre. La fragilidad económica del músico no ha sido obstáculo para que, afortunadamente, la historia nos haya dejado el testimonio de tantos creadores en su lucha contra la supervivencia. La figura de Wagner caminando por el invierno de París con zapatos rotos no puede ser más alejada que la del busto que, en tantas cornisas de teatros y auditorios, celebra la inmortalidad de su música: sus pasos han vencido al tiempo.

¿Pero y el caso de Standstill? ¿Responde la fórmula del crowfunding a la urgencia económica del artista, o bien a la tendencia hacia nuevas forma de financiar el arte? Cuesta entender que una banda alabada por la crítica, con un público cada vez más amplio, con más de diez años de trayectoria y giras nacionales y europeas, hayan necesitado en este punto de tal vía de financiación. La decisión parece obedecer más bien a una nueva forma de acercarse a los seguidores, que a través de su mecenazgo celebran como propia la continuidad musical de esta banda: 668 personas, superado así el diablo, han sido parte del proyecto.

Estrategia de proximidad que no es nueva en la banda (aquellas fotografías que acompañaban su disco Vivalaguerra) y que, afortunadamente, ha mantenido intacta su libertad creativa. En el documental Memories Collector se preguntaban por qué nadie le había hablado del lado oscuro de la libertad. Vencida ya esta duda, la obra de Standstill es la huella infatigable de un artista fiel a la libertad. Libertad en la multiplicidad de formatos (discos, espectáculos audiovisuales, documentales), en los idiomas (inglés, español), en la edición dentro de su propio sello o en la amplitud de estilos (desde el hardcore inicial al intimismo de este último disco).

Libertad que no les hubiera servido de nada si no es acompañada de un talento que reconoció primero la crítica y luego ha ido llegando a un público cada vez más numeroso. En este grupo de nuevos seguidores me encuentro, aquellos que les conocimos tocando en directo el Vivalaguerra, que buscamos luego sin éxito su Adelante Bonaparte en las tiendas de discos de Madrid (¿cómo puede hoy no encontrarse?), y que ahora estamos deslumbrados con su nuevo disco, Dentro de la luz que, según palabras del propio cantante, responde a un «momento de euforia, como de haberse reconciliado con uno mismo, con el mundo».

Lo primero que sorprende en Dentro de la luz es su soporte físico: un tríptico religioso abre las puertas a un pequeño cofre que contiene el disco y las letras. «El amor es espiritualidad», defiende Enric Montefusco, su cantante, para explicar la elección de este motivo religioso. CENIT, que es el nombre elegido para llevar a escena este trabajo, sigue la misma idea: el cuarteto actúa a la sombra de una serie de pantallas que, con la forma de vidrieras góticas, van proyectando distintas imágenes. A veces las pantallas se funden en negro, y el humo del escenario gira en un cono de luz, logrando así que estemos dentro del título de la obra, y que simboliza la temática del trabajo.

Pues como en anteriores entregas Standstill busca un hilo narrativo que avanza durante el disco. Ese amor místico y casi irreal se desarrolla en el crescendo de Me gusta tanto, en el tiempo sin límites del que nos habla La casa de las ventanas, donde el infierno es silencio, y nada quiere apagar la luz, pues ello significa dejar de hablar. Luz que ilumina las palabras y, a través de ellas, el amor. De la importancia de las palabras da fe la cuidada voz de Enric, el verdadero instrumento del álbum, y que es acompañada en los momentos más líricos (¿Puedo pedir?) por la formación vocal de cámara Cambra 16.

Junto a ese amor espiritual otros temas cruzan el disco, y que son preocupaciones ya cíclicas del grupo: la importancia de mantener vivos los sueños, la belleza y el amor (¿no son lo mismo?) como aliados únicos de la felicidad. La vida como un viaje del que no sabemos el destino («os daré una sorpresa al llegar a un sitio nuevo», escuchamos en Un sitio nuevo) salvo la muerte, un viaje donde pesan los recuerdos familiares, la memoria de los seres y afectos pasados (« «Adiós, madre, cuídate», le digo desde el ascensor al ver que ella se resiste a cerrar la puerta») y que entristecen la euforia de ese viaje en el amor.

Dentro de la luz funciona como unidad temática, pero también musical. Cualquier parte de él anticipa al oyente la escucha global. El disco avanza bajo la batuta homogénea de la cuidada voz de Enric, apoyada en los momentos más emocionales por la formación vocal, y solo los sintetizadores y la percusión aportan el contrapeso oscuro a la luz del disco. Una grabación que se mueve sin efectismos de feria ni alardes técnicos. Cada sonido parece obedecer a un propósito, es la parte de un todo, y solo tras varias escuchas se aprecian detalles que, como bulbos, acaban por florecer, como por ejemplo el talento al bajo de Ricky Falkner.

Disco que he disfrutado en directo en el festival de Sonorama de Aranda de Duero. Que un grupo musicalmente ambicioso (aunque no elitista), sea programado en un escenario amplio, en un horario de gran audiencia, y pueda ser escuchado y disfrutado sin apretones y sin extemporáneas chácharas, dice mucho y bien de la organización y el público que acuden anualmente a esta ciudad burgalesa. Recuerdo para este cierre unas palabras de Andrés Neuman: «viajar no es conocer lugares. Viajar es escuchar». Dentro de la luz es un viaje interior, vital y necesario.

http://www.youtube.com/watch?v=6PqM6H6Yj_g

 

El faro de Santa Marta y la memoria

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– ¡Parecemos gitanos, bañándonos debajo del puente! -dice Lala desde su silla de tela.

A intervalos, la marea del Atlántico arruga sus pies.

Los gritos infantiles retumban contra la panza del puente. Cruzo su sombra caminando por el agua y luego de nuevo el sol inmenso, sus rayos sobre mis brazos y las palmeras de la orilla que, nadando ahora a crowl, parecen estar tumbadas.

Un grupo de niños sin padres saltan desde las piedras y empujan olitas hacia mí.

Soy un barco dejando el puerto, Lala a mi espalda, a la sombra, hundida en la arena de la playa de Santa Catarina, soy un barco accionado por brazadas, y ya a mi derecha el faro de Santa Marta, una pequeña torre pintada a franjas azules, y en lo alto una luz roja diminuta, como de burdel en decadencia, una luz que no parpadea y que parece no tanto alejar el peligro como atraerlo, una señal para acercarse al misterio de su débil luz melancólica.

Me subo con esfuerzo a una piedra, chapoteo las piernas y, con los brazos, me anudo las rodillas. Desde allí veo el puente, cruzado por el tráfico indiferente que va y viene de Cascais. Bajo su sombra Lala es un puntito difuso, una mancha de un cuadro impresionista.

– Qué suerte tienen los gitanos -pienso al advertir la belleza sencilla del lugar.

Si la mirada retrocediera en el tiempo vería sobre el puente la algarabía de un equipo de rodaje. Atraído por la multitud habría nadado de vuelta a la playa, cruzado el abanico de arena, pisado el ardiente asfalto, y bajo el tamiz de grandes paragüas blancos Marcello Mastroianni; habría preguntado qué película estaban rodando y me hubieran respondido aléjate niño, que estamos grabando, y en las claquetas habría leído Sostiene Pereira en letras mayúsculas.

También el tiempo, pero desenrollado hacia delante, me hubiera informado de que el faro se convertiría en museo, que yo volvería a cruzar el mismo puente aunque nunca de nuevo bajaría a la playa, que en su arena la silla de Lala iba a quedar vacía, y que la misma razón que nos llevó a Lala y a mí hasta ese lugar también acabaría, o más bien cambiaría de forma, que es como los afectos avanzan por la vida.

Tiempo futuro que vería el alumbramiento de Internet, y en una microscópica parte de su red un blog, y dentro de él un texto mío, nada nuevo que escribiera porque ya entonces lo hacía, apuntando en un cuaderno ideas ajenas, porque en la roca junto al faro tenía diecisiete años y no es que quisiera ser escritor, ¡es que ya era escritor, y los escritores van con un cuaderno por la vida!, y en ese blog futuro aportaría una crónica, la recomendación de un libro del mismo autor que Sostiene Pereira.

Un escritor y un libro y una película y un actor y un blog que yo ahora desconocía, pero que me estaban aguardando, compartiendo ya conmigo la fascinación por esa bella luz encantada del faro de Santa Marta.

http://www.el-buscalibros.com/2013/05/antonio-tabucchi-la-cabeza-perdida-de.html

Una rumba contra la aprensión

BAMBINO

 

¿Estás triste? Sal que el sol ya está

en Madrid, colgándose a la espalda

de amantes que se besan y niños

empapados de infancia. Sal que

el sol se dispersa en un temblor

y nos estrangulan blancas sábanas

 

¿Es que no te acuerdas de Bambino?

Anda, da clic a este enlace, escucha.

http://www.youtube.com/watch?v=Nh3E4BNcTBU

 

Y si me dices que no puedes olvidarme

en este mundo nadie es indispensable

puedes vivir sin mí igual que yo sin ti.

Y si me dices que yo soy toda tu vida.

Y como en todo lo que hay vida existe muerte

y yo no quiero ser la muerte para ti.

 

Arborescencia en cada informe, en

cada aplauso de venas, en cada

hazaña al cruzar ríos de miedo.

Por túneles de luz y memoria

la vida se va yendo y viniendo.

Donde hay vida existe muerte,

pero no seas la muerte para ti.

Un fin de semana en Donosti

Rio_misterioso

Mis amigos Ángel y Joana me han dejado en una rotonda a la entrada de la ciudad, casualmente cerca de mi hotel. Es viernes por la tarde y voy a pasar el fin de semana en Donosti, donde se celebra desde hace unos días el festival de jazz. Mañana sábado he quedado con mi amigo Juan, así que hoy viernes salgo solo a cenar pinchos al casco viejo de la ciudad. Cae un calabobos sobre el abanico de arena de la playa, sobre las farolas afrancesadas, sobre las narices romanas de la gente que come en la calle, sobre las casas perdidas de la montaña, que parecen suspendidas de ningún sitio.

Entro en un pequeño bar a la salida de la plaza de la Constitución. Un hombre con forma de tinaja zampa a dos carrillos. Me contagia el apetito y me señala con el brazo su veredicto sobre cada pincho de la barra. Detrás de una cortina mosquitera aparece la cocinera; lleva en las manos una tortilla de patata que reclama nuestras mandíbulas. La mitad de la tortilla es para el tragón, servida dentro de un bocata. A mitad del mismo se levanta, ya con signos de pesadez calórica, y pide a la cocinera que le ponga también un pincho de esa tortilla. La mujer pone cara de madre asustada:

– ¿Un pincho más de tortilla? ¿Es para llevar?

Y mi compañero de fatigas (estamos sudando los dos) responde:

– Claro que es para llevar. Para llevar en el estómago.

Reímos. El bar está lleno de vida. De brazos trogloditas que se abalanzan sobre pinchos minuciosos. De alegría que viene y va desde la calle. Es viernes por la noche y el fin de semana es una promesa de felicidad. En el televisor sin volumen repiten las imágenes del accidente de tren en Santiago. Una y otra vez, como si el tiempo se hubiera parado a las ocho y cuarenta del miércoles 24 de julio. Metáfora que es así de exacta para casi ochenta personas. Habla ahora una mujer que es psicóloga especialista en situaciones traumáticas. Como no sé leer sus labios solo puedo imaginar lo que pueda estar diciendo. Y mi imaginación me lleva a Bhagavad-Gita, el Nuevo Testamento de la historia hindú, y las siguientes palabras: «igual que el cuerpo humano experimenta la infancia, la juventud y la vejez, el alma también toma y deja diferentes moradas físicas (…). Los sabios conocen esta verdad y no temen a la muerte». Qué pocos sabios hay a mi alrededor, qué poca sabiduría también en mí, y sin embargo ojalá ellos tengan razón y que la vida no termine bajo una manta, que el espíritu no acabe contra un suelo incómodo de gravilla, junto a las traviesas aún calientes del sol de julio. La vida es un prodigio y no puede tener ese final, no.

Un rato después he dejado atrás el bar y la televisión y mi compañero de pinchos y me dirijo a la playa de Ondarreta, donde Belle and Sebastian actúan gratis a las doce y media.

– Pero bueno, te vas a resfriar con este chirimiri -me dice una camarera mientras me sirve un vodka, y recuerdo la palabra que en el País Vasco se usa para el calabobos.

Como Heineken no vende chubasqueros (¡daría mala imagen al festival, asociarlo con la lluvia!) me compro una camiseta del festival y, por un milagro del espectáculo, la llovizna cesa y el concierto comienza puntual. La primera vez que vi a Belle and Sebastian fue un 3 de diciembre de 2003, concierto que empezaron con Expectations (http://www.youtube.com/watch?v=dl-A-X-8Fc8). He seguido a pocos grupos con esta admiración alta durante tantos años. Años que son casi diez los que han pasado desde Londres, y ahora les tengo de nuevo enfrente, subiendo al escenario bajo la música de Kenneth McKellar (Song of the clyde). El concierto comienza con una canción que no conozco, posiblemente nueva, pues como luego me dirá el guitarrista van a grabar (¡por fin!) un disco en apenas un mes. Suenan algunos de sus clásicos: The Boy With The Arab Strap, I Didn´t See It Coming, Le Pastie De La Bourgeoisie. Clásicos que en su día escuché junto al silencioso público británico en Londres, mientras que hoy me acompaña el maleducado estruendo español. El concierto es un recuerdo alegre de lugares y personas y momentos de la vida, estaciones donde esas canciones se quedaron para siempre clavadas y ahora avanzan conmigo en la memoria.

Vuelvo caminando a la residencia universitaria del paseo de Berio. Si la calidad de vida se mide por las aceras Donosti es un regalo para el peatón, y por lo tanto para las relaciones humanas. Aceras amplias y frescas bajo el paraguas de árboles enormes, libres de coches o motos invasores, rodeadas por carriles bici que dan a la ciudad un aire moderno y europeo. Mis zancadas vuelan sobre baldosas de diferentes colores y materiales y ritmos y el zapato informa al cerebro de que, ya desde la base, se camina por una ciudad que se esmera.

En el Monte Igueldo, descubro a la mañana siguiente, la acera es sin embargo una angosta escalera para luego desaparecer en la pendiente. La subida es una ascensión en altura pero también en el calendario. Allá arriba me esperan algunos de los primeros recuerdos de mi vida, con apenas tres años, cuando vivía en Pamplona y pasábamos el día con mis padres y mis hermanas. Salgo del funicular y me encuentro con la infancia: la memoria del paseo en barquita por el río misterioso, un canal de agua circular accionado por una noria, sin más misterio que los sueños de los niños, y cuyo recorrido abre vistas al mar en un lado y a la pared de la montaña en el otro.

– Aquí tienes tu Coca Cola, joven. Uno cincuenta.

Pago la bebida en una barraca de feria cercana al río misterioso, sacio de un trago la sed y me voy tan contento del piropo, hasta que a mi espalda escucho:

– Amaia, ¿cómo que no encuentras el aceite, si lo tenías delante? ¡Parece que estás ciega!

Y entiendo mejor lo de joven.

Me vibra el pantalón (ningún escritor anterior al siglo XX podría haber escrito esta frase). Son ya las cuatro de la tarde y mi amigo Juan está por la zona del Kursaal. Quedamos para cenar y sigo un largo rato sentado en un banco frente al mar, en silencio, leyendo el periódico y anotando ideas que vienen y van. Me siento el hombre más feliz del mundo.

Regreso a la ciudad: en la arena hay niños de cuclillas afanados en buscar tesoros. La playa de Donosti es el tacatá de la ciudad: la gente va allí para andar de un extremo a otro, saludarse y así reafirmar su existencia. Nadie detiene el paso y las conversaciones son dos líneas de guión. Me coloco a modo de experimento detrás de una pareja que camina a ritmo vivo. Tres minutos, tres saludos. Pruebo a levantar también la mano, y una pareja me devuelve el saludo sin detenerse. Hipótesis demostrada.

¡Son las cinco y no he comido! Me toco la barriga, aún hinchada de la cena de ayer. Barriga que es mayor si la comparan los escaparetes que también reflejan a los ciclistas, fatigados tras superar a la meta: hoy es la clásica de San Sebastián. A lo lejos veo a Valverde y Nairo Quintana entre una nube tecnológica de móviles y tabletas.

Vuelvo al hotel para ducharme. En una plaza cercana a la Concha están desmontando las casetas de un mercadillo de productos locales, bajo el estruendo alegre de música folclórica. Hay fotos de distintas disciplinas deportivas en unos paneles informativos: equipos de gente joven que tienen su hueco de gloria en su ciudad. La música local, el amor por la gastronomía y el deporte, el idioma propio. Deseos universales pero que en el espacio breve de la ciudad se sienten como únicos: qué fácil parece en Donosti identificarse orgulloso con la ciudad.

Ceno con Juan y su cohorte de amigas del ramo sanitario: entre todas ellas, médicos y enfermeras, podrían abrir un hospital de campaña allí mismo y atender mi larga batería de aprensiones. Escuchamos algo de jazz, el concierto de !!! y luego vuelvo a mi residencia desde la otra punta de la ciudad.

– ¿La Rotonda?

Me preguntan unos franceses, y les indico cómo llegar a la famosa discoteca de la Concha. Caigo rendido en la cama de la residencia, sigo con sueño cuando pago la habitación al día siguiente, bostezo en la estación mientras hago tiempo, me quedo dormido en el vagón y al despertar sigo con sueño y ya ha anochecido, estamos llegando a Madrid, y en un apeadero hay un tren parado, o tal vez en movimiento, con una luz roja en el extremo, y recuerdo estas palabras de Piglia: «la vida es como un tren de carga, no viste a la noche pasar un tren de carga, lento, no termina nunca, parece que no termina nunca de pasar, pero al final te quedás mirando la lucecita roja del último vagón que se aleja».

The Conjuring

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Una película de terror, si no transmite angustia, suele convertirse en comedia. Como si el miedo y la risa, teóricamente lejanos, estuvieran casi unidos. No en vano uno a veces ríe en situaciones que le superan (el pinchazo de una rueda en mitad de una carretera sin tráfico), o bien le dan miedo situaciones que serían cómicas de no ser verdad (cualquier noticiario es un buen ejemplo). De carcajadas viendo malas películas de terror me vienen dos recuerdos: La Tienda, adaptación de una novela de Stephen King, en los cines Acteón, y La Habitación del pánico, en los cines Juan de Austria, con una Jodie Foster con las mismas ganas de salir de la habitación que nosotros del cine.

Las risas en una sala de cine se contagian: el silencioso público (es un decir), ante el mínimo signo de turbación, libera su torrente de palabras sin decir, y el silencio roto es ahora murmullo y risa y estrépito de palomitas. Si yo también me he salido (figuradamente) de la película, disfruto compartiendo esa camaradería oscura dentro de la sala: vulnerar normas suele sacar el lado divertido de cada uno. Pero si aún yo me agarraba con esfuerzo a la trama desearía poder accionar una palanca y que el público desapareciera. Palanca que no necesito en esta noche de viernes: salvo alguna risa nerviosa nadie habla en la proyección de The Conjuring, última película de James Wan.

Película que está basada en una historia real, como lo confirma insistentemente la publicidad y los títulos de crédito. Más que alegrarme, me apena este dato, pues si la historia hubiera sido solo ficción uno saldría del cine celebrando doblemente la creatividad del equipo. Porque la película, desde su primer fotograma (un largo travelling donde la propia casa es un personaje) es un cuento apasionante, desenvuelto con eficacia, donde los sobresaltos aguardan en cada rincón de la casa y, apenas, en algún lugar común y superfluo. Un cuento tan bien imaginado y narrado que parece que no hubieran podido suceder realmente.

Vera Farmiga, la mujer madura de la que se enamora George Clooney en Up in the air, es ahora la encargada de resolver el suceso paranormal que asola la paz de la vivienda. Lo hace acompañada de su marido, papel del que se encarga el actor Patrick Wilson. La elección de ambos no puede ser más acertada: transmiten credibilidad y ansiedad en cada escena, mezclando su compromiso hacia el trabajo con la sensibilidad por la tragedia que sufre la familia.

The conjuring está rodada con elegancia, es terror sin sangre que recupera el placer clásico de la tensión continua, como si fuera música de Wagner. El montaje ayuda: los fotogramas no aturden con ráfagas sino que van a un ritmo natural, y así la mirada se desliza aterrorizada por las escaleras que conducen al misterio del sótano, por los pasillos en una madrugada que nunca acaba, por los recovecos bajo las sábanas donde las niñas, ay, duermen.

Se encienden las luces y vuelvo al calor de Madrid. Escucho algunas conversaciones: todos hemos disfrutado de la película y reímos algo nerviosos, tal vez aliviados de que la película haya terminado, de que ese miedo cercano a la locura haya quedado atrás, en la cabina de proyección, donde la cinta está siendo rebobinada para iniciar nuevamente su historia. Recomendada queda.

http://www.youtube.com/watch?v=Vjk2So3KvSQ

Contrabajo y acuarelas

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– ¡Pero si yo no he tocado el contrabajo en mi vida! ¡No sé leer una partitura! ¡Por no saber, no sé ni qué hago aquí!

Mi cara es un grito. Lo supongo, porque en los sueños nunca hay espejos donde mirarse.

– Tú no te preocupes: es fácil -me dice una voz-. Sal al escenario, coge el contrabajo, el arco, e imita a la chica de tu izquierda. Todo te saldrá bien.

Y milagrosamente todo sale bien. La chica mueve el arco de un lado a otro, como si estuviera conduciendo con una sola mano, y yo repito sus movimientos, como si la siguiera en el coche de atrás. El público está en sombras, los compases avanzan, el director va entrando en sucesivos éxtasis, y descubro alegre que sí, que aquello es fácil, muy fácil.

Hay un silencio entre dos piezas: mi compañera se levanta, coge un bolso y hace acto de irse.

– No puedes marcharte -le agarro del brazo-. Necesito copiar lo que haces -me siento un chino diciendo esta frase.

– Lo siento: debo irme: puse el tique de la hora y si no le echo monedas al coche, multa, ya sabes.

Pero yo no sé nada,  y su ausencia es mi perdición. Me quedo solo, vuelve el sudor y el miedo. El director levanta la batuta, aunque desde mi posición siento que es una espada, se reanuda la obra y ocurre lo que tiene que ocurrir.

– A ver tú, el de las acuarelas.

Aunque no he tocado una acuarela desde mi infancia, sé que soy yo el de las acuarelas. Apoyo el contrabajo en el taburete y me acerco avergonzado hasta el director. Algunos miembros de la orquesta resuelven jeroglíficos.

– Verá, yo no debería estar aquí -me justifico frente al director.

– Claro que no. Así que por favor márchese.

Levanto la vista. A su espalda ya no está el público sino una gran pizarra rectangular: es mi clase de la universidad. Me giro y subo hacia la grada donde están unos pocos estudiantes. En un lateral de la misma, a cierta altura, está Alicia, tecleando algo en el móvil. Ella es lo único real del sueño y, seguramente por esa razón, me despierto.

El mar Muerto y la resurrección de Sixto Rodríguez

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– ¿Conoces el mar Muerto?

Me lo pregunta una mujer en el vestíbulo de la estación de tren. Es más baja que yo y a su espalda observo un mostrador con frasquitos de colores. La pregunta es el milagro de la fantasía poética: palabras que son puertas hacia otros lugares.

Pero la realidad se adelanta a mi respuesta (la realidad se adelanta si no eres rápido) y un megáfono anuncia:

– Atocha y Parla, vía dos.

Dos también  los que nos miramos ahora con sentimiento de culpa. Ella regresa tras el mostrador, avergonzada de su mentira publicitaria, alinea los tarros de perfume y cosmética y agacha la cabeza. Yo sigo callado y retorno el camino hacia mi andén, arrepentido de no haber seguido su ficción.

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A veces uno empieza a escribir algo y una segunda persona lo continúa y termina. Veo por la noche el documental Searching for Sugar Man. Sixto Rodríguez, un músico de aspecto indio, compuso dos álbumes admirables durante los años setenta. Nadie en Estados Unidos los escuchó.

El periodista le pregunta tres décadas después si pese a aquel fracaso le hubiera gustado seguir componiendo. Sixto responde:

– I would have liked to have continued but nothing beats reality.

Nada vence a la realidad, dice Rodríguez, como si él también hubiera cruzado por la mañana el vestíbulo de la estación de Chamartín, su respuesta también callada por la megafonía.

http://www.youtube.com/watch?v=t6bjqdll7DI

(Pero en el caso de Sixto la música, al final,  sí que ha pasado por encima de la realidad, ha hecho su propio camino, como las aguas de un deshielo. La música nos transporta, como esas palabras matutinas, hacia un lugar lejano al que solo llega la inspiración).

Once notas rápidas y un silencio en el Día de la Música

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Jueves 20 de junio

Nota negra

La Orquesta Nacional de Francia actúa en el Auditorio Nacional de Madrid. Esta noche es acompañada por tres politonos. Suena el primero: la melodía asciende in crescendo en volumen y en histeria. Suena el segundo, acolchado desde el interior de un bolso o bolsillo, y Verdi se remueve en algún lugar fuera de la sala. También fuera de la sala unos dedos marcan un número: como un acorde, el tercer politono inicia su actuación a la vez que el preludio de Tristán e Isolda de Wagner.

Daniele Gatti es el director, detiene la música y se gira hacia el público. La batuta oscila mirando hacia el suelo, como un sismógrafo. Nos hace una pregunta con las palmas de las manos abiertas, y su gesto me recuerda la desesperación de un profesor durante mi adolescencia.

 ¿Qué pensará Gatti de nosotros?

Finalmente se gira hacia su atril y nos da la espalda, en todo el sentido del término.

Entonces unos aplausos del público en señal de disculpa, como si el silencio, una vez roto, sólo se perdonara con más ruido, ruido de palmas. Palmas que se contagian de brazo en brazo: todos acabamos aplaudiendo.

Todos no: algunas manos deciden apagar por fin los móviles.

Viernes 21 de junio

Nota blanca

Se inicia el Día de la Música en el Matadero. Día que realmente son dos. Entro al recinto y pienso que el Matadero no parece un proyecto cultural español.

Escucho a Annie B. Sweet, a Hola a todo el mundo, a Lori Meyers y a The Horrors, en este orden. Ninguno de esos conciertos hubiera sido tan divertido sin mis amigos. El pop tiene una virtud: nos homogeneiza. Lo pienso durante la fugacidad de un estribillo, cuando un rayo de luz del escenario e ilumina el público. El público es entonces una marea compacta, uniforme. Parecemos embriones de Un mundo feliz, pero en este caso el mundo sí es feliz. Un mundo que baila y donde no existen rubios o morenos, altos o bajos, distintos pensamientos.

Los estribillos se esfuman con la misma urgencia que los cometas y volvemos a nuestros teléfonos móviles.

Nota redonda

La primera vez que escuché a Lori Meyers fue en la sala Moby Dick de Madrid, como teloneros de The Long Winters. Lori Meyers mantienen intacto su gusto melódico y pegadizo, pero en lo demás ha cambiado. Tanto que parecen otro grupo: ahora cantan y tocan y actúan con mucha más exigencia. The Long Winters también cambiaron, pero para desaparecer poco tiempo después.

Un grupo que se separó sin hacer ruido. Otro que casi no se parece al que conocí.

Miro a la mesa de control: las canciones de Lori Meyers son segmentos verdes que suben y bajan, destellos que también cambian. Luego miro a Alicia que baila un poco más adelante, confundida entre el público. Me alegra pensar que en todos los vaivenes en el tiempo ella siempre ha estado a mi lado.

Nota negra

The Horrors ofrece un espectáculo de fondo azul contra figuras en negro. Canciones largas y que dan vueltas sobre sí mismas, como los pasamanos barrocos de un palacio. Su actitud hacia el público mezcla profesionalidad y desdén. Razones por las que el público se marcha a casa con algo de frío pero reconociendo los méritos del grupo.

A veces la comunicación tiene que estar por encima de la destreza. ¿A veces? Tal vez siempre.

Sábado 22 de junio

Nota redonda

Otra vez al auditorio nacional de Madrid, donde Jesús López Cobos dirige desde el mediodía la integral de las sinfonías de Beethoven. Nueve sinfonías, cuatro orquestas y un único director. Las dos primeras las escucho  por la radio con un solo oído: estoy tumbado de costado en el sofá.

Desde el auditorio los pentagramas ascienden hasta un punto lejano, un lugar con espejos donde la música se refleja y baja hasta la radio junto a mi sofá. Vivo muy cerca del auditorio, así que ese viaje largo del sonido  termina casi en el mismo punto de partida. Sirva este viaje como definición de la música.

Nota redonda

El mundo de las frases hechas: Beethoven se adelantó a su tiempo. Si su tiempo es el 2013, la frase es cierta: ningún otro compositor llena el auditorio durante doce horas ininterrumpidas de su música.

Otro lugar común: Beethoven superó con su obra todo el lenguaje musical anterior. En el programa de mano aparecen dos fotos con pentagramas manuscritos de Beethoven. Las notas parecen gotas de lluvia caídas al azar. Mis amigos músicos de la orquesta se acercan los pentagramas muy cerca de los ojos, como si fueran dibujos en 3D, y luego ríen ante la dificultad de entender lo que Beethoven escribió. Así que su lenguaje fue nuevo en 1800, y es también nuevo hoy.

Nota blanca

Va a comenzar la Tercera Sinfonía de Beethoven cuando aparece una madre y, ¡terror!, un niño que se sienta a mi lado y me hace temer lo peor de la infancia. Lleva una camiseta estampada con el logotipo de Superman y las piernas le balancean, así que parte con ventaja: antes de que empiece la música ya ha empezado su viaje.

No abre la boca durante toda la sinfonía, no mueve sus brazos cruzados. Me asombra su comportamiento y soy yo el que me agito en la butaca. Le miro de reojo en varias ocasiones: tiene unas pestañas larguísimas, que parecen grupos de corcheas, pero no pestañea nunca.

Al terminar la sinfonía su madre también está atónita y le pregunta si le ha gustado:

– Pues claro -responde, y me dan ganas de dar un abrazo al niño y una patada a mis prejuicios.

Nota semifusa

La Quinta Sinfonía va desbocada, brincando sobre los silencios. Con las normas de tráfico López Cobos hubiera perdido el carnet de conducir.

Me dice un amigo al terminar que, con los instrumentos musicales de la época de Beethoven, no era posible alcanzar tal velocidad de ejecución.

Nota negra

Una de las orquestas que actúan hoy es la de RTVE. Su dirección ha propuesto modificar el contrato laboral de su plantilla de fijo a fijo-discontinuo. La Dirección debe pensar (figuradamente) que, después de tocar Rachmaninov, uno se vuelve a casa, se tumba en el sofá, y no trabaja sino hasta la partitura de Shostakovich de la semana siguiente.

Si mi cabreo podía aumentar la respuesta es que sí, y lo consigue un tal Manuel Tomás: sus ideas son igual de vulgares que su nombre. Dice que «hay sólidos informes económicos y organizativos que nos dicen que la sostenibilidad de la cultura pasa por procesos de ERE». Repugna teclear una frase donde se mezclan sostenibilidad e informes y cultura. También hay sólidos informes sobre armas de destrucción en Irak y sobre la mejor intervención para salvar Grecia.

¡Eres un demagógico!, me digo a mí mismo. ¿Acaso la realidad no ha sido alguna vez demagógica?, pienso a continuación.

Nota redonda

Jarras de cerveza a la sombra de un toldo cerca del auditorio. La sed van dejando aros de espuma mientras hablamos de Beethoven, del comienzo de su sordera, momento en el que descubre que la grandeza de su genio sobrepasará el tiempo que él quisiera vivir, y desde entonces su obsesión por el trabajo, porque no quede nada sin escribir nada de lo que siente. Sus novedosas líneas de contrabajo, separadas del cello. Su preocupación última por clarificar en las publicaciones el ritmo adecuado de sus obras, cuando ya empezaban a utilizarse metrónomos.

Hablamos de Beethoven como de un hijo al que amamos con orgullo y que está de Erasmus en Viena. Hablamos también de París y de su gestión pública cultural, de espectáculos de música con embarcaciones dentro de jardines versallescos. Hablamos o más bien hablan ellos, los artistas: yo les escucho con tanta atención que olvido que las sinfonías de Beethoven siguen avanzado. Pero no hay sentimiento alguno de culpabilidad pues hay regalos que no ocurren todos los días: escuchar a personas que transmiten pasión cuando hablan de su trabajo, y que ese trabajo sea la música.

Nota negra

En los pasillos detrás del escenario se apilan cajas metálicas. Llevan las siglas de RTVE y pegatinas y magulladuras que recuerdan el ajetreo de sus viajes. Imagino que todas ellas están ahora vacías, pues la orquesta inicia ahora los compases de la sexta sinfonía.

Por su color apagado, por su distinto tamaño, que parecen poder albergar toda una genealogía, por su disposición en alturas, esas cajas parecen ataúdes esperando a que llegue un desastre.

Silencio

Es la una de la madrugada y vuelvo a casa con pasos de alegría y pasos de tristeza. Tristeza porque frente al auditorio se dibuja un enorme signo de silencio hasta el mes de septiembre. Alegría porque España tiene una orquesta de primer nivel, con precios competitivos,  y que además tocan a un paso de mi casa.

Semáforo en rojo, tristeza. Tristeza por el futuro laboral de la orquesta de RTVE. Qué mal se han tenido que hacer las cosas para llegar a esta situación. Es fácil calcular los costes de cualquier actividad, pero qué difícil sin embargo valorar los beneficios.

Semáforo en verde, camino a zancadas, alegre. Yo soy una parte de esos beneficios, un par de esas dos mil manos que les han aplaudido hoy.  ¿Cómo podemos hacer balanza contra los costes, si somos sólo átomos que se alejan apenas termina la actuación? ¿Cuánto vale la alegría individual de un concierto que se recuerda con una sonrisa? ¿Cuánto vale el placer de sintonizar Radio Clásica? ¿Alguien sabe cómo medir la felicidad pura e inmaterial de la música?

Dicen que hay que alcanzar ratios de eficiencia superiores, crear valor apoyándose en estudios competentes sobre viabilidad, ¡mejorar la competitividad! Para mi alivio Beethoven nunca escribió ninguna de estas palabras en sus cuadernos de conversación. Así que saco de aquí su nombre y lo llevo a otro párrafo, para no mancharle.

Beethoven.

Insomnio

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Antes dormía un señor que vivía aquí.
Se fugaron el sueño, el espejo y el hoy.
Ay relojes insomnes, no me queda sino
deciros una verdad: ese hombre era yo.

Las agendas de los otros devuelven la noche
a oficinistas que dicen: no somos nada.
Ellos también cenan menestra, también riegan
macetas y bostezan frente a la pantalla.

Pero tras la misma pared distintas almas.
Pues si a todos nos ocurren las mismas cosas
por qué tu tórax de guijarros y por qué
yo calculando los minutos y las horas.

Por qué tú en vuelo alegre a regiones celestes,
en la piscina tristeza de colchonetas
apiladas, y por Chamartín zombies que
cruzan andenes pegajosos de resaca.

Vuelvo la mirada al cuarto: un alba da forma
a la ventana (está exhausta). En la calle observo
lumbago de farolas y el despertador
se burla y me expulsa de este colchón sin tiempo.

De nuevo la luz: gente que reclama su
equipaje perdido, escuecen las pupilas,
se besan los amantes y en el buzón se
me amontonan ofertas de comida china.

Por un misterio que aquí celebro se vuelve
al origen: una vela se enciende, fieles
que rezan, la pelota rueda, trenes que
parten. Me salgo de la salita de espera.

El sueño que ayer se escapaba a los demás,
a los arrabales y las casas con patios,
El sueño que se marchó sin decirme nada
ha regresado: eres nube y lo hinchan mis labios.

Ahora hay un señor que duerme aquí: soy yo.

Una mañana de domingo en la feria del libro de Madrid

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He quedado con mi amigo Juan a la una de la tarde en la salida del metro Ibiza y ya llego tarde, así que con rapidez dejo atrás el tumulto. Me marcho de la feria del libro con un sentimiento indefinido, dando algunos pasos de alegría y otros de tristeza e incluso estupor. Alegría porque transmite felicidad ver que libreros y escritores y lectores se reúnen y hablan y comercian sobre literatura. La gente manosea muchos libros, compra algunos menos, autores y público se besan mejillas y se aprietan las manos. La promesa de futuras lecturas se balancea en bolsas de papel, y nos acompaña a los que de allí salimos en todas las direcciones, como los radios de una bicicleta.

Pero también pasos de estupor y tristeza: compartir el amor por los libros con la insistente megafonía anunciándote siempre algo en casetas lejanas, el establecimiento inoportuno de una marca de salchichas, aglomeraciones de público y una mujer que se acerca para que abra una cuenta bancaria. Cruzo la caseta de Muñoz Molina, donde la cola se organiza a la espalda de la caseta, como un apéndice, así que no tengo oportunidad de saludarle. Agobiado de la gente me escapo por el espacio abierto entre dos casetas. Busco una franja de sombra y me siento en el césped, con la corteza de un árbol haciéndome rastrillo en la espalda. La megafonía sigue escupiendo autores y números, y pienso que la feria comercia con algo que no tiene nada que ver con la emoción de la lectura, el placer estético de un acto tan individual que hace que este mercado me sea extraño. Y ese algarada de libros y personas del que me he alejado tampoco acoge bien los mecanismos de la escritura, el silencio y reposo que hay detrás de todos esos libros y que parecen faltar a este lugar.

Con el sentimiento de ser Jesús contra los mercaderes del templo vuelvo a la riada. Me acerco hasta la caseta en la que firma Javier Marías y donde apenas hay cola: será cierto que es un autor más reconocido fuera de España que aquí. Poca cola, sí, pero que nunca avanza,  pues la librera da prioridad a los que compran algún libro del autor in situ. De la mochila saco por fin mi ejemplar de Fiebre y Lanza y le cuento que mi padre trabajó con su querido Juan Benet. Lo reconoce con un saludo benetiano en la dedicatoria, de bellísima caligrafía. Me fijo que es zurdo. ¡Entonces gay! habría concluido el padre Crescencio, un cura agustino de mi colegio con ideas del medievo.

Más adelante llego a la caseta donde debía firmar Andrés Neuman, pero está en la presentación de un libro dentro del pabellón. Algo fastidiado vuelvo a la sombra detrás del tumulto. Quería regalar su novela El viaje del siglo a un amigo, y ni la novela ni su autor se encuentran en la caseta. Para adaptarme a la ausencia de libro y firma me pregunto qué sentido tiene la dedicatoria breve, la gratitud inmediata y después un nuevo lector que te sustituye. Tal vez la escritura no necesite de otro contacto que el acto de la lectura. ¿Qué busca un lector cuando se acerca a su escritor admirado? ¿Qué sentido descubrir que tiene alguna caries, pelos en las manos, caspa sobre sus hombros? Si con algo de valor uno inicia una conversación, la imposibilidad de tiempo y lugar para el diálogo en esta feria pueden multiplicar la desazón.

Me alejo hasta la última ringlera de casetas. Rafael Chirbes esta solo, empequeñecido en una esquina. Le compro Crematorio porque me la han recomendado varias personas. Rafael viste una camiseta sucia y me aconseja que después de esa novela continúe con otra titulada En la orilla, obra con la que forma una especie de díptico. Nos miramos y deduzco que quiere seguir hablando. Por un segundo pienso que sí vale la pena la feria: conocer al autor, tener la oportunidad de matizar la ficción, ampliarla o definirla. Pienso además que Rafael es un afortunado: su caseta es un páramo alejado de las aglomeraciones y las salchichas y la megafonía. Pero al final no se me ocurre nada de lo que podamos hablar, y me despido apresuradamente, no porque haya nadie esperando detrás sino más bien para reforzar con esa urgencia la importancia de su tiempo. A lo lejos, cuando él ya no puede verme, me giro: Rafael conversa con alguien, y me alivia esa imagen triste de un autor sin lectores, la literatura como un modo de pero no un medio de vida.

Abro el libro y leo la dedicatoria: Para Alicia, de Daniel con cariño, y el mío propio. Rafael. Tal vez el fin de una dedicatoria sea este: servirse de un emisario que ponga palabras a sentimientos que nos cuesta decir.

Cuando ya estoy camino del bulevar de la calle Ibiza observo a una mujer que se abalanza sobre un autor, introduciendo medio cuerpo dentro de la caseta. De espaldas no sé si le está felicitando o quiere arrancarle el cuello. Me parece un buen resumen de lo que siento hacia la feria.

El primer viaje en globo sobre el Canal de la Mancha

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-¿Conoce la anécdota del viaje en globo de Alexandre Charles?

Jean-Pierre Blanchard trataba de aliviar la tensión con el doctor John Jeffries, su compañero de góndola. El doctor lo respondió dándolo la espalda: tal vez no conocía la historia ni quería conocerla; tal vez seguía de mal humor porque Blanchard se había negado a subir al globo ningún aparato científico, salvo un barómetro y una brújula.

– El doctor Alexandre sobrevolaba la arboleda que rodea las Tullerías -Blanchard inició el relato por su cuenta-. Desde la puerta de su carruaje Benjamin Franklin, embajador americano en París, seguía la ascensión del globo con la ayuda de un telescopio. Su cochero, impaciente por continuar, lo preguntó para qué servía viajar en globo. ¿Acaso alguien se pregunta para qué sirve un bebé recién nacido? fue la respuesta del embajador.

El viaje de Alexandre que narraba Blanchard había tenido lugar a finales de 1783. Medio millón de personas se congregaron para verlo partir: la mayor aglomeración en la historia de París antes de la Revolución Francesa. Blanchard, animado por sus propias palabras, imaginó esa misma multitud moteando el acantilado de Dover hoy, 7 de enero de 1785, donde un francés y un inglés malhumorado desafiaban en globo el canal de la Mancha. Pero la única despedida era la mirada perpleja de algunas gaviotas que, anidadas al borde del acantilado, graznaban al cruzarles la sombra de su viaje.

Blanchard se sumó al silencio de su compañero Jeffries. El globo ascendía y las afiladas lanzas de caliza del acantilado inglés eran las señales geológicas de la ruta a seguir hacia Francia. El mar parecía las estrías de un animal obeso. Blanchard, repentinamente animado, abrió la botella de brandy: vista a través de su fondo, la cara de Jeffries se combó y pareció por fin dibujar una sonrisa.

– Financié este proyecto con todo el dinero de mis bolsillos -el silencio de Jeffries se rompió contra las solapas de la casaca de Blanchard-. Y lo que descubro hoy en tus bolsillos son pesas de plomo para que el globo no pudiera despegar conmigo, y te llevaras así toda la gloria -la botella de brandy cayó al suelo y la bebida coloreó de jarabe los zapatos de Blanchard-. Si eso no era suficiente, enrabietado como un niño, te niegas a que al globo suba ningún aparato científico, salvo el barómetro y la brújula. Blanchard: seremos dos quienes pasemos a la historia -hubo un chasquido, el gas hizo un amago de apagarse, se estremeció el mimbre de la cesta y el globo comenzó a descender-. O tal vez ninguno.

La costa francesa era todavía una gasa sucia en el horizonte y el globo perdía altura con rapidez. El mar zumbaba en sus oídos cada vez más próximo, Jeffries respondía al zumbido lanzando objetos al agua y Blanchard agitaba las manos como un delirio de marioneta. Cayeron al mar cuatro sacos de arena, dos cuerdas de doce metros, una trompeta, el barómetro, la brújula, la botella de brandy, pero el globo seguía descendiendo por peldaños invisibles.

No había nada más que pudiera aligerar el peso salvo el de uno mismo. A Jeffries le hubiera gustado lanzar al francés por la borda, pero decidió primero arrancarse un colgante del cuello, luego el reloj de oro, un anillo, la chaqueta, los pantalones. Blanchard, avergonzado y en silencio después de la reprimenda, siguió a su compañero y lanzó al mar su reloj y dos colgantes. Los barcos, muy próximos a la costa, hacían sonar alarmados las campanas mientras echaban anclas. El acantilado francés crecía a medida que menguaba la altura del globo. Su pared de piedra multiplicada escondía los rayos del sol.

Casi desnudos Jeffries y Blanchard se abrazaron en el centro de la cesta. Vestían solo su ropa interior y dos chaquetas de alcornoque que les permitirían flotar si sobrevivían al impacto. El aliento de Blanchard olía a brandy. Quería pedir perdón a su compañero pero le temblaban los labios de miedo. Jeffries lo abrazaba pensando que se iba a morir agarrado a las carnes de un francés impostor.

Fue entonces cuando el globo dejó de perder altura: separaron los brazos y miraron al mar, del que milagrosamente comenzaban a alejarse de nuevo:

– ¡La corriente de aire de la costa! ¡Nos hemos salvado! -gritó Jeffries.

El globo trazó un arco y salvó los acantilados de Calais, donde una multitud ociosa agitaba las manos. Volvían a coger altura y los campesinos franceses se reducían a puntos diminutos. Algunos de esos puntos seguían su trayecto a caballo. Blanchard se tumbó en el suelo y al levantarse enseñó una saca con folletos publicitarios.

– La tenía escondida -su voz temblaba mientras valoraba la ira de Jeffries.

Pero Jeffries estaba tan aliviado como para enojarse aún más con el francés. Abrieron la saca y lanzaron los folletos.

– ¡El primer correo aéreo de la historia! -chilló rabioso Blanchard, mientras Jeffries contaba en alto los segundos que tardaron en llegar al suelo los papeles, uno, dos, tres, hasta trescientos justos: cinco minutos.

Nuevamente el globo comenzó a perder altura, ahora de forma aún más rápida que sobre el mar. Jeffries no sabía cómo reducir el peso de la estructura, y decidió orinar en el interior de la chaqueta de alcornoque y lanzarla luego. Blanchard hizo lo mismo. A continuación el miedo reciente removió los intestinos del francés y arrojó sus propias heces fuera de la cesta.

La góndola los zarandeó antes de  frenare con brusquedad contra la copa de unos árboles. Después fue cayendo hacia al suelo a medida que la ramas se iban rompiendo por su peso. La tela del globo se enredó con los árboles y amortiguó la caída de la cesta. Jeffries y Blanchard quedaron ridículamente suspendidos a poca distancia del suelo. Conmocionados y ateridos de frío, no eran conscientes de la gesta realizada

– ¿Para qué servía un bebé recién nacido? ¿Esas eran las palabras de Benjamin Franklin a su chofer, verdad? -dijo Jeffries-. Nosotros ahora parecemos esos bebés: estamos casi desnudos y acabamos de nacer.

Al poco rato apareció una multitud jubilosa que los bajó a terra firme y llevó como héroes hasta Calais. Blanchard y Jeffries pasaron la noche en una taberna junto a la plaza del mercado. La gente bailaba y bebía y los felicitaba mientras ellos, aún próximos a la tragedia, no daban crédito a estar vivos.

La euforia los llevó luego hasta París. Fueron recibidos por el Rey Luis XVI. Escucharon aplausos en la Ópera y en la Academia de las Ciencias, se abrieron los salones de muchas fiestas parisinas y las mujeres de la alta sociedad deseaban su compañía. Jeffries encontró tiempo para escribir un informe detallado del viaje, que concluía lamentando no poder enviarlo a Londres a través de un globo.

Blanchard se despidió de Jeffries en París el primer lunes de febrero de 1785. Bajo un cielo de sol se abrazaron con tristeza: ambos sabían que nunca en sus vidas ocurriría una experiencia idéntica. En su buhardilla de la rue de Saint-Honoré a Blanchard le costaba dormir. Con los párpados cerrados veía un galimatías de estrellas, las escamas de tejados, ventanas iluminadas. En la calle le llegaba el gemido de carruajes agotados. La noche ladraba y Blanchard pensaba en Jeffries, rumbo al norte, camino del mar que ellos sobrevolaron.

Se levantó, volvió a la cama y se durmió sin saber qué sería de él, y él sería un famoso empresario en Inglaterra, país al que volvería al poco tiempo para fundar una exitosa academia de viajes en globo en Vauxhall, y cobrando además una generosa pensión de su país. Sin saber tampoco qué sería de su compañero Jeffries, que no alcanzaría la celebridad de Blanchard y agradecería por siempre a Dios haberlos salvado de la muerte. Sin saber tampoco ninguno que el Rey Luis XVI, a cuyo anillo se habían postrado, sería guillotinado ocho años después, en enero de 1793. Blanchard iba quedándose dormido en su cama de París lleno de cuestiones por responder, pero sobre todas ellas no saber cuál sería su próximo vuelo, no saber cuál sería su próximo, no saber cuál sería, no saber.

La tempestad de Sergio Peris-Mencheta

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A las siete de la tarde se abren la puertas de la sala del teatro Galileo de Madrid. Los espectadores, en fila india por el lateral de la grada, descubrimos que la tempestad ya ha empezado: un in medias res que atrapa de inmediato. La escena es una playa, el horizonte una pantalla de cine donde se proyectarán vídeos en directo y otros grabados. Todavía sin sentarnos hay un barullo de voces y papeles y actores corriendo de un lado para otro, como si la hora de la función les hubiera pillado, también a ellos, en una confusión organizada.

Unos apuntes para entender el texto de La tempestad. Es la última obra que Shakespeare escribió y se la ha considerado así su testamento literario. Fue estrenada en la corte en 1611, seis años después del fallido atentado contra Jacobo I conocido como «the Gunpowder plot». Son las maquinaciones y complots políticos el núcleo de la obra. Su final feliz debió alegrar al monarca, de quien además era conocido su interés por la magia, presente en la todopoderosa figura de Próspero.

La legitimación del poder es el eje de la obra, y ello da lugar a toda una serie de maquinaciones. También se nos habla de la lucha entre una naturaleza primitiva, reflejada en Calibán (excelente el actor Javier Tolosa en su doble papel de Calibán y Alonso) y el arte (los peligrosos libros de magia de Próspero: «thought is free», o el pensar nos hace libres, una de las más celebres frases de la obra, y toda una advertencia del poder subversivo de la cultura).

En el texto la naturaleza primitiva se enfrenta con su colonización. La isla es hermosa, imagen que el director nos transmite con una acertada música lateral, y su perfil salvaje y paradisíaco parece justificar la expropiación de la misma y el sometimiento inmediato a los nuevos amos. La imposición de la lengua de los recién llegados no es sino otro instrumento más de dominación, y de este nuevo status quo se generarán conflictos de subordinación y, por supuesto, rebeldía.

La adaptación de Sergi Peris-Mencheta es un alegre goce de los sentidos: el texto brinca entre los personajes a gran velocidad, el uso de cámaras y vídeos permite duplicar la sensación de teatro dentro del teatro (fantástico el engaño al público entre realidad y ficción utilizando una filmación) y la música en directo de una pequeña banda y los juegos de luz hacen el resto. El Próspero de esta Tempestad es un personaje más dulce de la ferocidad con que me lo imaginé cuando leí el texto. Pero pienso después que este perfil más blando encaja mejor con la reconciliación de contrarios, bastante inverosímil, que cierra la obra: cuesta creer que después de tanta ira Próspero no tenga ganas de venganza. La adaptación de Peris-Mencheta va conjurando de forma muy efectiva los efectos mágicos del autor, efectos que al poco se disuelven: todo es sugestión, tal vez en algunos momentos excesivamente cómica, y uno asiste al espectáculo con la feliz duda de saber si Prospero o Ariel son gente de confianza, y en qué se diferencia el primero de Sycorax, la bruja que dominaba antes la isla.

La obra se resuelve y recibe los aplausos multiplicados de un público que apenas llena las primeras filas del graderío. Aplausos que hacen regresar a la compañía hacia el extremo de la playa, ahí donde seguimos felicitándoles, y se despiden de nosotros con una frase de García Lorca («Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo»), luego una mención al artículo 44.1 de la Constitución española («Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho») y por último un ruego: que si hemos disfrutado de la obra, la recomendemos. Ruego del que tomo nota y por eso estas palabras para que ojalá os lleve también ese sueño que es la tempestad. Aprovechadlo, que quedan pocos días.

Tempestad está dirigida por Sergio Peris-Mencheta y se representa en el Teatro Galileo de Madrid hasta el 2 de junio de 2013. Más información en la página de la compañía, Barco Pirata (http://www.barcopirata.org/?page_id=2).

Cumpleaños con Strauss y sus Cuatro últimos lieder

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A Richard Strauss le quedaban apenas doce meses de vida cuando, en 1948, escribió una canción titulada Beim Schlafengehen (Al irse a dormir). La canción estaba basada en un poema de su amigo Hermann Hesse. Strauss, aunque director de orquesta con fama internacional, era entonces un hombre triste. Los años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial le vieron más interesado en recuperar el acervo cultural de su país antes que en componer. La atonalidad que entonces desarrollaban Schönberg o Hindemith estaba alejada de su sensibilidad. Y fue solo gracias a la intervención de su hijo Franz que Richard Strauss recuperó el ánimo y volvió a escribir.

Beim Schlafengehen se toca dentro de un ciclo junto a otras tres canciones, formando el llamado Vier letzte Lieder (Cuatro últimos lieder), aunque ni Strauss los planificó con esa idea de grupo ni tan siquiera fue la última canción del compositor. Si algo une las cuatro obras es la presencia de la muerte. En Beim Schlafengehen el sueño es la metáfora de la muerte, muerte que musicalmente se mezcla con un solo de violín de una belleza que también parece algo de fuera de este mundo, y con cuyo sonido Strauss representaba el amor hacia su esposa Pauline.

El estreno de las cuatro últimas canciones de Strauss fue póstumo: tuvo lugar en Londres un 22 de mayo de 1950. Coincide con el día de mi cumpleaños, pero 28 años antes. Cumpleaños que tendrá como regalo escuchar (y de nuevo otra coincidencia) estas cuatro mismas canciones el sábado 25 de mayo en la Orquesta Nacional de España, con la dirección de David Afkham y Anne Schwanewilms como soprano, cantante alemana que tuvo un mal día en los BBC Proms bajo la dirección del español Juanjo Mena. Ojalá el sábado despliegue su gran voz lírica sobre estas cuatro canciones que desde aquí recomiendo como cumbre de la música lírica postromántica.

El texto original del poema de Hermann Hesse y su traducción al español que he encontrado en la red (http://www.el-atril.com/cantares/4canciones/4ultima.htm) son los siguientes:

Nun der Tag mich müd gemacht,
soll mein sehnliches Verlangen
freundlich die gestirnte Nacht
wie ein müdes Kind empfangen.

Hände, lasst von allem Tun,
Stirn vergiss du alles Denken,
alle meine Sinne nun
wollen sich in Schlummer senken.

Und die Seele unbewacht
will in freien Flügen schweben,
um im Zauberkreis der Nacht
tief und tausendfach zu leben.

Ahora que el día se ha fatigado,
que mi nostálgico deseo
sea acogido por la noche estrellada
como un niño cansado.

Manos, abandonad toda acción.
Mente, olvida todo pensamiento.
Ahora todos mis sentidos
quieren caer en el sueño.

Y el alma sin más guardián
quiere volar, liberadas sus alas,
en el círculo mágico de la noche,
para vivir profundamente mil veces.

Y como versión, os recomiendo la de Jessye Norman: http://www.youtube.com/watch?v=Se0HPsJex04

Lunes 29 de agosto de 2011: el final de un viaje por el Rhin

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Qué extraño sentir que la semana comienza y estar uno disfrutando de sus vacaciones. Sentimiento débil de culpabilidad, como si el descanso no hubiera sido merecido. De reojo miro el teléfono, que aún duerme: lo enciendo y observo los correos electrónicos amontonándose. Una pequeña pantalla es un túnel hacia lo que está ocurriendo en Madrid: oficinistas infelices bebiendo el primer café del día, pidiendo con urgencia datos e informes, enfrentándose a la monotonía tras un fin de semana insatisfactoriamente breve. El número de tareas sin responder avanza y una luz roja parpadea y transmite el desasosiego de esa realidad que es en la que uno vive todo el año, y aunque doy la vuelta al móvil sé que esa señal de alarma es por una amenaza real que me está esperando en Madrid.

Me incorporo desde una cama estrecha en la que he dormido y observo la habitación bajo la luz nueva de la mañana: un televisor antiguo y junto a él una botella de agua con gas y una chocolatina como bienvenida al cliente. Mobiliario antiguo y escueto. El hotel se llama Wintersberg, y está situado en lo alto de una montaña arbolada. Abajo un pueblo llamado Bad Ems se despereza también, extendiendo sus brazos a los dos lados del río Lhan, que lo cruza como una médula espinal. Llega el sonido lejano del tráfico, amortiguado por una cortina raída; la descorro y entonces la luz se refleja en un gran espejo que hace esquina en el balcón, tropieza con mi pijama, y permite así estar tumbado en la cama y observar la montaña boscosa al otro lado del río y la ciudad.

Había llegado al hotel la noche anterior, no sin dificultad, pues la carretera asfaltada terminaba y era entonces una pista forestal que sin apenas indicación te conducía a una antigua fortificación romana, junto a la cual, escondido tras unos árboles frondosos, se situaba el edificio de dos plantas en el que ahora me despertaba. Ojeo unos folletos de información turística de la mesilla de noche: en época romana Bad Ems fue también frontera del imperio, y hay algunos restos que visitar de esas fechas. Las aguas del lugar son beneficiosas para la salud. Se puede disfrutar de un magnífico balneario, pero está cerrado por reformas en la actualidad: abrirá sus puertas cuando yo ya no esté allí.

Seguí un rato más en la cama. Aún me sentía algo pesado de la cena de la noche anterior en el mismo hotel, y que había consistido en un plato de carne de caza acompañado con espárragos verdes y patatas panadera. Abandonando definitivamente la cama salí al balcón. El tiempo se extendía de nuevo ante mí pero con una cualidad de urgencia: ya no era el tiempo plano que se abría en paisajes de suaves lomas al comienzo del viaje. Ahora el tiempo zumbaba en mis oídos y se oprimía en el valle estrecho donde estaba encajado Bad Ems. La alegría vegetal de lo viviente había desaparecido. La tranquilidad arbórea, el canto de los pájaros, el aire limpio, todo mutaba ahora en una única señal de advertencia: la tregua del descanso estival era débil y pronto volvería al horizonte el ruido de una guerra de prisas, de tareas sin cumplir, de órdenes que obedecer. Como si alguien hubiera comenzado a desmontar los árboles, porque no eran sino un decorado de cine y la película ya estaba filmada, asomaba ahora otro paisaje terriblemente familiar, de oficinas con fachadas de cristal y acero, corbatas y traques y zapatos sin cordón; una simulación de vida dominada por el tedio y las convenciones sociales, los horarios y los usos establecidos, las rutinas y los hábitos. Las vacaciones, aparte de haber sido una pausa para el cuerpo y la mente, habían hecho pedazos las rutinas de la vida en la ciudad, y este temor matutino, como una revelación repentina, tenía que ver con el miedo a regresar a esos usos gastados, incluso a saber de nuevo simular un interés en las agendas de vidas ajenas.

El desayuno resultó ser el mejor momento del día. Se servía en una enorme sala en la primera planta, con ventanales acariciados por el mismo sol tibio que había dejado rebotando en el espejo de mi balcón. Sobre un mantel rojo platos de distinto tamaño con embutido, queso, panecillos, pan, mantequilla, mermelada. Llevaba a mi lado el libro de Anne Michaels, del cual degustaba con lentitud sus últimas páginas: el libro y el viaje se acababan al mismo tiempo. Sabía que su lectura me iba a acompañar más allá de la última de sus líneas. Libros que, como las ventanas de esta sala, irradian reflejos en todas direcciones, proyectando recuerdos inesperados en mitad de un paseo o de una reunión donde la cabeza está en otra parte. Libros de recuerdo infinito, como la música de Beethoven o la sólida tristeza de lo que para siempre está perdido.

El hotel era regentado por un matrimonio joven. El marido, de cabeza apepinada y dientes torcidos, se acercó a hablar conmigo durante el desayuno. Se llamaba Jürgen Gehrman y representaba ya la tercera generación que llevaba exitosamente el negocio. En su cara recién afeitada se reflejaba el orgullo amplio de esta tarea, pero también el esfuerzo perpetuo de agradar a la clientela. Su mujer atendía la cocina y la recepción. Trabajaban once meses al año, todos los días, sin descanso: sólo en enero el hotel cerraba las puertas pues la nieve impedía llegar hasta allí, y el matrimonio aprovechaba para descansar. Me recomendó descender al pueblo por una camino señalizado en la montaña, a través del bosque, y por el cual iría abriéndose la vegetación y apareciendo, en el fondo del valle, la ciudad balneario. Alegrado por la perspectiva de estar un día más allí, o tal vez sin ganas de volver a buscar un lugar distinto donde dormir, le informé de que me quedaría una noche más. Me confirmó al rato que no había problema, pero que tendría que cambiar de cuarto, así que me pidió guardara la ropa y objetos en la maleta, y ellos lo moverían a la nueva habitación.

Vestido con los pantalones cortos, mi libro, las gafas de sol y el reproductor de música, comencé cuesta abajo mi paseo. Nada más salir del hotel una gran terraza con mesas y sillas vacías abría su vista al valle. En una explanada asfaltada estaba aparcado mi coche, y a su lado se levantaba una pequeña torre de piedra de la época romana. Se trataba de una construcción sencilla, achatada, y desde la cual se controlaba visualmente un vasto espacio. Parecía orientada más a a una función de vigilancia que a servir como defensa ante un eventual ataque. De poca ganancia hubiera servido para sus moradores un interior oscuro y un balcón en lo alto de fácil acceso por una escalera de piedra. La rehabilitación había sido supervisada por la UNESCO, dentro de un proyecto para conservar la línea de puestos fronterizos del Limus Germanicus, la frontera del Imperio Romano en esta zona de Alemania.

Dejando atrás el bosque el pueblo se iniciaba de forma natural, como si sus primeras casas fueran una alteración vegetal de los últimos árboles. Por calles empinadas descendí hasta el río, y la ciudad se fue haciendo más antigua en sus fachadas. Un edificio blanco de grandes proporciones destacaba sobre el resto: se trataba de un lujoso hotel y balneario. Había un montón de bicicletas mal apiladas en la puerta, caídas una sobre las otras. Pregunté en el interior si se podía alquilar alguna, pero estaban reservadas a los clientes del establecimiento. Seguí dando un paseo por el pueblo. En una plaza frente a una iglesia había largos bancos y mesas de madera, y a su alrededor puestos de feria donde se anunciaban la venta de salchichas, carne, crêpes, patatas fritas, cerveza. Cerca de allí, en una calle cortada al tráfico, algunas atracciones de feria dormían bajo un sueño de lonas de colores. El pueblo estaba en fiesta, sonaba alguna megafonía lejana, pero los feriantes se dedicaban sencillamente a limpiar sus negocios con gesto cansado.

Las ganas de volver a montar en bicicleta me hicieron buscar algún lugar donde alquilarla. Lo encontré gracias a la ayuda local, tras golpear los nudillos en la puerta de un garaje, puerta que pasado un rato se abrió por una joven alemana que cojeaba y me ofreció una bicicleta por todo el tiempo que quisiera, a cambio de apenas cinco euros, y sin necesidad de aportar una fianza o documento de identidad por mi parte. Agradecido por su confianza (sin que esta palabra tenga nada que ver con fianza, por más que estén próximas), y arrepentido por el natural pensamiento hispano hacia la picaresca y el engaño, la manera mezquina de ver cómo llevarse lo ajeno sin ser visto, comencé a pedalear nuevamente en dirección a Coblenza, y nuevamente en una camino habilitado junto al río. La bicicleta era un elemento esencial del viaje, más de lo que yo había pensado en un comienzo, su austera elegancia tan importante como el aroma de los viñedos, los castillos en lo alto de las lomas o las pesadas barcazas de transporte fluvial. Con las manos firmes agarradas al manillar, sintiendo nuevamente el placer del pedaleo, avancé hacia el oeste. A ratos circulaba tranquilo, escuchando el timbre civilizado de otros ciclistas que me adelantaban. En otros momentos apretaba los dientes y concentraba la fuerza del cuerpo en el giro veloz de los pedales, y entonces el viento se levantaba invisible sobre el camino, y aleteaba la sombra de mi sombrero, y la bicicleta se convertía en un animal veloz, rapaz, volando junto al río. Nervioso de circular a rápida velocidad, y cansado finalmente, volvía a reducir la marcha con una sonrisa divertida y de alivio.

En el camino atravieso algunas zonas de acampada, donde muchos alemanes disfrutan de sus vacaciones sentados en sillas de tela, viendo cómo rompen las olas silenciosas del río cerca de sus sandalias. Una ciudad ordenada de caravanas, de tiendas de tela, de sillas y mesas de plástico, encajada entre el río y la carretera. Todo en apariencia muy bien organizado, límites de hierba donde acaba el espacio de una familia y empieza el de otra, pero también todo susceptible de poder ser recogido en un instante, cargar los bártulos, plegar los objetos y desaparecer de la ribera rumbo a la ciudad. Paso a su lado con la bicicleta, les miro, y por unos segundos sus rostros grandes, tranquilos, de satisfacción, alivian mi pedaleo urgente, y me acompañan.

Cuando llegué a Coblenza el cielo estaba cubierto de nubes. Fui hasta el centro de la ciudad, circulando primero por calles con abundante tráfico, hasta alcanzar la zona peatonal y en una calle tranquila, tras dejar apoyada la bicicleta sobre una fachada, me senté en una terraza. Pasé un rato largo disfrutando de un café con leche, dejando que se enfriara, contemplado la vida tranquila de una calle sin tráfico ni peatones. Finalmente abrí el libro de Anne Michaels y leí las siguientes palabras: Everything we are can be contained in a voice, passing forever into silence. And if there is no one to listen, the parts of us that are only born of such listening never enter this world, not even a dream. Palabras que, torpemente, podrían traducirse de esta manera: todo lo que somos puede reducirse a una voz, voz que puede acabar en silencio. Y si nadie la escucha, aquello de nosotros que sólo existe por esa voz muere, y no existe ni si quiera en los sueños. Y en el silencio adulto de esa calle en Coblenza, en la tranquilidad agitada de unas vacaciones que terminan, pensé en las voces que afectan mi vida: mi madre, mi padre, mis hermanas, Alicia. Voces que a veces son primero un nombre en el teléfono, y el miedo a una llamada fuera de lo habitual, cuando la comunicación verdadera debería estar por encima de horarios. El dedo responde la llamada y al poco el alivio de que todo sigue igual. El silencio tiene entonces una cualidad pacífica, se apoya sobre el tiempo como un narcótico y lo adormece, y entonces las voces rompen el silencio construido, traen una información tal vez inesperada, y existe un momento de sobresalto. Pero si finalmente el mensaje era apenas preguntar un qué tal te va todo, o bien un te echo de menos, uno regresa rápido a su soledad, como ahora después de leer un mensaje que me ha llegado al móvil. Lo leo, vuelvo a estar tranquilo, pero descubro por primera vez en el viaje que no me importaría volver ya a Madrid, que en mi cabeza los sueños se van diluyendo,y que en cierta manera añoro de lo que al inició del viaje huí: las rutinas, las convenciones sociales. Porque incluso en ellas adivino virtudes: el reconocimiento de una amistad. El amor seguro y fiel de unos padres. El aprecio por un trabajo bien realizado.

Es casi de noche cuando regreso a Bad Ems: en el río se reflejan las luces de los coches, y los barcos de turistas se abrazan al muelle para dormir. Devuelvo aliviado la bicicleta: estoy cansado y no quiero verla hoy más. Regreso al centro del pueblo, y compruebo que está de fiesta: los puestos que por la mañana vi siendo limpiados ahora sirven comida. Atracciones de feria giran a toda velocidad, en espirales de luces de colores. Bajo una fiebre de gritos infantiles pido un perrito caliente. Me siento en un banco de madera, y observo la noria girar: la esfera de luz rota lentamente contra el fondo oscuro de la montaña, en cuya cumbre está mi hotel. Recordé la noria de Machado, aunque aquella era de agua, como triste símbolo de la monotonía existencial. Qué curioso que ese poema nos lo enseñaran en el colegio con dieciséis años, con las hormonas descontroladas, el alma llena de vida, la vista buscando el recreo tras la ventana, y en el reloj electrónico la comprobación trágica de que la clase nunca terminaba, y aún más curioso que ahora recordara ese poema, pese a la manifiesta falta de atención que presté entonces, como si la semilla pesimista del poeta se hubiera sembrado en los alumnos de esa clase para brotar luego mucho tiempo después, lejos de Madrid, y tal vez con el profesor ya fallecido, pues José de Dios era un hombre que hace diecisiete años parecía haber traspasado generosamente la edad de jubilación, y nos transmitía su amor hacia la literatura, un amor que venía desde niño en su pueblo de Jaén, pero también nos hablaba de su placer por madrugar y ver las estrellas en Brunete, a unos veinticinco kilómetros al oeste de Madrid, lugar en el que vivía junto a su mujer, y donde el cielo decía era más limpio y oscuro que en la capital y permitía observar las estrellas, y nos hablaba de esa noria que era el repetir exacto de los días, y esa metáfora de la monotonía había venido hasta aquí, un pueblo al suroeste de Alemania, donde acababa de terminar mi perrito y me disponía a volver al hotel, dejando atrás el ambiente festivo del pueblo, del cual me sentía extraño, como invitado por error.

El camino de subida estaba sin iluminar, así que en algún codo del sendero tuve que utilizar el destello del flash de la cámara de fotos para no perderme. Por un instante la luz iluminaba el suelo lleno de hojas, los árboles como lapiceros dentro de un estuche, y luego de nuevo la oscuridad. Cuando llegué al hotel el salón inferior estaba a oscuras. De una puerta lateral surgió el dueño, quien con gesto cansado me informó de la nueva habitación asignada. Regresó por el mismo lugar y observé cómo le daba un beso a su mujer, aliviados tal vez de que alguien hubiera llamado tan tarde a la puerta ya cerrada. La nueva habitación era mayor pero tenía vistas al aparcamiento. Cerré rápido la ventana por la que entraba un frío de invierno. Junto a la puerta habían dejado mi pequeña maleta: qué ejercicio tan sano viajar y ver que uno puede moverse renunciando a las necesidades multiplicadas e innecesarias del día a día. Un minimalismo práctico, obligado por limitaciones de espacio y peso, pero donde en una maleta basta todo lo necesario. Y en la mesa otra tableta de chocolate y agua con gas. Sonó una cisterna que se vacía, y antes de dormirme sentí que el sueño me llegaba en un casa viva, cuidada, llena de amor.

Gabriel García Márquez – Memoria de mis putas tristes

Santa Cruz de Tenerife

Creo que una de las razones por las que a mi abuela le encantaba García Márquez no eran tanto sus historias como una conexión casi inmediata de las mismas con su ciudad natal. Las novelas del colombiano podían transcurrir bajo las mismas palmeras o frente al mismo paisaje marino de Santa Cruz de Tenerife. Para mi abuela, lectora poco disciplinada, con facilidad para distraerse en el torbellino de sus cosas, y donde los demás eran siempre su prioridad, ese atajo al imaginario de Gabo era un alivio que multiplicaba el goce de la lectura. La ficción amorosa de García Márquez podía ocurrir en la primera esquina de la calle, bajando hacia la rambla, y ella leía para buscarla.

Esta explicación la pienso después de escribir para la web del Buscalibros la reseña de Memoria de mis putas tristes, y descubrir que todas las novelas anteriores de Gabo fueron leídas en Tenerife durante las vacaciones infinitas de la adolescencia; espacios sin límites donde se perdía el orden de los días, y en su interior los libros de mi abuela, unos libros que posiblemente nadie más ha leído después de nosotros. Ahora que el tiempo avanza sin ella, siempre sin ella, siento que en ese abrazo de lecturas me vuelve parcialmente; sé que nunca más podré leer una novela de García Márquez tras haberlo hecho Aye, allí en su casa de la montaña en Santa Cruz, ahora tan vacía y con el escenario de la trama donde apenas termina el jardín.

Aquí va el enlace pues al texto, aunque lo agrego de nuevo a este cuaderno, pues le he hecho algunas modificaciones:

http://www.el-buscalibros.com/2013/04/gabriel-garcia-marquez-memoria-de-mis.html

Los momentos decisivos de una vida suelen venir en silencio y con un golpe de novedad: un beso mudo en la escalera, un incendio de amor en la parte de atrás del coche, de puntillas por un pasillo para no ser descubierto en la huida del deseo. A veces se recuerdan hechos menores cuando coinciden con un acontecimiento exterior que, al existir, ya es historia: jugando al fútbol mientras cae el muro de Berlín, un cine de tarde y las Torres Gemelas derrumbándose. Unos y otros recuerdos se guardan en la memoria con una rotundidad notarial. El gesto silencioso de abrir un libro, un movimiento menor y repetido, tiene sin embargo la cualidad del recuerdo cuando se trata de García Márquez: un viaje sobre sueños y realidad, y del que uno vuelve temiendo que no va a leer nada mejor en lo que le falta de vida.

Sin saberlo uno y otro, la vida de García Márquez y la de mi abuela han estado enlazadas. El primero habita hoy con la tristeza tal vez de que ya nunca podrá volver a escribir, y negado repentinamente de un reconocimiento que será ya póstumo. La segunda con la certeza de que ya nunca más podrá leerle, ella que siempre disfrutó de sus novelas sentada en el fresco de la salita de estar, las piernas amplias cruzadas bajo el batín, con la persiana aliviando el calor de la tarde y en el jardín el abanico de flecos de la palmera, sus hojas agotadas también del sofoco y apoyadas sobre la cal blanca de la fachada, como buscando alivio. Todo el mundo de mi abuela sumergido en una tranquilidad de modorra: apenas los perros ladrando al Atlántico desde lo alto de la montaña y la sombra del día trepando por las baldosas negras, buscando el lugar donde el libro será cerrado y habrá que regar el jardín.

García Márquez escribía y a mi abuela llegaba luego el mensaje de su botella: sus libros en el escaparate de la librería Isla, en la calle Castillo de Santa Cruz, y luego un regalo navideño y ese libro subía la cuesta hasta la silla de mimbre de su jardín. Libros que yo también devoraba durante el verano en esa misma casa pero desde distintos lugares: la escalerita de caracol hacia la puerta de la cocina, la azotea al mar y su incómodo gotelé rascándome la espalda, tumbado bocarriba en la cama grande que fue la de mi madre de niña, con la ventana de madera abierta y el fantasma de la cortina entrando y saliendo del quicio, como un columpio. Acabada la lectura agradecía a Gabo el hacernos tan felices a mi abuela y a mí con su prosa tan real, periodística, y al mismo tiempo tan mentirosa, tan llena de fantasía, su atención hacia los detalles de los sentidos, su brevedad en la escritura: ninguna línea superflua, ninguna tendencia expansiva ni concesión de estilo.

Pero en Memoria de mis putas tristes el proceso tuvo que ser distinto. Nadie recogió el libro en las aguas de Tenerife, y ha sido la primera y última novela de Gabo que he leído tomándola en préstamo, sorprendido un poco al ver que fue publicada en 2004 (¡hace casi diez años!), y constatando así el doloroso calendario de la enfermedad que sufrió mi abuela. Preparé mi casa para disfrutar de su lectura, sabiendo que las buenas historias del Nobel suelen apearte de la realidad, y que este libro lo iba a leer para mi abuela y para mí. Tumbado en el sofá abrí la puerta a la historia y estaba caminando ya en su interior cuando de golpe una página en blanco, y una más y otra más y así el resto: ¡un error de imprenta! ¿Cómo no me había dado cuenta al coger el libro? Miré la hoja de seguimiento de préstamos, con multitud de sellos con distintas fechas y colores: ¡no había sido el único ingenuo!

De golpe la tarde se había quedado suspendida, sin plan alguno. Abrí la ventana para que corriera algo de aire y, en lugar de la estación de Chamartín, encontré que el horizonte lo dominaba un río grande, de anchura rusa. Extrañado, decidí vestirme y salir a la calle, donde el calor se multiplicaba en gotas húmedas que aparecían sobre las frentes quebradas y en discos bajo las axilas. De camino hacia la biblioteca advertí que Mateo Inurria era una calle amplia, de arenas calientes, y en cuyas fachadas se arracimaban parrandas de viernes. Con el corazón desbocado comencé a correr cuesta arriba, con la seguridad de conocer bien el itinerario, hasta la tienda de Rosa Cabarcas. No había nadie en la recepción, así que crucé el patio y, bajo una techumbre, me encontré con Gabo. Le miré de arriba a abajo, sin discreción, tratando de averiguar en qué lugar de su cuerpo residía el talento.

– Supongo que sabes por qué he venido. Las páginas de tu último libro me llevaron hasta aquí, y aquí me han detenido, en el interior de este burdel.

– Así es -y me extrañó pensar que García Márquez hablaba, cuando sus libros eran una narración sin diálogos. Se abotonaba parsimoniosamente una guayabera, mientras a su lado yo recupera el resuello de la carrera. ¿Y qué esperas encontrar aquí?

– Te esperaba encontrar a ti. Darte las gracias. Por todos tus libros. De parte mía. También de mi abuela. Y egoístamente esperaba saber cómo continuaba la historia. Mi ejemplar es ahora una página en blanco -concluí de hablar con el ánimo más resuelto.

– La historia la tenías ya escrita en el libro. Solo tenías que seguir leyendo. Vivir la ficción desde sus páginas. Pensabas en el vacío de tu abuela, y al libro se le han caído las letras.

– ¿No es real entonces nuestra conversación? ¿Es solo ficción? -le pregunté desconcertado.

– ¿Realidad, ficción? ¿Importan algo esos límites? ¿Por qué no mezclarlos? ¿Acaso existen en la Tierra fronteras entre lo que es cierto y lo que no? ¿Y son relevantes en un libro?

– Ahora que lo dices –le respondí – al principio pensaba que la masacre de las bananeras fue una creación tuya. Y que tu relato periodístico Caracas sin agua una invención. Luego descubrí que estaba equivocado. Era justamente lo contrario.

– ¿Y cambió ello algo? -me miró a los ojos y me sostuvo el brazo, como si fuera a decirme algo importante-. Todas nuestras vidas están llenas de elementos fantásticos: sentimientos que predicen realidades. Gente que nace y muere por la sola acción del recuerdo, como tú lo haces ahora con tu abuela. Y ese mundo onírico y real se mezcla con otro terrenal, formado por autobuses repletos de gente o colas para pagar impuestos. La literatura tiene la magia de juntarlos: solo la literatura.

De nuevo en la calle me golpeó el calor seco de Madrid. Al fondo de la ciudad, como desde la trastienda de un sueño, me llegó la megafonía familiar de la estación de Chamartín. Aliviado comencé a caminar y el libro se fue escribiendo solo, sin necesidad de ninguna intervención. Las letras habían vuelto y la narración avanzaba con esa naturalidad de las historias orales, recién ocurridas y repetidas con detalles minuciosos; a cada párrafo se iban creando las líneas donde antes había papel vacío, y mi ánimo se fue deleitando sin pausa, como un big bang de los sentidos. Había conocido inesperadamente a Gabo y brotado de ese modo el fogonazo de sus últimas líneas, las de Memorias de mis putas tristes, una historia de amor contada con maestría, por encima de la realidad y también de la ficción, y cuya lectura me dejó en el estado feliz de haber vivido dentro de una obra maestra.

Can Bassalis, unas estanterías y la crisis inmobiliaria

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Sin saberlo hasta hoy resulta que en la primavera del año 2006 profeticé la crisis inmobiliaria. El hallazgo de mí mismo lo contenían unas palabras escritas (ya casi inscritas por el tiempo transcurrido) en el envés de la publicidad de un restaurante de la Costa Brava, en una caligrafía que hoy no me parece la mía. Hallazgo que no tenía más virtud que la de haber abierto los oídos durante un desayuno, una escucha atenta y apuntarlo todo luego, mi letra torcida chocando contra las opciones de segundo plato del restaurante. Han pasado casi diez años sobre esa caligrafía y tan real es lo escrito en los márgenes del menú como también debieron serlo su cuerpo central, el 1/2 llobregant i peix de la costa a la brasa o el pollastre de pagès i escamarlans o gambes (yo hubiera elegido el pollo). Dicen que las profecías tienen como destino ser olvidadas, pero este caso se salvó y aquí vienen sus datos.

Cuatro de la tarde del domingo, casa de mis padres, recién terminada la comida y tumbado en la que fue siempre mi cama. Mi mente pesada, liberada poco a poco de las obligaciones familiares; al rato ya estoy erguido, abro la mochila y meto algunos métodos sobre piano y bajo eléctrico. Entre gruesos manuales, y como tragada en el interior de una falla, encuentro una carpeta de plástico: en su interior apuntes de clases de guitarra, precios para depilación láser y finalmente el menú del restaurante Can Joan, en Sant Feliu de Boada. Mientras me pregunto por qué guardé esa publicidad giro el folleto y en la página trasera encuentro algunos apuntes míos, ideas para cuentos que nunca han llegado a escribirse y que posiblemente seguirán sin serlo. Uno de los guiones, el superior dice: «historias Pamplonica». Ningún recuerdo de a qué me refería con ello.

A continuación: «sala transmisiones antena Pals. Guarda. Deseos. Construir». Ello tendría algo que ver con la voladura de las antenas de la playa de Pals, realizada en marzo del año 2006. Desde esas antenas el gobierno estadounidense enviaba su propaganda política al círculo de países comunistas, a través de la conocida como Radio Liberty. Según me contaron allí mismo, y a medida que escribo la memoria va refrescándose y brotando en palabras, la elección de Pals fue ya que las dunas y matorrales no obstaculizaban las emisiones, y el mar contribuía a multiplicar las ondas. Una de las muchas leyendas que circulaban sobre esas instalaciones era la de que a los trabajadores de Radio Liberty les daban una pastilla para borrarles la memoria cuando se jubilaran, y así no desvelar los secretos del lugar. Pastilla que tal vez también yo tomé, pues no logro recordar ahora la historia que buscaba contar.

El tercer guión dice: «latinoamericanos. Relación sexo-religión (choca con educación europea)». Palabras que no me traen siquiera el bosquejo de una historia. Por entonces salía con una chica brasileña, a la que había conocido en la Joy Eslava gracias a mi amigo Bruno. Pero aunque su recuerdo e incluso su nombre (no su cuerpo) se han ido diluyendo en el olvido, nunca me pareció que fuera religiosa, sino más bien cariñosa, dotada de un cuerpo atlético y en su interior un corazón dulce, pero también, al mismo tiempo que lo anterior, una conducta celosa, de ímpetu arrebatado y enfado fácil. ¿Por qué había escrito aquello de que choca con la educación europea la relación sexo-religión? Tal vez por algo que ahora se me revelaba: en ella el sexo era algo natural, divertido, muy lejos de los guisantes de Mendel que me enseñaron en el colegio como única vía de aprendizaje hacia la reproducción.

Y llegamos por último al cuarto guión, donde el recuerdo sí es sólido, porque viene de un diálogo al que presté toda mi atención. Lo apuntado dice: «crisis inmobiliaria. 180 días -> 30. Aceptación presupuestos, línea de descuento, cédulas de habitabilidad. Comunidades de socios en cooperativas. Riesgos de embargo. Chaval que se quiere comer el mundo». Palabras que vienen del hostal Can Bassalis, una casa blanca de precio moderado situada entre el pueblo de Pals y su playa, y donde me hospedaba para disfrutar de unos días de descanso. El dueño del hostal lo era también de una industria modesta de estanterías metálicas. Negocio este último que era un buen termómetro de la situación de la economía local, decía el dueño. Y la economía de la zona no era sino el turismo, o lo que es lo mismo, la construcción, recalcó luego mientras me servía el desayuno e iniciaba la breve historia que paso a narrar.

Un joven empresario había entrado recientemente en el negocio de las estanterías metálicas. Joven y osado, añadió. Quería comerse el mundo, así fueron sus palabras mientras me servía el café, y aceptó las condiciones feudales impuestas por las grandes constructoras para las que su pequeña empresa les daba servicio. Constructoras cuyos acrónimos a uno le recuerdan a directivos turbios de equipos de fútbol. Uno de los requisitos de esos acuerdos era entregar las estanterías a medida primero y luego, seis meses más tarde, cobrar por los trabajos. Ello obligaba al joven a pedir dinero al banco por adelantado, para a su vez poder pagar con él las nóminas de su plantilla y otros gastos. Es fácil hoy de ver que la tragedia estaba servida. La empresa grande quebró, dejó a sus proveedores sin pagar, y se llevó por delante la empresa de ese ilusionado joven, la cual, acuciada por las deudas, desapareció.

Todo aquel drama lo contaba mientras yo disfrutaba de un desayuno excelente, masticando una rebanada infinita de pan rústico frotada con tomate. El deleite me hacía sentir ligeramente culpable mientras el dueño, que estaba ahora sentado frente a mí, del otro lado de una mesa blanca, abría los brazos para señalar lo obvio de la historia y su moraleja. Brazos grandes pero breves que abarcaban el blanco andaluz de la fachada, el camino de gravilla hacia la piscina, el horizonte marino y un loro bilingüe y parlanchín. Llevo muchos años en esto: yo nunca quise aceptar condiciones de pago como aquellas. De haberlo hecho, ahora tal vez no estaba aquí. Tras lo cual se levantó de la mesa y le vi alejarse hacia su taller de estanterías, muy próximo a la sala donde me desayunaba. Al rato también salí yo al calor insoportable del mediodía, con esa alivio feliz de no haber sido yo el joven empresario.

En un tiempo reciente de la historia España era un surtidor de oportunidades. Negocios breves: apartamentos que eran apenas un plano y que se compraban y luego vendían con ganancia, sin haberse llegado aún a iniciar la construcción. Contenedores chinos importados entre varios amigos, y en su interior pulseritas amarillas que imitaban las de una marca conocida, y su beneficiosa venta luego en fiestas de pueblo. Todos a mi alrededor parecían jugar a la especulación de forma exitosa mientras yo les miraba con cara de pasmo. Las oportunidades parecían no presentarse en mi casa, y me descubrían siempre en movimiento hacia otros intereses, como cazado jugando al escondite inglés. Un tiempo reciente que término de forma súbita, sin gradación, y que por lo tanto ahora parece más lejano, como de otra era geológica, incluso como si no hubiera existido.

Las líneas recién descubiertas en un menú nunca fueron nada: las digirió el tiempo igual que el pollastre o el peix o los jugadores fugaces del escondite inglés. Como el viento que balancea el columpio sin niño, manteniendo así el último impulso infantil, esas líneas eran un vuelo de palabras, reemplazado luego por otro soplo con idéntica mala fortuna: palabras que nunca llegaron a ser sino esbozos de algo que también acabo olvidándose. Y pese a todo qué importantes fueron y son para cuando uno camina por la ciudad, con la cabeza pensando en las musarañas, creando ficciones contra el vértigo de lo que uno observa, inventando un lugar nuevo con otras reglas, donde la imaginación haga rotar de felicidad los pasos y las palabras muevan el columpio de un sueño infantil del cual, aún sin haberse hecho nunca realidad, uno no quiere nunca despertar.

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Por su precio, por su localización, por sus desayunos, por su loro, por su piscina, por sus habitaciones limpias, silenciosas, de una sencillez monacal, por la amabilidad de sus dueños, por todo ello el hostal Can Bassalis es un lugar magnífico para descansar, disfrutar de los pueblos medievales del interior de Girona y de los paisajes costeros de la Costa Brava. Si váis decidme si el loro sigue vivo. (http://www.hostalcanbassalis.com/ )

Inventario

Habitación del hostal

Cuando éramos pequeños mis padres decidieron que mis dos hermanas y yo

durmiéramos en la habitación al final del pasillo.

Piluca, la mayor, tenia miedo a la oscuridad y dejaba unas rendijas en la persiana

por la que se filtraba alisada la luz de una farola.

Cuando el semáforo de la esquina se abría al tráfico nocturno la luna de los coches

recogía la luz municipal y ésta acababa contra el techo de gotelé, y los vehículos

se sucedían en rectángulos fugaces que entraban por la ventana y escapaban rápidos

junto a la lámpara con forma de platillo volador.

 

Nos gustaba apostar cuántos fogonazos pasarían en cada turno cromático

y con los ojos abiertos contábamos los impulsos de luz,

y siempre reíamos a carcajadas, da igual quién ganara o perdiera, hasta

que una puerta rompía el placer de nuestro inventario: es hora de dormir.

 

Por eso esta noche de calor

cuando me dices que me mueva con más fuerza

no puedo concentrarme sino en contar los coches que pasan

detrás de ti, de tu cabeza en espiral, pintando de luz

el techo mohoso de este hostal:

ahí van dos, tres, cuatro,

sábanas prestadas y cacahuetes en el mueble minibar.

Cinco, seis y acaba la proyección.

Me molesta que derrames tu jugo de vainilla sobre mi cuello,

desplegando una pasión ajena, intensa, pero callo:

el semáforo se ha vuelto a abrir: es momento de contar.

Domingo 28 de agosto de 2011: más Beethoven y algo de Loreley

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La luz de la mañana inundaba el cuarto, como si alguien hubiera movido una cortina. Pero no había cortina, sino una claraboya en la parte alta de la pared. Me asomé a ella: frente a mí siempre el Rhin y su anchura de río ruso. Dos árboles acariciaban la fachada del hotel, derramando su alargada sombra contra unas tumbonas apiladas. Junto a ellas arrancaba un paseo arbolado que avanzaba apoyado a la orilla del Rhin, y por el que navegaban ya algunas barcazas madrugadoras dirección Bonn. En el otro lado de la orilla aparecía un fragmento de colina boscosa, bajo un cielo azul, limpio, pero que ya había descubierto en días anteriores que podía llenarse súbitamente de nubes. Sin tiempo para ducharme bajé a desayunar. El salón estaba lleno de jubilados alemanes que se movían lentamente de la zona de bufet a sus mesas. Observé sus manos temblorosas y en ellas platos de embutido, huevos revueltos y pan, el sonido blando de las sandalias con las que caminaban a pasos cortos, pisando sin ruido una moqueta roja. Todos allí parecían conocerse: se saludaban de una mesa a la otra cuando iban llegando al salón, ademanes ociosos y sonrisas despreocupadas. Seguramente estaban en un viaje organizado y ya llevaban varios días juntos. De pronto alguna mujer miraba la pantalla de su teléfono móvil, acercándola mucho a los ojos, pues seguramente tenía las gafas de cerca en la mesilla de noche de la habitación, y repetía en voz alta a su marido el mensaje, a modo de testimonio, y el marido acercaba la cabeza hacia la mujer en un ademán lento, vegetal, le costaba escuchar, el oído duro por la edad y también el ruido de platos y tazas sobre el techo alto del salón. Me pregunté cuál sería el contenido de ese mensaje. Posiblemente un texto del hijo que en ese momento está trabajando con frenesí en la ciudad, un mensaje escrito en tono desenfadado: ese hijo no quiere molestar a los padres con los pormenores domésticos de la existencia, con un matrimonio que tal vez no funciona o la inestabilidad de su trabajo; simplemente desea confirmar la felicidad de sus padres.

Dejé las maletas en el coche y di un paseo matutino por Boppard. Apoyado en una barandilla observé el Rhin, cuyas aguas habían servido de frontera al Imperio Romano desde mediados del siglo III. En el año 355 el emperador romano Julián logró detener momentáneamente las invasiones de los pueblos bárbaros, de origen germánico, y trató de asegurar esta zona del río a través de fortificaciones, como el castrum de Boppard, cuyas ruinas aproveché para visitar. Se trataba de una fortificación amurallada, vigilada en su día por veintiocho torres, y en cuyo espacio se habían hacinado hasta seiscientos soldados en barracones de madera. Apenas cincuenta años después de su construcción, alrededor del año 405, las tropas allí guarnecidas abandonarían el lugar para defender, inútilmente, Roma. Yo también abandoné las ruinas de ese lugar pero en dirección a Loreley, situado a unos veinte kilómetros hacia el sureste, y enclavado en el otro margen del río. En el coche la radio emitía la obertura Egmont de Beethoven. Recordé la pequeña decepción sufrida tiempo atrás, cuando concluí mi lectura de la correspondencia conservada del compositor. Con el error de las ideas preconcebidas, esperaba haber encontrado en su lectura ideas sobre su forma de trabajar, la raíz del talento, pistas sobre su inspiración. Beethoven, sin embargo, solía escribir porque necesitaba dinero, estaba mal de salud, o ambas cosas. Su lenguaje era suplicante pero hosco, lo cual sorprende más pues muchas de sus misivas tenían como destinatarios miembros de la nobleza austriaca, a quienes les debía mecenazgo, y para quienes los músicos no eran sino un siervo más. Beethoven pedía dinero ya que recibía exiguos ingresos mensuales, con los que apenas podía pagar el alquiler de la casa, el servicio y la educación de su sobrino Karl, de quien era su tutor legal, y a quien separó de su madre. Karl fue internado en un escuela privada y el compositor solicitó que no recibiera la visita de su madre e indicó además que, de ser necesaria mano dura en su educación, no dudaran sus tutores en aplicarla. Su vida se fue conduciendo hacia el caos económico, y el propio Rossini quedó asustado al ver las condiciones en que vivía el compositor.

Pero había un problema más, de orden personal: sus oídos. En un principio Beethoven ocultó los primeros síntomas de la sordera, por temor a perder la protección de algún noble y para proteger su carrera de intérprete, y esa reclusión social fue definitiva cuando igualmente lo fue su sordera. En una carta lamentaba lo lejos que hubiera llegado su obra si no hubiera sufrido la sordera más absoluta. Quién sabe si un Beethoven auditivo, y por lo tanto más social, hubiera logrado llevar una vida más placentera, construir una familia, pero sin embargo, y para lamento de quienes hoy le escuchamos, una labor compositiva menor. Me planteaba esas conjeturas mientras subía el coche a un ferry para cruzar al otro lado del río. Beethoven nunca se adaptó a las convenciones sociales de la nobleza. Quería dejar claro a todos que no había patrón por encima de él, y que jamás sería un simple súbdito palaciego. Tal vez su obra no hubiera sido distinta de haber podido escucharla pues, convencido de su talento, creó una soledad voluntaria donde desarrollarla, un mundo intramuros, y esa soledad, que es silencio, no entendía de reglas externas. Daba igual que pudiera escuchar o no la diligencia que cruzaba la calle: los sonidos sólo existían en su interior. Vivió en un mundo de silencio absoluto, desde donde crear otro mundo distinto, habitado por su música, pero ese escritorio inestable y silencioso que fue su vida fue también una búsqueda intencionada, necesaria: un cuarto sin exterior desde el que poder hablar. Buscó el silencio y lo encontró, pero le llegó también de forma involuntaria, por enfermedad, un silencio multiplicado y total del que no pudo escapar. Un viento levantó entonces unas hojas caídas en el suelo mientras abandona el ferry, y recordé el miedo de Beethoven a que sus partituras cayeran en manos enemigas y fueran copiadas, y el especial cuidado que siempre prestó en conocer quién tenía los manuscritos originales y las copias que de los mismos se pudieran realizar. Aunque muchas veces en vano, Beethoven intentó publicar sus obras. Y con la imprecisión que da el tiempo y la desmemoria recordé ahora que, durante muchos años, Beethoven desconoció su propia edad.

Conducía por una carretera empinada camino de Loreley y me iban llegando recuerdos desordenados de las cartas de Beethoven, mientras terminaba la obertura de Egmont y en la radio comenzaba ahora una grabación en directo del concierto de violín del mismo autor. Aparqué el coche en una explanada junto a varios autobuses, y al apagar la radio sentí volver a otra región del mundo, como si el movimiento lo hubiera producido no sólo el motor del coche, sino también los compases de Beethoven. Una gran frase del escritor Lobo Antunes resume perfectamente ese sentimiento cinemático de la música, en este caso referida a quien la interpreta, y dice así: «me asombraba que tocasen con los ojos cerrados, sacudiendo la cabeza en estado de éxtasis, y que, al acabar, regresasen despacio de regiones celestes, con las manitas suspendidas, pestañeando felicidades prolongadas, de vuelta a un mundo de sopas de espinacas, cajones combados y autobuses repletos que la ausencia de Chopin hacía inhabitable».

Loreley resultó ser un risco de pendiente hostil. En lo alto, a más de cien metros de altura, lo coronaba un mirador. Me acerqué entre codazos de turistas hasta la barandilla, y contemplé las caravanas alineadas en un camping en la orilla frontal. Una barcaza cruzaba en ese momento el Rhin, dejando estrías de agua a su paso, y seguí con la vista el suave oleaje hasta la orilla donde los veraneantes seguramente llevaban un rato despiertos, y ahora posiblemente estiraban las piernas con un café en la mano, y me observaban a mí, con un gorro de explorador algo ridículo bajo el que me protegía de un sol débil, los mismos pantalones cortos que ya había usado en días anteriores, la cámara compacta de fotos colgada del cinturón, y una pequeña sonrisa de tranquilidad dejando ver el aparato dental que pronto iba a ser retirado. Regresé al aparcamiento, desde donde varias señales indicaban el inicio de distintos senderos. Al poco de empezarlos comprobé que eran escarpados y había demasiada gente en ellos, así que, mucho antes de lo pensado, di por terminada la visita y regresé al coche. Sin saber dónde ir, pero huyendo a propósito de cualquier aglomeración urbana y humana, acabé conduciendo hacia el este a través de carreteras sin tráfico, entre pueblos que dejaba a la espalda en apenas un instante y que me transmitían un estado de triste belleza. Evitaba las carreteras principales y disfrutaba conduciendo lento y mirando el paisaje, con el placer extraño de la falta de un destino. Placer extraño pues no hay nada más terrible que la ausencia de fines en la existencia de uno. Todos somos un mar de dudas: las certidumbres suelen ser apaños frágiles, convenciones sociales que uno recite o las que uno se inscribe como quien agarra un madero en un naufragio, el naufragio precisamente en un mar de dudas. Conducir sin destino es algo metafórico, visualmente suena como algo poéticamente bello, pero su herida es profundamente real, y nada tiene de hermoso.

La desorientación vital me llegó en los años de universidad, cuando uno parece que adquiría las herramientas para definirse en la vida, un lugar en el mundo, el argot de un trabajo como elemento de identificación al mismo, pero también de diferenciación con el resto, y sin embargo todos esos conocimientos accediendo a una cabeza que de pronto parecía despertar al mundo, una madurez tímida y tal vez tardía, y en la que uno descubría asustado que el mundo estaba lleno de posibilidades e interrogantes, y que había que tomar decisiones donde ninguna alternativa parecía la correcta. Volvía de la universidad a mi casa en un tren de cercanías, con la noche recostada sobre las ciudades dormitorio, leyendo a los autores de la generación beat, sintiendo que atravesaba América subido a un Greyhound. En sus libros la carretera era siempre la protagonista principal, porque eran historias de huida, de cafés a medianoche, de autoestop en cunetas donde la oscuridad tragaba a los personajes, vagabundos sin perfil, osados de audacia y en busca de una existencia. Historias que me transmitían un profundo desasosiego, pues sus líneas me advertían ya de la desorientación de la edad adulta, las promesas sociales que cumplir a regañadientes, o de lo contrario un murmullo crítico incómodo a la espalda. El tiempo de la vida se abría con toda su amplitud cuando con dieciocho años esperaba la conexión de un tren en Atocha. El tiempo señalado en una esfera de la estación, y yo imaginándolo como un campo sin labrar, uno quieto frente a él, el sol alto en el cielo y mi cuerpo sin sombra, solo y con las herramientas para trabajarlo en el suelo, mientras el mundo dormía en otras ocupaciones, y la carretera hacia ningún lugar era una alternativa pálida, pues los caminos en cualquier lugar del mundo están siempre rodeados de un campo de trabajo o de una factoría, lugares que exigen sacrificio físico, o bien de oficinas con fachadas de acero y cristal, fachadas que reflejan diminutos oficinistas con chaquetas y corbatas que al rato deambularían del cubículo a la máquina de café, y luego a la fotocopiadora para enviar un fax. Sólo en algunos tramos el mundo hacía una excepción, y el paisaje podía transmitir una falsa sensación de libertad, como la región que ahora recorría en coche, con sus viñedos y castillos, pero sabía y sé que son sólo los decorados de una película con final amargo: la película termina y la gente abandona el sueño, y uno regresa a la realidad de la calle, a la vida, en una palabra, con la sensación de que ese mar de dudas existe siempre, esa terrible cuestión que es la existencia, saber cómo llenarla y saber cómo justificarla al trabajador que gira el tractor en la esquina de su parcela, o esa misma parcela transformada en las columnas de datos de una pantalla de ordenador en el oficinista en Bonn, quien esta misma mañana envió al teléfono de su madre un mensaje para saber qué tal estaba, y de forma casí indirecta me lo preguntaba también a mí, cómo te lo estás pasando, Daniel, aquí todo igual en la oficina, lo de siempre, una oficina idéntica a la mía en Madrid, disfruta de los últimos días, Daniel.

A la salida de un pueblo un instructor corría por delante de tres chicas. Todos vestían ropa de deporte y se dirigían a la entrada de un pequeño bosque. De inmediato supe que había encontrado el lugar donde simular estar perdido en mitad de la naturaleza, y caminar en silencio por pistas forestales, escuchando el sonido de los árboles y el viento, atento a los sonidos que inspiraron a filósofos y músicos, tratando de entender por qué Beethoven prefería a un árbol antes que a un hombre. Nada tendría de insólito mi deseo si uno no viniera de vivir once meses en una gran ciudad, Madrid, cruzando a diario una pasarela peatonal sobre ocho carriles de una autopista, soportando el zumbido de miles de motores que ahora seguramente estarían en silencio en algún garaje de la capital, o bien camino de alguna playa del Mediterráneo, o tal vez pasando por debajo de esa misma pasarela que ahora yo, hoy, no cruzaba, pues avanzaba con un coche alquilado camino de cualquier lado, pero recordando en cada intersección la manera de volver a ese lugar donde un instructor corría por delante de tres chicas atléticas, y que me serviría como puerta a mi torpe o tonto experimento con la naturaleza.

Finalmente me detuve en un pueblo llamado Limburg an der Lahn. Lugar turístico y lleno de alemanes, tomé un pastel de zanahoria en una acogedora cafetería. Como si algo en el entorno o dentro de mí se hubiera desplazado, un líquido que sin saber por qué se derrama, el equilibrio de paz del viaje se había perdido, y regresé rápidamente al lugar donde había observado a los corredores. Detuve el coche junto a lo que parecía la pared de entrada de un túnel clausurado, manchada de grafittis, y me adentré por una pista forestal, iluminada por el sol de la tarde. A los lados la vegetación y los árboles se movían por las manos del viento, y también por el sonido de mis pisadas. Nunca perdí la orientación del lugar donde me encontraba, así que en todo momento sabía cómo regresar, pero por un instante, cuando llevaba más de media hora caminando y no me había cruzado con nadie, y cuando al girar y contemplar lo recorrido a mi espalda el bosque se veía de otra manera, sentí algo de miedo. Se escuchaba el ruido infinito de un avión en el cielo. En sus alas parpadeaban lentas dos luces rojas, y me imaginé a algún pasajero observándome diminuto aquí abajo, el trayecto de la mirada hasta un español paseando por un pequeño bosque alemán, y mientras la azafata preguntando más café este pasajero se preguntaría qué demonios hacía en mitad del bosque, solo, yéndose la luz del día, igual que yo también me cuestionaba ahora a dónde se dirigía a él, posiblemente a la cercana Fränkfurt, y para hacer qué en la ciudad. Quería experimentar el silencio de la naturaleza, pero justamente su viaje me lo impedía, como también costaba tanto en Madrid encontrar un refugio de silencio, sin preocupaciones, colgar la mente en un tendedero de tranquilidad. Sonó entonces por primera vez algo que pareció un ruido humano, y a lo lejos contemplé una cesta de mimbre balancearse: alguien buscaba setas. Como si un hechizo se hubiera roto, el juego terminado, decidó regresar al coche, y en una encrucijada de caminos pasaron dos jinetes a caballo: los animales llevaban las cabezas erguidas, como en signo de ostentación. Había tenido por un instante mi experiencia pastoral, pero no sabía muy bien si era lo que había deseado, y más aún, qué era lo que realmente había buscado en ello. Sin duda, la vida un mar de dudas.

Pirineos

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Poner la lavadora, colocar la ropa que no ha sido utilizada en el armario, la maquinilla de afeitar y el cepillo y la pasta de dientes en su lugar habitual. Tirar a la basura los justificantes de algunas compras, guardar en el armario de la cocina las latas de paté y las botellas de vino y las bolsas de plástico. Revisar que en la maleta no queda nada, cerrarla de nuevo y dejarla durmiendo dentro del armario, apoyada en una raqueta de squash. Ninguna carta en el buzón y ningún mensaje en el contestador. Los regalos junto a la puerta de entrada. Todas estas rutinas como coartada al vacío que siente uno al volver de un viaje, un viaje donde lo esencial ha sido parecido a otros anteriores a ese mismo lugar, la compañía y los paisajes casi repetidos, y sin embargo la sensación nueva de haber estado allí como si fuera la primera vez, porque lo que ha sido nuevo no es el lugar sino el tiempo; el tiempo nuevamente hecho dueño bajo mis pies, en paseos suaves por las montañas, el tiempo también propio en la esfera de un reloj deportivo, una circunferencia de reloj completa haciendo footing frente a las montañas nevadas. El paisaje es idéntico y conocido y transmite una familiaridad feliz, como los barrios donde uno vivió de joven y se emborrachó por primera vez y por los que sabría volver de noche a casa con los ojos cerrados; todo es por lo tanto conocido y no quiere uno además que nada cambie, pero es el tiempo el que, como un ventarrón de novedad, dota de singularidad a cualquier gesto, a las ventanas abiertas a un cielo donde se empujan las nubes, a carreteras que van empinándose por valles cada vez más estrechos y solitarios, la ventana que trae la corriente briosa de los ríos, y en su ribera vacas miedosas que se escapan primero al verme y luego se acercan, también ellas de nuevo familiares; la ventana a pueblos donde uno piensa, tal vez con error, que no existe la urgencia, los teléfonos sonando o las tareas siempre pendientes, ventanas a prados donde ovejas con lumbalgia pastan melancólicamente, clavadas en su lugar como el atrezzo de una película que acabó de rodarse hace años. Recorro esos paisajes y siento que están moviéndose dentro de mí, porque no son nuevos y remueven lugares y afectos antiguos, conocidos, y solo el tiempo es ahora nuevo, poderoso, mío.

Con qué rapidez hemos entregado al cuerpo a nuevas rutinas vacacionales, y qué desamparo de las mismas al volver uno a su casa, en la que vive siempre rodeado de sus cosas y que parece ahora de golpe ajena, y contra cuyas paredes se van desvaneciendo todos los proyectos del viaje, los sueños que, alejados de la conmoción física del paisaje pirenaico sobre el que nacieron, uno descubre ahora que seguramente no se cumplirán en Madrid, el territorio de la realidad, y al final de un periodo de tanta belleza y apenas terminado van apareciendo  recuerdos desordenados, como los fotogramas de una película mal montada: los cargos bancarios que evidencian los peajes de por donde uno pasó, bolsas de plástico de pueblos visitados y tiques de la compra en su interior, la ropa que aún guarda el olor del lugar de donde vengo: un olor a madera, a espacio cerrado, sin ventilar. Coloco los regalos junto a la puerta, y sus envoltorios brillantes parecen el tesoro último de un tiempo naufragado. Acerco luego una camisa arrugada hasta la nariz y mi olfato se llena de tristeza: la camisa parece casi convertirse en un inesperado pañuelo. Al rato la lavadora brinca dando vueltas y parece que logra también ir limpiar la mirada de recuerdos: caras de personas que ahora podría reconocer en un interrogatorio policial, pero que poco a poco se irán disolviendo, y habrá un día que ya apenas recuerde un rasgo de esos rostros con los que me he cruzado, y posiblemente si alguien también se fijó en mí el proceso sea parecido. La erosión irá llevándose todo por delante, los rostros y también los sabores de los platos y el olor de la ropa y las pisadas de los senderos. Todo desleído hasta llegar a lo más puro y último: el tiempo futuro, deseado, como un roquedal firme y desde el cual se vuelva a poner en marcha la tramoya de las ovejas y las vacas, y el andamio de los Pirineos se llene de prados y rutas que suben hasta un cielo de nieve y nubes jugando con el sol, y lo vuelva a ver todo otra vez, todo conocido y todo sin embargo nuevo, porque el tiempo estará de nuevo de nuestro lado, a vuestro lado.

Anne Michaels – La cripta de invierno

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Como ya viene siendo un hábito mensual, he publicado en la web http://www.el-buscalibros.com una recomendación literaria, en este caso de una poetisa y novelista canadiense, a cuyas líneas me llevó el buen consejo de Antonio Muñoz Molina. Podéis leer el texto pinchando en la dirección web superior, o bien a continuación:

Como si se tratara de un sirviente, la recomendación literaria solo puede sobrevivir por la aceptación de los demás, o lo que es lo mismo, la lectura multiplicada en otros de lo que uno aconseja. Si la recomendación viene de un escritor lo es por su descubrimiento de un territorio desconocido y original en la mente de otro: ideas, acontecimientos o personajes que el primero hubiera deseado tener. Pero también hay otro factor que determina una recomendación  y que tiene que ver con el oficio literario: un escritor que juega y profundiza en el lenguaje jamás va a recomendar obras que desprecien la lucha que él mismo tiene con las palabras, y así nos encontramos que las obras recomendadas por alguien a quien admiramos suelen contener hallazgos narrativos únicos, personajes desdoblados, ideas en tensión que chocan como callejones sin salida, mezcla de estilos y tonos, juegos intertextuales, en definitiva, herramientas que demuestran que estamos ante un autor que, aunque muchas veces desconocido, y de ahí la importancia de su descubrimiento, se toma en serio su obra y sus lectores disfrutan del desafío.

Estos dos aspectos que son la base de una recomendación los descubro con nitidez en La cripta de invierno (The Winter Vault), novela de la escritora canadiense Anne Michaels  a cuya lectura llego gracias a la recomendación impagable de Antonio Muñoz Molina, escritor que sabe reconocer en Anne Michaels la originalidad de la trama y su despliegue narrativo: admiración por el fondo y admiración por la forma, por decirlo en otras palabras.

La cripta de invierno arranca en las orillas del río Nilo en el año 1964, donde un barco  sirve de residencia a Avery y su mujer, la frágil y soñadora Jean. Debido a la anegación de esa zona por la construcción de la presa de Asuán,  Avery,  un joven ingeniero canadiense, trabaja en el  traslado del templo de Abu Simbel. Con ese imaginativo punto de arranque  Anne Michaels,  demostrando que es también una fantástica poetisa, dibuja con palabras precisas el amor de esta joven pareja, su felicidad pero también sus problemas, un ir y venir de sentimientos que primero se despliegan frente a las efigies de Egipto, entre grúas y bloques suspendidos de piedra rojiza, y luego continúan junto al melancólico cristal de los rascacielos de Toronto. Sus sentimientos son siempre intensos, tanto si viven el amor más puro («if love finds you, there is not a single day to be wasted»: si el amor te encuentra, no hay siquiera un día que perder) como si padecen la desolación más absoluta; pero parece que siempre hay algo en la pareja que  les mantiene juntos, como si se alimentaran de una raíz común,  y el lector queda atrapado en su felicidad y también en sus malas rachas en lecturas sucesivas, concéntricas, también de idas y venidas, con el lápiz siempre en la mano, porque  no es solo la trama aquello que encadena a uno a su lectura, sino la belleza por la forma en que se dicen las cosas. Leída en papel es muy posible que la novela acaba como la mía: líneas subrayadas como la estrías de un mar y un acordeón de post-its de colores que, como flecos, iluminan el rastro de mi lectura.

Pero esa belleza en la forma, las frases elegantes y bien adjetivadas, el estilo profundo, contenido, meticuloso, poético, no se agota como un fuego artificial fugaz, apenas un evocativo juego literario de luces, sino que Anne Michaels plantea en su novela cuestiones filosóficas de gran envergadura; dudas intelectuales  que nos hacen levantar los ojos de la lectura, demorarla y pensar. El traslado del templo es el pretexto para preguntarse por el destierro de sus protagonistas y el lugar al que pertenecemos: ¿es nuestro lugar  aquel donde nacemos, donde nacen nuestros hijos o bien donde morimos? Desterrar a pueblos enteros hacia otros lugares, como obliga la construcción de la presa, ¿significa que esos habitantes se desposeen de sus raíces, de su memoria, incluso de su muerte? (los cementerios de sus antepasados anegados). Y enfatizando sobre la idea de la muerte: ¿es solo a través del amor que el hombre aprende a morir? ¿O cómo puedes odiar todo lo que viene del sitio de donde procedes y sin embargo no odiarte a ti mismo? Preguntas todas ellas de respuesta abierta, que invitan a la reflexión, y que la autora nos presenta magistralmente dentro de la historia, la de dos personajes que se agarran y necesitan y que sufren por estas dudas existenciales.

Y con la conexión gozosa que parece darse por accidente entre las lecturas, recuerdo que en mi última recomendación hablaba de la obra Blanco nocturno de Ricardo Piglia. En ella leíamos que «nos preocupamos del elogio y de los honores en la exacta medida en que no estamos seguros de lo que hemos hecho. Pero aquel que como nosotros está seguro, absolutamente seguro, de haber producido una obra de gran valor, no tiene por qué dar importancia a los honores y se siente indiferente a la gloria mundana». Esa idea tan fuerte y quizás inalcanzable de encontrar la ocupación exacta de los días, la vocación definitiva y la seguridad que ello transmite, como una escafandra contra el miedo, el castigo o el premio, también está en la novela de Anne Michaels a través de la historia de un pintor que, con la vida llegando a su fin, le pide a su nieto que le acerque a un salón de exposiciones donde tiene lugar una retrospectiva de su obra. La salud del pintor es tan frágil que el nieto tiene que ayudarle para que la mano de su abuelo no tiemble y pueda realizar unas pinceladas correctoras sobre los lienzos. Anne Michaels resume este momento feliz de vocación cumplida, de vocación hecha vida, y en su texto lo expresa en las siguientes palabras: «What a blessed life, to live in such a way that our choices will be the same, even on the last day» (bendita vida aquella cuyas decisiones son siempre idénticas, incluso en el último día).

Verano de 1996 en Mondoñedo

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¿Recuerdas

que me desnudaste contra la puerta metálica de tu trastero,

y yo sin saber aún que también acabaría inservible? Soñabas

que a Mondoñedo llegaba el mar, tu cintura de percebes

rodeada, y decías: comer percebes es tocar acordeones marinos.

 

Por la noche salíamos a las fiestas de Foz

y bajo la carpa de baile me mataban tus novios pasados.

Entre centinelas bebía whisky barato y bailaba

con la felicidad de adivinar el final de una ficción.

 

Te besé como un mar de retirada y sobre las casas

aún observo hoy

la brisa que agita la ropa en señal de despedida.

 

¿Por qué te marchas? Me preguntas sin ganas

desde la esquina del alba, sin esperar siquiera

una respuesta, sin esperar de mí, de nadie,

nada.

Blanco nocturno de Ricardo Piglia

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«Nos preocupamos del elogio y de los honores en la exacta medida en que no estamos seguros de lo que hemos hecho. Pero aquel que como nosotros está seguro, absolutamente seguro, de haber producido una obra de gran valor, no tiene por qué dar importancia a los honores y se siente indiferente ante la gloria mundana».

Estas palabras de Ricardo Piglia, escondidas en un pie de página casi al final de Blanco nocturno, bien podían aplicarse al propio autor, quien en esta novela demuestra una admirable solvencia y seguridad en el desarrollo de la trama policíaca, usando para ello herramientas tales como puntos de vista múltiples, recursos intertextuales o saltos temporales, y que hacen de esta novela no solo un goce de lectura sino un manual de buen hacer literario.

Trama que se despliega en un mundo dialéctico: por un lado un pequeño pueblo en la provincia de Buenos Aires, de relaciones asfixiantes, donde todo se sabe y el tiempo está dominado por dinastías familiares de duración geológica, y por otro lado ese mismo lugar visto en la distancia, un lunar en el interior anónimo de una llanura sin límites. Piglia es un maestro en mover nuestra mirada desde la privación visual de una estancia a la inmensa plenitud del campo, a veces gracias a los andares libres de un perro callejero.

En mi colaboración mensual con el blog del Buscalibros he hablado de esta novela, de la que espero disfrutéis tanto como yo. Piglia parece dotado de una facilidad natural hacia la escritura elegante, de frase breve, clara, bien adjetivada, descripciones luminosas de personajes y escenas en las cuales el sentimentalismo aparece siempre como un error, un accidente cuando todos los mecanismos de control han fallado. ¿Y qué es un accidente, se pregunta Piglia? «Una producción malvada del azar, un desvío en la continuidad lineal del tiempo, una intersección inesperada». Que un accidente esperado y bueno sea la lectura de esta novela.

http://www.el-buscalibros.com/2013/02/ricardo-piglia-blanco-nocturno.html

Sábado 27 de agosto de 2011: visita a la casa de Beethoven

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Por la mañana el salón seguía igual de vacío que la noche anterior, salvo un padre y su hijo vestidos de chándal, desayunando en silencio. Había soñado que el hostelero tenía una hija joven. Su hija traía cada noche al hostal a un hombre del pueblo y hacían el amor en alguna de las muchas habitaciones vacías. En el sueño la hija se acostaba con quien fuera no por placer o por amor, sino para ayudar económicamente a su padre, quien por la mañana miraba a un lado pero cobraba la estancia, y servía a la hija y a su acompañante el mismo desayuno que ahora yo tenía delante, y compuesto, como parecía ser la norma en la región, de pan, embutido, queso, mantequilla, mermelada, una cafetera humeante y un zumo.

Pagué la habitación, dejé la maleta en el coche, y con todo el tiempo por delante me dispuse a dar un paseo. Andernach amaneció bajo un cielo bajo de nubes. En la plaza del pueblo había un mercado de frutas y flores, pero chispeaba y los puestos estaban cubiertos de plásticos, privándolo de cualquier atractivo. Paseé por las calles, estrechas y sin apenas actividad, entre casas de fachada blanca y piedra, saltando algunos charcos y protegiéndome del viento frío que venía del Rhin, mientras sonaba en mis oídos las canciones tristes de Nacho Vegas, y que parecían una banda sonora ideal para el lugar y el clima. Las hojas de los árboles se doblaban por las gotas de lluvia, que resplandecían como gotas de mercurio. 

A mi espalda llegó entonces el estruendo metálico de un tren que se detenía en la estación, y pensé en el significado que para la gente del pueblo tendría ese sonido, audible desde cualquier rincón, probablemente repetido a una hora idéntica todos los días, y dotando así de contenido a esa constante sonora: el momento de salir por fin de la cama, donde uno lleva ya un rato despierto, escuchando los ruidos de la casa pero sin ganas de abandonar el abrigo de la sábana y la manta, y regresar al mundo real, la luz del día filtrada por las cicatrices de la persiana. O bien una advertencia de que uno lleva un rato demasiado largo tomando un café y leyendo el periódico, y la señal de que hay obligaciones que atender. Cómo necesitamos de señales acústicas para gobernar y organizar el tiempo: balizas sonoras, despertadores, megáfonos, silbatos, metrónomos, cornetines. El silencio, en contraposición, parece un refugio para una idea vaga de libertad. Silencio era lo que buscaba yo cuando pensé en visitar esta zona rural de Alemania, y desde mi casa en Madrid lo había imaginado en un sendero hacia el interior de un bosque, sin más compañía que mi sombra. Hasta ahora sí había encontrado silencio pero no me había adentrado aún en ninguno de los bosques que, de golpe, se asomaban y luego desaparecían súbitamente en algún lado de la carretera, como si el hombre hubiera marcado con firmeza sus límites.

Entré en una iglesia protestante, en cuyo altar se derramaba la luz débil que accedía desde unos altos ventanales sin adornos, cruzando un cristal ausente de cualquier ornamento. Dejando atrás las murallas de la ciudad me acerqué hasta el río. Una banda joven de músicos tocaba en el hermoso paseo que abría su vista al Rhin, frente a la puerta de un museo dedicado al géiser de la ciudad. Regresé al interior de la misma, y en una calle bulliciosa y peatonal entré en una tienda de discos y compré el Aqualung de Jethro Tull y un recopilatorio doble de música clásica fúnebre, titulado In Memory of, con obras de Chopin, Beethoven, Greig o Rachmaninov, entre otros.

Sin mucho más que hacer volví al coche, y me dirigí hacia Bonn. Fui dejando atrás el campo, el mundo rural y bucólico de una naturaleza ordenada, de montañas suaves vendimiadas y rutas en bicicleta junto a ríos, y me fui aproximando a una gran ciudad, rodeada por cinturones desordenados de polígonos industriales, intersecciones con carreteras cada vez más amplias, ciudades de extrarradio y zonas de servicio y carteles luminosos ofreciendo comida rápida, concesionarios de coches de segunda mano y, como podría suponerse, atascos, como el que me recibió en una gran avenida a la entrada de Bonn, y que me reveló una ciudad horizontal, de avenidas diáfanas, edificios gubernamentales, tranvías y museos.

Aparqué el coche al este del centro de la ciudad, y con el sosiego que da el tiempo libre y la falta de preocupaciones me tomé un café y un pretzel caliente en una panadería cercana. Después crucé un puente largo sobre el Rhin: el río se ensanchaba a la entrada de la ciudad, como queriendo demostrar su importancia. En la barandilla se cerraban candados de colores con las iniciales marcadas, sus llaves lanzadas al agua en el mismo instante que los enamorados se dan un beso, metáfora de eternidad del amor, y flotando ahora esas mismas llaves muy lejos de allí, frenadas tal vez en algún dique en Rotterdam o bien zarandeadas por el oleaje del Mar del Norte.

Me dirigí a la casa natal de Beethoven, un edificio de tres plantas y buhardilla con fachada color salmón, y situada en una bulliciosa calle comercial. Donde hay comercio existe pluralismo, y Beethoven nació y se crío en el centro de una ciudad donde la Revolución Francesa se veía con gran simpatía. La visita a su casa se iniciaba en un pequeño jardín con un busto del compositor. Desde el jardín se accedía a la vivienda. Un grupo de ruidosos turistas chinos abigarraban la escalera de acceso a la planta superior y cada una de las estancias, así que decidí aguardar un rato en el exterior y poder disfrutar con tranquilidad de la visita. Visita que comenzaba con una minúscula habitación donde nació, y después por sucesivas estancias donde las vitrinas exhibían algunos objetos personales, su violín, un mechón de pelo, partituras y abundante correspondencia. Su caligrafía resultaba incomprensible, como si la música o las ideas fueran mucho más rápidas que la escritura de las mismas.

Sentí tristeza al observar las trompetillas de Mälzel con las que inútilmente trató de luchar contra su sordera progresiva, y que dieron lugar a sus famosos Cuadernos de conversaciones. Los años de sordera de Beethoven coincidieron con una época de desbordante creatividad y recordé, con la nariz pegada a la vitrina, la historia de un admirador del compositor que le preguntó el secreto de su música: Beethoven le contestó que él escribía en una hoja de papel pautado la música que tenía pensada en su cabeza, y después pasaba a la habitación contigua y solo entonces tocaba lo compuesto. Para Beethoven iniciar el proceso a través de un cuaderno significaba dejar hablar al alma. La música así compuesta gozaba de una mayor libertad. Qué capacidad para tener interiorizados los sonidos, saber cómo dirigir la emoción en cada instante. Y qué consciencia la suya de ser artista, de ser el «propietario del talento», como satíricamente se nombró frente a su hermano, a quien los temas económicos le iban mucho mejor que al compositor. En uno de sus últimos cuadernos de conversación, cuando alguien le escribe para informarle que uno de sus cuartetos no ha despertado ningún interés, Beethoven escribe: «ya les gustará algún día, ¡yo sé que soy un artista!».

La visita terminaba, cómo no, en la clásica tienda de recuerdos, donde había productos en venta que uno dudosamente los relacionaría con Beethoven, como mermeladas o corbatas. Salí a la calle, sobre cuyos adoquines brillaba el sol, y en mi cabeza sonaba cada nota del piano del concierto para piano número cinco o Emperador, y pensé que yo también podría coger un cuaderno y, sin saber escribir música, garabatear con líneas hacia arriba y abajo el sonido de la obra, y de ahí justamente su inmortalidad: la continuidad de que, en un diario escrito más de doscientos años después de que Beethoven escribiera el suyo, alguien, yo, pero también tantos otros, siguiéramos movidos por la magia romántica de su papel pautado. La certeza de que, si hay algo que decir, incluso aunque ello sea tarea compleja, pues la música es una expresión inefable, con una única vida nunca es suficiente, y los sonidos continúan su movimiento, como las aguas constantes del Rhin hacia el Mar del Norte.

En la calle la gente paseaba o bebía cerveza en las terrazas. Era la tarde del sábado y se respiraba un ambiente festivo. Las tiendas estaban abiertas y a lo lejos sonaba un tranvía. Visité la magnífica catedral católica de San Martín, dando un paseo por el claustro. En una plaza cercana había un mercado al aire libre con puestos donde servían comida y bebida. Pedí una ración de lacón, cortado en el instante de una pata que se mantenía caliente gracias a dos luces halógenas. De beber tomé dos vinos de la región del Mosela, primero uno seco, y luego uno dulce. Aproveché para enviarme una postal a mi propia dirección, pues en la misma plaza estaba un máquina expendedora de sellos y un buzón, a la manera de Shostakóvich, quien se enviaba regularmente cartas a sí mismo para probar cómo estaba funcionando el correo postal. Después dudé un momento si acercarme a visitar los museos que había cruzado en coche a la entrada de la ciudad, pero me apetecía volver al campo, así que regresé al coche y me dirigí hasta Remagen, a unos veinte kilómetros al sureste de Bonn.

Remagen resultó ser una pequeña ciudad en el lado oeste del Rhin, famosa por la historia de los puentes que habían cruzado el río y que, como en Bonn, tenía en este lugar una anchura marítima o de río ruso. En época romana César aguardó tres semanas para poder cruzar el río. Una vez fue construido un puente y cruzadas las tropas, éstas lo destrozaron para evitar incursiones germánicas en el Imperio Romano. En la Segunda Guerra Mundial fueron las tropas americanas, dirigidas por el General Eisenhower, quienes cruzaron el puente de Ludendorff el 7 de marzo de 1945. Hitler, furioso de conceder esta facilidad al enemigo, sentenció a muerte a cinco de sus oficiales. El puente se derrumbó pocos días después. Actualmente no existe ningún puente para cruzar el río en ese lugar, y un pequeño ferry permite cruzar de una orilla a la otra. 

Recordé entonces una divertida anécdota que me contó la tía de mi amiga Alicia. Estando en Francia, a la salida de misa de domingo, se celebraba en el pueblo un aperitivo en recuerdo de las víctimas de la Gran Guerra. Se había instalado una carpa, bajo la cual se apiñaban unas mesas con cervezas y algo de comida. Aparte de la reducida feligresía había acudido, entre otros, el alcalde de la zona. El organizador, quizás inconsciente de lo que en esa celebración se recordaba, e imbuido de un inapropiado espíritu festivo, instaló unos altavoces y puso una música atronadora. Fue imposible para los allí reunidos apenas dirigirse la palabra, recordar los familiares perdidos o alguna triste anécdota del pasado, pues la música de la conga, absolutamente inapropiada, les impedía escucharse, y mientras los presentes se llevaban las manos a los oídos e intentaban hablar unos con los otros acercándose a la oreja del vecino, en un vano intento de ser escuchados, en la carpa la música pedía al público, unidos en un antiguo dolor común, para que se juntaran en filas e hicieran un baile colectivo, el cual, evidentemente, no se produjo.

Por dos euros y cuarenta céntimos el ferry me cruzó al otro lado del río, donde se situaba el pueblo de Linz am Rhein. Nuevamente me deslumbró una arquitectura homogénea, de casas de dos alturas rematadas en tejados panzudos de pizarra, con fachadas de colores claros y vigas de madera vistas. Era un pueblo tan cuidado que parecía estar condenado a que los turistas hicieran fotos a sus calles y fachadas, como si estuviéramos de visita por los decorados de un plató de cine. Se hacía de noche y del río llegaba un viento frío, así que volví al coche y me dirigí hacia Boppard, ciudad situada sesenta kilómetros al sur, y donde iba a dormir.

Llegué muy tarde al hotel L´Europe de Boppard. Oscurecía, la carretera era sinuosa, y me costó encontrar la ubicación del mismo, en el extremo más alejado del pueblo. Me ayudó un joven motorista a encontrar el establecimiento, sobre todo al verme parado en el arcén con el portátil encendido y tecleando en Google Earth mi ubicación. Aparqué el coche y llegué cansado al vestíbulo. En la recepción me atendió un hombre mayor y su mujer, dueños del establecimiento, y que se rieron al advertir de lo barato que me había salido el alojamiento, que además incluía el desayuno en un comedor con vistas al río. El hotel, cercano a Lorelei, databa de 1901 y había sido edificado originalmente como almacén de maderas por Karl Baedeker, famoso editor de guías turísticas en el XIX.

La habitación 308 era un cuartucho estrecho y alargado al final del pasillo: el precio no era tan barato visto el lugar. Desde la ventana se veía el río a oscuras y la silueta de una colina boscosa. Dejé las maletas y cargué la batería del móvil y de la cámara de fotos. Yo también necesitaba algo de energía, así que me tumbé en la cama un buen rato y di cuenta de una caja con moras mientras leía a Anne Michaels. Aún cansado, pero demasiado pronto como para acostarme, decidí dar un paseo por el pueblo, en cuyas calles no había un alma. Un viento frío se colaba desde los callejones que desembocaban en la orilla del río, como las ranuras de una puerta mal cerrada. Un ligero escalofrío cada vez que me cruzaban con alguien por las calles solitarias, apenas iluminadas. Pensaba que seguramente el miedo también ocurría en el lugareño, aunque tal vez la sombra que por un segundo se chocaba con la mía fuera la de un forastero como yo, y entonces por un segundo sus ojos observarían mi pantalón corto, la sudadera y la capucha puesta, en los auriculares una canción de Nacho Vegas y la mirada siempre al suelo, como buscando un objeto perdido.

De nuevo en el hotel, la luz apagada, mi cuerpo tratando de acomodarse a un colchón demasiado blando y estrecho, como estrecha era también la habitación, pensé en la visita a la casa de Beethoven en Bonn, la ciudad donde nació pero en la que nunca fue feliz ni quiso vivir. En su correspondencia Beethoven ponía de manifiesto el temor a que la sordera pusiera fin a su carrera como compositor, por miedo a que esta deficiencia física le impidiera recibir encargos y el tan necesario mecenazgo, y cómo al principio de su proceso de sordera se había apartado de la sociedad, asustado de que alguien, y sobre todo sus enemigos, descubrieran este problema; escribía Beethoven que le resultaba imposible decir a la gente: soy sordo. Y cómo igualmente pasó por su cabeza la idea del suicidio, posibilidad que descartó por su convicción de que era un artista y que por lo tanto tenía algo que demostrar al mundo. En una de sus cartas, Beethoven decía que solamente la virtud y el arte habían logrado que su vida no acabara en suicidio. La virtud, remarcaba, era la única manera de lograr la felicidad. Me acordé de las cartas y pentagramas que había observado protegidos en vitrinas. Esa caligrafía defectuosa, apresurada, que uno suele observar en las recetas de los médicos, pero que en general se atribuye a los genios, el acto físico de la escritura siempre más lento que el flujo de las ideas o de los sonidos. Sonidos que Beethoven no podía escuchar, por más que ocupara inútilmente la primera fila de los teatros. ¿Hubiera sido aún más grande su obra de no haber acabado su vida absolutamente sordo? ¿O tal vez la sordera le condenó a una forzosa soledad, y de ella una forma nueva y prodigiosa para transmitir los sentimientos? En el silencio puro de la habitación 308 advertí, antes de dormirme, que mis oídos zumbaban ligeramente. A Beethoven los acúfenos le desaparecieron en 1816, cuando quedó, definitivamente, sordo.

http://www.youtube.com/watch?v=_3YN7uYLhtQ

Aye

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Dejamos a la espalda la terminal del aeropuerto y el taxi comienza su descenso hacia Santa Cruz de Tenerife. Ha estado lloviendo en los días previos a mi llegada y la vegetación muestra unos colores intensos. El taxi enfila una larga recta de la autopista que parece no tiene otro final que el mar. Petroleros y barcos de carga siestean con calma en el horizonte. El perfil de la isla de las Palmas se difumina entre algunas gasas desgarradas de niebla, como recuerdos marinos de un fumador. Es el océano pero el agua, vista desde el coche, tiene la quietud de una piscina al amanecer, con algunas manchas oscuras junto a la costa, como grandes lunares, y más lejos su caminos arados por estrías simétricas.

Me cuenta el taxista que los puertos marítimos tuvieron generalmente un origen defensivo. El de la bahía de Santa Cruz nació con ese fin, cuando los actos de saqueo y pillaje venían por el mar. Ahora que los ultrajes se concentran tierra adentro por banqueros y políticos, en moquetas y edificios de cristal, ¡de cristal! recalca el conductor, el puerto es un estorbo para quien trata de acercarse al mar, y así que Santa Cruz, como otras ciudades marítimas, sufre de un espanto visual de losetas y rocas de muelle bañando su litoral, una inoportuna barrera entre la ciudad y el mar, definitivamente alejadas.

Tal vez me habla de la ciudad como si fuera un turista que no la conozco: rápidamente ha reconocido que mi acento no es el de aquí pero él no sabe que, mientras me sigue hablando y el coche se detiene en el primer semáforo de entrada a la ciudad, yo ya no le escucho sino que contemplo y me recuerdo en una piscina junto a la autopista, en cuyas aguas aprendí a nadar de pequeño, mis padres nerviosos en la grada, sobrepasando en su hijo un miedo que ninguno de ellos superó; treinta años antes me lancé a la piscina honda que ahora nuevamente observo, y mis pies aleteaban en el agua y no tocaban el embaldosado del fondo, unos segundos infinitos donde todo era nuevo y en la superficie, lejana, inalcanzable, el sol refulgiendo, y mi cuerpo desde el fondo impulsado solo hacia la vida, y al instante siguiente el aplauso de Alexis, mi instructor de pie en el borde de la piscina, y detrás el fondo de chimeneas de la refinería de petroleo, y en la grada la ausencia de mi padre, fumando con angustia en el bar bajo la grada.

Desde la rambla la vista de la montaña a la izquierda encaja con la de mi memoria, y lo hace con la perfección de dos piezas de un puzle: primero las hileras de casas de colores alrededor de la plaza de toros y del dedo de la iglesia, y luego una franja amplia de villas, con más espacio entre las viviendas y la vegetación tropical asomándose vanidosa sobre los muros, y arriba del todo, escondiendo la cima de la montaña, el barrio de los Campitos, moles de pisos y casuchas desorganizadas que, como barcas a punto de caer por una cascada, se asoman con algo de envidia a las vidas de los otros, vidas que tienen que cruzar y observar para llegar al centro de la ciudad. Aunque oculta tras un enjambre de antenas de televisión puedo ubicar la casa de mis abuelos allá arriba, en la frontera entre los grandes chalets y el comienzo de ese barrio alto y humilde cuyas fachadas, a modo de eco, registran todos los ruidos de la ciudad: el tráfico de coches agotados al final de las cuestas, el cacareo angustioso de las gallinas, un claxon, el aullido de los perros, música tropical de las ventanas abiertas y el alarido interminable de las bocinas en el muelle.

Me apeo del taxi y camino hacia el hotel. Un termómetro dice que hacen diecisiete grados. El tiempo es cálido en las avenidas arboladas del parque Sanabria, pero tibio o incluso frío en la sombra de los edificios. Dejó la maleta y de nuevo otro taxi rumbo a la residencia, un viejo Mercedes con matrícula L que sube fatigado, casi al borde del síncope. Observo un segundo un gran nube oscura, acurrucada sobre el horizonte, y camino lento hacia el edificio verde.

Dentro de la residencia no giran las manecillas del reloj. Huele a orines y hay una pesadumbre estática. En una sala amplia, con ventanales mirando al Atlántico, se dispersan ancianos de párpados caídos, que te miran si acaso un instante para volver luego a su inanición; todos tienen la misma quietud que los contenedores marítimos que no observan, una comunidad de volúmenes inertes esperando que algún brazo hidráulico o humano les mueva. La residencia tiene una cualidad funcional: cualquier objeto es esencial y nada es accesorio, salvo tal vez yo, intruso y posiblemente innecesario, mi silueta reflejada en el cristal y al mismo tiempo cruzada por los contenedores que, como fichas de Lego, duermen sobre las losetas del muelle.

Nadie elige el lugar donde muere, y mi abuela lo hace en una habitación con vistas a la piedra de la montaña, en un edificio invertido, pues el tejado es aparcamiento y a la vez puerta de acceso. A la planta menos dos se llega a través de un ascensor con llave: es el único nivel del edificio con seguridad. No sé si el mundo real que cierra esa llave es el que dejo atrás, el conocido y a ratos lleno de vida, o el nuevo en el que ahora me adentro, ese mundo práctico sin fruslerías, cuando a mi abuela le gustaba tanto rodearse de personas y de cosas, una abundancia desordenada de afectos, de comidas familiares, de tardes en el sofá. Pero ahora todo ella es silencio sin luz y solo las palabras de algún otro enfermo de pasillo, tan débiles que apenas pronunciadas caen sin peso sobre las baldosas, palabras que nadie escucha y desaparecen, solo esas palabras y el sonido del carrito de la merienda, una puerta que se abre y una luz de tristeza que parece arrastrarse por el pasillo, adelgazándose en diagonal hacia el ascensor, una luz que busca también escapar.

Ella es una miniatura bajos las sábanas. Su boca está abierta en un gesto que transmite dolor; los ojos parecen vibrar bajo los párpados, acorralados por el tiempo que se esfuma. El pelo un puñado de hilos blancos, sin más gobierno que el cariño ajeno que los arracima (los dedos de mi hermana o de mi madre un rato antes) . Qué pensará en estos momentos, tan calladita, toda ella suprimida. Qué fue lo último que me dijo, en lo alto de la escalera del chalet agitando el brazo, mi piel aún húmeda de un beso interminable, su brazo en vaivén cuando ya he doblado en coche la curva y he dejado de verla, y luego mi conducción triste que me ha llevado a tantos lugares que ella no verá ya, y yo ahora mismo junto a ese brazo quieto, como un mecanismo roto. Y qué misterio también el mío, saber lo que pienso junto a alguien que no es ella aunque se parezca, y en la memoria rebuscando el ser del pasado, el que era ella con energía y plena en otro tiempo, la persona que sostenía a su alrededor tantos afectos y deseos y que ahora no reconozco, y tengo que mirarme hacia dentro para encontrarla donde ahora es ausencia, y reconocer la impostura de un frangollo que ceno de postre en la Laguna pero sabe mucho peor que el suyo, la mentira también de un jardín que ocupa el mismo lugar que ella vivió, y ahora sin embargo asilvestrado, rodeado por la odiosa permanencia de los objetos, la maceta y la manguera y los bancos donde se sentaba; hurgarme, recordarla, y advertir la desprotección diaria de no escuchar ya sus consejos, su puesto de vigilancia vacío en la azotea, las baldosas doradas de sol sin sombra, donde ya no está ella y ya no está su brazo, siempre su brazo, agitado desde lo alto hacia la panza de un avión que va rumbo a la Península, el brazo agitado y la otra mano haciendo de visera y buscando nuestros ojos en la hilera de luces del avión.

De nuevo en la recepción la puerta se cierra mi espalda y el tiempo se actualiza: la noche se ha tumbado sobre los Campitos, sobre la ladera que baja casi hasta el mar, sobre los contenedores perezosos. He querido escribir mar y el subconsciente ha tecleado amor. Mientras espero al taxi me acodo en la barandilla y miro al perfil de grúas y ganchos ciegos en la distancia. El taxi viene y circula a velocidad humana, como en señal de duelo anticipado, y aprovecho para observar las fachadas de las casas con la seguridad de que será la última que las vea antes de que la vida de mi abuela acabe. En mi memoria ella será siempre esa persona en lo alto de la escalera, un tránsito de saludos y despedidas, una puerta de embarque que uno cruza y donde escucha a su espalda el último consejo, y ahora que embarco en el aeropuerto de los Rodeos rumbo a Madrid y no hay nadie a mi espalda recuerdo su silencio bajo las sábanas; siempre la echaré de menos, su brazo estático hoy y mañana y el resto de mi vida, su brazo como un código completo de consejos que descubro ahora que los necesito.

Diálogos

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Si Platón viviera posiblemente no leería este blog. Ni este blog ni ningún otro, pues desconfiaba de los discursos escritos, privados de la interlocución, la tolerancia y reflexión ante la opinión ajena. Para Platón el diálogo era el medio para llegar a la verdad. Y diálogo parece que no ha faltado en los medios de comunicación ante la polémica del premio Jerusalem para Antonio Muñoz Molina, el primer escritor español que lo recibe en la historia del galardón; pero todo ese diálogo a raíz de la noticia no ha servido para llegar a las inspiradoras aguas de la fuente de las ninfas, sino más bien para que unos y otros tecleen con rabia acusaciones y desprecios, disparos a quemarropa camuflados de tolerancia y verdad y que, apenas escritos, se desvanecen en humo.

Si algo se aprende con el paso del tiempo es que nadie es totalmente inocente ni nadie totalmente culpable, y este axioma se puede aplicar a tantísimas situaciones problemáticas (en la familia, trabajo, en una relación que se acaba, en un país dividido) que al final uno cae sin quererlo en el foso del relativismo moral, un lugar humanamente inhabitable pues a todo parece que se le encuentra justificación, las bombas merecidas como un castigo del cielo, la privación intencionada de los derechos humanos, la ocupación y división de territorios y ciudades y barrios, grifos de donde no sale agua por una decisión política, y detrás de cada privación la orden de un mando superior y omnipotente frente al que no cabe discusión, réplica o, siguiendo a Platón, diálogo.

Esa cadena de órdenes que lleva a un relativismo donde se diluye todo entendimiento fue puesto de relieve en el famoso experimento Pilgrim: un profesor debía aplicar descargas eléctricas de voltaje creciente cada vez que el alumno errara en la respuesta de las preguntas a las que le iba a ir sometiendo. Acierto, nueva pregunta. Error, descarga. El director del experimento apremiaba al profesor para que éste no parara de hacer al alumno las preguntas y, en su caso, aplicar las descarga, sin saber que el alumno no era sino un actor que fingía sufrimiento, aullando y gritando y golpeando el vidrio sometido a descargas que, afortunadamente, no tenían lugar. Del experimento se extrajeron unos resultados inquietantes: casi tres de cada cuatro profesores administraron el voltaje máximo a los supuestos alumnos, y solo uno de cada cuatro tuvo el coraje de levantarse y decir al director del experimento que lo parara: el resto siguieron el imperativo del investigador.

De Pilgrim se deduce que a veces en nuestra toma de decisiones influye ese director de experimento instigador, en forma de hombrecillo que habita en nosotros y que, como en un acceso de fiebre, nos domina el pensamiento, lo estrangula y nos hace escupir al resto en forma de monólogo iracundo. El anonimato tantas veces cobarde de las redes sociales, la urgencia de la notoriedad y la contundencia de un dato escrito y que no puede ser contrastado son expresiones de esa rabia interior, una rabia que se vuelca sobre el teclado también en forma de descargas crecientes, y muchas veces se proyectan hacia el resto opiniones peyorativas donde no cabe el diálogo platónico, descargas que parecen buscar respuestas igualmente abruptas, como una sucesión de imágenes atroces que a veces se cruzan en la cabeza durante los sueños. Existe una llanura infinita donde se puede debatir entre los abismos de la categorización y el relativismo moral, pero algunos desprecian ese ágora y prefieren asaltarte con su ego por los desfiladeros.

Uno lee con preocupación las palabras del escritor británico Ian McEwan, galardonado con el mismo premio en el año 2011: «diría como regla general que, cuando la política ha invadido cualquier lugar de nuestra existencia, algo ha ido realmente mal». La mala gestión política no solo nubla el horizonte de expectativas de toda una población, sino que multiplica esos hombrecillos enrabietados que, muchas veces de forma justificada, escupen su malestar contra cualquier tema que se les cruce, sea el premio Jerusalem a Muñoz Molina, el último caso de corrupción en España o un gol en posición dudosa. Qué importante dotar entonces a ese otro gran experimento que es la vida de herramientas para el diálogo, mesas de debate que hagan innecesario el insulto, la manifestación o la condena. Refutar con éxito una injusticia, aparte de ser algo muchas veces milagroso, tiene una recompensa breve, pues el daño se produjo y existirá para siempre: el hombrecillo actuó y  la existencia ya está contaminada, tal y como señala el escritor británico. Todos tenemos episodios donde desearíamos descargar esa corriente eléctrica hacia el entorno que no nos satisface, pero debemos recordar que nuestro entorno son personas reales y no actores, personas que están dotadas de esa misma capacidad de daño y que posiblemente arrastran un sufrimiento o malestar parecidos al nuestro. Unos y otros debemos bajar antes de que todo ocurra a la plaza pública y hablar hasta el agotamiento.

El diálogo siempre debe conducirnos al discurso de los sabios que buscaban Sócrates y Fedro: leamos, hablemos, adquiramos datos, incluso cuando unos con otros se disocien como contrarios, y con toda esa especulación del conocimiento busquemos siempre nuestra propia riqueza. Formarse una opinión única sobre las cosas es tan peligroso como el relativismo moral del todo vale, del que cumple órdenes sin cuestionarlas, de la inocente pero nociva desinformación. Decía Savater que aquel que se vanagloria de pensar igual de joven que de adulto revela que posiblemente no ha pensado nunca, ni de joven ni de adulto. De ahí la importancia del conocimiento como arma contras las verdades generales, pero también el vaivén de ese conocimiento en forma de diálogos, incluso aunque le hagan llegar a uno a opiniones opuestas: lejos de ser incoherencias muestran una frescura intelectual, espontánea, frescura como la de esas fuentes imaginarias de agua de las ninfas.

E incluso aunque crea uno alcanzar merecidas cimas del saber, cumbres firmes y sólidas desde las cuales el horizonte es un lugar ordenado, hay que recordar siempre las palabras de Karl R. Popper, para quien el rasgo que definía la teorización científica era su refutabilidad, es decir, la búsqueda de datos o argumentos que permitieran demostrar la falsedad de un argumento. Para alcanzar esa cima didáctica sin olvidar nunca su naturaleza transitoria evitemos el insulto, la generalización grosera, el radicalismo: abramos la mente y escuchemos la dialéctica de todos los sonidos de la llanura, sus flujos de razonamiento y emoción.

Mientras reviso y termino de escribir estas líneas concluye también el concierto de piano número 23 de Mozart, un tren de pentagramas que se acerca ya a la doble barra final, y pienso que la buena música tiene también el beneficio de un diálogo puro, un tiempo que trasciende el humano y en donde no existen descargas eléctricas ni almas contaminadas: un lugar de tiempo en el cual las almas, como hilos de guirnaldas (de Mozart a la orquesta y de la orquesta, a través de youtube, hasta mi casa), dialogan, ríen, se ponen tristes, saltan juntas bajo una catenaria de corcheas, cantan.

La voz de Cristina Peri Rossi

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La edición de las obras completas de un autor transmite una solemnidad de monumento funerario: el impacto global y último de un autor que no podrá escribir más, salvo que alguien remueva y encuentre algo inédito en los márgenes de un cuaderno, en la confusión de una estantería o de un cajón revuelto. El elevado precio que demandan estos libros suele ser un peaje a su lectura, especialmente para neófitos del autor, primerizos que tiemblan al ver el precio en la solapa, pues se da además el hecho de que los lectores de poesía nunca tienen mucho dinero; suelen ser entonces lectores que ya conocen bien al autor quienes no dudan en lanzarse a estas obras inmensas, lectores veteranos que habitarán en sus páginas durante un largo espacio de sus vidas, si no toda ella, buscando la culminación que son en sí mismo esos libros, pero también lectores que sufrirán para superar prefacios muchas veces farragosos, barricadas de citas, asteriscos y pies de página levantados por intelectuales que uno supone admiran la obra que les sigue, pero cuyo culto (¡como tantos cultos!) parece lograr el efecto contrario: el desánimo a su lectura.

Por todo ello está bien elegido el título de Poesía reunida para el macizo de versos de Cristina Peri Rossi: porque aunque está todo lo escrito por ella hasta su publicación (salvo Las musas inquietantes) y debería ser por lo tanto una poesía completa, ni ella está muerta, y por lo tanto no está aún todo dicho, y porque además el prólogo de la autora que abre el volumen, lejos de ser un incordio, anticipa con su profunda sencillez el placer futuro de la lectura. Y es la propia autora quien destaca, tal vez sorprendida ella misma, la unidad que el lector encontrará en los poemas, y así que el lector admira al comprobar que en versos jóvenes latiera ya la semilla de un plan predeterminado, un plan que se iría desarrollando a lo largo de distintas décadas y ciudades, Uruguay, Barcelona, Berlín, formando su obra una unidad por encima de los distintos temas y tonos. Además uno goza la lectura con la satisfacción de una clandestinidad ya superada, pues el volumen contiene versos prohibidos en la dictadura uruguaya, que trató sin éxito de ocultar su voz que fue luego voz en el exilio, pero que sin embargo destruyó con eficacia la biblioteca de su tío, donde Peri Rossi leyó absolutamente todo lo imprescindible (Homero, Garcilaso, Neruda, Safo de Lesbos, Baudelaire, Salinas, Ayala, María Zambrano) para abrir luego la ventana y soltar sus propios versos.

En la página web de recomendaciones literarias en la que mensualmente colaboro he escrito un artículo breve sobre Cristina Peri Rossi; podéis encontrarlo en el siguiente enlace: http://www.el-buscalibros.com/2013/01/cristina-peri-rossi-poesia-reunida.html, y os ánimo cómo no a su lectura. Aquí os dejo con un magnífico poema sobre el exilio:

Sueñan con volver a un país que ya no existe
y que no reconocerán más que en los mapas
de la memoria
mapas que confeccionan cada noche
en la niebla de los sueños
y que recorren en naves blancas
perpetuamente en movimiento.

Regresan todos los días en el vuelo
de pájaros que se pierden
del cielo de sus ojos
o regresan en caballos alados,
de crines como llamas.

Si volvieran no reconocerían el lugar
la calle, la casa
dudarían en las esquinas
creerían estar en otro lado.

Pero vuelven cada noche
en las naves blancas de los sueños
con rumbo seguro.

El silencio de Robert Adams

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El Museo Reina Sofía de Madrid acoge la primera retrospectiva europea de Robert Adams, el gran fotógrafo del Lejano Oeste. Robert Adams nació en Nueva Yersey en 1937, pero a los quince años se trasladó con su familia a Colorado, sin saber que sus ojos aún jóvenes están observando ya su medio de vida: la mirada enfocando praderas tristes, un atlas aplastado bajo horizontes eternos, pueblos en la lejanía que son apenas lombrices, y en lo alto un cielo inmenso y luminoso donde parece que va a surgir la imagen de Dios de un momento a otro, un cielo amplio, único, que gobierna sobre regiones extensas, un cielo que podría ser visto desde tantos lugares y por tantas personas y sin embargo nadie lo contempla, pues nadie parece vivir allí sino la llanura, únicamente la llanura; pero también los ojos jóvenes formando ya una mirada crítica a la intervención humana sobre esos horizontes, complejos residenciales o comerciales que los destruyen y empobrecen, lenguas de asfalto y estaciones de servicio y esqueletos de naves industriales, la funeraria de negocios que nunca tuvieron lugar o bien que se evaporaron igual de rápido que como llegaron, una diáspora de comerciantes y a su espalda montañas de metales retorcidos.

Muchas fotos en blanco y negro de esos paisajes de Colorado están reveladas en un formato pequeño y casi cuadrado, y por un segundo pienso que tal elección parece contradecir lo fotografiado. Como si Richard Adams no necesitara siquiera el recurrir a la imagen apaisada para hacernos saber que ese horizontal infinito no se acaba nunca, que sigue a un lado y a otro de donde termina la imagen, conectándola incluso con las demás que se muestran en la exposición. Comprendo más tarde que la brevedad de los márgenes intensifica el desasosiego de saber que, más allá de donde acaba la vista, sigue, multiplicada, la misma desolación: la misma carretera rectilínea, el mismo campo árido que por momentos me recuerda a Castilla, con sus torrenteras secas como heridas en la tierra, los mismos postes eléctricos dibujando sobre el paisaje grandes porterías de fútbol, porterías idénticas donde nunca ha jugado ni jugará nadie, las mismas hileras de casas individuales donde uno solo imagina familias robóticas y mortecinamente homogéneas.

La exposición se divide en veintidós series repartidas en diez salas, y hay un proceso de alivio mientras avanzo por las mismas y dejo atrás la primera, aquella donde se exhiben los paisajes rurales de Colorado, con sus llanuras que emocionan pero que al mismo tiempo desasosiegan: el amor de la cámara se contamina de un mundo donde faltan humanidad y esperanza. Encuentro menos interés en las últimas series, fotografías del mundo vegetal o de aves marinas junto al océano, así que regreso a la primera sala, vuelvo a acercar la mirada a las fotografías allí expuestas  y apunto por último en el móvil la siguiente cita:

 “We tend to define the plains by what is absent, checking maps to find how far we have to drive before we get to something, -to mountains in the West or cities in the East-. What, after all, are we to make of wheat fields, one-horse towns, and sky?

 Mystery in this landscape is a certainty, an eloquent one. There is everywhere silence – a silence in thunder, in wind, in the call of doves, even a silence in the closing of a pick up door. If you are crossing the plains, leave the interstate and find a back road on which to walk: listen”.

 (Tendemos a considerar las llanuras por lo que en ellas falta, y consultamos los mapas para saber lo lejos que estamos en coche hasta que lleguemos a algún lugar: las montañas al oeste o ciudades al este. Después de todo, ¿qué hacemos entre campos de trigo, pueblos derruidos y sobre nosotros el cielo?

En este paisaje el misterio es una certidumbre, una certidumbre elocuente. Todo es silencio: el silencio de un trueno, del viento, de la llamada de las palomas, incluso el silencio de la puerta de un todoterreno cerrándose. Si cruzas la llanura, deja la nacional y busca una carretera secundaria donde caminar: escucha).

Termino la exposición y me acerco a la terraza abierta en la tercera planta del edificio. Desde la misma el museo borra sus muros, los hace cristal, y con la vista ahora ampliada Madrid es una constante de tejados de pueblo, de terrazas y azoteas erizadas con antenas de televisión, y asoman también inesperadas algunas cúpulas; me cuesta un segundo reconocer la iglesia que abajo las sostiene, y pienso en mujeres reclinadas que ahora mismo rezan bajo la luz que entra por sus ventanas, la misma luz que yo ahora observo cruzando la terraza del edificio Sabatini, y todo ese entramado constante de tejas y antenas y cúpulas que me rodea transmite una imagen extraña de Madrid, la de una ciudad pequeña, antigua y beata, tan diferente de la amplitud pagana que se respira en las fotografías de Robert Adams.

Robert Adams: The Place We Live. A Retrospective Selection of Photograps, puede visitarse en el Museo Reina Sofía de Madrid hasta el 20 de mayo de 2013. El horario de lunes a sábado es de 10am a 9pm, y los domingos de 10am a 7pm. http://www.museoreinasofia.es

Viernes 26 de agosto de 2011: el circuito de Nürburgring

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Tras pasar mi última noche en Schalkenmehren, y después de desayunar unos huevos revueltos y café, pagué la habitación y salí hacia el circuito de Nürburgring, tal y como me había recomendado el camarero, y que está apenas a 20 kilómetros en dirección norte. Al salir del aparcamiento me tropecé con dos chicas alemanas senderistas que habían llegado la noche anterior; les ofrecí que subieran al coche, pues la cuesta hasta donde comienza el camino es de aúpa. No podían tener miedo de mi presencia: estaba afeitado, recién duchado, y me habían visto desayunando civilizadamente en el hotel. Sin embargo no entendían una palabra de inglés, rieron nerviosas y salieron asustadas.

Me pregunté por qué ese nivel pobre de inglés en gente joven. Diría que es una cuestión pedagógica si no fuera porque he conocido alemanes con anterioridad que hablan inglés maravillosamente, mucho mejor sin duda que el mío. Puede entonces que, como me había dicho el hostelero de Cochem, esa zona apenas recibiera turismo sino de alemanes, y entonces no fuera necesario el esfuerzo por hablar otras lenguas: alemán para los alemanes. Finalmente cabía la descabellada opción, y suelen ser las acertadas, que ya habían sufrido lo suficiente para entender y hablar su idioma materno, y que por lo tanto no les vinieran con segundas lenguas. A la vista de los textos en alemán, la longitud galesa de los topónimos y sus balbuceos en inglés, comprendería este último razonamiento.

 
El circuito de Nürburgring realmente lo forman dos: uno corto y moderno, donde se celebran los campeonatos de Fórmula Uno, de unos cinco kilómetros de longitud, y otro más antiguo y largo, de unos dieciocho, y en el cual sufrió Niki Lauda un trágico accidente. Ambos están conectados. Lo inusualmente largo del trazado original permite que en el mismo se celebren carreras de resistencia, tanto para el piloto como para los abnegados espectadores. Las instalaciones, gradas, boxes, se posan sobre las lomas de las montañas de Eifel, un lugar bucólico, de árboles frondosos y verdes praderas. Siempre que se celebra aquí el campeonato de Fórmula Uno compruebo que para la victoria resulta más decisiva la elección de neumáticos según el estado de la pista (seca o lluvia) que la propia habilidad del piloto, la cual además se presupone. Ello es así pues el cielo en esta zona se divierte cambiando de registro a cada rato. Ahora un poco de sol y arde el asfalto. Ahora una ración de nubes cargadas de agua. Yo mismo pude comprobarlo: cuando aparqué frente a la tribuna, arreciaba la lluvia. Durante la visita, salió el sol. Y al regresar al coche, me calé de nuevo.

Saqué una entrada para hacer la visita completa, que era en inglés y guiada. El guía era un alemán joven, piloto de competición en categorías inferiores, y que calzaba una gorra con la visera raspándole las pestañas. Le pregunté qué razón hubo para elegir un espacio natural tan hermoso y alterarlo, levantando allí un circuito, llenando la zona de ruido, graderíos como esqueletos metálicos, olor a neumático y a gasolina. Sencillamente, me respondió sin mirarme, porque a principios del siglo XX, y a raíz del cierre de una mina, toda la región empobreció. Así que la construcción del circuito fue la salvación económica. Esta juiciosa explicación me hizo recordar unas líneas del libro que precisamente tenía entre manos. Cuenta la autora Anne Michaels que en la reconstrucción de Varsovia tras el final de la Segunda Guerra Mundial, pues no quedó piedra sobre piedra, y dado que apenas había maquinaria para desplazar los escombros, las ruinas fueron trasladadas por cadenas humanas, una mano y otra mano, un brazo y otro brazo, engranajes de extremidades débiles tras el fin de la contienda. Los supervivientes desplazaron la ciudad hecha añicos hacia lugares más lejanos, que luego fueron cubiertos con césped y formando montículos artificiales. A colación de este dato, Jean, protagonista del libro, y siempre exhibiendo su lado más poético, añadía que en Londres, tras los bombardeos, adelfas y otras hierbas hicieron raíz entre las ruinas. Fue interrumpida por Lucjan, su pareja, y que había vivido en Varsovia tanto el derrumbe como reconstrucción. Lucjan atajó pues con sequedad a Jean, diciéndole que olvidara esa tontuna romántica, y que tratara de ser práctica. ¿Cómo se reconstruye una ciudad, Jean?, la preguntó Lucjan. Muy sencillo, dijo el propio Lucjan, contestándose a sí mismo: tan pronto alguien utiliza esa adelfa y abre una tienda. En definitiva, Jean, una ciudad se levanta por el comercio, que es justamente la razón que la vio nacer. Según Lucjan se pueden tener cuantas adelfas quieras, campos infinitos de adelfas, pero al final alguien debe abrir una tienda, colocar las flores más bonitas detrás de un escaparate, y venderlas. Así se levanta de nuevo una ciudad. Así resucita un lugar. Y con la maravillosa coincidencia que a veces se da entre las buenas lecturas y la vida, en Nürburgring ocurrió algo parecido: la pobreza sobrevino entre lomas de hierba y altísimos pinos. Alguien tuvo que talarlos, hundirlos bajo cemento, y así lograr que la región se revitalizara.

La visita al circuito duró tres horas. Incluía la visita a los antiguos paddocks, el pit lane, la sala de prensa, en donde los tres primeros clasificados de cada carrera atienden a los periodistas, una amplia terraza junto a la línea de meta, desde donde se divisa la recta principal y diversas curvas entre los claros del bosque, el pódium, y finalmente un museo con la historia del circuito y de la Fórmula Uno. Aparte de la atmósfera variable, con fragmentos de sol y golpes de lluvia, nos acompañó en la visita una incesante nube de amigables abejas, que no paraban de aterrizar entre los pelos de mis brazos. Bien exprimidas, podían también dedicarse en la región a la producción de miel.

Tras acabar la visita regresé algo cansado al coche, y circulé por carreteras comarcales de asfalto abrupto y sin apenas tráfico. Me detuve en un pueblo cuyo nombre no recuerdo, junto a una ermita que resultó estar cerrada. A su lado se encontraba otro hermosísimo cementerio. Una cancela oxidada me abrió el paso y su crujido asustó a unos pajarillos escondidos en los cipreses. Caminé entre las tumbas mientras el cielo se cerraba súbitamente: una cortina gris que casi se tocaba con las manos presagiaba tormenta. Todas las lápidas se orientaban hacia la ermita, como buscando en su contemplación un alivio. Pensé los muchos cementerios que había visitado en mis viajes: cementerios en Londres, en la zona de Gales, en Praga, en Francia, sobre todo cerca de los Pirineos, en Túnez. Y sin embargo nunca en Madrid, salvo cuando murió mi abuelo y apareció en el cielo una pequeña columna de humo, como deletérea, y luego nos fuimos pronto a casa, tratando de dar la espalda a un hecho, mirando con disimulo y nervios el móvil, buscando paz en un gesto de cotidianidad, pensando que tal vez alejándonos podríamos olvidar esa mancha gris o bien que el humo no había tenido lugar sino en nuestra imaginación, cuando sin embargo la muerte de mi abuelo iba a estar ahí toda la vida, hoy, mañana y siempre. Y tal vez solo visitaba cementerios en el extranjero, de turismo, por un sentimiento joven e inmaduro que me hace ver la muerte como algo exótico, lejano, que sólo ocurre a los demás, y por ello el placer extraño de leer en lápidas nombres extranjeros impronunciables, la aritmética fúnebre de calcular sus edades, distinguir familias cuyos miembros descansan cercanos los unos de los otros, todos ellos fallecidos en lugares aportados de donde habito, y por lo tanto lejos de donde supongo que algún día también a mí la vida me dará el alto, pero que allí, en un camino de gravilla a casi dos mil kilómetros de distancia de Madrid, queda lejos, más lejano tal vez por el lugar que por el tiempo, y recorrí así esos pasillos de tumbas con las manos a la espalda, reconfortado en ese pensamiento erróneo: creer que la muerte allí pertenece a los niños cuyo columpio oigo tras la tapia, al abuelo que aunque mayor poda enérgico un seto. Dejé el cementerio a mi espalda sintiéndome más joven, aliviado, lleno de vida. Aunque mi paseo por el cementerio había sido apacible, disfruté doblemente en cada pisada que me alejaba, pues la muerte era un suceso inverosímil, tan hipotético como que yo acabara entre esas lápidas todavía cercanas, a mi espalda.

Dando una pequeña vuelta por el pueblo me sorprendió la lluvia. Tenía además hambre y cerca de la ermita había un bar abierto, así que entré allí antes de calarme. Se cerró la puerta a mi espalda y con ella también la luz menguante de la tarde, y me encontré en una taberna sombría, con la barra a mi izquierda, en la que bebían dos hombres en taburete, dándome la espalda, y un camarero enjunto de mediana edad, de mirada intensa, y que limpiaba distraídamente la cafetera, pues hablaba al tiempo con los clientes. Le pregunté si podía comer algo, miró el reloj, señaló un salón gigantesco que se abría en la pared del fondo, y donde se vislumbraban sillas y mesas vacías, y finalmente me dijo: la cocina está cerrada. Una cerveza entonces, le respondí, y me acomodé en la barra, a una distancia equidistante de los otros dos lugareños, que charlaban con el dueño en voz baja, a intervalos, cortando a veces el silencio con alguna carcajada, y luego de nuevo el silencio. Sobre la barra se extendían pequeñas toallas con marcas de cerveza y un menú de plástico ofreciendo pizzas precongeladas. Una hilera de taburetes ahora innecesarios me separaba de un alemán obeso que bebía cerveza con todo el tiempo del mundo por delante, sin la ansiedad de un móvil que no para de sonar o un parquímetro midiendo en la calle el tiempo de cada sorbo. Pensé en Madrid y eché de menos contar con un bar de referencia en mi ciudad, un espacio al que acudir regularmente, y que su dueño me sirviera un café a mi gusto o una cerveza sin yo apenas pronunciar palabra; la envidia por no contar con un búnker sin cobertura ni relojes en la pared, como un casino, pero donde fuera el silencio lo que está en juego. Un lugar algo tétrico y solitario, sin el sonido de una tragaperras ni la televisión encendida y en la radio una voz gritando que el Madrid ganó. Tiempo fuera del tiempo, el puro placer de un café, servido en una mesa cerca de una ventana que diera a una calle tranquila, para que el sol llenara el espíritu, pero otras veces las manos sobre la cerámica caliente de una taza de café, sentado en una silla al fondo del lugar, tal y como ahora me encuentro, ajeno a lo que en la calle ocurra: exento de obligaciones, un momento de puro vacío, un encuentro privado con esa bebida humeante o con una cerveza bien fría, el placer de que el tiempo sea un presente vacío, y donde el silencio sea un valor, y además esté protegido.

En la calle cruzó entonces un coche, se detuvo la conversación como si se tratara de un hecho excepcional, y mis ojos siguieron los de los otros hasta un BMW azul que vimos cruzar por las ventanas del bar, y en las cuales unas cortinas aislaban aún más la luz del exterior. Pedí una segunda cerveza en el tiempo en que apenas habían bebido la mitad de su vaso mis otros compañeros de barra. Uno de ellos se removió en la banqueta. Creí que se marchaba, pero simplemente sacó un paquete de tabaco rojo y encendió un cigarrillo: en esta zona de Alemania seguía estando permitido fumar en espacios públicos. Seguramente porque ese lugar tenía la cualidad de un salón familiar, y entonces el fumar era un gesto doméstico, como estar en pijama o esconder la mano bajo el pantalón. El camarero limpió cuidadosamente el vaso, y sirvió con lentitud la cerveza, primero hasta la mitad, y al rato un golpe de grifo que dejó un cuello de espuma ancho que me obligó a beber lentamente y limpiarme los labios.

La caja registradora dormía junto a la cafetera: costaba imaginar que de su recaudación pudiera vivir alguien. Le pregunté al camarero, por vana curiosidad, si se acercaba mucha gente por allí, y me sonrió. No, respondió, por este lugar no viene mucha gente, pero tampoco es necesario. Estamos muy bien así, concluyó. Hablaba un inglés simple, pero que despojaba a sus argumentos de cualquier retórica hueca. Pagué las dos cervezas y volví a la calle, donde repentinamente el sol brillaba sobre el asfalto. Nadie a ningún lado en aquel pueblo tranquilo, y los rayos de luz sobre las fachadas blancas, sobre la ermita al fondo de la calle, la sombra de las lápidas contra las flores puestas por quienes cuidan y aman o recuerdan a sus muertos, el sol secando las gotas de lluvia caídas en el coche con el que ya me alejo del lugar, y donde pienso que efectivamente el camarero tiene razón, su taberna y el pueblo están muy bien así.

Me diriguí entonces hacia Andernach, ciudad situada a orillas del Rhin y en la parte oriental de la cadena de volcanes que había visitado el día anterior. De camino paré en un supermercado de la cadena Hit para comprar algo de pan y queso. Había grupos de jóvenes cargando botellas de alcohol. Era viernes y se acercaba la noche. A la salida del supermercado me tropecé inesperadamente con un atasco de coches, oficinistas cansados que comenzaban sus dos días de descanso, y también familias que salían cargadas de bolsas de la misma área comercial que yo. Fue un golpe de realidad, un recuerdo vívido de como es la vida exactamente en Madrid un viernes también por la tarde, adolescentes comprando alcohol para luego ir a beberlo en algún parque cercano, celebrando la vida llevándosela por delante, como dijo Gil de Biedma, también padres trayendo a sus hijos del cumpleaños de algún amigo del colegio, y esa sensación de felicidad infinita que se tiene los viernes por la tarde, las oficinas cerradas y el fin de semana una celebración de posibilidades.

Cuando aparqué el coche en una calle húmeda de Andernach era de noche. El hotel Gaststätte era un edificio de dos plantas, de fachada color salmón, y un amplio salón comedor donde un hombre miraba la televisión y un niño pequeño coloreaba un libro. Seguí al dueño hasta mi habitación, primero tras una escalera empinada y luego por un pasillo breve. Me tendió la llave, y tuve la impresión de ser el único huésped esa noche. La habitación resultó ser un cuarto estrecho con las paredes de color crema, un baño junto a la puerta y la ventana abierta a un patio donde observé una hilera con seis cubos de basura de tapa azul. Dejé la maleta, me duché, y salí rápidamente a cenar, pues ya era tarde.

En el vestíbulo me tropecé nuevamente con el dueño, quien me tendió un mapa turístico de Andernach con un gesto de disculpa, como si hubiera llegado por error o fatiga a pasar la noche en un pueblo sin interés, simplemente para descansar en medio de un viaje más largo, con destino a otro pueblo más lejano e interesante. Leí la información sentado en un agradable restaurante, donde cené una crema caliente de verduras y un plato con distintos tipos de carne a la brasa y patatas fritas. Andernach fue en gran parte destruida durante la Segunda Guerra Mundial. Los americanos entraron en la ciudad el nueve de marzo del año 1945. Instalaron campamentos para prisioneros de guerra alemanes cerca del rio. Unos meses más tarde, los franceses ocuparon la zona. Del paso de los americanos por este lugar quedaba una marca de pintura en una piedra, que informaba de la distancia (unos ocho mil kilómetros) hasta Los Ángeles. Curiosamente Charles Bukowski, el escritor de la generación beat, fue oriundo de Andernach, y falleció en Los Ángeles. Acabé de cenar y salí a dar un breve paseo por la ciudad. El viento hacía rodar algunas botellas de cristal y jóvenes abrazados cantaban por las calles. Cansado, di la espalda al centro de la ciudad, y me fui a dormir.

Juan Carlos Onetti en el Buscalibros

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Gracias a algunas recomendaciones y un poco de azar he comenzado el año leyendo a Onetti y su fantástico volumen de Cuentos completos, cuya lectura desde aquí igualmente os aconsejo,  uniéndome así a esa larga cadena de recomendaciones. Yo no tendría ningún interés en escribir si supiera de antemano lo que va a pasar en mis cuentos, decía el propio Onetti, y esa búsqueda de la sorpresa la contagia a quienes nos adentramos en sus cuentos, cuentos que avanzan por un mundo cada vez más reconocible, regido por unas coordenadas definidas que poco a poco se van descubriendo, la lectura avanza, y dotan a las plazas, las calles, la playa, de  unos temas recurrentes, aquellos que sus personajes proyectan: el tiempo perdido, la imposibilidad de los sueños, la ausencia siempre dolorosa. Personajes a los que uno acaba queriendo por su bondad desvalida, y toda esa cercanía recién descubierta  bulle en la mente del lector y provoca un estallido que hace de la lectura  un placer doblemente gozoso, pues junto a lo inesperado de las historias está la familiaridad de un lugar recién conocido, y a medida que se devoran sus cuentos se conoce a Onetti con la misma seguridad del barrio donde uno vive, pero también con la misma inquietud de no saber lo que sucederá en la siguiente esquina.

En el blog donde mensualmente contribuyo con una breve reseña sobre libros he escrito, cómo no, sobre estas historias que se graban  en la corteza cerebral. Os adjunto el enlace para que podáis leer más sobre Onetti, y espero sobre todo haberos convencido para que recorráis las calles de Onetti y conozcáis a los personajes que caminan por ellas, nublados de tristeza y esperando a que alguien les escuche, o ni siquiera eso, personajes ensimismados que dialogan sin quererlo con el lector desde su respetuoso silencio, el de una habitación de hotel o de un teatro sin público (pasad entonces las hojas con cuidado, pero por favor pasadlas siempre).

http://www.el-buscalibros.com/2013/01/juan-carlos-onetti-cuentos-completos_11.html

Brückner en Bajamar

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Invitado a una vida distinta

aunque dicen: qué tontería

Daniel, ¡vive tu vida, vívela!

Noche de fiesta y al anfitrión

un aluvión de palabras glorifican

su ética. Yo en la cocina a

hurtadillas ligo con una niña:

me besa y grita: ¡estás borracho!

 

La lluvia entra por los jardines

y se encienden las ventanas.

Por un jeroglífico de ideas me

descalzo y navego hacia la orilla de

la noche, que tiene una cualidad

de punto y final. En el abanico de

arena las siluetas son un cine

mudo, y yo dialogo sus muecas.

 

Dejo las llaves y el pasaporte, y

en un instante la espuma borra

mi existencia: me sumerjo en

el agua y en la orilla brillan

luces de media luna; mi nombre

en mayúsculas se tumba en lo alto

de los pinos, que me esperan desde

hace tanto tiempo (era un niño).

 

Qué placer espiar mi ausencia y

pensar en la sopa caliente del

samovar. Qué pena irme sin decir

adiós a los peces: soy popular

entre los seres sin rumbo.

Al rato el susto es pasado y

un adagio de Brückner bebe junto

al minibar; huyo hacia el cuarto y

 

me entristezco pensando

en las solitarias burbujas abajo,

su sueño alterado por bufones

cansados: la ficción a punto de acabar.

Una fiesta magnífíca pero el disco de

Brückner aún sigue girando  y

la niña convoca un mismo recuerdo

desde sus sábanas de Bajamar.

 

2012 in review

Activado por la energía de mi amigo Miguel decidí abrir este blog poco antes del verano. Abrir un blog como quien abre el cajón y saca con pudor viejos escritos, ideas apuntadas sin apenas desarrollar, pero también destellos recientes de otras lecturas o ideas que mueven algo dentro y contagian las ganas de continuar lo leído, y escribir. Mientras todo ello ocurre algo aún invisible va creciendo en una carpeta que ahora tiene el nombre de Desorbitados, y que supongo que acabará siendo una novela, un proyecto que me llena los días y en el cual, por más que escribo, más se aleja el final.

Con sorpresa he recibido las estadísticas de WordPress del año 2012 sobre número de visitas y el país de las mismas. Uno empieza a publicar sin saber los ojos que se posarán sobre lo escrito, que harán suyo por un rato mi texto, y a ese lector anónimo y a veces lejano le he mimado sin yo quererlo, cuidando con la meticulosidad de un bonsai lo aquí colgado, escribiendo con la misma pasión y amor con que me entrego a los libros, pero también con la misma exigencia que busco en aquello que leo. He escrito por puro egoísmo, sin pensar en nadie más que en mí mismo: me gustaría poder escribir siempre lo que yo quiero leer, y aunque único, ser yo siempre mi lector.

Así que es un regalo extraño e inmerecido saber que hay una montaña como eco a lo que, de forma dispersa, ha ido saliendo del blanco de la pantalla. Supongo que si no he reparado hasta ahora en esa silueta rocosa, seguiré este sueño de la escritura con el mismo placer tenaz de libertad, con la amplitud vacía y solitaria del horizonte, pero agradeciendo esa constelación de lucecitas que me devuelven, a veces desde muy lejos, una suerte de entendimiento con mis palabras.

The WordPress.com stats helper monkeys prepared a 2012 annual report for this blog.

Here’s an excerpt:

600 people reached the top of Mt. Everest in 2012. This blog got about 2,200 views in 2012. If every person who reached the top of Mt. Everest viewed this blog, it would have taken 4 years to get that many views.

Click here to see the complete report.

La libre de Barrio

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La libre de Barrio es el sueño compartido de quince amigos. El sueño tiene forma de L invertida, ocupa ciento cincuenta metros cuadrados de Leganés, cerca de la Casa del Reloj, y surgió de las sábanas un sábado 14 de diciembre. Con la inverosimilitud necesaria de los sueños, la libre de barrio ofrece una sensación distinta a cada paso. Entrando a la derecha estanterías de baldas escalonadas, títulos de poesía, ficción, política y cuentos infantiles que apuntan muy buen criterio, y que le anticipan a uno la alegría de próximas lecturas. A la izquierda una línea de fotografías en blanco y negro sobre el camino de Santiago; imágenes de un caminante pero que transmiten una pureza estática, como naturalezas muertas, y su observación invita al movimiento inmediato, a regresar a la calle e iniciar también la peregrinación que sugieren. Pero la peregrinación sigue en la librería, y unos pasos más allá un salto del sueño y estamos ahora en un breve cuadrilátero infantil, un ring donde la imaginación de los niños se estimula en libros desplegables. Unos sillones y un instante después una pequeña barra de bar, porque la literatura y el alcohol siempre han maridado, y al fondo un espacio diáfano donde tendrán lugar los actos del centro, y en el cual la disposición de las sillas parece anticipar la huella futura de quienes allí conversarán.

Solo con la fuerza de los sueños se puede impulsar un proyecto de librería tan amplio como este local de Leganés, donde un poeta desde el fondo sopla y llena de versos el aire, mientras Calvino se tumba sobre Cervantes, Onetti y Piglia son vecinos de balda, Marx lamenta que ya nadie le lea y los niños, desorbitados, escuchan narraciones orales. La lectura es un vicio sin castigo, pero también una actividad onanista, de pura silencio, y uno disfruta al entrar en la librería y descubrir que la lectura puede también ser un placer colectivo, y entonces en el dormitorio de un amigo también muere la señora Bovary, o don Quijote esta mañana, bajo los neones de Nuevos Ministerios, se enfrentó de nuevo a los molinos de viento. La lectura se hace colectiva como lo era en los refectorios medievales, y de ese interés común surgen el boca a boca de recomendaciones, y también el deseo de participar en la agenda futura de este proyecto, a cuya inauguración asisto feliz, contagiado por la fuerza y ganas y nervios de quienes lo agitan.

Dos lumbalgias abrazadas hablan frente al escaparate: abrir una librería, con la que está cayendo. Pienso en la marcha atrás de sus vidas, el tiempo frenándose y un vacío insólito e inmerecido, pues es posible que nunca disfrutaran del ascenso de los demás, y no entienden por qué la quiebra de una empresa, cuyo nombre apenas saben pronunciar, les haga ahora temer por la gratuidad de su pastillita, y aunque yo tampoco lo entienda no es el motivo de estas líneas, y camino al coche dejando atrás toda esa gente feliz que ellos observan atónitos, gente arropada entre cortinas de libros, gente que no cae sino todo lo contrario, gente que sigue subiendo enganchada al globo de la ficción, dentro de un espacio abierto tan necesario como la tienda de ultramarinos o la farmacia que ahora cruzo. Y esta noche, cuando abra de nuevo el libro y opere el milagro de la ficción, pensaré en esa constelación de otras luces en mesitas de noche, encendidas desde el fuego alegre de este nuevo lugar: la libre de Barrio.

La libre de Barrio es un proyecto de librería social, ecológica, apartidista, sin ánimo de lucro, justa, igualitaria y solidaria. Su horario es de martes a domingo, de 10 a 14 y de 17 a 21 horas. Está situada en la calle Villaverde 4, 28912 Leganés. Tf: 91 2 27 29 52. Email de contacto: lalibredebarrio@gmail.com.

Jueves, 25 de agosto de 2011: la zona de volcanes

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Me despertó la conversación en alemán de algunos huéspedes y el sonido de las maletas con ruedas avanzando sobre el suelo de madera. Por la rendijas de la puerta se colaba el olor a café y la luz de una bombilla eléctrica. Frente a la cama, tras una ventana amplia sin cortinas, miré por primera vez este pequeño pueblo con la curiosidad matutina de los lugares a los que uno llega por la noche, y apenas son entonces líneas de luces dispersas, temblorosas; de noche es un misterio las calles y carreteras que mueven la gente que ahora duerme, y uno se acuesta en el misterio de esas luces, como balizas aisladas de vida. Miré por primera vez desde mi ventana, abierta a la altura de la calle, y vi un cielo neblinoso pegado al suelo, que transformaba la silueta de las macetas cercanas en una presencia inquietante, como miembros de una secta vegetal guardando el vestíbulo de acceso, las mismas macetas a las que me había acercado de cuclillas la noche anterior, muy cansado ya del viaje y con ganas de dormir, las mismas macetas cuya tierra húmeda removí hasta encontrar, sobresaliendo de una de ellas, la llave de mi habitación.

 
El ruido de la vida nuevamente regresada me expulsó de la cama a regañadientes, pues seguía cansado y parecía venir de un sueño largo, sin fronteras, de puro silencio y vacío, un sueño que no quería seguir su decurso en el mundo real. Cuerpo y mente se hundían perezosas buscando un rato más de reposo bajo las sábanas, sin ganas de hablar en otro idioma, de saludar y pedir una tostada o más café, pero sabía de lo pronto que empezaban los días en Alemania, así que de un brinco alcancé la ducha, me afeité, y acudí a la sala de desayuno, en el extremo de la planta baja. Qué distinto en cualquier caso madrugar porque la vida tranquila de los otros así parece exigirlo, en mitad de unas vacaciones plácidas, a cuando uno sufre el sonido de la alarma del móvil en el lugar más oscuro y lejano del sueño, como un brazo que te agarra y sacude y reanima y exige súbitamente volver a la realidad. Recordé un poema de Borges acerca del sueño, donde mencionaba ese efecto de expulsión que la mañana provoca con su llegada, trayéndote con tristeza desde el otro lado del mundo, a este en el que ahora mecanografío, el definido por alguien como real, y donde uno siente que la magia ha sido robada. Algo así como los topónimos iluminados en un viaje nocturno en tren. Cruzas apeaderos vacíos a una velocidad fugaz, en el lapso de apenas un parpadeo, pero el ruido de un ligero frenazo te despierta y atiendes somnoliento a unas letras de cerámica mal iluminadas, y por un segundo tu mente reconoce el nombre del lugar, pero los sueños son viajes al precipicio, y los vagones aceleran el paso, te sumerges nuevamente en el sueño del compartimento y olvidas ese lugar que en un segundo cruzaste, porque sabes que el final de la noche es siempre abrupto; hemos perdido la individualidad que hacemos exclusiva de la juventud o la bohemia, y sabes que en ese lugar que ya queda a la espalda existen gente como tú, que juegan cartones al bingo los sábados por la noche, seguidores de su equipo de fútbol local, que compran alcohol en los supermercados y lo beben en los parques con los amigos, y no se atreven a mostrar sus sentimientos a quien aman si no es con el cuerpo animado por el ron, y como si de un viaje circular se tratara la mañana te devuelve a ese mismo lugar cruzado, pero en este caso la ciudad anunciada es la vida, y su luz te ciega: el sueño es robado, y tu cuerpo expulsado al andén de los días, los cartones de bingo, el alcohol barato y las debilidades que fragua el corazón.

Schalkenmehren era un pueblo recostado sobre una pequeña loma, y en cuya base le bañaban las aguas del lago Schalkenmerener Maar. Un conjunto desordenado de casas bajas, con fachada blanca y tejados de pizarra, dotaban de vida al lugar. Contemplé la diligencia paciente en los cuidados jardines: la niebla se había levantado en un instante, y junto a las aceras se descubrieron canteros dominados por una abundancia ordenada de flores de jardín. Troncos para hacer fuego cortados con precisión artesanal, almacenados esmeradamente bajo cobertizos limpios. Verjas que parecían recién pintadas. Nada fuera de lugar, ninguna ventana distinta a las demás, ningún vecino estropeando al resto con diferentes materiales de construcción. Lamenté la desgana española por la belleza, el regocijo incluso por no cuidar el entorno, y qué diferentes entonces los pueblos que llevaba visitados, donde se admiraba un esfuerzo estético evidente, respecto a los españoles, azotados por el mal gusto, pueblos ibéricos donde la primera imagen suele ser aquello que sus habitantes no quieren cerca, una bañera vieja, repuestos de tractores, montañas de chatarra y basura, publicidad de productos fuera del mercado y un grafiti desleído diciendo: OTAN NO, BASES FUERA.

En las manos invisibles que habían trabajado sobre los jardines que ahora contemplaba, en los cuerpos de hombres y mujeres combados con tijeras para la poda, y que ahora posiblemente trabajaban en alguna ciudad cercana, había no sólo una reivindicación de la belleza, sino un esfuerzo decidido de lucha por la vida, y ésta entendida como algo que uno puede manejar y adaptarlo a un sistema de valores, y en los que el orden, el cuidado, la elegancia, y precisamente el amor por la vida, tienen prioridad. Los jardines son domesticaciones de la naturaleza. Sin el esfuerzo humano se asilvestran. El sudor de un alemán que llega a casa, aparca su coche, se cambia de ropa y al rato vacía los desperdicios en la compostadora, riega su jardín, corta el césped, planta la semilla de un árbol y limpia de hojas secas el camino de gravilla, es un esfuerzo que se enfrenta a la muerte, que la aleja, como un mar en retirada, pues verdaderamente es consciente de que, sin su labor, y en apenas unos días, ese lugar no tendría el mismo aspecto que él desea; se afana con dureza por la imagen que él busca, dobla el espinazo aunque haya regresado cansado a casa, más tarde de lo que él hubiera deseado, y ese compromiso estético por la elegancia le lleva a un sacrificio. Desprecia la desgana, pues el descuido lleva a que las malas hierbas crezcan, y me vienen a la mente tantas casas gallegas de ladrillo que parecen sin terminar, con ventanas de aluminio y paneles de uralita, y observo a un hombre del pueblo que camina erguido, con las manos cruzadas en la espalda, y trató de entrar en su mente, colarme en sus pensamientos, y seguramente su amor por la vida le hace luchar para que las flores junto al camino de acceso den la bienvenida vegetal que el invitado se merece, y saluden firmemente erguidas, y despunta con cuidado los nuevos brotes para asegurar el crecimiento sano de los tallos, y aunque sabe que su actividad es una lucha contra la muerte, pues la naturaleza es salvaje, una lucha justamente contra el orden natural, y que además la vida es finita, concluye que se enfrenta a la muerte, y que, si sus manos, ya callosas y arrugadas, no tienen sustituto en otras más jóvenes, todo su esfuerzo no tendrá recompensa más allá de lo que él ahora contempla; pero ello no le obsta para llegar a casa, cambiarse de ropa, y dedicarse a su jardín, porque la estética y el orden, en su eje de valores, importan, y el esfuerzo que ello obliga se da por descontado, y porque aunque visita España algún que otro verano, y valora el sol y la fiesta y la sangría, esos conceptos son una reducción a un momento concreto, el descanso estival, pero allí donde vive, muy al norte de nuestras playas de cemento, no quiere escuchar la desgana al esfuerzo y el desprecio a la belleza que dominan nuestro país, la ignorancia a otras formas de desarrollar la vida, y el júbilo zafio nacional en nuestra fealdad. Camina con las manos cruzadas en la espalda, como esposadas, pero se ha acercado hasta un pequeño cubo de basura, lo aproxima hasta su jardín, y deposita en él hojas viejas.

Una calle larga y ondulada articulaba la vida social en Schalkenmehren. La oficina de turismo, un pequeño hotel con su correspondiente biergarden, una cafetería y una tienda de alquiler de bicicletas abrían sus puertas en ella. Paseé arriba y abajo por la misma, sin cruzarme con nadie. Su línea zigzagueante reproducía la misma forma de la aguas del lago, que descubrí al fondo de una calle cortada en dirección norte, y tras dejar a mi espalda las últimas casas. Me extrañó tropezarme tan de casualidad con el lago que daba nombre al pueblo y cuyo origen volcánico singular, así como su belleza, atraía a muchos senderistas a la región.

La tienda de alquiler de bicicletas no era sino el garaje de una de las casas detrás de la oficina de turismo. Llamé al timbre de la misma, y apareció un anciano con un gran manojo de llaves. Aún advirtiéndole que no entendía alemán, él no paró de hablarme, primero en el interior del garaje, mientras elegía una bicicleta de las que allí se amontonaban, y ajustaba el sillín a mi altura, y luego en el exterior, señalando con mano temblorosa lugares próximos que supuse merecían ser visitados. Le dejé a mi espalda mientras aún seguía hablando y riendo, avancé por un camino de gravilla, donde la bicicleta patinaba entre guijarros, y me dirigí a la oficina de turismo, lugar en el que me proporcionaron un plano de la zona. Por detrás de mi hotel, en la zona más alta de la loma, había una pequeña estación de tren abandonada, y desde donde partía un camino que antes recorría el ferrocarril, y el cual permitía conocer los otros lagos de la zona.

Volví al placer simple del viento dándome en la cara sobre la bicicleta. Ahora el cielo estaba limpio, y no había ningún rastro de niebla. Una larga pendiente en bajada concluía en un túnel bien iluminado. Aceleré con todas mis fuerzas y el follaje a los lados del camino perdió su individualidad, las ramas eran formas alargadas que avanzaban contra mí, pues la naturaleza había ganado terreno al lugar donde antes había cruzado el tren, y disfruté de esa sensación de peligro, de no saber dónde mi dirigía, la inconsciencia asumida de saber que si hay algún imprevisto no tendré tiempo para frenar, pero aun así no frenar, todo lo contrario, acelerar, y las ramas y el viento silbando en los oídos, levantada la solapa del sombrero, y el miedo haciéndote tensar los brazos como un arco, y todo el cuerpo una sonrisa nerviosa, hasta que al final del túnel el camino se endereza, sube la pendiente, y los radios de la bicicleta recuperan el aliento.

La zona se llama Vulkaneifel. Geográficamente ocupa la zona noreste del departamento de Rhenania-Palatinado, que es donde ya me encuentro de visita hace varios días. Vulkaneifel atrae a los turistas por sus lagos de origen volcánico, y por las rutas que recorren la región a través de las suaves montañas Eifel, y que abren al visitante magníficas vistas del lugar. Una de estos caminos dominados por la naturaleza me llevó pedaleando hasta el pie del lago Gemündener Maar, el más septentrional de los tres que se encuentran en la región. Encadené la bicicleta a un poste, y bajé caminando hasta el pie del lago. El agua cubría la base del cráter y servía de reflejo invertido a la vegetación. Me senté junto a la orilla, abrigado a mi espalda por vegetación y silencio. En el extremo opuesto observé un trampolín de tres alturas, una zona inclinada de césped a modo de solarium moteado con tumbonas vacías, y una piscina ganada al lago tras una cuerda de boyas blancas.

Me levanté y encontré detrás de una fronda, también cerca de la orilla, un lugar donde tumbarme y observar el silencio del lago. Estuve un rato dormido, otro leyendo a Anne Michaels, disfrutando en paz del lugar, de haber acertado casi accidentalmente en la elección de este destino, porque lo que necesitaba era un lugar dominado por un silencio ancho, un refugio de soledad voluntaria, un lugar donde protegerme frente a las muchedumbres y la comunicación permanente y la queja sistemática de los demás. El mundo exhibía su malestar en una insurrección más expresiva que revolucionaria, pero toda crítica o proyecto de acción parecían fuera de lugar en un espacio dominado por la templanza, un lugar construido para encajar en el espacio rectangular de una tarjeta postal, y por unos días al menos, como un equilibrio al resto de mi tiempo, sólo buscaba silencio y paz. Poder ser yo, lo cual significa estar solo muchas veces, y no tener que decir para ello la palabra no. Recordé un aforismo de Chamfort: «casi todos los hombres son esclavos, por la razón que los espartanos daban la servidumbre a los persas, por no saber pronunciar la sílaba «no». Saber pronunciar esa palabra y saber vivir solo son los dos únicos medios de conservar la libertad y el carácter».

Alcé la cabeza: ahora el cielo azul era pálido y en el tiempo de un parpadeo se llenó de nubes y comenzó a llover. Fin de mi deseo a bañarme en el lago. Corrí hacia donde había dejado la bicicleta, pero el agua alteraba tan rápido las formas vegetales que me confundí de camino y acabé en una pequeña ermita de fachada blanca, levantada en lo más alto de la loma. La ermita estaba rodeada de un cementerio, cuyas tumbas eran rectángulos florales rodeados por guijarros, como si la vida tuviera su continuación en otro orden, el de la naturaleza, y desde la tierra muerta diera lugar a construcciones de tanta belleza, y así que contemplé la ofrenda visual de aquellos parterres llenos de tulipanes y flores, y me calé mientras leía la inscripción de las lápidas, calculando las edades en que cada uno de ellos falleció. En el interior de la ermita dos mujeres hablaban junto a una cuerda que colgaba del techo, y que permitía hacer sonar las campanas. Seguí dando la vuelta a la ermita. Más tumbas y flores, y la llama de las velas aguantando empecinada la lluvia. Dejé el cementerio y observé por último la oscuridad súbita del lago, una pacífica vista que tal vez también tenían los que en silencio me rodeaban.

De regreso al pueblo la lluvia continuaba. Devolví la bicicleta y me refugié en el hotel-café Maarblick, desde cuya ventana se abrían vistas a otro de los lagos volcánicos, el Schalkenmehrener Maar. En el cristal se chocaban constantemente moscas y avispas. Algunas se posaban en el mantel, se acercaban cautas atraídas por el olor a a la galleta, luego yo daba un manotazo, se alejaban, pero al rato volvían. Había comprado una caja de moras, y cené tranquilamente tumbado en la cama del hotel, viendo en el ordenador portátil qué hacer al día siguiente. Luego salí a dar un paseo por el pueblo de noche. En la calle principal entré en el Steilen Josef, una pensión cercana al hotel Maarblick, aunque mucho más modesta, y con una taberna de techo bajo abierta en la planta inferior. Un camarero joven me sirvió una cerveza, con una gran ceremonia y lentitud. Primero secó el vaso con un paño, y lo miró al contraluz. Luego abrió el grifo, pero sólo llenó la copa hasta la mitad. Después se marchó por una puerta hacia la recepción del hotel, y pensé que se había olvidado de mi bebida, hasta que nuevamente apareció y terminó de servirme la cerveza. Descubrió seguramente en mis ojos la sorpresa por la ceremonia del proceso, y en un inglés más que aceptable para la región me dijo que en Alemania había un dicho por el que las tareas, cuanto más lentas en su ejecución, mejor resultado daban. Él me preguntó si era inglés, pues llevaba conmigo el libro de Anne Michaels. Le dije que estaba de visita por la zona, y le sorprendió que viajara solo. Justamente me llamó mi amiga Alicia en ese momento, y él, sin saber una palabra de español, me preguntó si era mi chica, pues seguía sin dar crédito de que alguien pasara sus vacaciones sin compañía. Sonreí sorprendido por el equívoco. Luego me contó que la pensión y el bar eran un negocio familiar, que tenía una novia en el pueblo, y que en septiembre se marchaba a Heidëlberg para cursar estudios de hostelería. Algo borracho al final tras otras tantas jarras servidas con el mismo ritual ceremonioso, me despedí del locuaz camarero y volví a mi hotel. Ya casi en el dintel, viéndome tal vez desvalido, me dijo: no dejes de visitar el circuito de coches.

Balanzas

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Los deseos nos cambian de posición: el atrevimiento de una distancia que se consume, de unos labios desenfocados a punto de que algo suceda. Pero otras veces el movimiento no se produce, y entonces los deseos multiplican la presión en ese émbolo de miedos, de prejuicios, de cobardía, donde habitamos.

Los deseos son cortinas que se desplazan por rieles frágiles. A veces el viento los agita sin uno quererlo, pero otras veces ocurre lo contrario: uno querría ver volar la tela hacia el exterior, dejando atrás las ventanas amarillas, pero el paño de tela cae con las tristeza estática de una residencia de ancianos. Nos cuesta entenderlo: que los deseos se conduzcan por mecanismos que no siempre se controlan, y así que bastan cuatro palabras para que las bielas del día se desajusten. Basta un voy con mi chico —verso feo de cinco sílabas declamado de improviso— y la raya de luz en el horizonte se apaga, como quien desenchufa el porvenir. Uno se queda con una carita infantil de pasmo, con la promesa de una cita que jamás llegará, de un sueño que empezó con el apurado último de la barba, la colonia tiznando de granitos rojos el cuello, que siguió con los neones de las fachadas señalando el camino hacia ti, como una liturgia de luces, la espera al autobús y en la marquesina por 14,90 euros al mes la posibilidad de estar conectado con la gente que más quieres —qué fácil se puede pagar todo—, y sin embargo uno de vuelta, caminando con el magisterio del fracaso, la realidad alterada a cada paso que es cada vez más rápido, más rápido que el anterior, soñando que una varita mágica actúe, y entonces la persona nazca en Espoz y Mina con Sol, el lugar donde la imaginé en la excavación bajo las sábanas, pero el ilusionismo se pierde cuando alcanzo ese enclave, su imagen borrada y un estanco de lotería cerrado, y de regreso, en las escaleras mecánicas del metro, rozo con mis pestañas la coleta de una mujer del peldaño superior. Eso es lo más cerca que estaré de alguien esta noche. Si sonara un blues, Chamartín vía tres, sería la persona más triste de la Tierra.

Y sin embargo ocurre que, en el rapto de un mismo día, la balanza se equilibra, y unos caracteres le cambian a uno el ánimo: let´s plan a trip together for 2013, me dice un amigo holandés a través del Facebook, y aunque hacen seis grados y hay cuchillos de frío cortando la ciudad, y aunque la gente camina como si sufriera lumbalgia, pese a todo bastan seis palabras y una fecha para que, de golpe, la primavera se insinué en la pantalla del ordenador, y la alegría brota de una forma sencilla y natural; subo el volumen y cambio Strauss por Arcade Fire, luego el chasquido de una lata de cerveza, y por si fuera poco al bajar la basura, en el buzón de la casa, encuentro una postal entre ofertas de comida china, una postal navideña de alguien que se acuerda de mí, me desea felices fiestas y me pide que sigamos en contacto, una promesa que es una permanencia y donde no hay 14,90 euros que pagar.

Cuando regreso al sofá tengo gases: deben ser los efectos de toda la combustión del día. Me lanzo algún pedo, abro la ventana y el aire de la noche, aunque frío, me reafirma en el placer cálido de los dos mensajes que acabo de leer; asomado a Madrid, la noche forma en la calle una constelación de pantallas de móvil. Me masturbo sustituyendo a zarpazos, como una venganza, la imagen de la última semana; ceno una ensalada de tomate y queso y un yogur, me pongo el pijama, meo y finalmente me acuesto, convencido de no conceder espacio a cualquier tipo de lástima. Abreviado de ideas bajo las sábanas, y sin encontrar palabras con las que resumir el día, siento un dolor en el cuello: hoy las emociones, en su vaivén por las vías de esta atracción de feria que es la existencia, tuvieron movimiento.

El buscalibros

El Buscalibros

El pasado 1 de diciembre arrancó una nueva página web, www.el-buscalibros.com. Fran Rodríguez está detrás de la idea: un espacio en donde ocho blogueros vamos a contribuir, en dosis mensuales, aportando una recomendación sobre un libro que nos haya fascinado, y con la esperanza de influir para que esas mismas páginas vuelvan a ser abiertas y disfrutadas por vosotros.

Recomendar un libro es una tarea de gran responsabilidad. El tiempo y la atención que exigen la lectura nos obliga a ser cuidadosos con aquello que aconsejamos, y a presentar las obras de tal forma que, sin revelar la magia que contienen, pongan al futuro lector en aviso sobre el camino que va a recorrer. Cuando alguien te acerca una obra desconocida y apasionante, de esas que te sacan de la relojería de las rutinas, sientes que has recibido de aquél un regalo inmerecido. Y el objetivo de este proyecto no es sino corresponder, al menos en parte, a ese regalo enorme que es un buen consejo de lectura.

Decía Joyce que la única pregunta que importa acerca de un libro es a qué profundidad se ha originado en el alma de quien lo escribe. Ojalá los responsables de esta nueva web consigamos encontrarnos con esos libros de gestación subterránea, y sepamos luego transmitir la fantasía de su lectura en este espacio, de forma que esas obras, como un deporte de relevos, sigan escribiéndose en la imaginación de nuevos lectores.

http://www.el-buscalibros.com

Y mi primera colaboración a la página es recomendando la lectura de la novela El inocente, de Ian McEwan:

http://www.el-buscalibros.com/2012/12/ian-mcewan-innocent-el-inocente-1990.html